martes, 27 de junio de 2017

Jesús en la boda de Caná (2010). La presencia de Jesús en esa boda, y, en nuestros días, entre nosotros. Para acogerle en nuestra vida, para darnos cuenta de su presencia, necesitamos el don de la capacidad de asombro, de admiración o de estupor. Sin ello, el corazón se reduce a un músculo, la persona a un organismo, la naturaleza a un sistema de energías y de datos físicos, el arte y la espiritualidad a fenómenos improductivos, destinados tal vez a los soñadores.





1 [Chiesa/Omelie1/Matrimonio/2ordC10CanáPresenciaJesúsMatrimonioSacramentalAsombro] Jesús en la boda de Caná (2010). La presencia de Jesús en esa boda, y, en nuestros días, entre nosotros. Para acogerle en nuestra vida, para darnos cuenta de su presencia, necesitamos el don de la capacidad de asombro, de admiración o de estupor. Sin ello, el corazón se reduce a un músculo, la persona a un organismo, la naturaleza a un sistema de energías y de datos físicos, el arte y la espiritualidad a fenómenos improductivos, destinados tal vez a los soñadores. Cfr. Domingo II del Tiempo Ordinario. Ciclo C, 17-Enero-2010. Isaias 62,1-5 – Salmo 95 - 1 Cor 12,4-11 - Jn 2,1-12 o 1. La presencia de Cristo en nuestras alegrías y preocupaciones. Aceptó entonces la invitación a una boda y ahora acepta nuestras invitaciones y está presente por medio de los sacramentos. Cfr. Juan Pablo II, Homilía en la Parroquia de la Inmaculada y san Juan Berchmans, 20 enero 1980. La invitación a las bodas de Caná • En el Evangelio de hoy leemos que el Señor Jesús fue invitado a participar en la boda que tenía lugar en Caná de Galilea. Esto sucede al comienzo mismo de la actividad magisterial, y el episodio se grabó en la memoria de los presentes, porque, precisamente allí Jesús, reveló por vez primera la extraordinaria potencia que, desde entonces, debía acompañar siempre su enseñanza. Leemos: “Éste fue el primer milagro que hizo Jesús, en Caná de Galilea, y manifestó su gloria y creyeron en Él sus discípulos” (Juan 2,11). Aunque el acontecimiento tiene lugar al comienzo de la actividad de Jesús en Nazaret, ya están en torno a Él los discípulos (los futuros Apóstoles), al menos los que habían sido llamados primero. Con Jesús está también en Caná de Galilea su Madre. Incluso parece que precisamente Ella había sido invitada principalmente. En efecto, leemos: “Hubo una boda en Caná de Galilea, y estaba allí la Madre de Jesús. Fue invitado también Jesús con sus discípulos a la boda” (Juan 2,1-2). Se puede deducir, pues, que Jesús fue invitado con la Madre, y quizá en atención a Ella; en cambio los discípulos fueron invitados juntamente con Él. Debemos concentrar nuestra atención sobre todo en esta invitación. Por vez primera Jesús es invitado entre los hombres, y acepta esta invitación, se queda con ellos, habla, participa en su alegría (las bodas son un momento gozoso), pero también en sus preocupaciones; y para remediar los inconvenientes, cuando faltó el vino para los invitados, realizó el “signo”: el primer milagro en Caná de Galilea. Muchas veces más será invitado Jesús por los hombres en el curso de su actividad magisterial, aceptará sus invitaciones, estará en relación con ellos, se sentará a la mesa, conversará. Su presencia en la boda pone de relieve la importancia del matrimonio y de la familia para la Iglesia y la sociedad. El matrimonio: es siempre el comienzo de una nueva comunidad de amor y de vida y de esa comunidad que se llama familia. Pero incluso independientemente de esta tradición, el hecho mismo nos ofrece mucho para meditar. Jesucristo, al comienzo mismo de su misión mesiánica, toca, en cierto sentido, la vida humana en su punto fundamental, en el punto de partida. El matrimonio, aun cuando es tan antiguo como la humanidad, significa siempre, cada vez, un nuevo comienzo. Éste es sobre todo el comienzo de la nueva comunidad humana, de esa comunidad que se llama “familia”. La familia es la comunidad del amor y de la vida. Y por eso a ella ha confiado el creador el misterio de la vida humana. El matrimonio es el comienzo de la nueva comunidad del amor y de la vida, de la que depende el futuro del hombre sobre la tierra. El Señor Jesús une el comienzo de su actividad a Caná de Galilea, para demostrar esta verdad. Su presencia en la recepción nupcial pone de relieve el significado fundamental del matrimonio y de la familia para la Iglesia y para la sociedad. Ahora también, de un modo nuevo sacramental, puede ser huésped de todas las personas y comunidades que lo invitan. Su presencia en la Eucaristía. 2 • (…) Quizá no exista en el mundo una persona que haya tenido tantas invitaciones. Más aún, es necesario afirmar que Jesucristo acepta estas invitaciones, va con cada uno de los hombres, se queda en medio de las comunidades humanas. En el curso de su vida y de su actividad terrestre, Él debió someterse necesariamente a las condiciones de tiempo y lugar. En cambio, después de la Resurrección y de la Ascensión, y después de la institución de la Eucaristía y de la Iglesia, Jesucristo de un modo nuevo, esto es, sacramental y místico, puede ser huésped simultáneamente de todas las personas y de todas las comunidades, que lo invitan. En efecto, Él ha dicho: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y en él haremos morada” (Jn 14,23). (…) La presencia de Cristo en la Eucaristía. A propósito de la fe en la Eucaristía como don que, agrandando la capacidad de nuestra inteligencia natural, nos hacer penetrar más en la realidad, y reconocer la presencia de Cristo en ella, y como consecuencia entre nosotros, es oportuno recordar otras dos afirmaciones de Juan Pablo II 1 : - “Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaus: «Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron» (Lucas 24,31)” (n. 6). - Y al final del documento, en la conclusión (n. 59): “Cada día, mi fe ha podido reconocer en el pan y en el vino consagrados al divino caminante que un día se puso al lado de los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz y el corazón a la esperanza” (Cf Lucas 24, 3.35). (n. 59). o 2. La maternidad de María. En Caná se reveló también María en la plena sencillez y verdad de su Maternidad. Que escuchemos siempre las palabras de María: “haced lo que Él os diga”. Cfr. Juan Pablo II, Homilía en la Parroquia de la Inmaculada y san Juan Berchmans, 20 enero 1980. En Caná se reveló también María en la plena sencillez y verdad de su Maternidad. La Maternidad está siempre abierta al niño, abierta al hombre. Ella participa de sus preocupaciones aún las más ocultas. Asume estas preocupaciones y trata de ponerles remedio. Así ocurrió en la fiesta de las bodas de Caná. Cuando llegó “a faltar el vino” (Juan 2,3) el maestresala y los esposos se encontraron ciertamente en gran dificultad. Y entonces la Madre de Jesús dijo: “No tiene vino” (Juan 2,3). El desarrollo posterior del acontecimiento nos es bien conocido. Al mismo tiempo María se revela en Caná de Galilea como Madre consciente de la misión de su Hijo, consciente de su potencia. Precisamente esta conciencia la apremia a decir a los servidores: “Haced lo que Él os diga” (Juan 2,5). Y los servidores siguieron las indicaciones de la Madre de Cristo. ¿Qué cosa os puedo desear sino que escuchéis siempre estas palabras de María, Madre de Cristo: Haced lo que Él os diga? Y que las aceptéis con el corazón, porque han sido pronunciadas por el corazón. Por el corazón de la Madre. Y que las cumpláis: “A la santificación precisamente os llamó por medio de nuestra evangelización, para que alcanzaseis la gloria de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tesalonicenses 2,14). Aceptad, pues, esta llamada con toda vuestra vida. Realizad las palabras de Jesucristo. o 3. Para acoger a Cristo - “haced lo que Él os diga” -, se requieren algunas actitudes fundamentales: a) la espera/vigilancia y b) la admiración/asombro. Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general del 26 de julio del 2000. [Comentarios en “El telón de fondo”, publicación inédita]. 1 Juan Pablo II, Encíclica «Ecclesia de Eucharistía», 13 de abril de 2003 (Jueves Santo). 3 Para acoger a Cristo - «haced lo que Él os diga» - Juan Pablo II señala dos actitudes fundamentales, que son las propias del hombre ante el misterio: la espera/vigilancia y la admiración o asombro. Transcribo el texto íntegro sobre estas dos actitudes: a) Espera/Vigilancia, porque para el encuentro con el misterio se requiere paciencia, purificación interior, silencio y espera. Tres imperativos que articulan la espera. “La primera actitud es la espera, bien ilustrada en el pasaje del evangelio de san Marcos que acabamos de escuchar (cf. Marcos 13, 33-37). En el original griego encontramos tres imperativos que articulan esta espera. El primero es: "Estad atentos"; literalmente: "Mirad, vigilad". "Atención", como indica la misma palabra, significa tender, estar orientados hacia una realidad con toda el alma. Es lo contrario de distracción que, por desgracia, es nuestra condición casi habitual, sobre todo en una sociedad frenética y superficial como la contemporánea. Es difícil fijar nuestra atención en un objetivo, en un valor, y perseguirlo con fidelidad y coherencia. Corremos el riesgo de hacer lo mismo también con Dios, que, al encarnarse, ha venido a nosotros para convertirse en la estrella polar de nuestra existencia. Al imperativo "estad atentos" se añade [segundo imperativo] "velad", que en el original griego del evangelio equivale a "estar en vela". Es fuerte la tentación de abandonarse al sueño, envueltos en las tinieblas de la noche, que en la Biblia es símbolo de culpa, de inercia y de rechazo de la luz. Por eso, se comprende la exhortación del apóstol san Pablo: "Vosotros, hermanos, no vivís en las tinieblas, (...) porque todos sois hijos de la luz e hijos del día; no lo sois de la noche ni de las tinieblas. Así pues, no durmamos como los demás, sino estemos vigilantes y despejados" (1 Tesalonicenses 5, 4-6). Sólo liberándonos de la oscura atracción de las tinieblas y del mal lograremos encontrar al Padre de la luz, en el cual "no hay fases ni períodos de sombra" (Santiago 1, 17). Hay un tercer imperativo, repetido dos veces con el mismo verbo griego: "Vigilad". Es el verbo del centinela que debe estar alerta, mientras espera pacientemente que pase la noche y despunte en el horizonte la luz del alba. El profeta Isaías describe de modo intenso y vivo esta larga espera, introduciendo un diálogo entre dos centinelas, que se convierte en símbolo del uso correcto del tiempo: ""Centinela, ¿qué hay de la noche?". Dice el centinela: "Se hizo de mañana y también de noche. Si queréis preguntar, preguntad, convertíos, venid" (Isaías 21, 11-12). Es preciso interrogarse, convertirse e ir al encuentro del Señor. Las tres exhortaciones de Cristo: "Estad atentos, velad y vigilad" resumen muy acertadamente la espera cristiana del encuentro con el Señor. La espera debe ser paciente, como nos recomienda Santiago en su Carta: "Tened paciencia (...) hasta la venida del Señor. El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía. Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca" (Santiago 5, 7-8). Para que crezca una espiga o brote una flor hace falta cierto período de tiempo, que no se puede recortar; para que nazca un niño se necesitan nueve meses; para escribir un libro o componer música de valor, a menudo se requieren años de búsqueda paciente. Esta es también la ley del espíritu: "Todo lo que es frenético pasará pronto", cantaba un poeta (Rainer María Rilke, Sonetos a Orfeo). Para el encuentro con el misterio se requiere paciencia, purificación interior, silencio y espera. b) Admiración/asombro, porque todas las cosas, todos los acontecimientos, para quien sabe leerlos en profundidad, encierran un mensaje que, en definitiva, remite a Dios. La segunda actitud - después de la espera atenta y vigilante- es la admiración, el asombro. Es necesario abrir los ojos para admirar a Dios que se esconde y al mismo tiempo se muestra en las cosas, y que nos introduce en los espacios del misterio. La cultura tecnológica y, más aún, la excesiva inmersión en las realidades materiales nos impiden con frecuencia percibir el aspecto oculto de las cosas. En realidad, todas las cosas, todos los acontecimientos, para quien sabe leerlos en profundidad, encierran un mensaje que, en definitiva, remite a Dios. Por tanto, son muchos los signos que revelan la presencia de Dios. Pero, para descubrirlos debemos ser puros y sencillos como niños (cf. Mateo 18, 3-4), capaces de admirar, de asombrarnos, de maravillarnos, de embelesarnos por los gestos divinos de amor y de cercanía a nosotros. En cierto sentido, se puede aplicar al entramado de la vida diaria lo que el concilio Vaticano II afirma sobre la realización del gran designio de Dios mediante la revelación de su Palabra: "Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata 4 con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía" (Dei Verbum, 2). o 4. Acerca del asombro, o admiración, o estupor se ha dicho: • Morimos, o dejamos de ser jóvenes, cuando dejamos de asombrarnos. Solamente la admiración o el asombro conocen. • Es importante el descubrimiento del misterio que se oculta en la realidad del corazón, de la naturaleza, del arte, de la religión. La intuición de esa realidad es lo que distingue la persona auténtica de la persona banal, vulgar o superficial. Sin la capacidad de estupor, el corazón se reduce a un músculo, la persona a un organismo, la naturaleza a un sistema de energías y de datos físicos, el arte y la espiritualidad a fenómenos improductivos, destinados tal vez a los soñadores. A propósito de un proverbio árabe2 : “«Si jamás has cazado, si jamás has amado, si no te ha atraído nunca el perfume de las flores y no te ha conmovido nunca la música, no eres un hombre sino un tonto». Dejemos aparte la caza, que es algo que no me entusiasma, pero que podríamos transcribir metafóricamente como símbolo de la búsqueda humana y religiosa. Pero la diferencia señalada entre el hombre verdadero y el tonto es absolutamente aceptable. Esencialmente, se podría decir que lo que distingue a la persona auténtica del hombre o de la mujer banales, vulgares o superficiales, es el estupor. Es el descubrimiento del misterio que se oculta en la realidad del corazón, de la naturaleza, del arte, de la religión. Sin esta capacidad de intuición profunda, el corazón se reduce a un músculo, la persona a un organismo, la naturaleza a un sistema de energías y de datos físicos, el arte y la espiritualidad a fenómenos improductivos, destinados tal vez a los soñadores. Y sin embargo precisamente en esos valores está el pulso de la verdadera humanidad, lo que da sabor a la cotidianidad, lo que transfigura la materia y la corporeidad. Sin una gota de amor, sin el estremecimiento de la belleza, sin el latido de la fe, sin la intimidad [interioridad] de la contemplación, somos sólo cosas entre las cosas, somos bestias entre las otras bestias”. www.parroquiasantamonica.com 2 Cfr. Gianfranco Ravasi, Avvenire 6/05/2003 

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