domingo, 12 de febrero de 2017

LA ESPERANZA NO DEFRAUDA Carta pastoral con motivo del Año de la esperanza Mons. Juan Antonio Reig Pla Obispo de Alcalá de Henares Septiembre 2013



LA ESPERANZA NO DEFRAUDA Carta pastoral con motivo del Año de la esperanza Mons. Juan Antonio Reig Pla Obispo de Alcalá de Henares Septiembre 2013 LA ESPERANZA NO DEFRAUDA CARTA PASTORAL CON MOTIVO DEL AÑO DE LA ESPERANZA MONS. JUAN ANTONIO REIG PLA OBISPO DE ALCALÁ DE HENARES Octubre 2013 INDICE Introducción ................................................................................... 1 1. Concluyendo el Año de la fe ...................................................... 2 2. El Año de la esperanza .............................................................. 6 a) Necesidad de la esperanza b) El icono de Emaús como clave de lectura del presente y del futuro ............................................... 9 c) La respuesta de la esperanza cristiana .......................... 13 La esperanza es una virtud teologal ................... 15 Dimensión comunitaria de la esperanza ............ 18 Cielos nuevos y tierra nueva Recapitulación: la esperanza no defrauda .......... 19 La Iglesia, portadora de esperanza ..................... 22 3. Discípulos y misioneros ............................................................. 24 a) La gestación del sujeto cristiano y la familia b) La comunidad cristiana ................................................ 26 c) El discipulado-misionero ............................................. 27 d) Algunas tentaciones del discipulado-misionero ........... 31 4. Los desafíos de la diócesis de Alcalá: orientaciones y propuestas.. 34 a) La prioridad de la formación: sacerdotes, religiosos y laicos ....................................................................... 35 b) Estado permanente de misión y conversión pastoral ... 37 c) La Escuela de evangelización y los rasgos del discipulado: las Bienaventuranzas y el Padrenuestro ......................... 38 d) Comunión y ayuda en los arciprestazgos ..................... 40 e) La tarea de la Iglesia en la sociedad ............................. 42 f) La atención particular a los jóvenes ............................. 44 g) La pastoral vocacional ................................................. 45 h) La piedad popular: cofradías y hermandades ............... 48 i) Lugares de aprendizaje y del ejercicio de la esperanza ... 49 j) María, estrella de la esperanza ..................................... 51 Introducción Comenzamos un nuevo curso pastoral (2013-14) con el signo de la esperanza. Como ya indicamos en su momento, nuestra diócesis de Alcalá de Henares está siguiendo un itinerario de preparación para celebrar los XXV años de su restauración. La Diócesis Complutense se remonta al siglo V de la era cristiana y custodia un gran patrimonio espiritual que se vio acrecentado por la singular protección del Cardenal Cisneros y su importante Universidad. Precisamente durante este curso celebraremos los quinientos años de la edición de la Biblia Políglota Complutense, obra cumbre de la Universidad de Alcalá de Henares. Este itinerario de preparación lo hemos querido jalonar siguiendo la luz de las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. La presente Carta Pastoral, que sigue a la anterior dedicada a la fe, está centrada en la virtud de la esperanza. Esta parte contiene en primer lugar una pequeña síntesis de la Carta encíclica del Papa Francisco Lumen fidei, con una invitación a meditarla y estudiarla como culminación del Año de la fe. A continuación propongo una síntesis teológico-pastoral de la virtud de la esperanza como respuesta adecuada a todas las aspiraciones del corazón humano. Haciéndome eco de las propuestas del Papa Francisco, ofrezco una reflexión sobre el discipulado-misionero, una de las claves que utiliza para indicar el camino de renovación que necesita la Iglesia “hoy”. La carta pastoral concluye con unas orientaciones y propuestas que considero necesarias para responder a los retos y desafíos que hemos de afrontar en nuestra querida Diócesis de Alcalá de Henares. 1 1. CONCLUYENDO EL AÑO DE LA FE Siguiendo las indicaciones del Papa Benedicto XVI estamos celebrando desde la festividad de Cristo Rey de 2012 el Año de la fe. A lo largo de todo el curso pastoral hemos tenido ocasión de repasar las verdades contenidas en el Credo y hemos sido invitados de manera especial a renovar las promesas bautismales. El Papa Francisco, recibiendo el legado de Benedicto XVI, nos ha recordado en su primera Carta encíclica, “La luz de la fe”, que esta luz tan potente no viene de nosotros sino que “nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida” (LF 4). La fe, como en el caso de Abrahán, nace de la escucha (Gn 12,1-4). “La fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre. Lo que esta Palabra comunica a Abrahán es una llamada y una promesa. [...] Lo que se pide a Abrahán es que se fíe de esa Palabra. La fe entiende que la palabra, aparentemente efímera y pasajera, cuando es pronunciada por el Dios fiel, se convierte en lo más seguro e inquebrantable que puede haber, en lo que hace posible que nuestro camino tenga continuidad en el tiempo. La fe acoge esta Palabra como roca firme, para construir sobre ella con sólido fundamento. [...] La Palabra de Dios, aunque lleva consigo novedad y sorpresa, no es en absoluto ajena a la propia experiencia. Abrahán reconoce en esa voz que se le dirige una llamada profunda, inscrita desde siempre en su corazón” (LF 8-11). “En el libro del Éxodo, la historia del pueblo de Israel sigue la estela de la fe de Abrahán. La fe nace de nuevo de un don originario: Israel se abre a la intervención de Dios, que quiere librarlo de su miseria. [...] La confesión de fe de Israel se formula como narración de los beneficios de Dios, de su 2 intervención para liberar y guiar al pueblo, narración que el pueblo transmite de generación en generación” (LF 12). La fe cristiana nace de la intervención más asombrosa de Dios en la historia. Desde Abrahán todas las promesas de bendición apuntaban a la venida de Cristo. Dios mismo, la Palabra, se ha hecho carne ( Jn 1,14) y ha venido a rescatarnos del pecado y de la muerte. Jesucristo, nacido de la Virgen por obra del Espíritu Santo, es la presencia en nuestra historia del Amor inmenso de Dios. La Encarnación pone de manifiesto la cercanía de esta Palabra. Su solidaridad para con nosotros se ha evidenciado con su muerte voluntaria en la cruz. Su resurrección amplía el horizonte de la promesa y la dirige a la vida eterna como plenitud de felicidad y de bien. Así pues, los cristianos confesamos “el amor concreto y eficaz de Dios, que obra verdaderamente en la historia y determina su destino final, amor que se deja encontrar, que se ha revelado en plenitud en la pasión, muerte y resurrección de Cristo” (LF 17). Jesús inauguró su vida pública anunciando el Reino de Dios y haciendo una llamada a la conversión y a la fe: “Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el evangelio” (Mc 1,14). A continuación fue llamando a los discípulos (Mc 1,16-20), los fue formando, eligió a doce entre ellos (Mc 3,13-19) y con ellos, presididos por Pedro (Mt 16,18-19), instituyó la Iglesia. Después de la resurrección les encargó que continuaran su misión haciendo nuevos discípulos: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id pues y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a aguardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28,19-21). Desde ese momento la fe se ha ido transmitiendo por la predicación y el testimonio hasta llegar a nosotros. La fe, como respuesta a la Palabra transmitida por los testigos, es don de 3 Dios que nos hace contemporáneos de Cristo. Es el Espíritu Santo quien lo hace presente en la Palabra de Dios y en los sacramentos que constituyen la Iglesia. A Cristo y a la Iglesia, cuerpo de Cristo, somos incorporados por el Bautismo, el sacramento de la fe. Por eso la fe tiene una dimensión eclesial. “La Iglesia, como toda familia, transmite a sus hijos el contenido de su memoria. ¿Cómo hacerlo de manera que nada se pierda y, más bien, todo se profundice cada vez más en el patrimonio de la fe? Mediante la tradición apostólica, conservada en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo” (LF 40). Así pues, “la transmisión de la fe, que brilla para todos los hombres en todo lugar, pasa también por todas las coordenadas temporales, de generación en generación. Puesto que la fe nace de un encuentro que se produce en la historia e ilumina el camino a lo largo del tiempo, tiene necesidad de transmitirse a través de los siglos. Y mediante una cadena ininterrumpida de testimonios llega a nosotros el rostro de Jesús. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo podemos estar seguros de llegar al «verdadero Jesús» a través de los siglos? Si el hombre fuese un individuo aislado, si partiésemos solamente del «yo» individual que busca en sí mismo la seguridad del conocimiento, esta certeza sería imposible. No puedo ver por mí mismo lo que ha sucedido en una época tan distante de mí. Pero esta no es la única manera que tiene el hombre de conocer. La persona vive siempre en relación. Proviene de otros, pertenece a otros, su vida se ensancha en el encuentro con otros. [...] Lo mismo sucede con la fe, que lleva a su plenitud el modo humano de comprender. El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia. La Iglesia es una Madre que nos enseña a hablar el lenguaje de la fe. San Juan en su Evangelio ha insistido en este aspecto, uniendo fe y memoria, y asociando ambas a la acción del Espíritu Santo que, como dice Jesús, «os irá recordando todo»” ( Jn 14,26) (LF 38). 4 “La naturaleza sacramental de la fe alcanza su máxima expresión en la Eucaristía, que es el precioso alimento para la fe, el encuentro con Cristo presente realmente con el acto supremo de amor, el don de sí mismo, que genera vida” (LF 44). La lectura y profundización de la Encíclica del Papa Francisco Lumen fidei, además de hacernos tomar conciencia de que somos herederos de la fe de los Apóstoles, nos ha de servir como estímulo para la evangelización, para añadir eslabones en esa cadena ininterrumpida de la transmisión de la fe. Por eso os invito a todos, sacerdotes, religiosos y fieles laicos, a aprovechar esta etapa final del Año de la fe conociendo, profundizando en las comunidades parroquiales, en los movimientos y en vuestras propias casas las enseñanzas del sucesor de Pedro. Concluiremos, Dios mediante, el Año de la fe en la festividad de Cristo Rey del Universo. Esta celebración, con los subsidios que preparará la Delegación de Liturgia, tendrá lugar en cada una de las parroquias en las que habrá ocasión de renovar las promesas bautismales, profesar el Credo y escuchar algunos testimonios de aquellos hermanos que han sido llamados a la conversión y al encuentro con Jesucristo. 5 2. EL AÑO DE LA ESPERANZA El sábado anterior al primer domingo de Adviento, en la Catedral de Alcalá de Henares, de manera solemne, inauguraremos el Año de la esperanza. Para ello, serán de nuevo convocados todos los arciprestazgos de la diócesis y, siguiendo distintos itinerarios, confluiremos todos en la S.I. Catedral para celebrar la Eucaristía de apertura. La Delegación de Liturgia preparará y dará las instrucciones oportunas. Lo verdaderamente decisivo es expresar juntos la comunión, el tomar conciencia de que formamos un único pueblo que, abandonándose en las manos de Dios, se siente llamado a ser portador de esperanza. a) Necesidad de la esperanza Vivimos momentos difíciles y complejos en los que se hace necesario ofrecer palabras y signos de esperanza. No me refiero solo a la falta de trabajo, a la situación precaria de muchas familias, particularmente los emigrantes; a la crisis económica y social, etc. Vivimos momentos de desorientación e indiferencia ante los bienes supremos de la vida: la verdad, Dios, la religión, la dignidad de la vida humana, el bien del matrimonio y de la familia, la justicia y la solidaridad, etc. No es difícil constatar una especie de desilusión y cansancio colectivo que ahoga y apaga toda ilusión y entusiasmo por emprender juntos nuevas tareas que vivifiquen nuestro pueblo, nuestra sociedad. Entre todos hemos ido consintiendo que la política (los partidos, los sindicatos, los lobbies) ocupen todos los espacios de la vida pública, incluidos los medios de comunicación social. El desencanto que se siente ante los políticos, ante las promesas no cumplidas y los escándalos de corrupción, es acompañado por actitudes relativistas e individualistas cargadas de desesperación. Sin embargo, la crisis política, el fraude al que 6 están sometidas tantas personas, no agota todo el diagnóstico del malestar de nuestro pueblo. Estamos ante una crisis profunda de la civilización, ante un cambio de época. Se trata de una crisis del hombre que encuentra sus raíces más profundas en el abandono de Dios. Olvidando al Creador hemos vuelto el corazón a las criaturas: al éxito, al dinero, al placer, a la salud y la idolatría del cuerpo, a la seguridad en los bienes temporales, a la confianza absoluta en las personas, en los medios tecnológicos e informáticos, etc. Cuando desaparece Dios del horizonte se abren las puertas a los ídolos que esclavizan al hombre; se da espacio a la superstición y carta de ciudadanía a la soledad, al miedo, a las adicciones, a la desconfianza y a la desesperación. Lo que ha sucedido en poco tiempo en España es la quiebra del hombre, la disolución del sujeto humano, la aparición de una generación de personas atrapadas por el emotivismo, carentes de libertad auténtica, incapaces de autodominio y de gobernar responsablemente sus vidas. A nuestra sociedad le falta alma, ese espíritu común que impulsa a los pueblos a promover grandes empresas colectivas. El interés económico, el endiosamiento del consumo, las movidas juveniles y los grandes espectáculos festivos y deportivos no son suficientes para acomunar los espíritus en proyectos comunitarios que promuevan el bien común, la justicia y la solidaridad. Creo que es hora de reconocer que la tan cacareada sociedad del bienestar ha sido otro ídolo que está cayendo porque no tiene el soporte de una auténtica comunidad humana. Con el “bien común” se busca promover aquellas instituciones y bienes que posibilitan el desarrollo y perfección de toda la persona y de todas las personas. Al sustituir el “bien común” por la “sociedad del bienestar” se ha producido un gran reduccionismo: limitar el bien al reparto de bienes de consumo, 7 olvidando crear las condiciones necesarias para generar sujetos humanos libres, justos y solidarios. El futuro de una sociedad no se produce simplemente por los bienes materiales de consumo. Es más, el factor más grande de progreso y futuro son los bienes inmateriales: la verdad, la honestidad, el respeto de la vida, el matrimonio, la familia, la educación en libertad, el trabajo digno, la justicia, los valores del espíritu, la amistad, el honor, la religión, el respeto a los padres, a los mayores, la custodia del amor entre los esposos, las familias, los pueblos, etc. La insistencia en los bienes de consumo y la promoción de créditos que posibilitaran su adquisición ha creado una generación de hipotecados que, por la pérdida de puestos de trabajo, está produciendo situaciones verdaderamente dramáticas. Si a estos factores añadimos las rupturas familiares, el abandono de los mayores, las adicciones a los mecanismos de huida (droga, alcohol, pornografía, ludopatías, adicciones a juegos informáticos, Internet, etc.) tenemos que convenir en la necesidad de ofrecer respuestas concretas que generen esperanza en nuestro pueblo. El impacto que han generado estos fenómenos en el interior de la Iglesia y de las familias cristianas es considerable. Sin embargo, hemos de reconocer que en la Iglesia Católica, por la guía de los pastores (Benedicto XVI, los obispos, sacerdotes y ahora el Papa Francisco) no ha faltado la voz profética que alertara sobre estos males e iluminara el camino a seguir. Siendo el desencanto del clero en algunas ocasiones considerable, no nos han faltado los santos y los sucesores de Pedro que nos han guiado por las sendas adecuadas. También es justo reconocer que, al calor del Concilio Vaticano II, a pesar de los errores iniciales, han surgido distintas iniciativas evangelizadoras que, suscitadas por el Espíritu Santo, son hoy motivo de esperanza. De todas estas iniciativas y de la experiencia acumulada hemos 8 de aprender a proponer aquellos medios que generan sujetos cristianos, familias cristianas y comunidades cristianas que vivan de la Palabra, de la Eucaristía y demás sacramentos y de la comunión en el amor. Este es el proyecto de la Iglesia primitiva, de los orígenes del cristianismo, que se presenta como paradigmático para todos los momentos de la historia (Hch 2,42-47). b) El icono de Emaús como clave de lectura del presente y del futuro El Papa Francisco en el Encuentro con el episcopado brasileño, con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud, les entregó un documento con algunas claves pastorales. En él toma conciencia de que nos encontramos en un nuevo momento: no es una época de cambios, sino un cambio de época. Entonces también hoy es urgente preguntarse: ¿qué nos pide Dios? Escribe el Papa: “Ante todo, no hemos de ceder al miedo del que hablaba el Beato John Henry Newman: «El mundo cristiano se está haciendo estéril, y se agota como una tierra sobreexplotada, que se convierte en arena». No hay que ceder al desencanto, al desánimo, a las lamentaciones. Hemos trabajado mucho, y a veces nos parece que hemos fracasado, y tenemos el sentimiento de quien debe hacer balance de una temporada ya perdida, viendo a los que se han marchado o ya no nos consideran creíbles, relevantes. Releamos una vez más el episodio de Emaús desde este punto de vista (Lc 24,13-15). Los dos discípulos huyen de Jerusalén. Se alejan de la «desnudez» de Dios. Están escandalizados por el fracaso del Mesías en quien habían esperado y que ahora aparece irremediablemente derrotado, humillado, incluso después del tercer día (vv. 24,17-21). Es el misterio difícil de quien abandona la Iglesia; de aquellos que, tras 9 haberse dejado seducir por otras propuestas, creen que la Iglesia -su Jerusalén- ya no puede ofrecer algo significativo e importante. Y, entonces, van solos por el camino con su propia desilusión. Tal vez la Iglesia se ha mostrado demasiado débil, demasiado lejana de sus necesidades, demasiado pobre para responder a sus inquietudes, demasiado fría para con ellos, demasiado autorreferencial, prisionera de su propio lenguaje rígido; tal vez el mundo parece haber convertido a la Iglesia en una reliquia del pasado, insuficiente para las nuevas cuestiones; quizás la Iglesia tenía respuestas para la infancia del hombre, pero no para su edad adulta. El hecho es que actualmente hay muchos como los dos discípulos de Emaús; no sólo los que buscan respuestas en los nuevos y difusos grupos religiosos, sino también aquellos que parecen vivir ya sin Dios, tanto en la teoría como en la práctica. Ante esta situación, ¿qué hacer? Hace falta una Iglesia que no tenga miedo a entrar en la noche de ellos. Necesitamos una Iglesia capaz de encontrarlos en su camino. Necesitamos una Iglesia capaz de entrar en su conversación. Necesitamos una Iglesia que sepa dialogar con aquellos discípulos que, huyendo de Jerusalén, vagan sin una meta, solos, con su propio desencanto, con la decepción de un cristianismo considerado ya estéril, infecundo, impotente para generar sentido. La globalización implacable y la intensa urbanización, a menudo salvajes, prometían mucho. Muchos se han enamorado de sus posibilidades, y en ellas hay algo realmente positivo, como por ejemplo, la disminución de las distancias, el acercamiento entre las personas y culturas, la difusión de la información y los servicios. Pero, por otro lado, muchos vivencian sus efectos negativos sin darse cuenta de cómo ellos comprometen su visión del hombre y del mundo, generando más desorientación y un vacío que no logran explicar. Algunos de estos efectos son la confusión del sentido de la vida, la desintegración personal, la pérdida de la experiencia de pertenecer a un «nido», la falta de hogar y vínculos profundos. 10 Y como no hay quien los acompañe y muestre con su vida el verdadero camino, muchos han buscado atajos, porque la «medida» de la gran Iglesia parece demasiado alta. Hay aún los que reconocen el ideal del hombre y de la vida propuesto por la Iglesia, pero no se atreven a abrazarlo. Piensan que el ideal es demasiado grande para ellos, está fuera de sus posibilidades, la meta a perseguir es inalcanzable. Sin embargo, no pueden vivir sin tener al menos algo, aunque sea una caricatura, de eso que les parece demasiado alto y lejano. Con la desilusión en el corazón, van en busca de algo que les ilusione de nuevo o se resignan a una adhesión parcial, que en definitiva no alcanza a dar plenitud a sus vidas. La sensación de abandono y soledad, de no pertenecerse ni siquiera a sí mismos, que surge a menudo en esta situación es demasiado dolorosa para acallarla. Hace falta un desahogo y, entonces, queda la vía del lamento. Pero incluso el lamento se convierte a su vez en un boomerang que vuelve y termina por aumentar la infelicidad. Hay pocos que todavía saben escuchar el dolor; al menos, hay que anestesiarlo. Ante este panorama hace falta una Iglesia capaz de acompañar, de ir más allá del mero escuchar; una Iglesia que acompañe en el camino poniéndose en marcha con la gente; una Iglesia que pueda descifrar esa noche que entraña la fuga de Jerusalén de tantos hermanos y hermanas; una Iglesia que se dé cuenta de que las razones por las que hay gente que se aleja, contienen ya en sí mismas también los motivos para un posible retorno, pero es necesario saber leer el todo con valentía. Jesús le dio calor al corazón de los discípulos de Emaús. Quisiera que hoy nos preguntáramos todos: ¿Somos aún una Iglesia capaz de inflamar el corazón? ¿Una Iglesia que pueda hacer volver a Jerusalén? ¿De acompañar a casa? En Jerusalén residen nuestras fuentes: Escritura, catequesis, sacramentos, comunidad, la amistad del Señor, María y los Apóstoles... ¿Somos capaces todavía de presentar estas fuentes, de modo que se despierte la fascinación por su belleza? 11 Muchos se han ido porque se les ha prometido algo más alto, algo más fuerte, algo más veloz. Pero, ¿hay algo más alto que el amor revelado en Jerusalén? Nada es más alto que el abajamiento de la cruz, porque allí se alcanza verdaderamente la altura del amor. ¿Somos aún capaces de mostrar esta verdad a quienes piensan que la verdadera altura de la vida está en otra parte? ¿Alguien conoce algo más fuerte que el poder escondido en la fragilidad del amor, de la bondad, de la verdad, de la belleza? La búsqueda de lo que cada vez es más veloz atrae al hombre de hoy: Internet veloz, coches y aviones rápidos, relaciones inmediatas... Y, sin embargo, se nota una necesidad desesperada de calma, diría de lentitud. La Iglesia, ¿sabe todavía ser lenta: en el tiempo, para escuchar, en la paciencia, para reparar y reconstruir? ¿O acaso también la Iglesia se ve arrastrada por el frenesí de la eficiencia? Recuperemos, queridos hermanos, la calma de saber ajustar el paso a las posibilidades de los peregrinos, al ritmo de su caminar, la capacidad de estar siempre cerca para que puedan abrir un resquicio en el desencanto que hay en su corazón, y así poder entrar en él. Quieren olvidarse de Jerusalén, donde están sus fuentes, pero terminan por sentirse sedientos. Hace falta una Iglesia capaz de acompañar también hoy el retorno a Jerusalén. Una Iglesia que pueda hacer redescubrir las cosas gloriosas y gozosas que se dicen en Jerusalén, de hacer entender que ella es mi Madre, nuestra Madre, y que no están huérfanos. En ella hemos nacido. ¿Dónde está nuestra Jerusalén, donde hemos nacido? En el bautismo, en el primer encuentro de amor, en la llamada, en la vocación. Se necesita una Iglesia que vuelva a traer calor, a encender el corazón. Se necesita una Iglesia que también hoy pueda devolver la ciudadanía a tantos de sus hijos que caminan como en un éxodo” (Encuentro con el episcopado brasileño, 27 de junio de 2013). 12 c) La respuesta de la esperanza cristiana Estando a la escucha de las preguntas existenciales del hombre de hoy y adoptando la actitud de Jesús con los discípulos de Emaús, hemos de entender que para que nuestra respuesta sea verdadera necesita ser integral. Debe responder a las inquietudes de todo corazón humano y a las necesidades personales y comunitarias de quienes quieran escucharnos. Toda persona es consciente de que ha recibido la vida de otros. La vida es un don, una herencia que hemos recibido de un amor que nos precede. Esta herencia, después del pecado original, incluye dos elementos ineludibles: el sufrimiento y la muerte. Una respuesta que no se hiciera cargo de ambas realidades no sería una respuesta auténtica ni adecuada. Muchas personas se preguntan: ¿Vale la pena vivir? ¿Qué será de mí? ¿Qué será de nosotros? ¿Quién me acompañará en el momento de la muerte? ¿Y después? ¿Tiene sentido el sufrimiento de los inocentes? ¿Es posible la salvación? ¿Y en esta salvación está incluido cuanto amo y las personas a las que pertenezco y he amado? ¿Triunfará al final la justicia? Podríamos continuar preguntando sin límite. De hecho, así ha sucedido en todas las generaciones. La pregunta por el mal, por el fin de uno mismo y de todas las cosas es insoslayable e ineludible. Pero, ¿existe una respuesta adecuada a las preguntas últimas? ¿Vale la pena plantear estas cuestiones o es mejor prescindir de ellas? En la respuesta no caben disimulos ni fraudes. Tampoco vale recurrir a mecanismos de huida. Lo que intento explicar es que aunque queramos sofocar estos interrogantes, el corazón vuelve sobre ellos. Es más, se trata de las verdaderas preguntas sobre el sentido de la vida. Prescindir de ellas es inútil. Es un equipaje que nos acompaña siempre y que rebota de manera intensa cuando la vida nos coloca ante situaciones límite: ante el sufrimiento inesperado, ante la enfermedad o la muerte. 13 También aparecen estas preguntas cuando la vida sonríe y quisiéramos detener el tiempo o garantizar la perdurabilidad del gozo. El tiempo, unido a nuestra finitud es implacable. El tiempo, decimos, lo consume todo. Por eso, una respuesta adecuada no puede olvidar este factor. Tampoco se puede olvidar que ninguno de nosotros es un “yo” aislado del mundo. Si somos un ser en relación (padres, hermanos, abuelos, parientes, hijos, amigos, pueblo, nación, etc.), la respuesta salvadora tiene que abarcar estos elementos. La justicia no puede ser sólo para mí, sino que tiene que ser para todas las generaciones y de manera definitiva, para siempre. Los salmos, que expresan la fe de Israel hecha oración, ofrecen ejemplos de súplica y confianza tanto personal como comunitaria. Así, encontramos en el Salmo 116 la oración de quien busca su descanso en Yavhé: “Me consumo ansiando tu salvación y espero en tu palabra; mis ojos se consumen ansiando tus promesas, mientras digo: ¿Cuándo me consolarás?” Del mismo modo el Salmo 23 expresa la convicción de que con Dios nada le falta: “El Señor es mi pastor, nada me falta”. Incluso en los momentos oscuros y de sufrimiento: “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tu vas conmigo”. Es más, la muerte no es enemigo: “Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida y habitaré en la casa del Señor por años sin término”. El Salmo 115, en cambio, es una muestra de confianza comunitaria: “Israel confía en el Señor, El es su auxilio y escudo. La casa de Aarón confía en el Señor: El es su auxilio y escudo”. Así pues, la respuesta al sentido de la vida, al sufrimiento, a la muerte, nace de la fe y se explicita con lo que llamamos esperanza cristiana. Así lo explica el Papa Benedicto XVI en su encíclica “Salvados en la esperanza” (Spe Salvi) cuya lectura y estudio durante este curso recomiendo a todos. Al comentar la expresión de la Carta a los Hebreos “la fe es sustancia de las cosas que se esperan, prueba de lo que no se ve” (Hb 11,1), Benedicto XVI 14 enseña que el encuentro con Jesucristo y su Palabra es “performativo”; deja en nosotros una constante disposición del ánimo, gracias a la cual comienza en nosotros la vida eterna. Esta es la “sustancia” que nos regala la fe, una vida nueva que viene de la gracia y que se constituye en prueba de lo que no se ve. La esperanza es una virtud teologal Al proponer la esperanza cristiana como la respuesta adecuada a los grandes interrogantes del hombre (sentido de la vida, sufrimiento, muerte, etc.) no la podemos confundir con el simple deseo de felicidad o la expectación sin más de la bienaventuranza del cielo. Por eso la teología, ya desde los Santos Padres, ha ido elaborando todo un tratado en el que se expone el objeto de la esperanza, sus motivos y su contenido. Al hablar de la esperanza como virtud hacemos referencia a una disposición habitual y firme hacia el bien. La esperanza no se confunde con la simple espera ni puede referirse al mal. La voluntad firme y estable, la capacidad o disposición habitual cuando se orienta al bien se llama esperanza. Este bien hacia el que se dirige la esperanza es un bien futuro, arduo o difícil y, a la vez, posible. Al tratarse de los bienes definitivos de la vida humana que trascienden la muerte, la esperanza no puede ser una virtud moral adquirida para las fuerzas humanas. Estas no son suficientes para eliminar todo tipo de sufrimiento ni para trascender la amenaza de la muerte. Por eso la esperanza o es teologal o no es virtud. La esperanza es teologal porque tiene como objeto a Dios y la bienaventuranza eterna. Sólo Dios es más poderoso que la muerte, sólo El trasciende el tiempo y nos puede conceder la vida y la felicidad eterna. Así se comprenden las expresiones bíblicas: “Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor. Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su esperanza” ( Jr 17,5-7). Así pues, la 15 esperanza es don de Dios y se constituye como virtud porque es una disposición firme y no pasajera. La Carta a los Hebreos la describe como el ancla que mantiene firme la nave ante el oleaje y la impetuosidad del viento. Nosotros, dice, somos beneficiarios de las promesas de salvación y debemos aferrarnos a la esperanza “la cual es como ancla del alma, segura y firme, que penetra más allá de la cortina (el cielo), donde entró como precursor, por nosotros, Jesús, Sumo Sacerdote” (Hb 6,17-20). El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que “la esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo” (CIC 1817). La esperanza, además de tener a Dios como objeto, se apoya en las promesas de Cristo. Por tanto el motivo de la esperanza también es sobrenatural o fruto de la gracia. En efecto, Cristo nos ha prometido la vida: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá” ( Jn 11,25). “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros” ( Jn 14,2-3). Toda la fe en Cristo descansa en el hecho de la resurrección. Los Apóstoles, María Magdalena y otros discípulos fueron testigos de su muerte y resurrección. Ellos nos han contado lo que vieron y escucharon y nos lo han trasmitido: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida, pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con 16 nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1,1-3). Si la resurrección de Cristo certifica y avala las promesas de Cristo, su muerte en la cruz, expresión del Amor de Dios, es la roca en la que descansa toda la confianza del cristiano: “Dios nos demostró su amor en que siendo nosotros todavía pecadores Cristo murió por nosotros” (Rm 5,8). Por eso la Iglesia canta: “Salve, oh cruz, única esperanza” -O crux, ave, spes unica-, reconociendo que la razón de la esperanza es el amor de Dios manifestado en la cruz. Junto a la muerte y resurrección de Jesús, la Iglesia enseña que la esperanza ha de ponerse primero en Dios, segundo en los sacramentos como participación de la gracia divina y en la intercesión de los ángeles y los santos. Como causa meritoria la esperanza ha de ponerse en Jesucristo Nuestro Señor y en los méritos de su pasión. Finalmente hay que añadir los propios méritos que tienen como raíz la gracia del Espíritu Santo. Del mismo modo que Cristo prometió la vida eterna, también ofreció una palabra sobre el sufrimiento: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 12,29). ¿En qué consiste este alivio? La verdadera respuesta al sufrimiento es el amor redentor de Cristo. El no es simplemente un filósofo que explique la raíz y el sentido del mal. El es Dios, que se ha hecho solidario con nuestro sufrimiento, ha participado de él hasta el extremo de la cruz y lo ha abierto al horizonte de la resurrección. Desde entonces el sufrimiento humano, asociado a la cruz de Cristo, alcanza misteriosamente un sentido redentor. Tanto es así que Jesús invita a sus discípulos a negarse a sí mismos, a cargar con la cruz y seguirle (Lc 9,23). En esto consiste la clave de la vida cristiana: “El que quiera salvar la vida la perderá, pero el que pierda su vida por mi causa la salvará” (Lc 9,24). Esto explica que los apóstoles se alegraran de poder sufrir por Jesús (Hch 5,41) y San Pablo también se alegra 17 de los sufrimientos porque “así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, a favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24). Dimensión comunitaria de la esperanza La esperanza cristiana no se agota en la dimensión individual sino que está abierta a todo el pueblo. El evangelio de San Mateo lo indica señalando la venida de Cristo como el cumplimiento de la profecía de Isaías: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló” (Is 9,1). Lo asombroso es que esta luz no está reservada simplemente para el pueblo elegido sino que se ofrece a todos los pueblos representados por la Galilea de los gentiles: “Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, Galilea de los gentiles. El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande” (Mt 4,15). San Pablo es el que desarrollará este tema afirmando que Cristo ha derribado el muro de la división, haciendo de los dos pueblos uno solo: “Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo. El es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba” (Ef 2,13-14). Cielos nuevos y tierra nueva La esperanza de salvación no sólo afecta a la totalidad de la persona (cuerpo espíritu) con la promesa de la resurrección de la carne (1 Cor 15); no sólo abarca la dimensión individual y comunitaria de la persona (familias, pueblo y nación), sino que se extiende a la propia tierra. Los cristianos, junto a la redención del cuerpo, esperamos cielos nuevos y tierra nueva donde habite la justicia para siempre. San Pablo sostiene que la creación, sometida a la frustración por el pecado, está expectante, aguardando la manifestación de los hijos de Dios con la “esperanza de que será liberada de la esclavitud de la corrupción. Pues 18 sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto” (Rm 8,21-22). La Sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” a esta renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo (2 Pe 3,13). Esta será la realización definitiva del designio de Dios “de hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,1) (CIC 1043). Recapitulación: la esperanza no defrauda Cuando nos preguntábamos al comienzo por el sentido de la vida, por el sufrimiento y la muerte; cuando escrutábamos nuestro corazón y reclamábamos una respuesta adecuada a sus aspiraciones, sosteníamos que no sería buena respuesta aquella que no lograra sostener todos los extremos: el pasado, el presente y el futuro de nuestra vida personal. Tampoco sería adecuada si no abarcara el conjunto de nuestras relaciones (familia, amigos, pueblo, tierra, etc.), y si no diera razón del sufrimiento propiciando una justicia que abarque a todas las generaciones. Frente a la respuesta del progreso material y el imperio de la ciencia, frente a aquellas filosofías que diluyen a la persona en el Todo, en la energía del universo; frente a las respuestas inadecuadas de la superstición o las parciales de otras religiones, tan sólo la esperanza cristiana es capaz de ofrecer al corazón aquello que espera y anhela. Más todavía, como dice la Escritura: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar, lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (1 Cor 2,9). O como dice San Juan: “Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en el El se purifica a sí mismo, como El es puro” (1 Jn 3,2-3). 19 Jesucristo es el verdadero portador de esperanza. Siendo Dios, nos ha mostrado en su humanidad hasta dónde llega el Amor de Dios. Dando su vida en la cruz por nuestros pecados y por nuestra salvación ha puesto en evidencia que sólo el amor redime. Sólo el Amor de Dios es capaz de hacerse cargo de todos nosotros, de nuestra persona, de nuestro tiempo, de todo cuanto amamos. Su omnipotencia manifestada en su misericordia es superior a nuestros pecados y más fuerte que la muerte. La participación en su resurrección es la verdadera justicia para todos los inocentes que sufren. Y su cruz es la única tabla de salvación para cuantos naufragan en el mar de este mundo. Sin resurrección de los muertos no habría justicia para todas las generaciones. Sin el cielo y la gloria de los bienaventurados, sin los cielos nuevos y la tierra nueva la salvación no sería completa. Dicho todo esto, podemos preguntarnos: ¿Pero todo el bien que anuncia la esperanza cristiana es posible? La respuesta está en la omnipotencia divina y en su amor infinito por nosotros. La Virgen María, elegida para ser Madre de Dios, preguntó: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón? El ángel le contestó: el Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios no hay nada imposible” (Lc 1,34-37). Esta es la lógica de Dios: del seno de una virgen hace nacer al Autor de la vida; de la vejez y esterilidad de Isabel promueve al Precursor, Juan el Bautista. La razón es clara: “Porque para Dios no hay nada imposible”. Sin embargo esta razón no sería suficiente si no la vinculáramos indisolublemente a su Amor infinito y a su misericordia entrañable. Del mismo modo que el Espíritu Santo cubrió las entrañas purísimas de la Virgen María, así el mismo Espíritu -el Amor de 20 Dios- ha sido derramado en nuestros corazones. De este modo lo explica San Pablo y saca las conclusiones adecuadas. En primer lugar toma nota de que si el Espíritu Santo viene a nosotros la esperanza no puede defraudar: “Así pues, habiendo sido justificados por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos obtenido además por la fe el acceso a esta gracia, en la cual nos encontramos: y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. […] y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,1-5). Si el Amor de Dios nos ha alcanzado con el Espíritu Santo que recibimos por la fe y el Bautismo, la segunda conclusión es clara: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él? […] ¿Quién nos separará del amor de Cristo?” (Rm 8,31-35). La tercera conclusión va referida a la condición de hijos y herederos de Dios: “Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos ¡Abba, Padre! Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que si sufrimos con El, seremos también glorificados con El” (Rm 8,14-17). No cabe duda que sólo la esperanza cristiana corresponde al anhelo de felicidad que brota espontáneamente de nuestro corazón. Este anhelo no es una ilusión vana o un acto de autoengaño para escapar de los sufrimientos de esta vida. Es el deseo de Dios la fuerza que nos impulsa a buscarle por todas partes. Así lo expresa el salmista: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por Ti madrugo, mi alma está sedienta de Ti; mi carne tiene ansia de Ti, como tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal 63,2). 21 La sed es expresión del deseo natural de Dios que está presente en todas las personas. Todos hemos sido creados a su imagen y semejanza y por eso anida en nuestro corazón el deseo de amar y ser amados. Sólo el amor redime, hemos dicho antes. Pero al estar presente en cada hombre, varón o mujer, la huella de la Trinidad, sólo su Amor es respuesta adecuada al anhelo de felicidad. Toda nuestra vida se resume en la búsqueda de Dios, en el afán por contemplar su rostro: “Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío, tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?” (Sal 42,2-3). Jesucristo, en su humanidad, nos ha mostrado el auténtico rostro de Dios: “La gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer” ( Jn 1,17-18). En Jesucristo, pues, se cumplen todas las promesas hechas a Abrahán y su encarnación, muerte y resurrección recogen y perfeccionan la esperanza del pueblo elegido. Ahora el verdadero Éxodo es salir de la esclavitud del pecado para entrar en la tierra prometida de la gracia que nos alcanza en los sacramentos de la Iglesia. Nuestra patria no es Canaán sino el cielo, la gloria para siempre. Nuestra peregrinación culmina en la Jerusalén celeste, allí donde “el correr de las acequias alegra la ciudad de Dios” (Sal 46,5). Por fin la sed del hombre será saciada. El manantial es inagotable. El Espíritu Santo, como un río de agua viva brota del trono de Dios: “Y me mostró un río de agua viva, resplandeciente como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero” (Ap 22,1). La Iglesia, portadora de esperanza La Iglesia, como la Virgen María, es fecundada por el Espíritu Santo y nos hace presente a Jesucristo. En El reside toda nuestra esperanza. El Espíritu, derramado en nuestros corazones (Rm 5,5), nos lo hace presente mediante la Palabra y, sobre todo, en la Liturgia. Como nos indica el Salmo “la acequia 22 de Dios va llena de agua, preparas los trigales” (Sal 65,10). Este río, o acequia llena de agua, desemboca en la liturgia sacramental, donde el trigo, por la acción del Espíritu se transforma en Pan de vida, Eucaristía que nos alimenta y nos construye como pueblo de la vida. Esta es la mesa que el Señor prepara para los desvalidos. En la Eucaristía se cumplen las palabras del profeta Isaías: “Oíd, sedientos todos, acudid por agua; venid también los que no tenéis dinero: comprad trigo y comed, venid y comprad, sin dinero y de balde, vino y leche” (Is 55,1). La Eucaristía continúa el milagro de la multiplicación de los panes y los peces ( Jn 6,1 ss.). Habrá pan abundante para todos, sin pagar, y el vino mesiánico que nos trae la Sangre de Cristo. Allí donde la comunidad cristiana, presidida por el sacerdote, se reúne para celebrar la Eucaristía, se hace presente la tierra prometida que mana leche y miel (Dt 31,20). Y así se va construyendo, por gracia de Dios, la casa y la ciudad de Dios que nos anticipa el cielo en la tierra. La Eucaristía, como prenda de la gloria, es el convite de manjares suculentos (Is 25,6) el sacrificio que actualiza el misterio pascual, la renovación de la Alianza que nos constituye en pueblo de Dios. 23 3. DISCÍPULOS Y MISIONEROS Convencidos de que la Iglesia es portadora de esperanza y salvación para el momento presente, hemos de sentir la urgencia de la evangelización, ya que lo que está en juego es la vida eterna. Para ello hay que comenzar, con el mismo método de Jesús, formando discípulos. El discípulo comienza con la llamada de Cristo a la conversión y con el ingreso en la comunidad de los seguidores de Jesús. Así lo ha entendido el Catecumenado antiguo y así tiene que ser entre nosotros. La llamada a la fe y el Bautismo requiere, tanto para los que fueron bautizados de niños como para los adultos, un proceso en el que cada uno es introducido a la oración, a la escucha de la Palabra, a la vida sacramental y a la comunión en el seno de una comunidad. Este es el método de Jesús y este es el modo como comenzó la Iglesia de los orígenes. Este es el camino y no hay otro. No se vive como discípulo por libre o con contactos esporádicos con la Iglesia. La fe nos vincula a Jesucristo y nos introduce en la Iglesia: la comunidad de los discípulos del Señor. Esto supone, como nos recuerda constantemente el Papa Francisco, una conversión pastoral que, a mi modo de ver, tiene que caminar en tres direcciones: la gestación del sujeto cristiano, la renovación de las parroquias y movimientos, y la recuperación del espíritu misionero. a) La gestación del sujeto cristiano y la familia Gestar nuevos cristianos, formar personas bautizadas con una clara adhesión a Jesucristo y un sentido claro de pertenencia es una tarea urgente. Para ello necesitamos renovar y tomar en serio todo el proceso de iniciación cristiana tanto de niños como 24 de jóvenes y adultos, según el modelo del catecumenado bautismal. Para ello contamos con el soporte de la parroquia, de la familia y de la escuela católica. El despertar a la fe y vida cristiana se confía a la familia cristiana. Pero, ¿cómo se forman estas familias? Hoy la pastoral familiar, sin el sustento de una buena iniciación cristiana, se hace muy difícil. De donde no hay sujetos cristianos no se pueden sacar familias cristianas. Por eso la conversión pastoral afecta tanto a los sacerdotes como a los fieles. A los sacerdotes, porque el proceso de secularización y descristianización exige un modo nuevo de configurar la parroquia y la dedicación pastoral. Lo prioritario es comenzar, con los fieles laicos y las familias cristianas más conscientes, un primer círculo concéntrico en el que se hagan visibles los rasgos de una auténtica comunidad cristiana: oración, escucha de la Palabra, celebración de la Eucaristía y demás sacramentos, comunión de hermanos llamados a compartir los bienes y la misión. Este primer núcleo de la comunidad cristiana empieza con debilidad. Así empezó el discípulado de Jesús. Sin embargo, sin ese grupo de discípulos que privilegien la iniciación cristiana, la gestación de auténticos cristianos por la gracia de Dios, todo lo que venga después no contará con la base suficiente para sostenerse. Eso supone cuidar la preparación y celebración del Bautismo con las familias y desarrollar todo un proceso que, por etapas, configure un auténtico catecumenado para los niños, jóvenes y adultos. Esta conversión pastoral que pone su punto de mira en Cristo y en su seguimiento como discípulos, tiene a la vez que adquirir un rostro familiar. En primer lugar eso significa que la comunidad cristiana se configura como una familia de familias. En segundo lugar ello comporta privilegiar el hecho familiar. 25 Ninguno de nosotros somos un ente abstracto o simplemente un individuo. Somos seres familiares y necesitamos la familia cristiana para custodiar el amor y la vida y para transmitir la fe. Privilegiar el hecho familiar en la comunidad cristiana o parroquia significa crear espacios en los que el anuncio cristiano, la catequesis y formación cristiana, la celebración y el encuentro festivo y de descanso se organizan con las familias. Para ello será necesario contar con un Equipo de Pastoral Familiar capaz de animar a otras familias ofreciendo los medios adecuados: formación de pequeñas comunidades cristianas, convivencias, retiros espirituales, ejercicios, escuela de padres, etc. El ambiente pagano en el que vivimos exige una respuesta integral de la parroquia a las familias. La Delegación de Catequesis, los movimientos y las realidades eclesiales deben colaborar en este empeño. b) La comunidad cristiana La comunidad cristiana tiene como referencia a Cristo y al pueblo al que debe servir. El Papa Francisco nos insiste en que la Iglesia no se puede referir a sí misma, no puede ser autorreferencial, ni menos constituirse como una organización no gubernamental, una ONG. Para ello es necesario volver a la idea del discipulado resaltando el primado de la gracia, de la oración y la identificación con Jesucristo. Para ello la liturgia tiene que recuperar su sentido de acontecimiento salvífico, de encuentro con el misterio que nos configura como auténtico pueblo de Dios, reforzando nuestro sentido de pertenencia eclesial. Privilegiar la liturgia en clave evangelizadora es hacer real que la Iglesia, nosotros, vivimos de la Palabra y de la Eucaristía o, lo que es lo mismo, sin Palabra ni Eucaristía no hay vida ni para nosotros ni para nadie. El amor a los hermanos, propio de la comunidad cristiana, brota de la Palabra profética y de la 26 Eucaristía. De la Eucaristía, como un río, fluye la caridad (la “ágape” divina) que nos impulsa al amor a los pobres, que nos urge a evangelizar. El Papa nos recuerda a los sacerdotes que no podemos ser funcionarios, ni darle a la parroquia un perfil exclusivamente administrativo. Para ello necesitamos del Espíritu Santo que nos purifique y nos regale vivir con los rasgos del Buen Pastor que guía a las ovejas, las espolea y las busca incansablemente hasta conducirlas al redil. Es este un ministerio de compasión y de ternura que debe promover toda la fuerza de un laicado bien formado y misionero. En vez de caer en el lamento y el desencanto necesitamos recuperar el aliento del Espíritu y la esperanza cristiana para desarrollar actitudes propositivas y pro-activas. De nuevo el Papa Francisco animaba a los jóvenes en Brasil a no ser espectadores de lo que pasa, a situarse a la cabeza de los movimientos de renovación y a salir a las periferias geográficas y existenciales. Del mensaje que el Santo Padre ha dejado con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud se extraen algunas claves eclesiológicas en las que destaca una llamada a la reforma de vida, a la conversión pastoral y a la movilización del laicado. Recojo en las páginas siguientes algunas de sus indicaciones. c) El discipulado-misionero El discipulado-misionero es el camino que Dios quiere para este “hoy” que es el momento presente. Las respuestas existenciales del hombre de hoy, especialmente de las nuevas generaciones, atendiendo a su lenguaje, entrañan un cambio fecundo que hay que recorrer con la ayuda del Evangelio, del Magisterio y de la Doctrina Social de la Iglesia. Toda proyección utópica (hacia el futuro) o restauracionista (hacia el pasado) no 27 es del buen espíritu. Dios es real y se manifiesta en el “hoy”. En el “hoy” se juega la vida eterna. El discipulado misionero es vocación: llamada e invitación. Se da en un “hoy”, pero en tensión. No existe el discipulado misionero estático. No admite la autorreferencialidad: o se refiere a Jesucristo o se refiere al pueblo a quien se debe anunciar. La posición del discípulo misionero no es una posición de centro sino de periferias: vive tensionado hacia las periferias... incluso las de la eternidad en el encuentro con Jesucristo. En el anuncio evangélico, hablar de “periferias existenciales” descentra, y habitualmente tenemos miedo a salir del centro. El discípulomisionero es un descentrado: el centro es Jesucristo, que convoca y envía. El discípulo es enviado a las periferias existenciales. La Iglesia es institución, pero cuando se erige en “centro” se funcionaliza y poco a poco se transforma en una ONG. Entonces, la Iglesia pretende tener luz propia y deja de ser como la luna que ha de reflejar la luz del “sol de justicia” que es Jesucristo. Se vuelve cada vez más autorreferencial y se debilita su necesidad de ser misionera. De “Institución” se transforma en “obra”. Deja de ser Esposa para terminar siendo Administrativa; de servidora se transforma en “Controladora”. El Papa quiere una Iglesia Esposa, Madre, Servidora, facilitadora de la fe y no tanto controladora de la fe. Finalmente el Papa destaca dos categorías pastorales que surgen de la originalidad del Evangelio y que han de servir para evaluar al discípulo-misionero: la cercanía y el encuentro. Ninguna de las dos es nueva, sino que conforman la manera como se reveló Dios en la historia. Es el “Dios cercano” a su pueblo, cercanía que sale al encuentro de su pueblo. Existen pastorales disciplinarias que privilegian los principios, las conductas, los procedimientos organizativos... por supuesto sin cercanía, sin ternura, sin caricia. Se ignora la “revolución de la ternura” que 28 provocó la encarnación del Verbo. Hay pastorales planteadas con tal dosis de distancia que son incapaces de lograr el encuentro: encuentro con Jesucristo, encuentro con los hermanos. Este tipo de pastorales a lo más pueden prometer una dimensión de proselitismo pero nunca llegan a lograr ni inserción eclesial ni pertenencia eclesial. La cercanía es comunión y pertenencia, da lugar al encuentro. La cercanía toma forma de diálogo y crea una cultura de encuentro. Quien conduce la pastoral es el obispo. El obispo debe conducir, que no es lo mismo que mangonear. Los obispos han de ser Pastores cercanos a la gente, padres y hermanos, con mucha mansedumbre; pacientes y misericordiosos. Hombres que amen la pobreza, sea la pobreza interior como libertad ante el Señor, sea la pobreza exterior como simplicidad y austeridad de vida. Hombres que no tengan “psicología de príncipes”. Hombres que no sean ambiciosos y que sean esposos de una Iglesia sin estar a la expectativa de otra. Hombres capaces de estar velando sobre el rebaño que les ha sido confiado y cuidando todo aquello que lo mantiene unido: vigilar sobre su pueblo con atención sobre los eventuales peligros que los amenacen, pero sobre todo para cuidar la esperanza: que haya sol y luz en los corazones. Hombres capaces de sostener con amor y paciencia los pasos de Dios en su pueblo. Y el sitio del obispo para estar con su pueblo es triple: o delante para indicar el camino, o en medio para mantenerlo unido y neutralizar los “desbandes”, o detrás para evitar que alguno se quede rezagado, pero también, y fundamentalmente, porque el rebaño mismo tiene su olfato para encontrar nuevos caminos (Cf. Encuentro con el comité del CELAM). La escuela católica Junto a la familia y la comunidad cristiana (parroquia) la escuela católica puede prestar una gran ayuda para complementar la gestación del sujeto cristiano y su formación. 29 No podemos olvidar que el Estado con miras al bien común es una prolongación del derecho-deber de los padres a la educación de sus hijos. Sin entrar en mayores especulaciones, quiero llamar la atención sobre la importancia de la educación y sobre la necesidad de suscitar y acompañar a los profesores y maestros católicos. Tanto en la escuela llamada “pública” como en la escuela de iniciativa social es importante poder contar con un laicado formado y consciente de lo que está en juego en este campo. Los sacerdotes y la Delegación de Enseñanza hemos de procurar acompañar la pastoral educativa promoviendo el encuentro entre los padres, los profesores y las parroquias. Lograr una sintonía entre los tres campos (familia - escuela - parroquia) es propiciar el desarrollo integral de los niños y los jóvenes de manera que el crecimiento en los conocimientos vaya acompañado con el fortalecimiento de la fe. Los movimientos y las nuevas realidades eclesiales Buena parte de nuestro laicado católico procede de distintos movimientos y realidades eclesiales. Allí han encontrado itinerarios de formación, apoyos para la vida cristiana y la espiritualidad, espacios para la celebración cristiana y modos para desarrollar su testimonio y su vocación misionera. Este modo asociativo de los fieles ha estado siempre presente en la Iglesia y cumple una misión importante desde la lógica del encuentro y la cercanía. En estos momentos, calificados por el Papa de globalización implacable y de intensa urbanización, los movimientos, las nuevas comunidades y también el cuidado de las hermandades y cofradías, pueden ofrecer espacios vitales donde las personas no se diluyen en el anonimato y pueden ser cuidadas en sus necesidades pastorales y familiares para el crecimiento en la fe y en la formación cristiana. 30 La presencia de estas realidades en las parroquias es una fuente de riqueza que, desde la lógica de la comunión, ha de favorecer el desarrollo de un nuevo discipulado-misionero. El anuncio de la esperanza cristiana supone el reconocimiento y el cuidado pastoral de cuanto suscita el Espíritu Santo para la renovación de la Iglesia y para que esta pueda desarrollar su misión. La renovación de la iniciación cristiana, las gestación de nuevos cristianos desde las familias, la transformación de las parroquias en auténticas comunidades eclesiales, la atención a la pastoral educativa, la presencia activa de los movimientos y demás realidades eclesiales son retos para nuestra diócesis que pasan por ponernos todos (obispo, sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos fieles) a la escucha del Espíritu siguiendo las líneas trazadas por el Papa Francisco. Todo ello debe contribuir a poner en evidencia la esperanza cristiana que, junto con la fe, ha de dinamizar toda la pastoral diocesana. d) Algunas tentaciones contra el discípulado-misionero Recuerda el Papa Francisco, en su Documento entregado al Comité del CELAM, que la opción por promover el discipulado misionero será tentada. Es importante, dice, saber por dónde va el mal espíritu para ayudarnos en el discernimiento. Entre las actitudes y propuestas que pueden mimetizarse en la dinámica del discipulado-misionero y detener, hasta hacer fracasar, el proceso de conversión pastoral, destaca las siguientes: La ideologización del mensaje evangélico Esta tentación, que se dio en la Iglesia desde el principio, consiste en buscar claves de interpretación evangélica fuera del mismo evangelio y fuera de la Iglesia. En vez de mirar la realidad con mirada de discípulo, se ofrece un análisis de la realidad 31 desde parámetros sociológicos, psicológicos o políticos. En este sentido el Papa habla de cuatro maneras de ideologización del mensaje presentes en la Iglesia actual: El reduccionismo socializante que interpreta el evangelio en claves sociológicas que derivan del pensamiento marxistacolectivista o liberal-individualista. Ambos no hacen justicia al mensaje evangélico y proceden de una antropología o visión del hombre que no es adecuada. El hombre es persona abierta a la relación, con una dimensión a la vez personal-individual y comunitaria, por eso solo la comunión y la solidaridad hacen justicia a su ser más profundo. La ideología psicológica pretende, desde el subjetivismo, reducir el evangelio a procesos de autoconocimiento que no tienen más referencias que el solo individuo, sin abrirlo a la trascendencia. Sus versiones son múltiples y generan una reducción del espíritu al sentimiento y al bienestar individual sin referencia a la misión. Confunden espiritualidad cristiana, presencia del Espíritu Santo que guía toda la persona y le empuja a la misión, con sentimiento religioso, con autoestima y una cierta paz interior. La propuesta gnóstica. Está muy ligada a la anterior y consiste en buscar una espiritualidad superior, bastante desencarnada y que termina por desembarcar en posturas pastorales de “cuestiones disputadas”. Esta llamada a un “conocimiento superior” y elitista prescinde de la carne de Jesucristo, de su enraizamiento en la historia y en la redención de la realidad concreta. Sus propuestas, por ser “ilustradas”, acaban por ser abstractas y diluyen el proceso concreto de redención del hombre. La propuesta pelagiana es aquella que, prescindiendo de la gracia lo confía todo al esfuerzo humano. El Papa habla de la tentación de un cierto restauracionismo que lo confía todo a la 32 disciplina, a la restauración de conductas y formas superadas culturalmente y que no tienen capacidad significativa. Se trata, dice, de grupos con tendencias exageradas a la “seguridad” doctrinal o disciplinaria. Se trata de una propuesta estática, si bien puede prometerse una dinámica hacia dentro: involuciona. Busca “recuperar” el pasado perdido. El funcionalismo Su acción en la Iglesia es paralizante. Más que con la ruta se entusiasma con la “hoja de ruta”. La concepción funcionalista no tolera el misterio, va a la eficacia. Reduce la realidad de la Iglesia a la estructura de una ONG. Lo que vale es el resultado constatable y las estadísticas. De aquí se va a todas las modalidades empresariales de la Iglesia. Constituye una suerte de “teología de la prosperidad” en lo organizativo de la pastoral. El clericalismo El clericalismo es también una tentación muy actual en la Iglesia. Curiosamente, en la mayoría de los casos, se trata de una complicidad pecadora: el cura clericaliza y el laico le pide por favor que lo clericalice, porque en el fondo le resulta más cómodo. El fenómeno del clericalismo explica, en gran parte, la falta de madurez y de cristiana libertad en parte del laicado. O no crece (la mayoría); o se acurruca en cobertizos de ideologizaciones como las ya vistas o en pertenencias parciales y limitadas. En definitiva, no se llega a la experiencia de formar parte de un pueblo que vive de la Palabra, la Eucaristía y los sacramentos, que siente la pertenencia a la Iglesia, que vive la comunión fraterna y se siente enviado a evangelizar y a estar presente, como luz, en el mundo. 33 4. LOS DESAFÍOS DE LA DIÓCESIS DE ALCALÁ DE HENARES: ORIENTACIONES Y PROPUESTAS La Iglesia es representada tanto como el Arca de Noé como la Barca de Pedro en la que el guía es Jesucristo. La imagen del Arca de Noé nos recuerda cómo, por pura gracia, somos invitados a escapar del diluvio o del naufragio en el mar de este mundo. No se trata con esta imagen de hacer de la Iglesia un “gueto” o de vivir al margen de lo que sucede a nuestro alrededor. Se trata de poder sobrevivir a las corrientes ideológicas que dominan la cultura y pueden aplastar al hombre en su dignidad; se trata, a la vez, de superar la lluvia y el oleaje de un modo pagano de vivir, para saborear la belleza de la comunión y la caridad. Sin embargo, esta imagen, después del naufragio del mundo, es sustituida por la barca sencilla de Pedro que, bajo la guía de Cristo y el impulso del Espíritu, navega sobre el mar y busca sacar de las aguas de la muerte a cuantos experimentan las heridas y los sufrimientos de la vida. Por la fe y el bautismo todos estamos llamados a subir a esta barca que promueve la esperanza y cuyo puerto es el cielo. Esta barca, cuyo timón está en manos de Pedro, está dispuesta y preparada para echar las redes y pescar. En ella no hay nada que temer: ni lluvia, ni viento, ni oleaje, ni ningún tipo de inclemencias. Su mástil es la cruz y las velas están hinchadas por el soplo del Espíritu. Navegamos mar adentro sin temor porque confiamos en la promesa del Señor (Mt 16,18) y tenemos el ancla de la esperanza puesta en el cielo que garantiza la estabilidad de la barca: “aferrados a la esperanza que tenemos delante. La cual es para nosotros como ancla del alma, segura y firme, que penetra más allá de la cortina (el cielo)” (Heb 6,18-19). Con esta confianza os animo a comenzar este curso, echando por la borda “lo que nos estorba y el pecado que nos ata... corriendo en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el 34 que inició y completa nuestra fe: Jesús, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios” (Heb 12,1-3). En el discurso a los obispos brasileños con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud, el Papa Francisco ponía a su consideración algunas propuestas que considero oportuno recalcar para nuestra diócesis de Alcalá de Henares. a) La prioridad de la formación: sacerdotes, religiosos y laicos Si no formamos ministros, insiste el Papa, capaces de enardecer el corazón de la gente, de caminar con ellos en la noche, de entrar en diálogo con sus ilusiones y desilusiones, de recomponer su fragmentación, ¿qué podemos esperar para el camino presente y el futuro? No es cierto que Dios se haya apagado en ellos. Aprendamos a mirar más profundo: no hay quien inflame su corazón como a los discípulos de Emaús (Cf. Lc 24,32). Por esto es importante promover y cuidar una formación de calidad, que cree personas capaces de bajar en la noche sin verse dominadas por la oscuridad y perderse; de escuchar la ilusión de tantos, sin dejarse seducir; de acoger las desilusiones, sin desesperarse y caer en la amargura; de tocar la desintegración del otro, sin dejarse diluir y descomponerse en su propia identidad. Se necesita una solidez humana, cultural, afectiva, espiritual y doctrinal. Queridos hermanos -continúa diciendo el Papa-, hay que tener el valor de una revisión a fondo de las estructuras de formación y preparación del clero y del laicado en la Iglesia. No es suficiente una vaga prioridad de formación, ni los documentos o las reuniones. Hace falta la sabiduría práctica de establecer estructuras duraderas de preparación en el ámbito 35 local y que sean el verdadero corazón del episcopado, sin escatimar esfuerzos, atenciones y acompañamiento. La situación actual exige una formación de calidad a todos los niveles. Los obispos no pueden delegar esta tarea, sino asumirla como algo fundamental para el camino de su Iglesia. Asumiendo esta indicación del Papa, y convencido de su importancia y prioridad, debemos revisar la tarea formativa de nuestros seminarios, de las comunidades parroquiales, de los movimientos y de los servicios diocesanos. No podemos perder de vista la causa final: formar nuevos evangelizadores (sacerdotes, religiosos y fieles laicos) para responder a las urgencias y necesidades de “hoy”. Con este fin se han puesto en marcha en la Diócesis distintas iniciativas: la extensión del Pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia; el Instituto Diocesano de Teología Santo Tomás de Villanueva; el Aula Cultural Civitas Dei; la Escuela de Arte Cristiano; la Escuela de Evangelización y la Escuela de Oración. A su vez estos servicios, unidos a las Delegaciones, complementan la formación de los laicos con los encuentros de oración de los jóvenes y las familias, los retiros espirituales diocesanos, los Ejercicios espirituales, las noches de evangelización ordinarias y la misión organizada por los laicos en la Cuaresma, en la Pascua y en el mes de julio (Arde Complutum). Con todo este bagaje hemos de partir, revisando lo que sea necesario para la formación permanente del clero, la formación de nuestros seminaristas y de los fieles laicos. Ante un mundo tan complejo como el nuestro, una formación integral que abarque todos los aspectos de la evangelización se hace urgente y necesaria. Como hecho singular cabe destacar que el 10 de enero de 1514, hace ahora quinientos años, vio la luz la edición del Nuevo 36 Testamento de la Biblia Políglota que promovió el Cardenal Cisneros en la Universidad de Alcalá. El amor del cardenal por la Sagrada Escritura, y su preocupación por contar con una edición crítica de los textos originales, nos deben espolear para ser dignos sucesores de quien nos dejó tan precioso regalo. El amor a la Sagrada Escritura y su estudio deben ser signos de identidad de nuestra diócesis de Alcalá de Henares. b) Estado permanente de misión y conversión pastoral Sobre la misión recuerda el Papa que su urgencia proviene de su motivación interna: la de transmitir un legado; y, sobre el método, es decisivo recordar que un legado es como el testigo, la posta en la carrera de relevos: no se lanza al aire y quien consigue agarrarlo, bien, y quien no, se queda sin él. Para transmitir el legado hay que entregarlo personalmente, tocar a quien se le quiere dar, transmitir este patrimonio. Sobre la conversión pastoral, quisiera recordar que “pastoral” no es otra cosa que el ejercicio de la maternidad de la Iglesia. La Iglesia da a luz, amamanta, hace crecer, corrige, alimenta, lleva de la mano... se requiere, pues, una Iglesia capaz de redescubrir las entrañas maternas de la misericordia. Sin la misericordia poco puede hacerse hoy para insertarse en un mundo de “heridos”, que necesitan comprensión, perdón y amor. La conversión pastoral reclama “testigos” que hayan sido “tocados” por la misericordia de Dios. Necesitamos una Iglesia que dé espacio al misterio de Dios, una Iglesia que albergue en sí misma este misterio, de manera que pueda maravillar a la gente, atraerla. Sólo la belleza puede atraer. El camino de Dios es el de la atracción. El despierta en nosotros el deseo de llamar a otros para dar a conocer su belleza. La misión nace precisamente de este hechizo divino, de este estupor del encuentro. Sin conversión no hay misión. Por eso necesitamos continuamente 37 volver a Dios, aprender de María a ser una Iglesia orante que se pone a los pies del maestro y escucha su palabra (Lc 10,39). El trato con El, la oración sin tregua y la fuerza del Espíritu, como en Pentecostés (Hch 2,1-4), han de promover entre nosotros la conversión pastoral que nos haga verdaderos discípulos y misioneros. La adoración perpetua en la Capilla de las Santas Formas es una llamada permanente a la conversión personal y a la conversión pastoral. El resultado del trabajo pastoral, insiste el Papa, no se basa en la riqueza de los recursos, sino en la creatividad del amor. Ciertamente es necesaria la tenacidad, el esfuerzo, el trabajo, la organización, pero hay que saber ante todo que la fuerza de la Iglesia no reside en sí misma, sino que está escondida en las aguas profundas de Dios, en la que ella está llamada a echar las redes. c) La Escuela de evangelización y los rasgos del discipulado: las Bienaventuranzas y el Padrenuestro Con verdadero asombro vimos el curso pasado que comenzaba entre nosotros la Escuela de evangelización. Os puedo asegurar que todo en ella ha sido pura gracia de Dios. El ha sido quien ha traído los alumnos, quien ha inspirado su programa y quien, poco a poco, nos está enseñando el método a seguir. Una cosa es clara: la preeminencia de la gracia, la oración y la acción del Espíritu Santo. Tanto las charlas de formación, precedidas siempre por la escucha de la Palabra y la oración, como la aplicación de los temas a la vida; los talleres, los testimonios, la celebración de la Eucaristía, la adoración del Santísimo, los cantos, etc.; todo ha ido naciendo como un regalo del Señor que iba encaminado a formar, por la gracia de Dios, nuevos evangelizadores. 38 Después vino la misión, la colaboración de los sacerdotes y de los fieles de cada parroquia elegida en el arciprestazgo. El método seguido, inspirado en la Iglesia de los orígenes, incluía una semana de cenáculo y otra de misión. En la semana de cenáculo nos hemos ido acostumbrando a no hacer nada sin el Señor, sin escuchar su propuesta, yendo cogidos siempre de su mano. Alabar, adorar, suplicar al Señor, preparar todo lo necesario para la misión, ha sido un entrenamiento necesario que ha activado el espíritu misionero y nos ha ido haciendo perder el miedo. Con el Señor vamos a todas partes. En la misión propiamente dicha nos hemos servido de todos los lenguajes eclesiales: la celebración de la Palabra, las celebraciones de la Penitencia y de la Eucaristía; la adoración al santísimo y las vigilias; los recursos de la piedad popular: el Rosario, el Via Crucis; la evangelización en las calles, el lenguaje testimonial; la visita a las casa con el Boletín diocesano; los gestos caritativos y solidarios, etc. La experiencia recogida en estas semanas de misión va gestando, al ritmo de la gracia de Dios, un pequeño pueblo que crece como discipulado de Cristo y dispuesto a evangelizar. ¿Por dónde continuar? Las Bienaventuranzas y el Padrenuestro Si en el Año de la fe hemos seguido el itinerario del Credo como historia de salvación, para este curso os propongo crecer como discípulos teniendo como horizonte el estudio de las Bienaventuranzas y el Padrenuestro. Las Bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y expresan la vocación y los rasgos del discipulado (CIC 1717). Son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos (Ibid.). En definitiva las Bienaventuranzas expresan lo que es ser discípulo. 39 Tanto para los grupos parroquiales, para los movimientos, como para la Escuela de evangelización, puede servir como referencia y material de estudio la breve reseña del Catecismo de la Iglesia Católica (CIC 1716-1729) y la reflexión que ofrece Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret I, 91-129. Jesús, en el sermón del monte, como nuevo Moisés, se sienta en el Sinaí definitivo y promulga la nueva Torá. El mismo es el Evangelio y la definitiva Torá. Las Bienaventuranzas referidas a la comunidad de los discípulos son promesas en las que resplandece la nueva imagen del mundo y del hombre que Jesús inaugura y en las que “se invierten los valores”. El estudio orante de las Bienaventuranzas en la versión de San Mateo (Mt 5,1-16) y de San Lucas (Lc 6,17-38), apoyados con el texto de Benedicto XVI, nos situará en el corazón del Evangelio y nos capacitará para anunciar la Buena Nueva que nos trae Jesús. El Padrenuestro en la versión de San Mateo viene acompañado de una breve catequesis sobre la oración (Mt 6,5-13). En san Lucas el contexto es el encuentro con la oración de Jesús que despierta en los discípulos el deseo de aprender a orar (Lc 11,1-4). En ambos casos el Padrenuestro, como dice el Catecismo, es el resumen de todo el Evangelio (CIC 2761). Para su estudio podemos recurrir al Catecismo (CIC 2759-2865) y al libro de Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, 161-205. Seguir el itinerario de un auténtico discipulado con las dos referencias de las Bienaventuranzas y el Padrenuestro puede inspirar el trabajo pastoral de este curso y servir de guía para la oración con los jóvenes y con las familias. A su vez, trabajadas en la Escuela de evangelización, pueden animar la misión que proponemos para la Cuaresma en este Año de la esperanza. d) Comunión y ayuda en los arciprestazgos En el mismo espíritu del discipulado-misionero, os propongo, queridos sacerdotes, aprovechar las posibilidades que 40 ofrece cada arciprestazgo convertido en comunidad de discípulos. Tres son las características que quisiera poner en evidencia en orden a revitalizar las reuniones del arciprestazgo. En primer lugar, el arciprestazgo es un espacio privilegiado para la oración y la comunión de los sacerdotes. Pongo en primer lugar la oración porque, sin ella, no puede llegar la comunión que siempre es un fruto del Espíritu. Privilegiar la oración en el Arciprestazgo significa cuidarla, prepararla esmeradamente y poner en juego la propia persona para no caer en la simple formalidad o el ritualismo. Los discípulos del Señor se saben acompañados por El: “y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28,21). La oración es como abrir el corazón expresando nuestras alegrías en la misión, nuestras preocupaciones, nuestros miedos y experiencias. Sabernos enviados por El, conlleva compartir en la oración nuestra experiencia de evangelizadores. En segundo lugar, el arciprestazgo es también un espacio adecuado para la formación permanente. Mirándolo bien, es un lujo poder contar con un grupo de sacerdotes con quienes poder compartir los interrogantes y los hallazgos; las inquietudes y las propuestas que nos llegan del Santo Padre y de los Pastores de la Iglesia. Para ello hay que huir de la improvisación y dedicar el tiempo necesario con disciplina y con responsabilidad. Forma parte de esta formación permanente la lectura orante de la Palabra de Dios que nos proporciona la posibilidad de mejorar nuestra vida cristiana y la renovación de la predicación. Por último, el arciprestazgo es el ámbito más cercano para coordinar las tareas pastorales y crecer en la amistad sacerdotal. Al hablar de coordinación no me refiero al simple reparto de tareas. La clave nos la da el evangelio cuando narra la experiencia de los discípulos enviados de dos en dos (Lc 10,17) o cuando los discípulos de Emaús vuelven a Jerusalén a contar su encuentro con el Resucitado (Lc 24,35). Al hablar de pastoral no podemos 41 olvidar la comunicación de nuestras experiencias; lo más importante es el testimonio de lo que el Señor nos ha regalado y nos ha hecho comprender. Desde esta óptica creyente, la coordinación pasa por la ayuda para que no falte en ninguna parroquia aquello que nos ha de conducir a crecer como discípulos y a recobrar el impulso de la misión. En este mismo sentido, la amistad sacerdotal que abarca los momentos de descanso, adquiere una calidad distinta que nos acerca al verdadero gozo en el Señor. Me gusta repetir que necesitamos sacerdotes santos que nos iluminen y nos enseñen a ser discípulos del Señor y a vivir de un modo nuevo la corresponsabilidad pastoral. Ello nos ha de llevar a estar atentos para que nadie se aísle y se vea privado del regalo de la comunión. Ampliando el círculo de visión, el arciprestazgo es también una unidad pastoral que conviene promover con los laicos para tareas formativas, pastorales y misioneras. En este sentido nos pueden ayudar las experiencias de misión que van unidas a la Escuela de evangelización. e) La tarea de la Iglesia en la sociedad En el ámbito social, según el Papa Francisco, sólo hay una cosa que la Iglesia pide con particular claridad: “la libertad de anunciar el evangelio de modo integral, aún cuando esté en contraste con el mundo, cuando vaya contracorriente, defendiendo el tesoro del cual es solamente guardiana, y los valores de los que dispone, pero que ha recibido y a los cuales debe ser fiel. La Iglesia sostiene el derecho de servir al hombre en su totalidad, diciéndole lo que Dios ha revelado sobre el hombre y su realización y ella quiere hacer presente ese patrimonio inmaterial sin el cual la sociedad se desmorona. La Iglesia tiene 42 el derecho y el deber de mantener encendida la llama de la libertad y de la unidad del hombre”. Las urgencias en España suelen referirse a la crisis económica, a la falta de trabajo, a la educación, a la sanidad, etc. La Iglesia tiene una palabra que decir sobre estos temas, porque para responder adecuadamente a estos desafíos no bastan soluciones meramente técnicas, sino que hay que tener una visión subyacente del hombre, de su libertad, de su valor, de su apertura a la trascendencia. Por eso no podemos olvidarnos de aquellos otros temas que afectan a la singularidad de la persona y a su desarrollo familiar: el respeto a la vida humana, la custodia de la identidad del matrimonio, la adecuada distribución de los horarios laborales para salvaguardar la identidad del domingo y de los días festivos como un bien de la familia y un ejercicio de la libertad religiosa. De manera particular hemos de estar atentos para no caer en propuestas que, en nombre de la creación de puestos de trabajo, favorezcan centros de ocio que favorezcan el blanqueo de dinero, la prostitución, la adicción al juego y un estilo de vida que no salvaguarde los valores esenciales de la dignidad humana. Es a vosotros, queridos laicos, a quienes corresponde dar testimonio de un modo nuevo de vivir, y el procurar, dentro de vuestras responsabilidades, colaborar en organizar el orden temporal según el designio de Dios. Para ello es urgente salir de nosotros mismos, comunicar a los demás el contenido del Evangelio y de la Doctrina Social de la Iglesia. A ello contribuyen los grupos evangelizadores centrados en el primer anuncio (Kerygma, Cursillos de Cristiandad, Cursos Alpha, etc.) que deben conducir a crear en las parroquias un auténtico discipulado dispuesto a una formación cristiana adecuada. Con un laicado bien formado y misionero podemos renovar la evangelización en nuestra diócesis, sirviéndonos adecuadamente de los medios sencillos de los que disponemos: la página web de la diócesis, la presencia en la radio y en las redes sociales, como 43 nuestros jóvenes están haciendo. Del mismo modo, con un amor creativo, podemos dar signos de nuestras preocupaciones por los presos y sus familias, por los enfermos, por los pobres como está haciendo Cáritas, o colaborando con el proyecto del 1% para construir juntos la Casa de acogida para los pobres. Gracias a Dios ya estamos llegando a la mitad de lo proyectado. Confío que en este Año de la esperanza podamos ver la realización de este sueño. En definitiva nuestra presencia en la sociedad, contando con nuestros medios pobres, ha de ser una presencia provocativa que produzca admiración en quienes conviven con nosotros. Es esta atracción la que puede conducirles a procesos de integración en las parroquias, con comunidades terapéuticas y comunidades con procesos comunitarios de iniciación cristiana y de auténtico discipulado. Si esto es así, podremos, con la ayuda de Dios, llevar adelante la misión que Cristo nos ha confiado. f ) La atención particular a los jóvenes La Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro ha sido una gracia para toda la Iglesia. El Papa Francisco se ha esforzado por mostrar el rostro materno de la Iglesia estando atento a todo, con palabras verdaderamente aleccionadoras. Yo invito a todos nuestros jóvenes a meditar y estudiar estas palabras que, además de poderlas encontrar en Internet, han sido publicadas en la BAC popular: Papa Francisco, Discursos en la Jornada Mundial de la Juventud en Brasil (Madrid 2013). También para vosotros, queridos jóvenes, os propongo el itinerario para formar discípulos-misioneros siguiendo el estudio de las Bienaventuranzas y el Padrenuestro. En este sentido es bueno que la oración de los primeros viernes de mes, centrada en estos temas, se vea desarrollada en vuestros grupos parroquiales atendiendo tanto a la oración como a la formación y el ejercicio 44 de la caridad según los proyectos de la Delegación de Pastoral Juvenil. Es muy importante que en cada uno de vosotros se vaya gestando un sujeto cristiano capaz de seguir la vocación a la que Dios os llame. Para ello es necesario conquistar la propia libertad para el bien y para el don de sí. A este objetivo fueron destinados los cursos de educación afectivo-sexual que tuvieron lugar el curso pasado. Para este nuevo curso, además de los temas que os preocupan de manera particular, en la Jornada de Brasil se entregó para los jóvenes un sencillo Manual de Bioética que os puede servir como guía para profundizar en las cuestiones referentes a la dignidad de la vida humana. El Papa, en la Vigilia en Río de Janeiro, os ponía el ejemplo del campo donde se puede sembrar, el campo como lugar de entrenamiento y como lugar de construcción. Son imágenes muy bellas que pueden servir para enmarcar el proyecto de la Pastoral Juvenil en el presente curso. g) La pastoral vocacional Una verdadera cuestión de futuro es la pastoral vocacional. Esta pastoral tiene como denominador común la vocación al amor que se concreta en el matrimonio, en la virginidad consagrada o siendo solteros con vocación al don de sí y al servicio. Cuando hablamos de pastoral vocacional no podemos dar por supuesta la gestación del sujeto cristiano. A ello se refiere, como hemos dicho, la iniciación cristiana que incluye la formación de las virtudes humanas y cristianas. Es decisivo que quien se interroga sobre la vocación o llamada de Dios sea alguien que pueda responder con libertad, alguien que sea capaz de regir su libertad desde la castidad y el resto de virtudes: 45 prudencia, fortaleza, templanza, justicia, laboriosidad, lealtad, sinceridad, etc. La vida en la virtud no se improvisa y necesita de procesos comunitarios: la familia y la comunidad cristiana. Contando con estas bases, los sacerdotes, mediante la dirección espiritual, están llamados a colaborar en el discernimiento vocacional escapando de los planteamientos subjetivistas o reduccionistas. Para el hombre de fe resulta claro que es Dios quien llama y adorna con las cualidades necesarias para la misión que confía. Los sacerdotes no tenéis que tener miedo, ni las familias tampoco, en hacer planteamientos claros a los niños y jóvenes para que aprendan a escrutar la voluntad de Dios. El es quien nos quiere colocar allí donde podamos ser felices y contribuir con su designio de salvación. Para seguir la vocación al matrimonio es necesario contar con itinerarios de fe y de preparación. Es algo que confío a la Delegación de Pastoral Familiar y al Centro de Orientación Familiar. Ambos, contando con laicos preparados, deben ofrecer una renovación de los itinerarios tanto de la preparación próxima como inmediata. La preparación remota, que incluye la educación afectivo-sexual, debe desarrollarse con la contribución de los padres, las parroquias y la escuela. Las familias y cada sacerdote deben tener entre sus prioridades suscitar vocaciones a la vida consagrada y sacerdotal. Nuestros conventos y monasterios son un legado que hemos de custodiar y acrecentar. Las hermanas contemplativas son la retaguardia necesaria para quienes desarrollamos el combate de la evangelización en la vida activa. Las hermanas necesitan de nuestra oración y de nuestra contribución en la pastoral vocacional. 46 Nuestros Seminarios Menor y Mayor son el corazón de la diócesis y la niña de los ojos del obispo. Familias y sacerdotes hemos de sentir los seminarios como nuestra casa y como el ejemplo más claro de que Dios está vivo y continúa llamando a niños y jóvenes. Es muy importante que los niños que sienten la atracción por la vida sacerdotal sean acompañados, uno a uno con dirección espiritual, alentando el fuego de la semilla vocacional. El Seminario Menor es la mejor inversión de la Diócesis para procurar, con la ayuda de Dios, que no nos falten nunca sacerdotes santos. Para ello es decisivo cuidar a los niños desde la más tierna infancia y habituarles a vivir cristianamente creciendo en las virtudes humanas y cristianas. Los padres, además de suplicar a Dios que os regale un hijo sacerdote o religioso, debéis plantear a vuestros hijos la posibilidad de que Dios los llame. Hoy entre nuestros jóvenes Dios está llamando a muchos al sacerdocio o a la vida consagrada. Queridos jóvenes, no se puede acallar la voz de Dios. En ello os va vuestra vida y vuestra felicidad. El Señor nos dijo: “Orad al dueño de la mies, para que envíe obreros a su mies” (Mt 9,38). Contáis con la oración del Pueblo de Dios. Esta oración os debe alentar. Hay que perder el miedo y dárselo todo al Señor. El os devolverá cien veces más. Para ello necesitáis acercaros a El mediante la oración diaria, la confesión, la dirección espiritual y la Eucaristía. El Señor llamaba a cada uno por su nombre. Pedidle al Señor que os llame. Somos muchos los que hemos dado ese paso y os podemos asegurar que el Señor no defrauda a nadie. El joven rico dijo que no y se quedó triste. Es verdad que el Señor lo pide todo, pero también es verdad que devuelve mucho más y con alegría, no exenta de persecuciones. Es el seno de la comunidad cristiana donde surgen las vocaciones. Por eso es muy importante que los jóvenes no vayáis por libre sino que participéis en procesos comunitarios que os acompañen en el desarrollo de vuestra vida cristiana. El formar 47 grupos entre vosotros y vincularos a las parroquias, a los movimientos y a las comunidades cristianas puede seros de una gran ayuda. h) La piedad popular: cofradías y hermandades Como en toda Latinoamérica el Papa Francisco tiene un gran aprecio por la piedad popular. Suyas son estas palabras: “Existe en nuestras tierras una forma de libertad laical a través de experiencias de pueblo: el católico como pueblo. Aquí se ve una mayor autonomía, sana en general, y que se expresa fundamentalmente en la piedad popular” (Encuentro con el Comité del Celam, 2013). La piedad popular y el sentido de pertenencia al pueblo de Dios, necesitan, como todas las realidades de la Iglesia, de la luz del Evangelio y de la guía del Magisterio. Forma parte de una pastoral renovada el valorar la piedad popular para que no pierda sus raíces cristianas y sea conducida hacia formas de discipulado que están en sus orígenes. Las hermandades y cofradías son formas comunitarias de vida cristianas que nacen como respuesta a la urbanización y el crecimiento de las ciudades. En sus estatutos originales se proponen el seguimiento de Jesucristo, la imitación de la Virgen María y de los santos, vinculando su vida cristiana con las tradiciones del pueblo cristiano, la liturgia y el ejercicio de la caridad. En este ambiente nuestro de globalización y anonimato, cuando no de ideologización por parte de los medios de comunicación y propaganda, las formas de piedad popular, purificadas, pueden contribuir a hacer presente el hecho cristiano en nuestra sociedad y a favorecer expresiones culturales que sean prolongaciones de la vida de fe y de la comunidad eclesial. 48 En la primera parte de este curso tendremos ocasión de reflexionar sobre estos temas en el Congreso Nacional de Belenistas y el Congreso Diocesano de Hermandades y Cofradías. Son dos acontecimientos que caminan en la dirección de dignificar las expresiones de la piedad popular y de devolverlas a sus auténticos orígenes, para que cumplan las finalidades expuestas en el Directorio sobre la piedad popular y la liturgia: “En las manifestaciones más auténticas de la piedad popular, de hecho, el mensaje cristiano, por una parte asimila los modos de expresión de la cultura del pueblo, y por otra infunde los contenidos evangélicos en la concepción de dicho pueblo sobre la vida, la muerte, la libertad, la misión y el destino del hombre” (Cf. nº 63). El Magisterio subraya además la importancia de la piedad popular para la vida de fe del pueblo de Dios, para la conservación de la misma fe y para emprender nuevas iniciativas de evangelización” (Cf. nº 64). Por otra parte en este mismo curso se iniciará el proceso diocesano de la beatificación de nuestros mártires, testigos de la Esperanza. La Delegación de la Causa de los Santos ya ha perfilado un primer grupo de sacerdotes, religiosos, y laicos con los que se dará comienzo a lo que tiene que ser un gran motivo de alegría para toda la diócesis y un aliento en la evangelización. i) Lugares de aprendizaje y del ejercicio de la esperanza Volviendo sobre el motivo de esta Carta Pastoral, el Año de la esperanza, os invito a todos a repasar las reflexiones espléndidas que nos ofrecía Benedicto XVI en su carta encíclica Spe Salvi, 32-48. En estos números, que corresponden a la última parte de la Encíclica, el Papa nos propone unos “lugares” de aprendizaje y del ejercicio de la esperanza. En concreto se refiere a la oración, al actuar y el sufrir, y al Juicio de Dios. 49 Como todas las virtudes teologales, aunque sea la esperanza un don de Dios, necesita ser correspondida por nosotros y desarrollarse en las escuelas de aprendizaje y de ejercicio. La primera escuela es la oración. Allí es donde aprendemos que, cuando parece que nadie nos escucha, Dios escucha siempre (Cf. Spe Salvi, 32). La puerta de Dios siempre está abierta. Es por eso que necesitamos maestros de oración y escuelas de oración en las parroquias. Oración personal, comunitaria, lectio divina, adoración, intercesión, etc. Es esta una escuela que no puede faltar porque es en ella donde aprendemos a confiar en Dios, a abandonarnos en sus manos y a certificar que todas sus palabras se cumplen. También las familias son “lugares” de aprendizaje de la esperanza por ser escuelas de oración. Este Año de la esperanza es, pues, una nueva ocasión para acrecentar la oración personal, familiar y comunitaria sirviéndonos de la tradición orante de la Iglesia y de todos los santos. “Toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto” (Spe Salvi, 35). La acción evidencia que tratamos de llevar adelante nuestras esperanzas y el designio de Dios. El lamento y el bajar los brazos son signos de que se ha perdido la esperanza. Esto abunda bastante en estos momentos y es un signo de la ausencia de Dios. Por eso volver a Dios, estar cerca del fuego de su Amor, nos anima a empezar de nuevo a reemprender el combate de la fe. Las imágenes bíblicas de la esperanza son, a la vez, el ancla (Heb 6,19) y el yelmo que cubre la cabeza y el rostro (1 Tes 5,8). Puesta nuestra ancla en el trono de Dios, y bien cubierto nuestro rostro, podemos afrontar las dificultades de la vida, incluso los sufrimientos que nos sobrevienen. Ni siquiera el sufrimiento nos puede paralizar en el obrar bien y en la evangelización porque, mirando a Cristo crucificado, el sufrimiento esconde un misterio que le lleva a San Pablo a decir: “Ahora me alegro de los sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, a favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24). 50 Finalmente, someter todo cuanto nos ocurra al Juicio de Dios es la gran escuela de aprendizaje de la esperanza. El juicio de Dios no lo hemos de mirar con miedo; sí con responsabilidad. El juicio de Dios es la gran defensa de los inocentes, de los pobres y sencillos de corazón. La verdadera justicia de Dios para todas las generaciones es la resurrección de los muertos y la gloria del cielo. Así ocurrió con Jesús, el Crucificado. Dios lo levantó y lo sentó a su derecha. Abandonarse al juicio de Dios no significa vivir irresponsablemente. Tampoco vivir amedrentado. Dios es justo y misericordioso. El mismo que nos va a juzgar es nuestro abogado defensor. Por eso el juicio de Dios da seriedad a nuestra vida y, a la vez, nos ayuda a caminar confiados. Así lo expresa el salmista: “Dichoso el hombre que camina en la ley del Señor y medita su ley día y noche. Será como el árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin” (Sal 1,1-3). Recorrer juntos este Año de la esperanza supone ejercitarnos en estos cuatro lugares de aprendizaje. Son ellos los que nos enseñarán a vivir de un modo nuevo para poder aportar a nuestro mundo palabras de esperanza y testimonios que visibilicen lo que significa vivir junto al Señor. j) María, estrella de la esperanza Al iniciar este nuevo curso, volvemos nuestra mirada a la Virgen María, Madre de la esperanza. Es ella la puerta por la que ha entrado en nuestro mundo Jesucristo, en quien está depositada toda nuestra esperanza. Como nos recordaba Benedicto XVI, “la vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas 51 las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta El necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podrá ser para nosotros estrella de la esperanza, Ella que con su “fiat” abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; Ella que se convirtió en el Arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros, plantó su tienda entre nosotros ( Jn 1,14)?” A Ella, pues, la invocamos como Madre y le confiamos que interceda por nosotros en el inicio de este curso. Que los santos niños, Justo y Pastor, patronos de la diócesis y testigos de la esperanza, nos estimulen a servir al Evangelio con su misma fortaleza. Con mi bendición y afecto,  Juan Antonio obispo Complutense Alcalá, 7 de septiembre de 2013 52

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