sábado, 10 de diciembre de 2016

Una cultura del amor (1).


1  Una cultura del amor (1). Anatomía del amor. Intentamos conocer a alguien después de sentir su inconfundible bondad. El amor es una apertura a lo que es bueno. Para ser buenos, tenemos que estar comprometidos con algo que verdaderamente nos importe, tiene que haber algo que apreciemos. Los corazones endurecidos, amargos e inflexibles son dignos de horror. Superaremos nuestra indigencia principalmente porque estemos dispuestos a «padecer» el amor de alguien que puede darnos plenitud. Estamos interconectados por nuestra necesidad, pero también por nuestra capacidad de hacernos felices y enriquecernos unos a otros. Cfr. Paul J. Wadell, La primacía del amor, ed. Palabra 2002. cap. V Las pasiones y los afectos en la vida moral: explorando la primacía del amor, pp. 145-166 PASIONES Y AFECTOS EN LA VIDA MORAL ........................................ ¡ERROR! MARCADOR NO DEFINIDO. Necesidad de las pasiones y los afectos en la vida moral .......................................................................... 2 Amor y apatía ...................................................................................................................................................... 2 El esquema de la vida moral que expone Tomás: el amor empeñado en la búsqueda de su plenitud en el gozo. No se puede plantear una teología moral adecuada al ser humano sin que se tome en serio el papel que juegan las pasiones y afectos en nuestras vidas. ............................................................................................................ 2 Si los afectos están en el corazón de la vida, ¿pueden ser ellos mismos el centro de la bondad? Para ser buenos, tenemos que estar comprometidos con algo que verdaderamente nos importe, tiene que haber algo que apreciemos, alguna pasión primordial que sirva de guía para nuestra vida. ................................................................. 3 Necesitamos un amor que nos haga felices y porque nos hace buenos. ............................................................ 3 I. SER HOMBRE ES SER APASIONADO. ESTAMOS HECHOS PARA RECIBIR AL MUNDO PP. 147-156 .................................................................................................................................................................. 3 El apetito: término que explica las pasiones y afectos ....................................................................................... 3 Los apetitos reconocen una necesidad; tenemos apetitos porque experimentamos nuestra indigencia y buscamos lo que nos ayude a solucionar esa necesidad ...................................................................................... 3 Los seres humanos son criaturas con apetitos pp. 149-150 ...................................................................... 4 Tenemos hambre de amistad y sed de conocimiento, inteligencia, belleza y sabiduría. Respondemos con interés y esperanza a todos los bienes de este mundo que pueden cubrir nuestras necesidades. Somos apetitos, somos criaturas indigentes. ................................................................................................................... 4 Los apetitos son signos de actividad, pero su actividad es una respuesta a algo cuyo bien ya ha actuado sobre nosotros. Los apetitos responden, se mueven solo porque ya han sido antes interpelados por la bondad de otra cosa.............................................................................................................................................. 4 ¿Qué se siente al enamorarse? Las palabras que usamos para describir el enamoramiento indican que intentamos conocer a alguien después de sentir su inconfundible bondad. Nos atraen porque, de alguna manera, su encanto ha llegado directamente al alma, a veces antes de ser conscientes de ello. ...................... 4 Una anatomía del amor pp. 151-153 ......................................................................................................... 5 El amor tiene su origen en el amado, en el objeto apetecible. Al principio somos pasivos y no creamos los valores que nos atraen. ......................................................................................................................................... 5 Hay relaciones que marcan profundamente nuestras vidas y nos transforman interiormente. .......................... 5 El amor: es una apertura continua a todo lo que es bueno pp. 153-156 ................................................... 6 Estamos hechos para abrirnos, para recibir algo; somos receptivos; crecemos cuando amamos y morimos cuando odiamos; son indispensables la reconciliación y la curación; los corazones endurecidos, amargos e inflexibles son dignos de horror. ......................................................................................................................... 6 El universo moral es un universo de interrelaciones profundas, de continua influencia mutua. Estamos interconectados por nuestra necesidad, pero también por nuestra capacidad de hacernos felices y enriquecernos unos a otros................................................................................................................................... 6 La bondad es percibida en el nivel más profundo de nuestro ser: y, una vez adquirida, se hace parte integrante de nosotros porque recibimos su «forma. .......................................................................................... 7 Durante la primera fase somos pasivos, no actuamos sino recibimos; sin embargo, en la segunda fase somos activos, respondemos con la intención de acercarnos enamorados a lo que sabemos que es bueno. ..... 7 II. LO QUE SIGNIFICA LLAMAR PASIÓN AL AMOR PP. 157-166 ................................................................... 8 Somos deficientes; necesitamos recibir lo que nos falta. Una pasión es signo de una deficiencia: Tomás llama pasión al amor. Nuestra perfección llegará gracias a la recepción de un bien que nos falta, que nos llegará por mano ajena. ........................................................................................................................................ 8 Superaremos nuestra indigencia principalmente por nuestra apertura a lo que tiene bondad y poder para darnos una vida más plena, no por nuestros propios esfuerzos, sino porque estemos dispuestos a «padecer» el amor de alguien que puede darnos plenitud. ................................................................................................. 8 Por qué el amor es la suma vulnerabilidad pp. 159-161 .......................................................................... 9 El amor nos perfecciona no porque alcanzamos la perfección por lo que hacemos, sino porque nos lleva a lo que nos llena. El amor nos abre gradualmente al Amor del que vienen todas las cosas. ............................... 9 Cuanto más nos acercamos a Dios, somos mejores. .......................................................................................... 9 2 En la vida moral, nosotros somos los `pacientes' y Dios es el `agente,' es decir, que Dios es el que actúa y nosotros los que debemos abrirnos para recibir. Somos pacientes tratados y sanados por el amor divino. ...... 9 La esencia de la vida moral es la curación de la indigencia por medio del único Amor capaz de plenificar todas las cosas. ................................................................................................................................................... 10 La caridad es la apertura apasionada a Dios pp. 161-164 .................................................................... 10 Para Tomás las virtudes están ancladas en el amor entendido como una pasión, así que cuanto más ............... crecemos en las virtudes más dependemos de ese amor. La actividad de las virtudes no nos vuelva más independientes ni autosuficientes sino que nos vincula más a Dios. ................................................................ 10 Las virtudes nos perfeccionan porque, cuando amamos, nos dejamos transformar; cuando padecemos el amor de Dios somos curados al recibir el amor que nos redime. ..................................................................... 11 Por qué la caridad nos hace divinos pp. 164-166 ................................................................................... 11 Dado que el amor es una pasión, cuando amamos estamos conformándonos con nuestro amado. Amar es dejarse recrear por la bondad. En el caso de la caridad somos recreados por la bondad divina. ..................... 11 Amar a Dios nos inquieta porque tener caridad implica centrarse en Dios: ceder el control y perder el gobierno de nuestro ser; dejar que Dios dirija nuestra vida por sus criterios. Amar es dejar que el otro te posea y así encontramos nuestra identidad. ................................................................................................ 11 Por ello, estar decididos a amar es estar dispuestos a morir. La muerte es un requisito del amor. ................. 12 Conclusión/resumen de este capítulo p. 166 ............................................................................................. 12 Necesidad de las pasiones y los afectos en la vida moral Lo esencial de la vida moral es que coincidan nuestros sentimientos con lo que es lo mejor para nosotros. Somos por naturaleza seres amantes, pero debemos aprender a amar las cosas adecuadas de modo apropiado. Hemos de educar nuestros afectos para que reaccionemos correctamente a todo lo que tenemos delante, amando lo bueno, odiando lo que es malo, sintiendo tristeza por la pérdida de lo que es realmente un bien, ira cuando lo vemos amenazado y temor cuando cabe la posibilidad de que sea vencido. Al contrario de lo que muchos piensan y de cómo muchas veces se ha interpretado el pensamiento del Aquinate, lo que importa en la vida moral no es negar las pasiones o intentar reprimirlas, sino cultivarlas hasta que nos faculten para hacer bien. La vida moral cristiana, insiste Tomás, no requiere extirpación de las pasiones, sino su transformación. La moralidad necesita de las pasiones porque, solo cuando algo nos importa, somos capaces de hacer alguna cosa. Tomás valora los sentimientos, las pasiones y las emociones en su justo punto. Para él, la moralidad se mantiene gracias cultivo de un amor correcto al que permitimos la dirección nuestras vidas. Amor y apatía Todos somos conscientes de esto: cuanto más fuertemente sentimos algo, más fácil es hacerlo por lo que, si amamos algo profunda y apasionadamente, nos empeñaremos en conseguirlo. Por eso vemos muy claro el peligro de la apatía. Ser apático significa quedarse impasible ante todas las cosas, ser insensible a ellas; afectivamente hablando es estar muerto para todo, incluido el bien. Amar, sin embargo es estar vivo para el bien, es experimentar la hermosura del mundo y responder a ella. Cuando amamos algo, lo buscamos, construimos nuestras vidas en orden a conseguirlo, y cuando logramos lo que deseamos, nos encontramos con el gozo. El esquema de la vida moral que expone Tomás: el amor empeñado en la búsqueda de su plenitud en el gozo. No se puede plantear una teología moral adecuada al ser humano sin que se tome en serio el papel que juegan las pasiones y afectos en nuestras vidas. Este es el esquema de la vida moral que expone Tomás: el amor empeñado en la búsqueda de su plenitud en el gozo. Sabe que es necesario sentir para poder actuar; por eso, nuestras pasiones y afectos le parecen cruciales y no los desprecia en su discusión sobre la vida moral. Son el eje de la vida moral, porque lo que al final llegamos a hacer gira sobre lo que amamos y sobre cómo lo amamos, sobre lo que escogemos para hacernos felices y sobre lo que nos puede entristecer. En este sentido, el amor conforma todo lo que hacemos porque el deseo de lo que amamos nos mueve a su búsqueda a través de la acción. En nuestra vida se dan una multitud de amores y empeños, y cada uno de ellos guía, forma y transforma nuestra vida. Y Tomás lo sabe. No se puede plantear una teología moral adecuada al ser humano sin que se 3 tome en serio el papel que juegan las pasiones y afectos en nuestras vidas. Nuestros sentimientos son parte fundamental e indispensable de nuestra existencia y Tomás quiere establecer un diálogo con ellos para definir su papel en la vida moral y descubrir por qué tienen tanto poder sobre nosotros. Despreciarlos sería ignorar una parte vital de nosotros mismos; considerarlos irrelevantes en una discusión sobre la moralidad es plantear una ética que solo puede dañar. Si los afectos están en el corazón de la vida, ¿pueden ser ellos mismos el centro de la bondad? Para ser buenos, tenemos que estar comprometidos con algo que verdaderamente nos importe, tiene que haber algo que apreciemos, alguna pasión primordial que sirva de guía para nuestra vida. Ahora bien, si los afectos están en el corazón de la vida, ¿pueden ser ellos mismos el centro de la bondad? Esto precisamente es lo que se cuestiona Tomás al comienzo de su análisis sobre las pasiones y los afectos. Sabe que debe existir un modo por el que los sentimientos nos faciliten, en vez de impedirnos, nuestra búsqueda de la bondad. Él intuye que, para ser buenos, tenemos que estar comprometidos con algo que verdaderamente nos importe, tiene que haber algo que apreciemos, alguna pasión primordial que sirva de guía para nuestra vida. Sabe que las personas buenas son grandes amantes, y así, quiere descubrir qué es lo que aman. Ve con claridad que la plenitud moral no reside en evitar las pasiones, sino en cultivarlas mediante un amor adecuado. Necesitamos un amor que nos haga felices y porque nos hace buenos. Por tanto, lo que necesitamos es un amor que nos haga felices y porque nos hace buenos. Con esta idea en la mente Tomás empieza la exploración de nuestros corazones. Primero considera lo que indican las pasiones sobre la naturaleza humana y cómo se pueden perfeccionar. En segundo lugar, dirigimos la mirada en particular a la pasión del amor y la importancia que tiene para el Aquinate. Nuestras reflexiones estarán vinculadas a los análisis que hace Tomás de las pasiones y afectos en las cuestiones veintidós y veintiséis de la Prima Secundae (ST, I-II, 22,2; 26,2). I. SER HOMBRE ES SER APASIONADO. ESTAMOS HECHOS PARA RECIBIR AL MUNDO pp. 147-156 El apetito: término que explica las pasiones y afectos El término que emplea más generalmente el Aquinate para explicar las pasiones y afectos es el de «apetito». Cree que es una adecuada descripción. Entendemos que «tener apetito» es ansiar algo que deseamos y de lo que carecemos Si no comemos en mucho tiempo, tenemos apetito de comida; si nos sentimos solos y tristes, tenemos apetito de compañeros o actividad. Si estamos agobiados, quizás tendremos apetito de soledad; si estamos cansados por el trabajo o las responsabilidades cotidianas, tendremos apetito de ocio. El apetito tiende a algo percibido como bueno, pero que nos falta. Lo deseamos porque lo vemos conveniente, pero al faltarnos sentimos necesidad: necesidad de la comida que pondrá fin al hambre, necesidad de los amigos que nos consolarán, necesidad del silencio que aquietará nuestras vidas. Tener apetito es tender hacia aquello que creemos bueno y necesario para nosotros. Los apetitos reconocen una necesidad; tenemos apetitos porque experimentamos nuestra indigencia y buscamos lo que nos ayude a solucionar esa necesidad Los apetitos tienen su origen en el reconocimiento de una necesidad, somos conscientes de nuestra indigencia y vemos algo que creemos que nos ayudará, por eso lo consideramos bueno. Deseamos algo porque nos parece que es al menos una respuesta parcial a nuestra necesidad. Y es al reconocer esta bondad, cuando respondemos con un intento de alcanzarlo, buscarlo y poseerlo. Tenemos apetitos porque experimentamos profundamente nuestra indigencia y estamos alerta ante las posibles soluciones a nuestras necesidades. Por eso, cuando encontramos algo que sentimos que nos acercará a la plenitud, lo deseamos. Los apetitos se arraigan en la necesidad; son el modo que tiene la naturaleza de dar respuesta a nuestras carencias, se desarrollan en el reconocimiento de que nos falta algo que necesitamos para crecer 4 y desarrollarnos. Pero se fundamentan en la conciencia de la imposibilidad de aportar nosotros mismos estos bienes, ya que provienen de fuera porque son externos a nosotros mismos. Nos seducen, nos llaman y nos tientan por su valor. Son bienes que no nos podemos dar, sino solo recibir, así que, cuando experimentamos su bondad, intentamos alcanzarlos para hacerlos parte de nuestras vidas. Los seres humanos son criaturas con apetitos pp. 149-150 Tenemos hambre de amistad y sed de conocimiento, inteligencia, belleza y sabiduría. Respondemos con interés y esperanza a todos los bienes de este mundo que pueden cubrir nuestras necesidades. Somos apetitos, somos criaturas indigentes. En la descripción de los apetitos que hace el Aquinate se sugiere que el hombre es por naturaleza una criatura llena de apetitos, de fuertes tendencias. Ciertamente, el ser humano es aquel cuya naturaleza es en verdad apetito y deseo. Todo su ser tiende hacia cualquier bien que le promete una plenitud de vida. Tiene hambre de perfección, está hambriento de una plenitud que le viene dada desde fuera y que solo puede recibir. Vivimos conscientes de nuestra necesidad, tenemos hambre de amistad porque nos ha faltado el amor y el afecto, tenemos sed de conocimiento, inteligencia, belleza y sabiduría. Nos emociona la belleza de un paisaje, y aún más la amabilidad de un desconocido. Sentimos en lo más íntimo nuestra indigencia, es la raíz de nuestro ser. En consecuencia, respondemos con interés y esperanza a todos los bienes de este mundo que pueden cubrir nuestras necesidades. Somos apetitos, somos criaturas indigentes, con hambre de lo que nos puede saciar, lo que, de paso, puede ayudarnos a entender por qué el pan y el vino son los símbolos más apropiados para que un pueblo hambriento celebre la eucaristía 1 . Los apetitos son signos de actividad, pero su actividad es una respuesta a algo cuyo bien ya ha actuado sobre nosotros. Los apetitos responden, se mueven solo porque ya han sido antes interpelados por la bondad de otra cosa. Es importante comprender que las pasiones y afectos, como apetitos, son activos en un sentido secundario. En verdad el término apetito sugiere que intentamos alcanzar algo que intuimos como bueno, pero cuya acción no ha tenido su principio en nosotros, sino en el objeto que nos atrae. Los apetitos son signos de actividad, describen cómo nos movemos hacia lo que es bueno, pero su actividad es una respuesta a algo cuyo bien ya ha actuado sobre nosotros. Los apetitos responden, se mueven sólo porque ya han sido antes interpelados por la bondad de otra cosa. Consideremos un momento cómo sabemos que algo es bueno. No declaramos su valor: lo sentimos. Si escuchamos una sinfonía de Mozart, aunque decimos que es bella, es más bien la misma música la que nos transmite esta idea. Al estar ante el Gran Cañón, no somos nosotros los que le damos valor, sino es el propio Cañón el que nos dice «soy bello». Reaccionamos ante una sinfonía de Mozart, del Gran Cañón o de un cuadro de Monet, porque primero cada uno de ellos nos ha mostrado su bondad. Respondemos a una bondad aprehendida, a un valor percibido primeramente. ¿Qué se siente al enamorarse? Las palabras que usamos para describir el enamoramiento indican que intentamos conocer a alguien después de sentir su inconfundible bondad. Nos atraen porque, de alguna manera, su encanto ha llegado directamente al alma, a veces antes de ser conscientes de ello. ¿Qué se siente al enamorarse? Las palabras que usamos para describir la experiencia nos indican que intentamos conocer a alguien únicamente después de sentir su inconfundible bondad. Nos atraen porque, de alguna manera, su encanto ha llegado directamente al alma. Por eso nos enamoramos a veces antes de ser conscientes de ello. Algo suyo, su bondad, su belleza, su singularidad, nos ha hablado, nos ha afectado, nos ha impresionado tan profundamente que 1 1 Cfr. J. MOUROUX, The Christian Experience, o.c., pp. 237-238. 5 ineludiblemente nos movemos hacia ello como respuesta. Desear algo sólo es posible porque hemos experimentado primero su bondad. Una vez descubierta esta bondad, nos acercamos para conocerla más plenamente, para no perder ese bien ya gustado. Así explica Tomás el proceso: «De la misma manera, el objeto apetecible da al apetito primeramente una cierta adaptación para con él, que es la complacencia en lo apetecible; de la cual se sigue el movimiento hacia lo apetecible. Porque `el movimiento apetitivo es circular' como se dice en el III De anima [de Aristóteles]. Lo apetecible mueve el apetito, introduciéndose en cierto modo en su intención; y el apetito tiende a conseguir realmente lo apetecible, de manera que el fin del movimiento esté allí donde estuvo su principio» (ST, I-II, 26,2). Una anatomía del amor pp. 151-153 El amor tiene su origen en el amado, en el objeto apetecible. Al principio somos pasivos y no creamos los valores que nos atraen. ¿Qué pasa aquí? ¿Qué quiere exponer Tomás? Nos está ofreciendo una anatomía del amor según la cual éste tiene su origen no tanto en uno mismo cuanto en el amado, el objeto apetecible que actúa en nosotros de modo que nos transforma. Esto es lo que quiere decir Tomás cuando escribe: «el objeto apetecible da al apetito primeramente una cierta adaptación para con él, que es la complacencia en lo apetecible». El objeto apetecible trabaja en nosotros, su bondad nos penetra y nos cambia. Sentimos su bondad, nos impresiona; en cierto modo, se hace parte de nosotros. En otras palabras, actuamos hacia lo que amamos porque primero actuó en nosotros. La iniciativa no nos pertenece. Al principio somos pasivos en cuanto que no creamos estos valores. Los sentimos, los experimentamos, nos emocionan y nos conmueven. Somos pasivos en cuanto que respondemos solamente porque primero actuaron en nosotros. Sentimos la bondad del mundo, sentimos que nos cautiva y nos entregamos a ese amor. Vivimos interpelados por un mundo rico en valores, lleno de maravillas, un mundo atractivo, complejo y seductor. Contemplamos su bondad y nos emociona: la bondad de lo que tenemos delante nos deja huella. Por eso, nos encanta un buen cuadro o una rara flor, y por eso también nos enamoramos de la belleza de una persona. La bondad de la vida nos traspasa y deja su sello en el alma. Ser «marcado» por la belleza de otro conlleva un cambio para siempre, porque no podemos dejar atrás esta bondad: forma parte ya de lo que somos y, no podemos olvidarlo porque perdura siempre de algún modo en nuestros corazones. Este es el efecto que Tomás dice que «el objeto da», cuando explica la manera en que algo bueno nos transforma, imbuyéndonos en un sentido de afinidad o atracción hacia él. Sentimos, por tanto, una afinidad con todo lo bello porque algo de su bondad ha entrado en nosotros. Buscamos estas cosas, porque algunos elementos de su excelencia se hacen parte de la construcción de nuestra vida. Nos inclinamos hacia ellos porque algo de su bondad ya se ha introducido en el alma. Hay relaciones que marcan profundamente nuestras vidas y nos transforman interiormente. ¿Por qué no podemos olvidar a algunas personas? ¿Por qué viven en nuestros corazones aunque no les veamos durante años? Hay relaciones que marcan tan profundamente nuestras vidas que después ya no somos los mismos, en su ausencia los seguimos sintiendo presentes. Incluso, aunque sepamos que no les vamos a ver nunca más, no podemos actuar como si no hubieran formado parte de nuestra vida. Nos han dejado su marca, nos han cambiado irremediablemente y, para bien o para mal, son parte de nuestra historia, inseparables de nuestra identidad. Descubrir quiénes somos pasa por reconocer que estamos marcados por determinadas relaciones personales. ¿Por qué ocurre esto? ¿Cómo puede ser que algunas personas nos afecten permanentemente? Tomás explica: «lo apetecible mueve el apetito, introduciéndose de algún modo en su intención... ». Esto es lo que ocurre en este caso: algo de ellas permanece dentro de nosotros, queda impreso en nuestro interior y continúa formándonos. Por eso, de pronto los recordamos, y sentimos con tanta fuerza su presencia, aunque hayan pasado años de ausencia. Es así como los demás «mueven algo en nosotros». Hay algo de su ser que cala en nuestro 6 interior, nos impregna y deja impreso el aroma de su bondad que permanece en nuestro corazón. Ahora bien, si nos marca, también nos transforma, porque el efecto de la bondad de otro no es algo superficial, se siente de corazón. Tomás nos lo explica de un modo un poco oscuro: «'pasión' es el efecto del agente en el paciente» (ST, III, 26,2), pero el sentido de lo que dice no es nada esotérico. Tomás expone cómo otras personas y cosas nos cambian, cómo trabajan en nosotros y nos rehacen. Insiste para que entendamos cuán profunda y perdurablemente influye nuestro mundo en nosotros, y quiere demostrar que dichas influencias no son periféricas. Son personales y permanentes y por eso producen en nosotros pasión hacia ellas. Después de percibir su bondad, nos sentimos llamados a alcanzarlas. El cambio que menciona Tomás es nuestra transformación interior. Somos modificados interiormente al recibir la excelencia de otra persona, y, sintiéndola parte de nuestra alma, la buscamos como otra definición de nosotros mismos. Hemos asimilado la bondad de otro, ya es parte integral de nuestra identidad, porque no nos imaginamos sin esa persona. Por eso Tomás escribe: «la primera inmutación» producida por el objeto «es el amor, que no es otra cosa que la complacencia en lo apetecido» (ST, I-II, 26,2). Les amamos porque hemos sentido su bondad, porque su valor innegable nos ha llegado, no de modo inerte ni fugaz, sino con tanta plenitud que ha suscitado en nosotros una inclinación hacia ella y un sentido de afinidad. Les amamos ahora, no solamente porque hemos percibido su bondad, sino también porque forman parte de nosotros; les buscamos, porque sentimos que con ellas debemos estar. El amor: es una apertura continua a todo lo que es bueno pp. 153-156 Estamos hechos para abrirnos, para recibir algo; somos receptivos; crecemos cuando amamos y morimos cuando odiamos; son indispensables la reconciliación y la curación; los corazones endurecidos, amargos e inflexibles son dignos de horror. El corazón de la antropología de Aquino es la idea de que estamos hechos para recibir algo. No somos individuos autosuficientes y cerrados, sino criaturas con una necesidad tan honda que estamos hechos para abrirnos, formados para abrazar todos los bienes que nos regalan una vida más plena. Somos receptivos, y esta apertura continua a la bondad de los demás v de la vida es nuestro rasgo más fundamental y distintivo. Nos desconocemos a nosotros mismos si nos falta esta hospitalidad hacia la vida y nos dañamos irreparablemente si permanecemos recelosos y cerrados a los demás. Nos moriríamos si no admitiéramos nada de nadie porque estamos hechos para recibir; por eso crecemos cuando amamos y morimos cuando odiamos; por eso son indispensables la reconciliación y la curación; por eso los corazones endurecidos, amargos e inflexibles son dignos de horror. Estamos hechos para aceptar la vida, a los demás y, sin duda, a Dios. Para llenarnos de lo bueno que nos ofrece nuestro mundo, y después de él, para recibir la vida de Dios. Esta verdad se puede aplicar también al universo. El amor es el hecho fundamental, la expresión del deseo universal: empieza con la atracción que produce la fascinación, lo que mantiene la unidad del cosmos 2 . Estamos todos destinados a ser amantes, y alcanzamos lo mejor de nosotros cuando formamos parte de este universo de amor, cada uno dando y recibiendo, todos haciendo felices a los demás y hechos felices por ellos. Así nos ve el Aquinate, como criaturas que tienen una gran necesidad de ser amadas, que llega a ser cada una fuente de vida y salvación para las demás. El universo moral es un universo de interrelaciones profundas, de continua influencia mutua. Estamos interconectados por nuestra necesidad, pero también por nuestra capacidad de hacernos felices y enriquecernos unos a otros. 2 Para una discusión fascinante sobre el amor como la fuerza básica de toda la vida, cfr. B. SWIMME, The Universe Is a Green Dragon, Bear & Company, Santa Fe 1984, pp. 43-52. 7 Esta es la visión que tiene el Aquinate de nuestro universo moral. Es un universo de interrelaciones profundas, un universo de una continua influencia mutua en cuanto que cada cosa actúa sobre todo lo demás, produciendo una simetría de necesidad y donación, de carencia y de medios para la plenitud. Estamos interconectados por nuestra necesidad, pero también por nuestra capacidad de hacernos felices y enriquecernos unos a otros. Compartimos la capacidad de abrirnos a lo que no podemos darnos a nosotros mismos: podemos ofrecer a otro lo que nosotros solamente podemos recibir. La belleza del universo moral tomista reside en eso: cada uno bendice al otro con la vida que él mismo también debe haber recibido de los demás. Cuando Tomás expresa tan sucintamente: «'pasión' es el efecto del agente en el paciente», alude a un universo donde todo es apasionado porque todo ha recibido algo: un cosmos donde todas las cosas están anhelantes, porque han conocido la bondad por medio de los demás. Es la imagen de todos nosotros impresionados, afectados e influidos por la multitud de «agentes» en nuestro mundo, ya sean una persona, un paisaje hermoso, la fuerza de una poesía o el placer de una comida maravillosa. Recibir la influencia de todas estas cosas es llevar con nosotros la parte de bondad que cada una tiene. Tomás dice que recibimos su «forma» (ST, I-II, 26,2). La «forma» es lo que hace una cosa diferente y única respecto de las demás, lo que identifica una cosa frente a las otras. Recibir la forma de algo implica que su elemento más personal ha pasado a ser parte de nosotros por lo que ya no somos totalmente distintos, porque algo del otro está en nuestro interior. ¿No es eso lo que pasa cuando amamos a otra persona? Ya no somos completamente distintos porque hemos asumido alguna característica de la persona amada de tal modo que realmente se hace parte de nuestra alma. Por eso se acrecienta nuestro amor; por eso, cuanto más tiempo pase, nuestro deseo es mayor y nunca nos parece suficiente la intimidad alcanzada. No podemos olvidarlos porque forman parte esencial de nosotros; por eso, no nos cansamos de unirnos a ellos. Después de sentir su bondad, nuestras vidas se entremezclan y nuestras almas se empeñan en ir logrando una mayor unidad. La bondad es percibida en el nivel más profundo de nuestro ser: y, una vez adquirida, se hace parte integrante de nosotros porque recibimos su «forma. Esto es lo que Tomás quiere decir cuando habla de las pasiones y afectos, y lo que tiene en mente cuando nos describe como criaturas de apetitos. Se esfuerza en expresar la razón de nuestro amor y lo que nos ocurre cuando amamos. Quiere entender lo mejor que pueda por qué buscamos apasionadamente aquello que hemos descubierto como bueno. Deduce que se debe a que la bondad es percibida en el nivel más profundo de nuestro ser: y, una vez adquirida, se hace parte integrante de nosotros porque recibimos su «forma»; por eso sentimos una adaptación o connaturalidad con ella, puesto que eso que amamos ya no es algo completamente ajeno o extraño, sino que se ha convertido en algo personal, una parte de quienes somos, inseparable ya de la definición de nuestro ser. Durante la primera fase somos pasivos, no actuamos sino recibimos; sin embargo, en la segunda fase somos activos, respondemos con la intención de acercarnos enamorados a lo que sabemos que es bueno. En segundo lugar, Tomás explica que empezamos a acercarnos enamorados a aquella cosa cuya bondad hemos sentido. Las pasiones son apetitos que nos relacionan con lo que hemos aprendido a amar en la esperanza de poseerlo. Por eso dice Tomás que así se halla el fin del movimiento allí donde tuvo su principio. Cuando algo amable ha despertado nuestro interés, lo deseamos y, por ese mismo deseo, actuamos para hacerlo parte de nuestras vidas. En consecuencia, la vida moral consiste en el efecto que produce algo bueno y amable sobre nosotros y en nuestra respuesta a esa bondad a través de la acción. Algo actúa en nosotros, y nosotros respondemos. La vida moral es estar impresionado e intentar alcanzarlo, ser afectado y aproximarse. Conscientemente o no, vamos por la vida con el corazón abierto y lo más importante que tenemos que aprender es cómo llenarlo. 8 II. LO QUE SIGNIFICA LLAMAR PASIÓN AL AMOR pp. 157-166 Somos deficientes; necesitamos recibir lo que nos falta. Una pasión es signo de una deficiencia: Tomás llama pasión al amor. Nuestra perfección llegará gracias a la recepción de un bien que nos falta, que nos llegará por mano ajena. La teología moral del Aquinate presenta acertadamente el hecho de que todavía no somos lo que debemos ser, y que no tenemos en nosotros lo que nos falta para nuestra perfección. El requisito para nuestra plenitud no se encuentra en nosotros y no podemos ayudarnos en nuestra propia reconstrucción, tenemos que recibirla de fuera. Por eso, no es cuestión de autorrealización, sino de aceptar que otro nos realice. En opinión del Aquinate, nuestra falta de plenitud no implica meramente que necesitemos más tiempo para perfeccionarnos; es más, el hecho de necesitarlo señala nuestra propia carencia de los recursos necesarios para alcanzarla. No solo somos deficientes, lo somos intrínsecamente. Estamos obligados a recibir lo que nos falta: nuestra perfección nos vendrá dada como un don. Por eso, Tomás llama pasión al amor. Una pasión es signo de una deficiencia, una confesión de necesidad. El término significa la necesidad de un desarrollo posterior, habla de una indigencia que anhela superación; sin embargo, también reconoce que la plenitud no es algo que podemos darnos a nosotros mismos, la adquirimos por medio de la acción de otro. Decir que el amor es la llave de nuestra salvación moral e identificarlo con una pasión equivale a saber que nuestra perfección llegará gracias a la recepción de un bien que nos falta y que, además, ese bien nos ha de venir de mano ajena, puesto que por naturaleza somos incapaces de proporcionárnoslo a nosotros mismos. Como seres humanos padecemos una limitación absoluta: solamente llegamos a la plenitud conformados por un bien ajeno. El Aquinate explica: «La pasión pertenece al orden de lo defectuoso, porque corresponde a un ser en cuanto está en potencia» (ST, I-II, 22,2, ad 1). Superaremos nuestra indigencia principalmente por nuestra apertura a lo que tiene bondad y poder para darnos una vida más plena, no por nuestros propios esfuerzos, sino porque estemos dispuestos a «padecer» el amor de alguien que puede darnos plenitud. Según este texto, Tomás defiende que la deficiencia que padecemos en cuanto humanos solo puede remediarse a través de otra persona que nos ofrezca lo que no podemos darnos a nosotros mismos. Si esto es así, entonces la pasión no solo incluye la necesidad, sino también la receptividad, puesto que la plenitud que nos es propia exige la actuación de otro. Somos reconstruidos por la influencia ajena, nos curamos por mediación de otro. Al utilizar el lenguaje de la «potencialidad», Tomás admite que podemos superar nuestra indigencia, pero añade inmediatamente que esto no tendrá lugar principalmente por nuestros propios esfuerzos, sino por nuestra apertura a lo que tiene bondad y poder para darnos una vida más plena. Si «la pasión... corresponde a un ser en cuanto está en potencia», está claro que nuestro fortalecimiento no es cuestión de esfuerzo, sino de la disposición a «padecer» el amor de alguien que puede darnos plenitud. Nos encontramos, pues, ante una relación que va de «la potencia a la realidad», pero en lo que insiste Tomás es que la diferencia entre lo que somos ahora y lo que debemos ser, es una tarea de aquel que con su amor nos proporcione lo que nunca podríamos darnos a nosotros mismos. Llamar pasión al amor no solo significa que tiene que ocurrirnos algo más, sino también que ese «más» no depende de nuestro empeño en hacer, sino de la influencia que recibamos del otro. Estamos ante una relación que va de «la potencia a la realidad», una relación que se encuentra entre la promesa y la posible realización. Tomás insiste en que tal realización no es obra de nuestras propias manos, sino que nos llega a través de la ternura de un amor mejor. Como veremos, esta intuición es la que sostiene la convicción del Aquinate de que las virtudes se perfeccionan no por nuestro propio esfuerzo, sino por el Espíritu del Amor activo en nosotros. 9 Por qué el amor es la suma vulnerabilidad pp. 159-161 El amor nos perfecciona no porque alcanzamos la perfección por lo que hacemos, sino porque nos lleva a lo que nos llena. El amor nos abre gradualmente al Amor del que vienen todas las cosas. Esta idea cambia nuestra manera de pensar sobre el amor. Tomás habla de él como de aquello que nos perfecciona, pero no en el sentido de que alcanzamos la perfección en cuanto a lo que hacemos. Nos perfecciona porque su actividad explícita es llevarnos a lo que nos llena. La estrategia del amor es abrirnos gradualmente al Amor, del que vienen todas las cosas. Si Dios y los demás nos hacen vivir, entonces nuestro amor nos perfecciona, no porque desarrolle una capacidad innata en nosotros, sino porque nos acerca más a los que pueden llevarnos a nuestra plenitud. El amor conlleva la apertura necesaria para vivir. Por eso, precisamente, la vulnerabilidad no nos destruye, sino que es la que nos lleva a vivir más plenamente, porque al enamorarnos nos abre a todo lo que nos puede curar y reconstruir. Ser hombre significa recibir lo que nos falta para ser plenos, reconocerse como vulnerable es abrir la puerta a todo lo que nos puede dar lo más glorioso de la vida. Cuanto más receptivos estamos a la bondad, más permanente es nuestra superación de la necesidad. Esta apertura a lo mejor y a lo que más nos perfecciona es lo que nos cura. Al referir todo esto a Dios, el Aquinate escribe lo siguiente: «En lo que se refiere a la perfección, la intensidad se determina por la aproximación a un primer principio único, de manera que cuanto más cercana a él se halla una cosa, tanto es más intensa. Como la intensidad de lo lúcido se determina por su aproximación a lo sumamente luminoso, de manera que, cuanto más se acerca a ello una cosa, tanto más lúcido es. Pero, en lo que se refiere al defecto, la intensidad se determina no por la aproximación a lo sumo, sino por el alejamiento de lo perfecto, pues en esto consiste la razón del defecto y la privación. Y, por tanto, cuanto menos se aparta de lo que es primero, tanto menos intenso es. Por eso, al principio siempre se encuentran pequeños defectos, que, después, al ir avanzando, se acrecientan» (ST, I-II, 22,2, ad 1). Cuanto más nos acercamos a Dios, somos mejores. Este texto es, probablemente, el resumen más conciso de la teología moral del Aquinate: cuanto más nos acercamos a Dios, somos mejores, porque Dios es la excelencia en la que todo se vuelve bueno. Nosotros, estrictamente hablando, no nos hacemos buenos sino que nos transformamos, nos renovamos y nos fortalecemos por la acción del amor de Dios en nosotros, que cura y salva. Por eso, llamar pasión al amor y hacer de él la madre y raíz de las virtudes podría ser el elemento metodológico más brillante del Aquinate; es el corazón de su teología moral. Una pasión significa que algo es más perfecto cuanto más recibe de la fuente de su perfección. No puede perfeccionarse a sí mismo porque la fuente de su perfección está fuera de él. Así lo insinúa el Aquinate cuando escribe: «El término pasión implica que el paciente sea atraído hacia algo que hay en el agente» (ST, I-II, 22,2). Lo que nos atrae hacia Dios, entendido como agente, es la bondad y la vida que necesitamos para nuestra salvación, una bondad que podemos recibir pero nunca igualar. En la vida moral, nosotros somos los `pacientes' y Dios es el `agente,' es decir, que Dios es el que actúa y nosotros los que debemos abrirnos para recibir. Somos pacientes tratados y sanados por el amor divino. Quisiéramos hacer hincapié en la imagen que usa Tomás en este texto. En la vida moral, nosotros somos los `pacientes' y Dios es el `agente,' es decir, que Dios es el que actúa y nosotros los que debemos abrirnos para recibir. Somos pacientes tratados y sanados por el amor divino. Esto significa que tenemos necesidad de una curación que solo podemos recibir y que, de hecho, recibimos de Dios. Significa que estamos rotos, heridos, a menudo destrozados en nuestras vidas. Además, no podemos hacernos por propia determinación, sino por medio de nuestra complacencia ante Dios. Dios es el Buen Samaritano que nos rescata en nuestro viaje, el único que se detiene para cargar con nosotros. En la vida moral, pues, nosotros somos los pacientes y Dios es el sanador, el único que mira por nosotros, que nos acaricia, que venda nuestras heridas y que nos devuelve a la vida. 10 La esencia de la vida moral es la curación de la indigencia por medio del único Amor capaz de plenificar todas las cosas. Por eso, la esencia de la vida moral es la curación de la indigencia por medio del único Amor capaz de plenificar todas las cosas. Para Tomás, la vida moral consiste en «sufrir» o «padecer» a Dios, permitir que el amor que cura y reconstruye actúe en nosotros. Es una restauración continua donde nuestras vidas, a veces destruidas por la confusión o asoladas por las heridas, son limpiadas y fortalecidas por el único amor con el que no podemos rivalizar; por el único amor que solo podemos recibir. Es Dios, que actúa en nosotros por medio del Espíritu, el que nos fortalece; así, cuanto más enamorados nos acercamos a Dios, más intenso es su amor redentor por nosotros, más nos perfecciona, más irresistible, penetrante y eficaz resulta para nosotros. Según Tomás, la vida moral consiste en nuestra continua rehabilitación a través del amor santo que nos redime, y el hecho de no merecer este amor no tiene importancia; solo necesitamos la suficiente humildad para poder recibirlo. La caridad es la apertura apasionada a Dios pp. 161-164 ¿Cómo influye en el concepto que tenemos de caridad el hecho de designar como pasión al amor? Si definimos a éste como una pasión esencialmente receptiva, entonces la caridad consiste en recibir apasionadamente a Dios, lo que aparentemente choca con entender la caridad como virtud. Definir la caridad como una apertura apasionada hacia Dios no significa que no sea una virtud, sino que no sigue el modelo de virtud en el que solemos pensar. Si el amor es una pasión y la caridad es pasión por Dios, entonces, como virtud, su función es abrirnos más confiadamente a Dios. Si una pasión supone la posibilidad de ser dependiente de algo externo a uno mismo, la caridad es la virtud por la que nos hacemos vulnerables para Dios. La caridad es una actividad, pero su actividad como virtud es, en esencia, la apertura. En el capítulo IV ya se apuntaba esta idea cuando hablábamos de lo que implica tener amistad con Dios. La caridad es la virtud de la amistad con Dios, pero solo es posible cuando nos asemejamos lo suficiente a Dios en la bondad como para ser `otro yo' para Él. Pues bien, para que esto suceda, debemos practicar una extraordinaria receptividad hacia Dios. En otras palabras, la caridad tiene su principio en la pasión por Dios, ya que solamente por medio de una voluntad continua de «sufrirle» totalmente podemos alcanzar la semejanza necesaria para hablar de Él como amigo. Condicionada la caridad por este deseo apasionado de Dios, el Aquinate demuestra que es la misma caridad la que debe cambiarnos antes de poder plenificarnos. Para Tomás las virtudes están ancladas en el amor entendido como una pasión, así que cuanto más crecemos en las virtudes más dependemos de ese amor. La actividad de las virtudes no nos vuelva más independientes ni autosuficientes sino que nos vincula más a Dios. Este análisis de la pasión del amor hace que el Aquinate tenga un concepto diferente de las virtudes. Sí, su ética es una «ética de la virtud», pero entendida de un modo particular. Hay una paradoja implícita en lo que expone el Aquinate sobre las virtudes que solamente se percibe cuando se reconoce su conexión con las pasiones. El error de tantos estudios sobre la teología moral del Aquinate es que no han logrado apreciar la relación entre su análisis de las pasiones y los afectos, por un lado, y su teoría de las virtudes, por otro. No podemos comprender rectamente lo que entiende el Aquinate por virtud hasta que lo vemos a la luz del amor del que surge. Por tanto, para comprender el significado de virtud, especialmente de aquellas que nacen del amor de caridad, no las podemos separar de las pasiones y los afectos, puesto que es la propia pasión del amor la que les da forma y sentido. Para el Aquinate, las virtudes son principalmente estrategias del amor, obras del amor, porque cada una de ellas expresa de un modo peculiar el amor originario de la acción. Tomás nunca considera las virtudes por sí mismas, sino siempre en relación con las pasiones de donde proceden y de las que reciben su significado. Las virtudes están ancladas en el amor entendido como una pasión, así que cuanto más crecemos en las virtudes tanto más dependemos de ese amor. 11 La paradoja mencionada es que, a través de la actividad de las virtudes nacidas de la caridad, no nos volvemos más independientes ni autosuficientes, sino que, al contrario, nos vemos más vinculados a Dios. Crecer en las virtudes de la caridad es crecer en la dependencia divina, permitir que Dios actúe cada vez más en nosotros. La paradoja es que, cuanto más numerosos son nuestros actos de caridad, tanto más crece la acción de Dios en nuestra vida. La paradoja es que, cuanto más fuertes somos en las virtudes de la caridad, tanto más indefensos somos ante Dios. Este es el giro imprevisto que nos descubre Tomás en su concepto sobre las virtudes y del que solo nos damos cuenta cuando constatamos la conexión entre las virtudes y el amor que las conforma. Cuanto más crece la caridad en nosotros, tanto más difícil es resistir a Dios, porque un amor apasionado a Él nos lleva a «padecer» más plenamente su amor. Crecer en caridad supone abandonar los modos de resistir a Dios, e ir ampliando las posibilidades de recepción. Las virtudes nos perfeccionan porque, cuando amamos, nos dejamos transformar; cuando padecemos el amor de Dios somos curados al recibir el amor que nos redime. A las personas educadas en el concepto de virtud entendida como una acción que nos perfecciona, la visión de Tomás les parecerá una locura, pero es una conclusión inevitable si consideramos la conexión entre las virtudes y el amor y comprendemos lo que significa entender el amor como pasión. Esto no significa negar que las virtudes nos perfeccionan, simplemente queremos afirmar que nos perfeccionan en un sentido distinto. Nos perfeccionan porque, cuando amamos, nos dejamos transformar; porque, cuando sufrimos o padecemos el amor de Dios, somos curados; porque, cuanto más actuamos hacia Dios por las virtudes, tanto más recibimos el amor que nos redime. Al integrar la pasión por Dios, cualquier virtud informada por la caridad es un modo de transformarnos por medio del amor que nos hace amigos de Dios. Por qué la caridad nos hace divinos pp. 164-166 Dado que el amor es una pasión, cuando amamos estamos conformándonos con nuestro amado. Amar es dejarse recrear por la bondad. En el caso de la caridad somos recreados por la bondad divina. El cambio es impresionante. Padecer algo es recibirlo, es hacer nuestro algo que no teníamos antes. Como nos dice el Aquinate, crecemos en la bondad de Dios. Lo que ocurre cuando intentamos amar a Dios como a un amigo es que asumimos su hermosura a través de la apertura apasionada de la caridad. Así nos transformamos en lo que amamos: dado que el amor es una pasión, cuando amamos estamos conformándonos con nuestro amado. El amor siempre nos cambia en virtud del amado. Cuando amamos, nos hacemos vulnerables al otro. El amor es la más radical de las vulnerabilidades porque nos abre al otro y de tal manera, que permitimos «padecer» nosotros mismos aquello que hace al otro diferente. En el caso de Dios nos referimos a su bondad. Al estar enamorados nos definimos no por nuestro ser, sino en referencia a aquel que amamos. Amar es ser determinado por el amado, recibirle plenamente en nuestro ser. El amor es entrega, una rendición integral a la bondad del amado. Amar es dejarnos recrear por esa bondad. Esta es nuestra conversión, nuestra transfiguración, pero queda fuera de nuestro control en cuanto que el que dirige el cambio es aquel que amamos. Lo que ocurre en el caso de la caridad por ser una apertura apasionada a Dios es que somos recreados según la bondad divina. La caridad, por eso, es también una conversión porque amar a Dios es perder un modo de ser, y adquirir otro es ser conformado por la bondad divina. Amar a Dios nos inquieta porque tener caridad implica centrarse en Dios: ceder el control y perder el gobierno de nuestro ser; dejar que Dios dirija nuestra vida por sus criterios. Amar es dejar que el otro te posea y así encontramos nuestra identidad. Por todo esto, la caridad nos seduce por su belleza, pero también nos inquieta. Amar a Dios según la caridad significa que cedemos parte de nuestro control justo en el punto más clave porque supone perder el gobierno de nuestro ser. Tener caridad implica centrarse en Dios, 12 no solamente en cuanto que Él deba ser el primero de nuestros afectos, sino más bien porque Dios llega a ser el único por el que tiene sentido todo lo demás en la vida. Amar a Dios por la caridad es dejarle que dirija nuestra vida por sus criterios asombrosos, es rendirse hasta que pueda ir influyendo en nosotros. Dijimos anteriormente que no podemos escapar a la influencia de lo que amamos, y esta es la razón. Amar es dejar que el otro te posea, pero con la paradoja de que es la persona gracias a la cual encuentras tu identidad. Amar a Dios por caridad es ser hecho por Dios, es confiarnos al poder de una bondad que no podemos controlar. Por ello, estar decididos a amar es estar dispuestos a morir. La muerte es un requisito del amor. Todo esto nos conduce a decir que, si estamos decididos a amar, hemos de estar dispuestos a morir. La muerte es un requisito del amor, por lo menos la muerte a un autocontrol excesivo, a una autocomplacencia insana. Para amar es necesaria la muerte de una parte de nosotros. Tenemos que morir en el sentido de entregar el control de nuestras vidas y rendirnos finalmente a la bondad de otro. Es necesario morir para amar, ya que amar es ser poseído por la bondad de otro, y la caridad es ser poseído por la Bondad Divina. Para amar, tal como explica el Evangelio, tenemos que deshacernos del hombre viejo y confiar en el nuevo ser conformado por la bondad de Dios. Conclusión/resumen de este capítulo p. 166 En este capítulo hemos avanzado mucho. Hemos mostrado el papel que juegan las pasiones y los afectos en la vida moral. Hemos visto lo importantes que son nuestros sentimientos para el Aquinate y cómo ves en ellos la posibilidad de crecer en la bondad. Nos hemos definido como criaturas de apetitos hambrientas de todos los bienes que nos faltan y con la necesidad de llenarnos. Hemos visto que el amor nos abre para ser conformados, cambiados, bendecidos, y enriquecidos por la acción de un bien mayor en nosotros. Puede ser otra persona, una obra de arte o un paraje natural, pero también puede ser Dios. La estrategia de la teología moral del Aquinate es hacernos flexibles a la amable influencia de Dios, ya que, cuando padecemos este amor, la bondad y la misericordia de Dios nos cura para darnos de su plenitud. Esto no es fácil. Puede que tengamos un profundo deseo de acoger a Dios en nuestras vidas, o quizá lo que más deseamos es la amistad y la unión con Dios, pero muchas cosas nos disuaden. La vida moral empieza en el amor y continúa en el gozo, pero a menudo la adversidad la interrumpe, y la rutina de la vida cotidiana nos desgasta. Igual que Stephen Dedalus en el libro de James Joyce Un retrato del artista como un joven, «nos cansamos de nuestros ardientes caminos». A veces interviene una tragedia que nos turba, en ocasiones la mala fortuna es tal que nuestro deseo de ser buenos casi se apaga completamente. Otras veces, simplemente nos cansamos de la rutina y de la presión de nuestras responsabilidades y entonces, más que ser buenos, deseamos huir. Esto forma parte de nuestra experiencia moral y Tomás se emplea a fondo en esta cuestión. Para ver de qué forma lo hace, debemos investigar con profundidad su análisis de las emociones y las diferentes funciones que tienen en su esquema de la vida moral. Este es el tema del capítulo VI. www.parroquiasantamonica.com

Una cultura del amor (2).



1  Una cultura del amor (2). El analfabetismo afectivo y la cultura del amor. En Inglaterra, una encuesta reciente llevada a cabo en 90 escuelas en la zona de Southampton, en una población de estudiantes que pertenecen a la clase media-baja, el 40% de los cuales viven en familias monoparentales, ha mostrado que estos chicos conocen como máximo una decena de palabras relativas a las emociones y a la afectividad. Son palabras escasamente diferenciadas, generalmente vulgares, que no dan lugar a sutilezas cuando se trata de definir el propio estado de ánimo o de comprender el del otro. La incapacidad de entrar en contacto con el mundo de las propias emociones implica de hecho una consecuente incapacidad de comunicar y establecer relaciones adecuadas con los demás. Diversos sucesos dramáticos muestran cómo en el tejido social en el que vivimos, el espacio de la afectividad y de la comunicación emotiva se va restringiendo entre muchos jóvenes, provocando imprevistas explosiones destructivas, sobre todo en los ambientes en los que se consumen emociones de masa. Cfr. Livio Melina 1 , Por una cultura de la familia – El lenguaje del amor, Parte Primera, capítulo IV: Analfabetismo afectivo y cultura del amor, Edicep Junio 2009, pp. 63-81. 1. Analfabetismo afectivo y la anti-cultura de la autonomía: “liquidar” a la familia ............................... 2 Analfabetismo afectivo .............................................................................................................................................. 2 “Liquidar” la familia .................................................................................................................................................. 3 La anticultura de la autonomía absoluta ................................................................................................................... 4 2. En favor de una cultura del amor .......................................................................................................... 5 Volver a las evidencias del corazón para encontrar de nuevo la razón .................................................................. 6 Universalidad de la experiencia del amor ................................................................................................................. 7 Familia y bien común................................................................................................................................................. 8 Conclusión ................................................................................................................................................ 10 En la audiencia que el Papa Benedicto XVI concedió a nuestro Instituto el pasado 11 de mayo, el Santo Padre nos recordaba la idea fundamental que acompañó a Juan Pablo II durante toda su vida y su ministerio pastoral, y que constituye la herencia que nos ha dejado: es necesario «enseñar a los jóvenes a amar». Ahora bien, en esta expresión nos resulta difícil comprender qué significa “enseñar a amar”. ¿No es el amor la cosa más espontánea y fuera de nuestro control que se pueda imaginar, algo que ocurre y sobre lo que no tenemos ningún poder? ¿Qué es, pues, el amor para que se deba decir que hay que aprender a amar? El amor no es una idea ni una decisión ética, nos ha recordado en su primera encíclica el Papa, sino que es, ante todo, una experiencia, « el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, n. 1). No se trata sólo de un mandamiento, sino que es una respuesta al don del amor, que viene a nuestro encuentro. Así la experiencia del amor se nos presenta como una aventura, un riesgo a correr, algo dinámico, que empuja la vida hacia adelante, hacia una plenitud nueva y desconocida: no se trata sólo de complacerse con una sensación que que nos ha ocurrido probar hacia alguien, sino de aprender a amar, es decir, de convertirse en sujetos capaces de amar de verdad. La aventura del amor no es fácil. El amor nos desestabiliza porque nos saca fuera de nuestro egocentrismo y nos pone de frente a la realidad de otra persona, que irrumpe en nuestra vida con su presencia, imprevisible y desconocida, fascinante en su irreducible misterio. He aquí entonces qué el amor se nos presenta como un camino, a veces difícil y arduo, que implica aceptar entrar en la dimensión nueva del diálogo con el otro para construir juntos una comunión de vida. ¿Qué sería la vida sin amor? Juan Pablo II, en su encíclica inaugural Redemptor hominis, nos dijo: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo como un ser incomprensible, su vida está privada 1 Livio Melina es Presidente y Profesor ordinario de Teología moral fundamental en el Instituto Pontificio Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia (Roma); Director científico de la Revista Anthropotes; autor de numerosas publicaciones sobre moral cristiana. 2 de sentido, si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace suyo, si no participa de él vivamente » (n. 10). Su vida es una ruina si no encuentra el amor y no aprende a amar. El paso del amor al ser capaz de amar es arduo, porque amar significa donarse: no donr cosas, sino donarse a sí mismo al otro, a los otros. Y esto no es inmediato ni que se da por descontado. Resuena aquí el eco de las grandes palabras de los Padres conciliares: «el hombre, que es la única criatura sobre la tierra que Dios ha querido por sí misma, no puede reencontrarse a sí mismo si no es a través de un don sincero de sí» (Gaudium et spes, n. 24). Es la paradoja evangélica: «¿De qué le vale al hombre ganar el mundo entero, si luego se pierde o se arruina a sí mismo? Quien quiera salvar la propia vida la perderá, pero quien pierda su propia vida por mí la salvará (Lc 9, 24-25). Hoy día, el recorrido que permite encontrar el amor y aprender a amar es particularmente arduo, sobre todo para los jóvenes. Hay obstáculos nuevos e inéditos, que es preciso reconocer con lucidez. La empresa de enseñar / aprender a amar exige se colocada dentro de un desafío epocal, de dimensiones verdaderamente imponentes. Se trata de reconstruir una cultura, es decir, un entorno humano de formación de la persona, que sea capaz de contrarrestar una anti-cultura que impide amar. De este modo mi reflexión tendrá dos momentos: en un primer paso trataré de destacar los rasgos de aquella anticultura que hace imposible el amor; en un segundo tiempo intentaré delinear las vías para reconstruir una cultura del amor, tan decisiva no sólo para cada persona particular, sino también para la sociedad en su conjunto. 1. Analfabetismo afectivo y la anti-cultura de la autonomía: “liquidar” a la familia Quizás alguno de vosotros recuerda la figura de un mayordomo inglés, Stevens, que comparecía hace unos años en una película del director James Ivory, titulada «Lo que queda del día» (USA, 1993) Se trataba de un personaje formal, impecable e ingenuo, absolutamente incapaz de expresar sus sentimientos, de los que tenía miedo. La historia, dramática y caricaturesca, ve cómo el mayordomo prefiere la gélida formalidad de las relaciones vacías y cotidianas, a las que se ha acostumbrado en su papel, a la posibilidad de establecer una relación vivaz pero desestabilizadora con la gobernanta, que le confiesa después de veinte años su amor. Stevens aparece torpe e incapaz de aceptar y de expresar aquel sentimiento profundo que incluso siente en su corazón. Su personaje provoca en nosotros la hilaridad porque nos recuerda el estereotipo álgido del inglés de otros tiempos y parece no concernirnos mucho. Al formalismo de aquella sociedad puritana, que reprime las emociones, parece contraponerse radicalmente el mundo en que vivimos, ene. que la ausencia aparente de reglas ha provocado la plena libertad de manifestar y realizar nuestras emociones, según las modalidades adecuadas a las sensaciones y a las opiniones de cada uno. Analfabetismo afectivo Diversos sucesos dramáticos muestran cómo en el tejido social en el que vivimos, el espacio de la afectividad y de la comunicación emotiva se va restringiendo entre muchos jóvenes, provocando imprevistas explosiones destructivas, sobre todo en los ambientes en los que se consumen emociones de masa. Y, sin embargo, esta exhibición incontrolada del sentir inmediato, este dar rienda suelta a la emotividad puede esconder un drama simétrico y similar al precedente, difundido sobre todo entre los jóvenes y adolescentes. Se ha empezado a hablar de “analfabetismo afectivo” difundido en las nuevas generaciones. Siempre en Inglaterra, una encuesta reciente llevada a cabo en 90 escuelas en la zona de Southampton, en una población de estudiantes que pertenecen a la clase media-baja, el 40% de los cuales viven en familias monoparentales, ha mostrado que estos chicos conocen como máximo una decena de palabras relativas a las emociones y a la afectividad. Son palabras escasamente diferenciadas, generalmente vulgares, que no dan lugar a sutilezas cuando se trata de definir el propio estado de ánimo o de comprender el del otro2 . El fenómeno es alarmante: la incapacidad de entrar en contacto con el mundo de las propias emociones implica de hecho una 2 A. OLIVEIRO, “Le nostre emozioni alla ricerca di un alfabeto”, en Avvenire, 1 marzo 2001. Del mismo autor: “Ragione e passione nelle emozioni”, en Psicologia 130 (luglio-agosto 1995), 52. 3 consecuente incapacidad de comunicar y establecer relaciones adecuadas con los demás. Diversos sucesos dramáticos muestran cómo en el tejido social en el que vivimos, el espacio de la afectividad y de la comunicación emotiva se va restringiendo entre muchos jóvenes, provocando imprevistas explosiones destructivas, sobre todo en los ambientes en los que se consumen emociones de masa. La “incapacidad de leer” las propias emociones y los propios sentimientos y de interpretar el propio mundo interior; la “incapacidad de escribir” lo que se siente dentro de sí. Se podría decir que este analfabetismo emotivo, puesto de relieve por sociólogos y psicólogos, significa una incapacidad de leer y escribir. Incapacidad de leer las propias emociones y los propios sentimientos, lo que hace que sean alejados o que exploten de manera incontrolada; incapacidad de interpretar el propio mundo interior y de darle un sentido dentro de un marco general de significado. Incapacidad de escribir en la trama de la propia existencia y de la historia lo que se siente dentro de sí, permaneciendo silenciado o mal expresado, incomprensible e irrealizable. El contexto de soledad, la falta de puntos de referencia con autoridad, de maestros, de historias narradas, de comunidades vividas, impide la interpretación de las emociones y de los afectos; impide el reconocimiento de un sentido que los califique y oriente. Sin vocabulario, sin gramática, sin maestros no se aprende a leer ni a escribir. Emerge así el problema decisivo para la formación de la persona, la necesidad de un marco de referencia interpretativo del fenómeno emotivo y afectivo, que pueda constituir un contexto de sentido capaz de integrar la experiencia, de hacerla comprensible y constructiva. “Liquidar” la familia El “amor líquido”: el amor se convierte en un hecho comercial, mercantil, de supermercado. Llegados a este punto debemos enfrentarnos a una dificultad específica, que viene del contexto cultural en el que nos encontramos: no estamos simplemente ante una crisis de la familia y de su papel educativo tradicional, sino que se está labrando un ataque a la familia, una estrategia bien organizada para "liquidarla". La palabra hay que tomarla en su sentido literal, antes de tomarla en sentido metafórico, según el análisis del conocido sociólogo polaco, profesor en Leeds (Inglaterra), Zygmund Bauman, uno de los mayores intérpretes de nuestro tiempo. Él define nuestra época como "modernidad líquida", caracterizada por la des-reglamentación y privatización de las tareas y los deberes propios de la modernización. Se le puede llamar individualismo: del acento puesto en la sociedad justa hemos pasado al de los derechos humanos, reducidos al "derecho de los individuos a ser diversos y elegir y adoptar a placer los propios modelos de felicidad y un estilo de vida que les sea adecuado"3 . La modernidad líquida no puede tolerar los cuerpos sólidos. Sus valores son la velocidad, el cambio, el flujo, lo temporal y la precariedad. Como tal, la modernidad no puede tolerar la familia, la clase, el vecindario, la comunidad parroquial; debe "licuarlos" o "liquidarlos". De este modo, Bauman habla de amor líquido: también el amor se convierte en un hecho comercial, mercantil, de supermercado. En la modernidad líquida es "normal" adaptar las relaciones de pareja a las relaciones comerciales: se compara al amor y a la pareja con un bien al que tengo derecho y que escojo o del que me despojo cuando me he cansado y en el horizonte aparece un nuevo "producto" que promete gratificarme más. La modernidad líquida está dominada por los antojos (por hacer lo que "me da la gana"), lo que contrasta con los deseos cultivados, que son principio de estabilidad, según Bauman: "Mientras el principio de satisfacer los propios antojos se inculca a fondo en la conducta cotidiana por parte de los poderes fuertes del mercado de los bienes de consumo, el cultivar un deseo parece inquietante, inoportuna y fastidiosamente tender hacia el compromiso amoroso"4 . Si esto es así, encontramos una explicación a la ofensiva contra la familia fundada en el matrimonio, que no se adecua a las reglas, a la desregularización: por ello, hay que liquidarla. Así entran en este ataque discreto y sutil, constante y martilleante, los programas televisivos y más en general las representaciones del amor en los medios de comunicación. En el flujo de los fictions o los tal shows es denigrada sistemáticamente la figura de la familia natural tradicional, ridiculizada como represiva y enemiga 3 Z. BAUMAN, Modernità liquida, Laterza, Bari 2002. 4 Z. BAUMAN, L’amore liquido, Laterza, Bari 2004. 4 de la posibilidad de dar rienda suelta a los propios deseos. Es presentando en cambio, de manera neutral, es decir reemitido a la normalidad, todo comportamiento o tendencia, incluso también el más absurdo y torpe 5 . Hipócritamente o abiertamente se sugiere y se favorece lo que el Papa Benedicto XVI ha llamado amor «débil», sin empeño de fidelidad en el tiempo y sin proyectos laboriosos el futuro. Uno podría preguntarse si este amor débil no es más realista y corresponde mejor a las posibilidades de los hombres y mujeres concretos, frente a un compromiso de fidelidad sancionado incluso institucionalmente, si precisamente esta liquidez del amor no haga más feliz. Lo que es verdad es precisamente lo contrario; y las observaciones que lo apoyan provienen de autores que son todo menos tradicionalistas o clericales. El publicista francés Frédéric Beigbeder, nihilista y anarquista, ha escrito que la insatisfacción es el alma verdadera del comercio: quien nos impone los estilos de vida a través de la comunicación no desea nuestra felicidad, por la simple razón de que la gente feliz no consume6 . En la película de Alessandro D’Alatri Casomai (en español: “Comprométete”), la actriz Stefania Rocca dice: «De vez en cuando pienso que la infelicidad es la que produce beneficio y desarrollo. Dos que se separan dan trabajo a abogados y jueces, multiplican por dos el número de casas y de coches, multiplican el consumo. Cuando me siento infeliz, yo voy a comprarme un vestido rojo. La persona feliz consume menos». Una vez más en Inglaterra, se ha identificado una nueva categoría social emergente: los Dink, un acrónimo que corresponde a la expresión inglesa double imcome no kids (pareja con doble sueldo y sin hijos). «Los Dink no tienen pasado ni pretenden tener futuro. Flotan en un presente eterno, provisional y líquido. No llevan a cabo proyectos, excepto algunos a muy corto plazo. ¿Cómo podrían hacerlo si no piensan en el futuro, ignorando si el futuro los sorprenderá aún juntos? Por este motivo, los Dink son muchos más dóciles a las lisonjas de la publicidad. Al estímulo (¡gasta el dinero así!) sigue inmediatamente la reacción»7 . Mientras que los Dink son consumidores perfectos, la pareja estable, casada y con hijos representa una consumidor imperfecto: antes de cambiar de coche, de televisor o de teléfono móvil tiene que pensárselo no una sino diez veces... La anticultura de la autonomía absoluta A estos fenómenos de carácter económico, social o de costumbres corresponde una estrategia cultural bien organizada, una verdadera y propia revolución que, a partir del lenguaje, tiende a asentarse en la mentalidad y en las instituciones de Occidente y después, poco a poco, a nivel global, en todo el mundo, como una especie de neocolonialismo8 . El principio del derecho de elección por parte del individuo se afirma como un absoluto en el ámbito de la sexualidad, de la reproducción, de la vida, y funciona igualmente como un factor de deconstrucción de las formas naturales y tradicionales de las relaciones en la familia, en la comunidad local y en la sociedad. En nombre de este concepto individualista de libertad y de autonomía se afirma que cualquier concepción que el individuo tenga de la propia sexualidad tiene el mismo derecho de ser puesta en práctica y se exige la equiparación jurídica de toda práctica, desde las uniones de hecho hasta la homosexualidad o el transexualismo; se reivindican como derechos pertenecientes a la "salud reproductiva" el derecho a la contracepción, al aborto libre, a la fecundación artificial. El principio de autonomía se asocia con el de la igualdad al configurar una absoluta neutralidad por parte del Estado frente a juicios relativos a las diversas formas de realización de la sexualidad humana. Éstas pertenecerían al ámbito de la esfera privada, mientras que a la ley civil le correspondería sólo el garantizar la igualdad de derechos. Pero dicha neutralidad del Estado implica la consideración de la familia como una superestructura puramente convencional, una forma transeúnte entre otras tantas, de la que sería posible e incluso deseable emanciparse. En realidad, estamos ante un ejemplo perfecto de la dictadura del relativismo denunciada por el Cardenal Ratzinger, que amenaza la libertad auténtica de las personas y pone en riesgo la supervivencia misma de la civilización europea9 . 5 Cf. U. FOLENA, I Pacs della discordia. Spunti per un dibattito, Ancora, Milano 2006, 37-54. 6 Cf. F. BEIGBEDER, L’amour dure trois ans, Poche, Paris 2001. 7 U. FOLENA, I Pacs, cit., 53. 8 Al respecto: M.A. PEETERS, The specificity of Christian kerygma in the face of the new global ethic, Kampala, 9 June 2005; E. ROCCELLA- L. SCARAFFIA, Contro il cristianesimo. L’Onu e l’Unione Europea come nuova ideologia, Piemme, Casale Monferrato (Al) 2005. 9 Cf. J. RATZINGER, L’Europa nella crisi delle culture, Conferenza per la consegna del Premio San Benedetto, Subiaco 1 aprile 2005. 5 Agencias internacionales como las organizaciones de las Naciones Unidas o de la Unión Europea se hacen promotoras de esta concepción, a través de estrategias de carácter cultural y económico, supeditando las ayudas a los países pobres a la adopción de medidas legislativas en esa dirección. El 18 de enero de 2006, el Parlamento Europeo aprobó una resolución que invita a equiparar las parejas homosexuales con aquéllas formadas por un hombre y una mujer, y ha condenado como homófobos a los estados y las naciones que se opongan al reconocimiento de las parejas gay. En las conferencias internacionales de El Cairo (1994) y de Pekín (1995), palabras como marido, esposo, complementariedad, madre, padre, amor, virginidad, familia, identidad, sufrimiento, servicio... fueron eliminadas del vocabulario de la nueva cultura. Basta pensar al hecho paradójico de que el documento final de la Conferencia de Pekín, dedicado a la mujer, que cuenta con más de 200 páginas, logra evitar la palabra «madre». La mutación del lenguaje, ya sea abierta o escondidamente impuesta, es el instrumento de una manipulación cultural de amplio alcance. Se impone la ideología del «género», según la cual la identidad sexual masculina o femenina, establecida sobre la base anatómica sería únicamente una convención, una construcción cultural de la sociedad, que limita la libertad del individuo de definirse según las propias inclinaciones y de permanecer abierto a varias y sucesivas calificaciones10. Negando lo que es el dato de la creación, la elección totalmente autónoma del individuo tiende de convertirse en una negación radical del Donador, del Dios creador. Se trata de un intento de mutación radical de la concepción de la persona humana: la deconstrucción de la imagen trinitaria y teológica de la persona humana como padre-madre, hija-hijo, maridomujer, hermana-hermano. Se propone una solidaridad universal sin reconocimiento de la fuente trascendente de la fraternidad, el Padre, y sin respeto de la unicidad de la persona. En realidad, no es sólo un regreso a la civilización pre-cristiana, sino un rechazo de la sensibilidad natural, presente en las diversas culturas y civilizaciones religiosas de la humanidad. 2. Por una cultura del amor El matrimonio es por sí mismo una institución frágil si no es sostenido por la cultura ambiente y por unas instituciones adecuadas. El profesor Joseph Raz, que enseña ética en la universidad de Oxford, ha escrito: "la monogamia, suponiendo que represente la única forma válida de matrimonio no está al alcance del individuo. Para poder vivirla, necesita una cultura que la reconozca y la sostenga en medio del comportamiento del sector público y de las instituciones"11. Sin duda, esta afirmación no quiere negar la posibilidad de que las personas logren vivir el matrimonio monogámico, fiel e indisoluble, incluso en un contexto hostil como el que hemos esbozado hace un momento, sino que pone el acento en el hecho de que el matrimonio es por sí mismo una institución frágil si no es sostenido por la cultura ambiente y por unas instituciones adecuadas. Es necesario, por tanto, crear una cultura favorable al amor y a la familia. Precisamente en este sentido Juan Pablo II, en su último discurso a nuestro instituto, nos invitaba a promover, desde el plano académico que le es propio, una "cultura de la familia"12 . La cultura, había sugerido el papa Wojtyla en la célebre alocución a la Unesco en 1980, "es aquello por lo que el hombre se hace más hombre, "es" más, accede más al ser"13. La verdad de una cultura debe poder verificarse en un incremento de luz, de gusto, de vida y de amor que dicha cultura posibilita precisamente en la experiencia humana de la afectividad. Volvemos a encontrar aquí el gran desafío que el Papa Benedicto XVI no se cansa de lanzarnos desde el inicio de su pontificado, y que se ha reflejado en su encíclica Deus caritas est: el cristianismo lejos de envenenar el eros haciendo amarga la cosa más hermosa de la vida, constituye su curación en vista de su verdadera grandeza (n.5). Nos queda, entonces, recorrer la segunda parte de nuestro itinerario de reflexión, mostrando dónde nos podemos fundar para construir esta auténtica cultura, cuáles son sus rasgos fundamentales. Así, será posible 10 Cf. J. BUTLER, Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity, Routledge, London 1990. Para una valoración crítica: J. BURGGRAF, Genere (“Gender”), en PONTIFICIO CONSIGLIO PER LA FAMIGLIA, Lexicon. Termini ambigui e discussi su famiglia, vita e questioni etiche, Ed. Dehoniane, Bologna 2003, 421-429. 11 De la página web: www.zenit.org. 12 JUAN PABLO II, Discurso del 31 de mayo de 2001. 13 JUAN PABLO II, Alocución a la UNESCO, 2 de junio de 1980. 6 también mostrar cómo es necesario para el bien común de una sociedad una concepción adecuada del amor y de la familia, que corresponda a su configuración natural, que también la razón es capaz de captar. Volver a las evidencias del corazón para encontrar de nuevo la razón La cuestión de fondo sobre la posibilidad y legitimidad de una cultura como la que estamos auspiciando es la siguiente: ¿existe en verdad un modo de vivir el amor y una forma de familia que en su núcleo esencial se enraíza en la naturaleza de la persona humana y que, por tanto, debe ser favorecida en la sociedad y en sus leyes, o el matrimonio y la familia son configuraciones puramente culturales, que varían y pueden, más aún deben, cambiar en las diversas épocas de la historia? Existe, sin duda, una respuesta clara que proviene de la fe y que nos envía a la Revelación, custodiada en la Sagrada Escritura. Con la autoridad de Pedro, el Papa Benedicto XVI ha repetido recientemente la convicción de la Iglesia de que «el matrimonio y la familia tienen su raíz en el núcleo más íntimo de la verdad sobre el hombre y su destino»14. Jesús, plenitud de la Revelación, en su célebre respuesta a los fariseos sobre la cuestión del divorcio, se ha referido a una verdad originaria, que se enraíza en aquel «principio» que es la creación, y que el hombre no puede lícitamente manipular. «¿No habéis leído que el Creador los creó desde el principio hombre y mujer y dijo: por esta razón dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne? Así que no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre» (Mt 19, 5-6). La Iglesia, en el transcurso de los siglos, ha recurrido siempre a esta enseñanza de Jesús para interpretar el fenómeno sexual y afectivo, para reconocer en el matrimonio un signo especial de la Alianza, y configurar, consecuentemente, una cultura basada sobre el matrimonio y la familia. Ahora bien, la respuesta de la fe, límpida y cierta para los creyentes, corroborada por el testimonio de la comunidad cristiana y de los santos a través de los siglos, se pone hoy en cuestión de manera radical. Para dialogar en la esfera pública, es importante para nosotros mostrar la relevancia y la pertinencia humana de la visión natural y tradicional de la familia, buscando una luz que sea acogida también por quien no cree, una luz que pueda guiar también a la sola razón humana, que parece haberse perdido y no logra encontrar los principios adecuados que sean capaces de guiar el camino moral y de construir una sociedad justa15 . ¿Por dónde empezar para encontrar el testimonio del «corazón» como criterio infalible de discernimiento entre la realización verdadera y buena de la vida y una falsa configuración de la misma, sino a partir de la experiencia, en su forma más espontánea y originaria? El criterio de verdad y de bondad debe hallarse en nosotros mismos; de lo contrario, estaríamos alienados. ¿Qué es el corazón? Es el conjunto de las exigencias y evidencias originarias y fundamentales con las que la naturaleza nos lanza hacia la realidad y a partir de las cuales todo ser humano, queriéndolo o no, sabiéndolo o no, juzga espontáneamente todo lo que le acontece16. Se trata de evidencias y exigencias de justicia, de verdad, de bondad, de belleza. La tradición de pensamiento tomista se ha referido a las «inclinaciones naturales»: orientaciones nativas hacia determinados bienes que reconocemos como propios: el instinto a conservar y promover nuestra vida, a vivir en sociedad con otras personas, a buscar la verdad, a sentir compasión y ayudar a quien sufre. Entre estas inclinaciones espontáneas está sin duda, de un modo que se impone de manera singular, la inclinación sexual. Benedicto XVI ha reconocido claramente que entre la multiplicidad de las relaciones que se pueden establecer, "destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor"17 . La razón humana percibe que el sentido pleno de la atracción sexual se respeta sólo cuando se trata al otro como una persona y no como una ocasión de placer. 14 BENEDICTO XVI, Discurso en el XXV aniversario de la fundación del Pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios sobre matrimonio y famiglia, 11 de mayo de 2006. 15 Retomo la argumentación del Card. Carlo Caffarra en una intervención reciente, titulada “Che cos’è la famiglia” (S. Pietro in Casale, 30 de mayo de 2006). 16 Cf. L. GIUSSANI, Il rischio educativo, Rizzoli, Milano 2005, 15-21. 17 Deus caritas est, n. 2. 7 ¿Cuál es entonces el significado plenamente humano de esta inclinación espontánea? Para contribuir a configurar una vida buena, ésta debe inserirse en un marco de sentido que la interprete y que va fijándose poco a poco en la existencia de cada uno, en función de las experiencias que se viven conforme la persona va madurando18. La razón humana percibe que el sentido pleno de la atracción sexual se respeta sólo cuando se trata al otro como una persona y no como una ocasión de placer. El «corazón» está en el origen del indefinible malestar en el que se cae cuando, por ejemplo, se es tratado sólo como un objeto de interés y de placer 19. El corazón sugiere que el comportamiento adecuado hacia el prójimo es el amor y que dentro del mismo es donde hay que colocar, interpretar y vivir la atracción sexual. Así se puede comenzar a distinguir entre realizaciones buenas y convenientes de dicha atracción, y comportamientos inadecuados y equivocados. Santo Tomás hablaba de semillas de las virtudes, insertas en nuestras mismas inclinaciones, que la razón sabe ver y que puede cultivar, las cuales, desarrolladas a lo largo del tiempo gracias a los actos, dan origen a las virtudes morales. Una cultura del amor consistirá en que los hombres y las mujeres cultiven estas disposiciones virtuosas, que desarrollan un sentido plenamente humano de la sexualidad y de la afectividad. Por tanto, para saber qué es la sexualidad y la familia, podemos dirigirnos a nuestra razón y a su capacidad de interpretar las experiencias relativas a la luz del «corazón». En referencia a la inclinación sexual, la razón que interpreta nuestras experiencias nos revela que la diferencia sexual, inscrita en el cuerpo masculino y femenino, es precisamente el factor insuperable que permite la modalidad del encuentro y del don de sí20. Nos orienta al don de nosotros mismos, que tiene una lógica íntima que exige totalidad y definitividad, y que se ha de respetar en su fecundidad. Dietrich von Hildebrand escribió: "El significado de la sexualidad consiste en ser la esfera específica en la que el amor conyugal encuentra expresión y cumplimiento. Por ello, sólo el amor es capaz de unir orgánicamente la sexualidad con el corazón y con la mente. Y sólo el amor conyugal tiene la llave, por decirlo de algún modo, que permite abrir el significado de la sexualidad, realizándola como experiencia y revelando a la persona su aspecto verdaderamente positivo"21. La forma razonable de actuación de la sexualidad, es decir, plenamente conforme a la realidad de la inclinación sexual con todos sus factores y dimensiones, es el matrimonio, entendido como unión legítima entre un hombre y una mujer. Además, la capacidad de engendrar nuevas personas humanas, inscrita naturalmente en la sexualidad entre hombre y mujer, no es extrínseca a este contexto de significado. Más aún, lo confirma y lo refuerza. Por un lado, la sexualidad humana se manifiesta en toda su verdad sólo cuando permanece abierta a este «más» respecto a la relación conyugal originaria entre las dos personas, como decía Maurice Blondel, ilustrando la extraña matemática del amor: "sólo cuando dos se convierten en uno, pueden ser tres". La sexualidad es fiel a las exigencias del amor auténtico sólo cuando no excluye deliberadamente la apertura a la transmisión de la vida. Cuando se repliega sobre sí en la búsqueda del placer, se vuelve estéril incluso como experiencia humana. Por otro lado, el hijo, fruto del don, don de don, no es una cosa, sino una persona. Es convenientemente querido, llamado a la vida y acogido, cuando no es tratado como un «producto» que debe responder a ciertas exigencias y características establecidas por quien lo desea y lo proyecta, sino cuando es reconocido como una persona, única e irrepetible, que tiene valor por sí misma y merece respeto porque es alguien y no algo. Se comprende entonces por qué sólo el acto conyugal entre esposos es el lugar adecuado para dar origen a la vida de una persona humana, del mismo modo que sólo la familia legítimamente establecida por un hombre y una mujer es el ambiente en el que puede ser convenientemente educada. Universalidad de la experiencia del amor Con esto hemos esbozado las verdades naturalmente inscritas en el corazón de los hombres y de las mujeres, y que son accesibles a la razón. Todo esto no es expresión de una visión moral católica, válida sólo para el que cree, pero que sería totalmente discutible para quien no cree, o cree diversamente. Nos encontramos ante la universalidad de la experiencia del amor, que abre un camino de diálogo y de encuentro entre los hombres, 18 Cf. J. NORIEGA, Il destino dell’eros. Prospettive di morale sessuale, Dehoniane, Bologna 2006, 19-39. 19 Cf. L. GIUSSANI, Il senso religioso, volume primo del PerCorso, Rizzoli, Milano 1997, 14. 20 Cf. A. SCOLA, Uomo-donna. Il “caso serio” dell’amore, Marietti 1820, Genova-Milano 2002, 15-28. 21 D. VON HILDEBRAND, Purity. The Mystery of Christian Sexuality, Franciscan University Press, Steubenville 1989, 69. 8 que supera el de la universalidad puramente racional de Kant22. La experiencia del amor, en particular la experiencia arquetípica del amor entre hombre y mujer, se presenta como un camino universal para comprender lo que es propiamente humano. Ningún hombre, por encima de toda diferencia de cultura, de etnia, de religión, de edad, de proveniencia geográfica, es extraño a la experiencia del amor: ésta afecta a todos y es, en cierto sentido, propia de todo hombre y de toda época. Para captar esta universalidad es necesario sin duda superar la hermenéutica que el emotivismo y el romanticismo respectivamente ofrecen del amor, encerrándolo en el ámbito del sentimiento subjetivo. La dimensión universal del amor, que manifiesta su culmen en la exigencia evangélica del amor a los enemigos, no se funda en un principio psicológico, sino en la referencia a un amor originario, que nos precede, el amor del Padre que "hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos en injustos"(Mt 5, 44s)23. Del mismo modo que existe una universalidad en el deseo de felicidad, que es común a todos los hombres, pues todos desean amar, aunque no todos saben amar con una apertura universal; igualmente existe una comunicación del amor que se funda en el bien, que goza de una universalidad similar a la de la felicidad. Se basa en la comunicación universal del bien, de la que todos participamos gracias a la creación24 . Además, el dinamismo del amor está por sí mismo abierto a la fe: incluye siempre, en cuanto tal, un crédito personal que se concede al otro, un abrirse a él y a la promesa de bien que se nos ofrece en el encuentro y la puesta en común de las intenciones recíprocas. Como nos ha recordado el Papa Benedicto XVI en su primera encíclica, amar significa siempre creer en el amor25. Adherir a la lógica interna del amor significa abrir de par en par con confianza las puertas al otro y, con ello, abrirse también al carácter misterioso de la existencia humana. El término "misterioso" indica en este contexto no lo desconocido, sino más bien la apertura al Amor de la vida y del bien que implica la experiencia del amor 26 . La experiencia del amor, si se toma en su verdad integral, nos lleva a superar la separación entre creyente y no creyente, entre lo que es cristiano y lo que es puramente humano. De esta manera, la experiencia del amor, si se toma en su verdad integral, nos lleva a superar la separación entre creyente y no creyente, entre lo que es cristiano y lo que es puramente humano. El amor, en efecto, tiene el carácter de una experiencia humana universal y originaria, capaz de revelar la verdad fundamental sobre el hombre. El cristianismo, por otra parte, es antropológicamente relevante porque ofrece una luz que desvela el sentido último. Debemos reconocer, sin embargo, que acceder a la verdad de la experiencia del amor no es algo obvio y exento de dificultades: exige un contexto educativo, formado por una comunidad y por testigos cualificados y dignos de fe, y requiere un mirada limpia, que no son hoy demasiado comunes. La misma idea de que exista una forma «»atural" de vivir la sexualidad es ampliamente discutida. El hombre contemporáneo no logra leer la propia naturaleza originaria. Por ello, hemos de retomar pacientemente nuestra cuestión a partir de una problemática de carácter social, recurriendo a una argumentación que alcance hasta las exigencias más elementales del bien común. Familia y bien común ¿Por qué la ley civil de una sociedad "laica" y pluralista, como nuestras sociedades occidentales, debería favorecer el matrimonio entre hombre y mujer como forma privilegiada de realización de la sexualidad humana y como base para la construcción de la familia? La línea de la reflexión que seguiremos no se basa tanto en la racionalidad intrínseca a la experiencia como en la naturaleza de la sociedad y del bien común que la justifica. 22 Cf. J.-J. PÉREZ-SOBA, “Una nuova apologetica: la testimonianza dell’amore”, in Anthropotes XXII/1 (2006),. 23 Al riguardo: W. PANNENBERG, “Uno è buono” (Mt 19, 17), in L. MELINA – J. NORIEGA (a cura di), Domanda sul bene e domanda su Dio, Pul-Mursia, Roma 1999, 25-33; Grundlagen der Ethik. Philosophisch-theologische Perspektiven, Vandenoeck & Ruprecht, Göttingen 1996, 80-88. 24 Cf. L.B. GILLON, “Può la carità essere un’amicizia universale per tutti gli uomini?”, in Sacra Doctrina 23 (1978), 81-94. 25 Deus caritas est, n. 1. 26 Cf. A. SCOLA, “Esperienze nella preparazione degli Istituti per la famiglia”, manoscritto, in Congreso Internacional Teológico Pastoral “La transmisión de la fe en la famiglia”, Valencia 4-7 de julio 2006. 9 Se trata ante todo de comprender el significado de la idea de «bien común» como fundamento de la sociedad 27. Dicha idea indica que la relación social entre los seres humanos tiene una bondad propia, que ha de ser custodiada y promovida como esencial para la vida personal. Contra el individualismo, que piensa que el hombre es una mónada aislada, y que considera extrínseca y no originaria la relación con las otras personas, se ha de reconocer que sólo en la relación vivida con el otro y con los otros se crea el ámbito en el que cada uno puede crecer en la propia humanidad: la otra persona no es sólo un límite a mis derechos, sino el interlocutor que me permite plenamente tomar conciencia de mí y desarrollar mi personalidad. Así pues, el bien común consiste en el «conjunto de las condiciones de vida social que permiten tanto a la colectividad como a cada miembro de la misma alcanzar la propia perfección de manera más plena y más rápida» 28. Una sociedad que se construye únicamente sobre la idea individualista de los derechos de cada uno, sin pensar al bien común, negaría al final incluso el bien de la persona. La familia fundada sobre el matrimonio estable de un hombre y una mujer constituye un elemento esencial y decisivo del bien común de la sociedad. Muchas constituciones de nuestros estados han reconocido explícitamente la familia como la primera célula natural de la sociedad, fundamento de la vida civil. Esta antiquísima y siempre válida convicción ha encontrado una confirmación en una reflexión actual a nivel sociológico que ha puesto de relieve el concepto de «capital social» 29. Esta expresión indica el patrimonio y el recurso cultural que sostiene las relaciones de confianza, de cooperación y de reciprocidad entre las personas. Como se puede comprender fácilmente, una sociedad, para no convertirse en algo inhumano y autodestruirse fatalmente, necesita alcanzar los valores de la confianza mutua, de la lealtad, de la solidaridad, especialmente en el ámbito de las relaciones primarias propias de la familia. Ésta constituye el capital social primario, que funda a su vez el secundario, constituido por las redes y las relaciones asociativas en la esfera cívica. El capital social es, por tanto, un bien relacional producido y a la vez experimentado, sin el cual la sociedad muere. El razonamiento en este punto es muy simple: la sociedad, por su misma esencia, tiene un interés vital en favorecer la familia monogámica estable, fundada sobre la unión fecunda entre un hombre y una mujer, como agente primario de formación del capital social. Precisamente en la diferencia sexual reconocida se encuentra la forma arquetípica de la acogida del otro en su identidad y alteridad que funda la reciprocidad. Sólo en la estabilidad del vínculo es posible que se realice la capacidad educativa y la función positiva para las personas implicadas. Sólo en la generación y en la educación de los hijos la sociedad se asegura el futuro. Sólo en la ayuda a los más débiles y a los ancianos, garantizada por la familia, se está en condiciones de responder adecuadamente a las necesidades sociales emergentes, que son cada vez más imponentes. También está claro que no toda forma de convivencia corresponde a la producción de este capital social primario. Allá donde los que están envueltos en una relación de convivencia evitasen asumir, según una configuración de derecho público, los deberes de la asistencia recíproca, de la fidelidad, de la cohabitación estable, la sociedad no tendría interés alguno en favorecer este tipo de relación. Más aún, la equiparación del matrimonio con otras formas de convivencia en las que se aspira a gozar de todos los derechos que nacen de vínculo conyugal, excluyendo los correspondientes deberes, llevaría inevitablemente a fragilizar la institución familiar que sostiene la sociedad 30. La ley civil tiene, en efecto, un valor educativo; como afirmaba el criminólogo inglés Nigel Walker, las leyes de una generación se convierten fácilmente en costumbre para la generación sucesiva 31. La privatización del amor y la consideración exclusiva de los derechos individuales llevan a la disolución rápida del capital social necesario, indispensable para la vida de una sociedad. 27 Cf. PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ, Compendio de la Dottrina Social de la Iglesia, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2004, nn.164-170. 28 CONCILIO VATICANO II, Cost. past. Gaudium et spes, n. 26. 29 Véase en particular: P. DONATI, “La famiglia come capitale sociale primario”, en P. DONATI (a cura di), Famiglia e capitale sociale nella società italiana, San Paolo, Cinisello Balsamo (MI) 2003, 31-101, con bibliografía abundante. 30 Cf. V. MARANO, Le unioni di fatto. Esperienza giuridica secolare e insegnamento della Chiesa, Giuffré, Milano 2005; M. BOVINI BARALDI, Le nuove convivenze. Tra discipline straniere e diritto interno, Ipsoa, Milano 2005. 31 La doctrina penal más moderna ha reconocido temáticamente y de manera expresa el valor de la ley como modelo para la formación de las orientaciones morales en la vida de los ciudadanos: cf. J. ANDENAES, La prevenzione generale nella fase 10 Se pueden añadir algunas observaciones si se considera el punto de vista del más débil, al cual la ley tiene el deber específico de tutelar, y que en este caso son los niños. El derecho de adopción de hijos otorgado a las formas de convivencia inestables u homosexuales, en las que la figura de la complementariedad materna y paterna se reduce, se configura como una negación del derecho de los menores a nacer y crecer en un ambiente familiar adecuado como es el natural, sin saber cuáles serán las consecuencias sobre su psiché y su crecimiento. Dado que de este modo se viola el principio de igualdad entre las personas humanas, exponiendo a algunos a vivir en contextos inadecuados a su desarrollo psíquico y a su formación, las leyes que equiparan el matrimonio con tales formas de convivencia deben ser calificadas como injustas. Conclusión «El futuro de la humanidad pasa por la familia»: estamos ahora en condiciones de evaluar el carácter verdaderamente profético de esta afirmación, usada hace veinticinco años por Juan Pablo II en la exhortación apostólica Familiaris consortio 32 . No es exagerado decir que si se destruye la familia, se reducirá el ámbito de cultura en el que el hombre puede encontrarse a sí mismo y crecer en su auténtica humanidad, en su capacidad de aprender a amar hasta el don de sí. Una sociedad que destruye la familia es una sociedad llamada al suicidio. Ahora la posibilidad de esta destrucción está ante nosotros. Por esto, el desafío se nos presenta dramático y urgente. La respuesta ha de desarrollarse a varios niveles: antropológico, ético, jurídico, educativo. Ante todo, debe tener un carácter conscientemente orgánico, capaz de afrontar la construcción de una auténtica «cultura de la familia». Hace unas pocas semanas, Benedicto XVI nos dijo: «La comunión de vida y de amor, que es el matrimonio, se convierte así en un auténtico bien para la sociedad. Evitar la confusión con otros tipos de uniones basadas en un amor débil constituye hoy algo especialmente urgente. Sólo la roca del amor total e irrevocable entre el hombre y la mujer es capaz de fundamentar la construcción de una sociedad que se convierta en una casa para todos los hombres» 33. La tarea que tenemos delante es la que nos indicaba Juan Pablo II: "enseñar a amar", para que la persona y la sociedad pongan sus bases sobre la roca firme del amor auténtico y las familias sean hogares capaces de cultivar al hombre según su vocación originaria. www.parroquiasantamonica.com della minaccia, dell’irrogazione e dell’esecuzione della pena, en M. ROMANO - F. STELLA (a cura di), Teoria e prassi della prevenzione generale dei reati, Il Mulino, Bologna 1980, 33 ss., donde aparece la cita de Nigel Walker. 32 JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, n. 86. 33 BENEDICTO XVI, Discurso en el XXV aniversario, cit.
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