miércoles, 19 de julio de 2017

Domingo 32 del tiempo ordinario, Ciclo C (2010). Sobre la vida eterna. Podemos contemplar el rostro de Dios en el rostro de Cristo, ya ahora en esta vida. El entendimiento de lo que es la vida cristiana, en esta tierra, o, dicho de otro modo, la vida divina en nosotros, la vida sobrenatural, la vida según el Espíritu Santo, nos ayuda a entender lo que es la vida eterna, la realidad después de la resurrección de los muertos. Ahora en germen, después en plenitud.


1 [Chiesa/Omelie1/Risurrezione/32C10ResurrecciónVidaEterna] Domingo 32 del tiempo ordinario, Ciclo C (2010). Sobre la vida eterna. Podemos contemplar el rostro de Dios en el rostro de Cristo, ya ahora en esta vida. El entendimiento de lo que es la vida cristiana, en esta tierra, o, dicho de otro modo, la vida divina en nosotros, la vida sobrenatural, la vida según el Espíritu Santo, nos ayuda a entender lo que es la vida eterna, la realidad después de la resurrección de los muertos. Ahora en germen, después en plenitud. Cfr. 32 Tiempo Ordinario Ciclo C 7 noviembre 2010 - Lucas 20, 37-38; Salmo 17(16) 1; 5-6; 8b y 15. LA RESURRECCIÓN – LA VIDA ETERNA Lucas 20, 27-38: 27 Acercándose algunos de los saduceos, esos que sostienen que no hay resurrección, le preguntaron: 28 «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno, que estaba casado y no tenía hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano. 29 Eran siete hermanos; habiendo tomado mujer el primero, murió sin hijos; 30 y la tomó el segundo, 31 luego el tercero; del mismo modo los siete murieron también sin dejar hijos. 32 Finalmente, también murió la mujer. 33Esta, pues, ¿de cuál de ellos será mujer en la resurrección? Porque los siete la tuvieron por mujer.» 34 Jesús les dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido; 35 pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, 36 ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. 37 Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor = el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. = 38 No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven.» 1. Anuncio • El tema común de las lecturas de este domingo 32 del tiempo ordinario es el destino último de los hijos de Dios. Cuando deseamos conocerlo, no se trata de satisfacer una curiosidad sino, más bien y con la gracia de Dios, de vivir el presente de una cierta manera, de modo que ejercitemos nuestra libertad tomando decisiones que tengan un pleno significado. 2. Estamos llamados a contemplar el rostro del Señor ya ahora en esta tierra, para contemplarlo en plenitud en la vida eterna. a) Salmo Responsorial del jueves de la 31 semana del tiempo ordinario, 134 Salmo 234, 3 b:Recurrid al Señor y a su poder / buscad continuamente su rostro. b) El Salmo responsorial de hoy. Salmo 17 (16) 1; 5-6; 8b y 15. R/. Al despertar, Señor, contemplaré tu rostro. [otras trad. Me saciaré de tu semblante /presencia] 1 Señor, escucha mi apelación, atiende a mis clamores, presta oído a mi súplica, que en mis labios no hay engaño. 5 Mis pies estuvieron firmes en tus caminos, y no vacilaron mis pasos. 6 Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío, inclina el oído y escucha mis palabras. 8 b A la sombra de tus alas escóndeme. 15 Yo, en justicia, contemplaré tu rostro, Y, al despertar, me saciaré de tu presencia.] 2 c) El «despertar»: se puede entender en sentido propio (al llegar la mañana), o en sentido figurado (al despertar de la muerte). o Manifiesta la esperanza del hombre que, más allá de los bienes de este mundo, está en la contemplación de Dios. Dos tipos de saciedad. • Libros poéticos y sapienciales, Eunsa 2001, Salmo 17, 13-15: “Las últimas palabras del salmo «al despertar...» pueden ser entendidas en sentido propio - al llegar la mañana – como en Sal 3,6; 5,4 1 , o en sentido metafórico - despertar de la muerte – como en Daniel 12,2; Isaías 26, 19. En cualquier caso, igual que en Sal 16,10, manifiestan la esperanza de que el bien supremo del hombre trasciende los bienes de este mundo y está en la contemplación gozosa de Dios” (cfr. Gaudium et spes, n. 19). • Gaudium et spes, 19: «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador».¨ • Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, La esfera de los libros 2007, p. 256: «De tu despensa les llenarás el vientre, se saciarán sus hijos... Pero yo con mi apelación vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante» (Sal 17, 14s). Aquí se contraponen dos tipos de saciedad: el hartarse de bienes materiales y el llenarse «de tu semblante», la saciedad del corazón mediante el encuentro con el amor infinito. «Al despertar» hace referencia en definitiva al despertar a una vida nueva, eterna; pero también se refiere a un «despertar» más profundo ya en este mundo: despertar a la verdad, que ya ahora da al hombre una nueva forma de saciedad. [Comentario a la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro] o La fe es ya comienzo de la vida eterna. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 163 • La fe, comienzo de la vida eterna - La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios «cara a cara» (l Co 13, 12), «tal cual es» (1 Jn 3, 2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna: Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo, es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día (S. Basilio, Spir. 15,36; cf S. Tomás de A., s. th. 2-2, 4, 1). o Podemos contemplar el rostro de Dios en el rostro de Cristo, ya ahora en esta vida. Cfr. Carta Apostólica Novo millennio ineunte, Juan Pablo II, al concluir el jubileo del año 2000, 6 de enero de 2001 • n. 23. « Señor, busco tu rostro » (Sal 27/26,8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho « brillar su rostro sobre nosotros » (Sal 6766,3). La contemplación del rostro de Cristo se centra en lo que dice de él la Escritura “La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura (...) Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf. Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. ibíd., 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1 Jn 1,1). (n. 17).” 1 Salmo 3,6: Me acuesto y puedo dormir/ y despertarme, porque el Señor me sostiene. Salmo 5,4: ¡Señor! De mañana oyes mi voz, / de mañana me presento a Ti / y me quedo esperando. Libros poéticos y sapienciales, Eunsa 2001, comentario al Salmo 3, 5-7: El sueño del que, gracias al Señor, se despierta el salmista simboliza el sueño de la muerte del que despertó Jesucristo por el poder de Dios que le resucitó de entre los muertos (cfr. Romano 1,4). «En los salmos hallamos profetizado no sólo el nacimiento de Jesús, sino también su pasión salvadora, su reposo en el sepulcro, su resurrección, su ascensión y su glorificación a la derecha del Padre. El salmista anuncia lo que nadie se hubiera atrevido a decir, aquello mismo que luego, en el Evangelio, proclamó el Señor en persona.» (S. Ambrosio, Enarrationes in XII Psalmos 1,8). 3 Llegamos a la contemplación del rostro del Señor sólo dejándonos guiar por su gracia. nn. 19-20 19 (...) A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf. Mt 16,13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la « gente » que es él, recibiendo como respuesta: « Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas » (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante aún —¡y cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero que no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, ¡Jesús es muy distinto! Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los « suyos »: « Y vosotros ¿quién decís que soy yo? » (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: « Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo » (Mt 16,16). 20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: « No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos » (16,17). La expresión « carne y sangre » evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de « revelación » que viene del Padre (cf. ibíd.). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús « estaba orando a solas » (Lc 9,18). Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. • La contemplación del rostro doliente (n. 25) y del rostro del resucitado (n. 28). o El rostro eucarístico Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna. Cfr. Juan Pablo II, Encíclica «Ecclesia de Eucharistia», nn. 6, 9, 18 y 20 • 6. “Contemplar a Cristo implica saber reconocerle dondequiera que Él se manifieste, en sus multiformes presencias, pero sobre todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre. La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, «misterio de luz». Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: «Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron» (Lc 24, 31)”. • 9. (...) La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los fieles y su alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la historia. • 18. Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. • 20. La Eucaristía ... “da impulso a nuestro camino histórico, poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas. .... los cristianos se sienten más que nunca comprometidos a no descuidar los deberes de su ciudadanía terrenal. Es cometido suyo contribuir con la luz del Evangelio a la edificación de un mundo habitable y plenamente conforme al designio de Dios”. o Si descubrimos a Jesús en la Eucaristía, aprenderemos a descubrirlo en los demás, enseña a pasar de un amor afectivo a un amor efectivo. Cfr. Mensaje del Papa para la Jornada Mundial de la Juventud 2004 “Buscadle con los ojos de la carne en los acontecimientos de la vida y en el rostro de los demás; pero buscadle también con los ojos del alma a través de la oración y de la meditación de la Palabra de Dios pues «la contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura» («Novo millennio ineunte», 17).” (...) Queridos amigos, si aprendéis a descubrir a Jesús en la Eucaristía, sabréis descubrirlo también en vuestros hermanos y hermanas, en particular en los más pobres. La Eucaristía recibida con amor y adorada con fervor se convierte en escuela de libertad y de caridad para realizar el mandamiento del amor. Jesús nos habla el lenguaje maravilloso de la entrega de sí y del amor hasta el sacrificio de la propia vida. ¿Es algo fácil? No, ¡lo sabéis! El olvido de sí no es fácil; aleja del amor posesivo y narcisista para abrir al hombre a la alegría del amor que se entrega. Esta escuela eucarística de libertad y de caridad enseña a superar las emociones superficiales para arraigarse firmemente en lo que es verdadero y bueno; libera de la cerrazón en 4 uno mismo y predispone a la apertura a los demás; enseña a pasar de un amor afectivo a un amor efectivo. Porque amar no es sólo un sentimiento; es un acto de voluntad que consiste en preferir de manera constante el bien del otro al bien propio: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Juan 15, 13). Con esta libertad interior y esta ardiente caridad Jesús nos enseña a encontrarle en los demás, en primer lugar en el rostro desfigurado del pobre. A la beata Teresa de Calcuta le gustaba entregar una «tarjeta de visita» en la que estaba escrito: «Fruto del silencio es la oración; fruto de la oración la fe, fruto de la fe el amor, fruto del amor el servicio, fruto del servicio la paz». Este es el camino del encuentro con Jesús. Salid al paso de todos los sufrimientos humanos con el empuje de vuestra generosidad y con el amor que Dios infunde en vuestros corazones por medio del Espíritu Santo: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mateo 25, 40). ¡El mundo tiene necesidad urgente del gran signo profético de la caridad fraterna! No es suficiente, de hecho, «hablar» de Jesús; en cierto sentido hay que hacérselo «ver» con el testimonio elocuente de la propia vida (Cf. «Novo millennio ineunte», 16). 2. Resumen de lo que dice el CCE sobre la vida eterna • La vida eterna, no es un prolongación de la vida terrena, sino una vida nueva. Lo que se pone a continuación es un resumen de los puntos del CCE; se señala, entre paréntesis, el número Catecismo de dónde se ha sacado esa frase/resumen; cada uno vea que es lo que juzga oportuno decir en la homilía, ya que será imposible llegar a todo, es más habrá que elegir una parte pequeña entre muchas posibilidades: • El cristiano ve la muerte como una ida hacia Jesús y la entrada en la vida eterna (1020) «Cielo» es para los que mueren en gracia y amistad con Dios, vivir para siempre con Cristo, ser para siempre semejantes a Dios, porque se le ve «tal cual es» (1023). Cielo es comunión de vida y de amor con la Trinidad, con la Virgen, los ángeles y todos los bienaventurados; es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre (1024). Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo, sobrepasa toda comprensión y toda representación, y la Escritura nos habla de ello en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso (1027). La resurrección de todos los muertos, «de los justos y de los pecadores» - Hech 24,15 -, precederá el Juicio final. (1039). Después del Juicio final, los justos, glorificados en cuerpo y alma, reinarán para siempre con Cristo, y el mismo universo será renovado. La Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a la renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo (1042,1043). Hay una profunda comunidad de destino del mundo material y del hombre, así pues el universo visible también será transformado (1046, 1047); ignoramos el momento y cómo se transformará el universo, pero, ciertamente la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa. (1048). La espera de una nueva tierra no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación por cultivar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, y, aunque hay que distinguir entre progreso terreno y crecimiento del Reino de Cristo, el progreso, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios. (1049). • ¿Qué significa resucitar? Resurrección es la reunificación de nuestra alma inmortal con nuestro cuerpo mortal, pero éste glorificado en ese mismo momento. Resurrección significa que Dios dará a nuestros cuerpos una vida distinta a la que vivimos ahora, pues serán cuerpos glorificados. Es decir, en el momento de la resurrección, volveremos a vivir, pero no como vivíamos aquí en la tierra, sino que resucitaremos en cuerpo de gloria, en “cuerpo de gloria o espiritual” (Filipenses 3,21 y 1 Corintios 15,44) (cf. CCE 999 y 1000). Nuestros cuerpos resucitados serán nuestros mismos cuerpos, pero en un nuevo estado: inmortales, sin defecto, ya no se corromperán, ni se enfermarán, ni se envejecerán, ni se dañarán, ni sufrirán nunca más. 3. El entendimiento de lo que es la vida cristiana, en esta tierra, o, dicho de otro modo, la vida divina en nosotros, la vida sobrenatural, la vida según el Espíritu Santo, nos ayuda a entender lo que es la vida eterna, la vida en el cielo, la realidad después de la resurrección de los muertos. o a) La vida divina y la vida natural cfr. Raniero Cantalamessa, El Canto del Espíritu, PPC 1999, pp. 110-111. “Se trata de la vida divina, o sea, de la vida que tiene su origen en el Padre, que, en Cristo, «se manifestó» (1 Jn 1,2) y que, en el renacimiento bautismal, se comunica al creyente. Entre esta vida y la vida natural, que recibimos del nacimiento humano, no hay oposición real (ambas proceden de Dios que es el dueño absoluto de toda vida, física y espiritual); sin embargo, hay una diferencia y un contraste en el plano 5 moral, que se expresa en las conocidas antítesis: naturaleza/gracia, carne/ Espíritu, hombre viejo/hombre nuevo, vida terrenal/vida eterna. La diversidad se debe a que esta vida nueva, según el Espíritu, es fruto de una nueva y distinta intervención de Dios, con respecto a la creación; el contraste se debe a que el pecado ha hecho que la vida natural esté «encerrada» en sí misma, y se resista a acoger la vida según el Espíritu.» o b) La lucha entre la carne y el espíritu. Cfr. El Canto del Espíritu, pp. 112-113. “Eso explica la lucha entre la carne y el espíritu, y por tanto el carácter dramático que caracteriza la existencia del cristiano en el mundo. Si «elegir es renunciar», no se puede elegir la vida según el Espíritu, sin sacrificar algo de la vida según la carne. «Los que viven según sus apetitos, a ellos subordinan su sentir; mas los que viven según el Espíritu, sienten lo que es propio del Espíritu. Ahora bien, sentir según los propios apetitos lleva a la muerte; sentir conforme al Espíritu conduce a la vida y a la paz. Y es que nuestros desordenados apetitos están enfrentados a Dios, puesto que ni se someten a su ley ni pueden someterse» (Rom 8,5-7). El contraste entre ambas vidas llega a configurarse como contraste entre vida y muerte: «Si vivís según vuestros apetitos, ciertamente moriréis; en cambio, si mediante el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis» (Rom 8,13). La relación entre muerte en la carne y vida en el espíritu no es tanto de tipo cronológico (primero tenemos que morir a la carne, a nosotros mismos, para después experimentar la vida nueva y la resurrección): es una relación de simultaneidad y causalidad. Es precisamente muriendo a la carne cuando experimentamos y vemos crecer en nosotros la nueva vida del Espíritu: es en la medida en que nos identificamos con el Crucificado como tomamos parte en la vida del Resucitado, en espera de aquella situación final en la que ya no habrá ningún contraste, porque uno de los dos polos, la «carne», habrá desaparecido.” o c) Se trata de una vida sobrenatural, no de una super-vida natural, del vitalismo o del super-hombre. Es morir a uno mismo para vivir la vida en Cristo Jesús cfr. El canto del Espíritu, pp. 113-117: “Algo ha cambiado en la valoración de este aspecto de la vida cristiana, a caballo entre el siglo pasado y el nuestro, con la aparición de una filosofía que exalta el vitalismo. De distintas maneras, éste fue el mensaje de los biólogos evolucionistas como Darwin, de los positivistas, de los historicistas, de los filósofos pragmatistas y de los intuicionistas como Bergson, mediante la seductora tesis del «impulso vital». Pero quien hizo del vitalismo su religión fue Nietzsche. El propone el ideal de la «gran salud» como medio esencial para llevar a cabo el nuevo curso de la historia por él preconizado; define a los cristianos como «los tísicos del alma que, nada más nacer, ya empiezan a morir, y su doctrina es la fatiga y la resignación» 2 . En la introducción a la edición de Así habló Zaratustra (Lipsia 1919), la hermana del filósofo resume así el pensamiento de su hermano sobre este punto: «Él opina que, debido a un malentendido y débil cristianismo, todo cuanto había de hermoso, fuerte, soberbio y poderoso - como las virtudes que proceden de la fuerza- ha sido proscrito y desterrado, y que por eso han disminuido mucho las fuerzas que promueven y ensalzan la vida. Pero ahora hay que darle a la humanidad una nueva tabla de valores, a saber: el fuerte, poderoso y magnífico hombre llevado a su punto más excelso, el superhombre, que se nos presenta ya con arrolladora pasión como objetivo de nuestra vida, de nuestra voluntad y de nuestra esperanza... El nuevo y opuesto modo de valorar tiene que presentar un tipo gallardo, sano, vigoroso, contento de vivir, y una apoteosis de la vida». La idea cristiana de una vida sobrenatural es sustituida aquí por la de una super-vida natural; en lugar del hombre nuevo, el super-hombre. La calidad se resuelve en la cantidad. En el interior de la vida sólo hay sitio para una evolución rectilínea, en intensidad y en «potencia», no para un salto cualitativo. A la luz de estos desarrollos, parecen proféticas las palabras que unas décadas antes escribió Kierkegaard: «¡No hay ningún sentimiento al que el hombre se apegue más que el de la vida; no hay nada que desee con mayor intensidad y fuerza que sentir la vida latir en él, y nada que le haga estremecerse más que la muerte! Pero he aquí que se anuncia un Espíritu que vivifica. Entonces, apeguémonos a él: ¿quién lo dudaría? Danos vida, más vida, y que el sentimiento de vida rebulla en mí como si la vida entera estuviera contenida en mi pecho ... Pero esta vivificación del Espíritu no es una sublimación directa de la vida natural del hombre en una continuidad y coherencia inmediata... Es una vida nueva en sentido 2 NIETZSCHE, F.: La gaya ciencia, n. 382; Así habló Zaratustra, I (edición italiana con introducción y apéndice de E. Förster-Nietzsche, Monanni, Milán, s. d., p. 13). 6 estricto. obsérvese, en efecto, que aquí interviene la muerte, la mortificación; y una vida que es, por el otro lado, la muerte, es sin duda una nueva vida» 3 . El pensamiento de Nietzsche no nos interesa tanto por sí mismo, como por el hecho de que, sobre este punto, su provocación ha sido recogida en parte por algunos teólogos, dando lugar a un nuevo modo de entender al Espíritu «dador de vida». Se propone sustituir el ideal tradicional de la espiritualidad por el de la «vitalidad», entendiendo con eso «el amor por la vida que une a los hombres con los demás seres vivos», una vitalidad entendida como «verdadera humanidad» 4 . Quisiera hacer alguna reflexión al respecto. También nuestro himno, con el título de «creador», evoca la acción universal del Espíritu Santo, incluso fuera de los confines de la Iglesia. Pero, como hemos visto, distingue claramente las dos formas de actuar del Espíritu Santo: como Espíritu «creador» y como Espíritu «de la gracia». Sin embargo, en la perspectiva que acabamos de mencionar, esta distinción, a pesar de que no es negada, queda inoperante, y la diferencia que hay entre ambas esferas parece más de grado que de calidad. Desaparece todo rastro de aquella distinción prácticamente infinita que existe, según Pascal, entre los tres «órdenes» de la vida: material, intelectual y espiritual 5 . La nueva interpretación del «Espíritu de la vida» nace del deseo de dar un fundamento teológico a la lucha por la defensa de la vida, sobre todo de la vida débil, «impedida» y amenazada. En eso se aparta radicalmente del vitalismo de Nietzsche que, por el contrario, está concebido precisamente en función de los fuertes, de los hombres que poseen la «gran salud». No obstante, opino que esta noble preocupación encuentra un fundamento muy válido también en la perspectiva tradicional, que se inspira en el principio bíblico de morir a uno mismo para que los demás vivan. Pablo ha expresado todo esto, hablando de las tribulaciones apostólicas: «Así que en nosotros actúa la muerte y en vosotros, en cambio, la vida» (2 Cor 4,12). La mortificación nunca debería ser un fin en sí misma, sino que debería tener siempre como objetivo también la promoción de la vida ajena, tanto física como espiritual. El máximo modelo, al respecto, es Cristo, que murió para dar la vida al mundo, y renunció a su gozo de vivir, para que el gozo de los demás fuera completo 6 . Los cristianos verdaderamente «espirituales» son los que en esto han seguido a Cristo. A menudo los ascetas más implacables a la hora de afligir su cuerpo, han sido los más tiernos cuando han tenido que aliviar el sufrimiento del cuerpo de sus hermanos, en todas sus formas: minusvalía, enfermedad, hambre, lepra, etc. Nadie ha respetado, defendido y cultivado la vida más que ellos. La experiencia demuestra, por lo demás, que nadie puede decir «sí» a sus hermanos, si no está dispuesto a decir «no» a sí mismo. Las dos vidas suscitadas por el Espíritu - la natural y la sobrenatural- no se tienen, por tanto, que separar, y mucho menos contraponer entre sí, pero tampoco se han de confundir y reducir a una única vida que no conoce solución de continuidad. Es cierto que el Espíritu promueve la vida en todas sus manifestaciones, naturales y sobrenaturales, haciéndola apta para recibir la forma a la que Dios la ha destinado, que es la «conformidad» a Cristo. Fomenta la vida física en todo aquello que la ennoblece y la orienta hacia su fin eterno (¡sin excluir nada!); la «mortifica» en lo que se opone a ello. Negar la radical «novedad» de la vida del Espíritu, significaría quitar toda relevancia al evento Jesucristo. La vida en Cristo, o en el nuevo Adán, no sería diferente a la vida en el viejo Adán. Significaría también resignarse a que la obra vivificadora del Espíritu esté, desde el principio, abocada a la derrota y al fracaso, porque ya sabemos cómo va a acabar toda nuestra «vitalidad» en el plano natural. El triunfo final del Espíritu está en la posibilidad de que la decadencia y la muerte, en el plano natural, sean «realzadas» y transformadas en éxito en otro plano. Escribe el Apóstol: «Por eso no desfallecemos; al contrario, aunque nuestra condición física se vaya deteriorando, nuestro ser interior se renueva de día en día» (2 Cor 4,16).” Clarificación del significado de los dos términos carne y Espíritu. Uso cotidiano y uso bíblico. Cfr. Raniero Cantalamessa, El misterio de Pentecostés, Edicep 1998, pp. 85-92 3 KIERKEGAARD, S.: Para examinarnos a nosotros mismos. El día de Pentecostés, en Obras, C. Fabro, Florencia, 1972, p. 934. 4 MOLTMANN, J.: Der Geist des Lebens, Mónaco, 1991, pp. 95-101. 5 PASCAL, B.: Pensamientos, 793 (ed. Brunschvicg). 6 Cfr. Hebreos 12,2; Romanos 15,3; Juan 15, 11. 7 • “Tratemos de clarificar, ante todo, el significado de los dos términos carne y Espíritu, En el uso cotidiano «carne» indica el componente corporal del hombre, con una referencia concreta a la esfera sexual; mientras que «espíritu» indica la razón, o el alma, esto es, el componente espiritual del hombre. En este sentido se habla, por ejemplo, de los placeres o pecados de la carne, o también de cultivar el propio espíritu. Este uso ha ensombrecido a menudo el genuino significado bíblico de los dos términos. En la Biblia, la oposición carneespíritu, aun incluyendo este primer significado, no queda limitado a él, sino que es mucho más radical. Carne indica tanto el cuerpo como el alma, esto es, la inteligencia y la voluntad del hombre en cuanto realidades puramente naturales, marcadas, además, por la experiencia del pecado que los hace proclives al mal. En otras palabras, carne indica a todo el hombre en su precariedad, tanto física como moral, en cuanto infinitamente distante de Dios que es Espíritu (cfr. Jn 4,24). Para utilizar una expresión moderna, carne indica las «condición humana». Decir que el Verbo se ha hecho carne (Jn 1,14), significa decir que se ha hecho hombre, que ha asumido la condición humana. ¿Y qué indica, entonces, la palabra Espíritu? Indica la realidad divina, la gracia y todo aquello que el hombre es y hace cuando está movido por este principio nuevo y superior. En la contraposición carne-Espíritu, Espíritu indica siempre, directa o indirectamente, al Espíritu Santo, y por ello debería escribirse con letra mayúscula. Para hacernos una idea de la diversidad de usos – el común y el bíblico -, basta decir que el acto que normalmente es considerado como el más «carnal» de todos, puede ser, en la visión bíblica, un acto psíquicamente espiritual, un gesto según el Espíritu, si se realiza en el seno del matrimonio, con amor y en el respeto a la voluntad del Creador. Por el contrario, el acto que se considera como el más espiritual de todos – el filosofar -, juzgado con el patrón de la Biblia, es una obra de la carne, si uno lo realiza siguiendo una lógica egoísta, para exaltarse a sí mismo o sus propias dotes, o si con él se enseña el error y la mentira. San Pablo denomina a todo esto, en efecto, «sabiduría de la carne» (Rm 8,7). Por otra lado, sabemos que lo que se entiende normalmente con la palabra «espíritu», cuando se habla del «espíritu de los tiempos», o del «espíritu del mundo», es exactamente eso que la Biblia llamaría «carne». En la oposición carne-Espíritu de la Biblia no está, pues, en juego tan sólo la oposición entre instintos y razón, o entre cuerpo y alma, sino también aquella otra más radical entre naturaleza y gracia, entre lo humano y lo divino, entre lo terreno y lo eterno, entre el egoísmo y el amor. Carne y Espíritu indican dos mundos y dos esferas distintas de acción. Aclarado este significado diverso de los términos, podemos ahora ilustrar la afirmación hecha más arriba de que según la Biblia existen dos modos de nacer: de la carne o del Espíritu; dos modos de vivir: según la carne o según el Espíritu; dos modos de concluir la vida: con la muerte o con la vida eterna.” Dos modos de vivir en esta tierra Cfr, El misterio de Pentecostés, pp. 90-91 Dos modos de vivir. En continuidad con estos dos tipos de nacimiento - de la carne o del Espíritu -, la Biblia habla también de dos formas o estilos distintos de vida, que define, respectivamente, vida según la carne y vida según el Espíritu. San Pablo nos ofrece una descripción con el estilo de las «vidas paralelas»: Los que viven según la carne, desean lo carnal; mas los que viven según el espíritu, lo espiritual. Pues las tendencias de la carne son muerte; mas las tendencias del espíritu, vida y paz, ya que las tendencias de la carne llevan al odio a Dios: no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden; así, los que están en la carne, no pueden agradar a Dios (Rm 8, 5-8). Vivir según la carne. Vivir según la carne significa vivir a un nivel natural, sin la fe. Viven según la carne aquellos que viven según la naturaleza, pero no la naturaleza originaria, creada buena y gobernada por Dios que todavía hace oir su voz, por debilitada que esté, a través de la conciencia; sino la naturaleza corrompida por el pecado, que se expresa a través de las distintas concupiscencias y, sobre todo, mediante el egoísmo. Las manifestaciones típicas de una vida planteada de este modo, son las así llamadas «obras de la carne»: «fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes» (Ga 5,19). Vivir según el Espíritu significa, por el contrario, pensar, querer y obrar, movidos interiormente por ese principio de vida nueva que en el bautismo es introducido en nosotros, que es el Espíritu de Jesús. Vivir según el Espíritu equivale por ello a imitar a Cristo. Las manifestaciones propias de esta vida nueva son los así llamados «frutos del Espíritu»: «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22).

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