martes, 31 de octubre de 2017

Solemnidad de Todos los Santos (2017). Textos de homilías de San Juan Pablo II, de Benedicto XVI y de Papa Francisco.





Ø Solemnidad de Todos los Santos (2017). Textos de homilías de San Juan Pablo II, de Benedicto XVI y de Papa Francisco.

La fiesta de Todos los Santos nos invita
 a no replegarnos nunca sobre nosotros mismos;
a no considerar nuestras pobres virtudes, sino la gracia de Dios
que siempre nos confunde; 
a no presumir de nuestras fuerzas,
sino a confiar filialmente en Aquel que nos ha amado
cuando todavía éramos pecadores, etc.

v  Cfr. San Juan Pablo II, Homilía el 1 de noviembre de 1980


1.   Dios mismo, no sólo nos llama a la santidad, sino que también y sobre todo nos la da magnánimamente en la sangre de Cristo, venciendo así nuestros pecados.

v  Nosotros debemos cantar siempre al Señor un himno de gratitud y de adoración, como hizo María con su Magníficat para reconocer y proclamar gozosamente la magnificencia y la bondad del "Padre que nos ha hecho capaces de participar de la herencia de los santos en la luz... y nos trasladó al reino del Hijo de su amor" (Col 1, 12.13).

o   La fiesta de Todos los Santos nos invita a no replegarnos nunca sobre nosotros mismos, sino a mirar al Señor para ser radiantes; a no considerar nuestras pobres virtudes, sino la gracia de Dios que siempre nos confunde;  a no presumir de nuestras fuerzas, sino a confiar filialmente en Aquel que nos ha amado cuando todavía éramos pecadores; a no cansarnos jamás de obrar el bien, puesto que en todo caso nuestra santificación es "voluntad de Dios".

(…) Hoy nosotros estamos inmersos con el espíritu entre esta muchedumbre innumerable de santos, de salvados, los cuales, a partir del "justo Abel" (Mt 23, 35), hasta el que quizá está muriendo en este momento en alguna parte del mundo, nos rodean, nos animan, y cantan todos juntos un poderoso himno de gloria a Aquel a quien los salmistas llaman con razón "el Dios de mi salvación" (Sal 25, 5) y "el Dios de mi alegría y de mi júbilo" (Sal 43, 4).
Efectivamente, este día, en el que vivimos con acentos especiales la realidad vivificante de la comunión de los santos, debemos tener firmemente presente que en el comienzo, en la base, en el centro de esta comunión está Dios mismo, que no sólo nos llama a la santidad, sino que también y sobre todo nos la da magnánimamente en la sangre de Cristo, venciendo así nuestros pecados. He aquí por qué los santos del Apocalipsis "clamaban con grande voz diciendo: Salud a nuestro Dios... y al Cordero" (Ap 7, 10), y luego "cayeron sobre sus rostros delante del trono y adoraron a Dios, diciendo: Amén. Bendición, gloria y sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fortaleza a nuestro Dios por los siglos de los siglos" (7, 11-12). También nosotros debemos cantar siempre al Señor un himno de gratitud y de adoración, como hizo María con su Magníficat para reconocer y proclamar gozosamente la magnificencia y la bondad del "Padre que nos ha hecho capaces de participar de la herencia de los santos en la luz... y nos trasladó al reino del Hijo de su amor" (Col 1, 12.13). Por esto, la fiesta de Todos los Santos nos invita también a no replegarnos nunca sobre nosotros mismos, sino a mirar al Señor para ser radiantes (cf. Sal 34, 6); a no considerar nuestras pobres virtudes, sino la gracia de Dios que siempre nos confunde (cf. Lc 19, 5-6); a no presumir de nuestras fuerzas, sino a confiar filialmente en Aquel que nos ha amado cuando todavía éramos pecadores (cf. Rom 5, 8); y también a no cansarnos jamás de obrar el bien, puesto que en todo caso nuestra santificación es "voluntad de Dios" (1 Tes 4, 3).

2.   Todos los santos han sido siempre y son actualmente, aunque en medida diversa, pobres de espíritu, mansos, afligidos, hambrientos y sedientos de justicia, misericordiosos, limpios de corazón, obradores de paz, perseguidos a causa del Evangelio. Y así debemos ser también nosotros.

v  La bienaventuranza cristiana, como sinónimo de santidad, no está separada de un cierto sufrimiento o al menos dificultad: no resulta fácil ser, o querer ser, pobres, mansos, puros; no se quisiera ser perseguidos, ni siquiera por causa de la justicia.

Por su parte, el Evangelio que acaba de ser leído nos recuerda un aspecto esencial de nuestra identidad cristiana y del constitutivo de la santidad. Las bienaventuranzas pronunciadas tan solemnemente por Jesús, están, por un lado, en antítesis con algunos valores que, en cambio, aprecia mucho el mundo y, por otro, en la perspectiva de un destino futuro y definitivo, donde las situaciones son trastocadas. Se mantienen o caen todas juntas; no se puede tomar una sola de ellas, con menoscabo de las otras. Todos los santos han sido siempre y son actualmente, aunque en medida diversa, pobres de espíritu, mansos, afligidos, hambrientos y sedientos de justicia, misericordiosos, limpios de corazón, obradores de paz, perseguidos a causa del Evangelio. Y así debemos ser también nosotros. Además, basándonos en esta página evangélica, es evidente que la bienaventuranza cristiana, como sinónimo de santidad, no está separada de un cierto sufrimiento o al menos dificultad: no resulta fácil ser, o querer ser, pobres, mansos, puros; no se quisiera ser perseguidos, ni siquiera por causa de la justicia. Pero el Reino de los cielos es para los anticonformistas (cf. Rom 12, 2), y también para nosotros valen las palabras de San Pedro: "Bienaventurados vosotros si por el nombre de Cristo sois ultrajados, porque el Espíritu de la gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros. Que ninguno padezca por homicida, o por ladrón, o por malhechor, o por entrometido; mas si por cristiano padece, no se avergüence, antes glorifique a Dios en este nombre" (1 Pe 4, 14-16). (…)

Elevamos nuestra mirada a los bautizados
de todas las épocas y naciones
que se han esforzado
por cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina.

 

v  Cfr. Benedicto XVI, Homilía el 1 de noviembre de 2006


1.   Los santos son una muchedumbre innumerable, hacia la que la Liturgia nos exhorta hoy a elevar nuestra mirada.

v  No sólo los santos reconocidos de una forma oficial, sino también los bautizados de todas las épocas y naciones que se han esforzado por cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina.

Nuestra celebración eucarística se inició con la exhortación "Alegrémonos todos en el Señor". La liturgia nos invita a compartir el gozo celestial de los santos, a gustar su alegría. Los santos no son una exigua casta de elegidos, sino una muchedumbre innumerable, hacia la que la liturgia nos exhorta hoy a elevar nuestra mirada. En esa muchedumbre no sólo están los santos reconocidos de forma oficial, sino también los bautizados de todas las épocas y naciones, que se han esforzado por cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina. De gran parte de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer, como astros llenos de gloria, en el firmamento de Dios.
Hoy la Iglesia celebra su dignidad de "madre de los santos, imagen de la ciudad celestial" (A. Manzoni), y manifiesta su belleza de esposa inmaculada de Cristo, fuente y modelo de toda santidad. Ciertamente, no le faltan hijos díscolos e incluso rebeldes, pero es en los santos donde reconoce sus rasgos característicos, y precisamente en ellos encuentra su alegría más profunda.

o   A todos los une la voluntad de encarnar en su vida el Evangelio, bajo el impulso del eterno animador del pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo.

§  Su ejemplo suscita en nosotros el gran deseo de vivir cerca de Dios, de vivir su luz, en la gran familia de los amigos de Dios.
En la primera lectura, el autor del libro del Apocalipsis los describe como "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua" (Ap 7, 9). Este pueblo comprende los santos del Antiguo Testamento, desde el justo Abel y el fiel patriarca Abraham, los del Nuevo Testamento, los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta los testigos de Cristo de nuestro tiempo. A todos los une la voluntad de encarnar en su vida el Evangelio, bajo el impulso del eterno animador del pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo.
Pero, "¿de qué sirve nuestra alabanza a los santos, nuestro tributo de gloria y esta solemnidad nuestra?". Con esta pregunta comienza una famosa homilía de san Bernardo para el día de Todos los Santos. Es una pregunta que también se puede plantear hoy. También es actual la respuesta que el Santo da:  "Nuestros santos ―dice― no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos" (Discurso 2:  Opera Omnia Cisterc. 5, 364 ss).
Este es el significado de la solemnidad de hoy: al contemplar el luminoso ejemplo de los santos, suscitar en nosotros el gran deseo de ser como los santos, felices por vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir cerca de Dios, vivir en su familia.
Esta es la vocación de todos nosotros, reafirmada con vigor por el concilio Vaticano II, y que hoy se vuelve a proponer de modo solemne a nuestra atención.

o   No es preciso realizar acciones y obras extraordinarias; es necesario ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades.

§  Como el grano de trigo sepultado en la tierra, se acepta morir a sí mismo, pues sabemos que quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra así la vida
Pero, ¿cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios? A esta pregunta se puede responder ante todo de forma negativa: para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Luego viene la respuesta positiva: es necesario, ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades. "Si alguno me quiere servir ―nos exhorta―, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará" (Jn12, 26).
Quien se fía de él y lo ama con sinceridad, como el grano de trigo sepultado en la tierra, acepta morir a sí mismo, pues sabe que quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra así la vida (cf. Jn 12, 24-25). La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo.
§  El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de él.
Las biografías de los santos presentan hombres y mujeres que, dóciles a los designios divinos, han afrontado a veces pruebas y sufrimientos indescriptibles, persecuciones y martirio. Han perseverado en su entrega, "han pasado por la gran tribulación ―se lee en el Apocalipsis― y han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14). Sus nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 20, 12); su morada eterna es el Paraíso. El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de él.
§  Es posible a todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios, tres veces santo.
La santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios, tres veces santo (cf. Is 6, 3). En la segunda lectura el apóstol san Juan observa: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1 Jn 3, 1). Por consiguiente, es Dios quien nos ha amado primero y en Jesús nos ha hecho sus hijos adoptivos. En nuestra vida todo es don de su amor. ¿Cómo quedar indiferentes ante un misterio tan grande? ¿Cómo no responder al amor del Padre celestial con una vida de hijos agradecidos? En Cristo se nos entregó totalmente a sí mismo, y nos llama a una relación personal y profunda con él.
Por tanto, cuanto más imitamos a Jesús y permanecemos unidos a él, tanto más entramos en el misterio de la santidad divina. Descubrimos que somos amados por él de modo infinito, y esto nos impulsa a amar también nosotros a nuestros hermanos. Amar implica siempre un acto de renuncia a sí mismo, "perderse a sí mismos", y precisamente así nos hace felices. 

 

2.   Las Bienaventuranzas: muestran la fisonomía espiritual de Jesús.

v  En la medida en que acogemos su propuesta y lo seguimos, cada uno con sus circunstancias, también nosotros podemos participar de su bienaventuranza.

o   Con él lo imposible resulta posible e incluso un camello pasa por el ojo de una aguja (cf. Mc 10, 25); con su ayuda, sólo con su ayuda, podemos llegar a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (cf. Mt 5, 48).

Ahora pasemos a considerar el evangelio de esta fiesta, el anuncio de las Bienaventuranzas, que hace poco hemos escuchado resonar en esta basílica. Dice Jesús:  "Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los artífices de paz, los perseguidos por causa de la justicia" (cf. Mt 5, 3-10).
En realidad, el bienaventurado por excelencia es sólo él, Jesús. En efecto, él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; él es el perseguido por causa de la justicia.
Las Bienaventuranzas nos muestran la fisonomía espiritual de Jesús y así manifiestan su misterio, el misterio de muerte y resurrección, de pasión y de alegría de la resurrección. Este misterio, que es misterio de la verdadera bienaventuranza, nos invita al seguimiento de Jesús y así al camino que lleva a ella.
En la medida en que acogemos su propuesta y lo seguimos, cada uno con sus circunstancias, también nosotros podemos participar de su bienaventuranza. Con él lo imposible resulta posible e incluso un camello pasa por el ojo de una aguja (cf. Mc 10, 25); con su ayuda, sólo con su ayuda, podemos llegar a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (cf. Mt 5, 48). (…)

LAS BIENAVENTURANZAS:

LA MANSEDUMBRE

 

v  Cfr. Papa Francisco Homilía en la solemnidad de Todos los Santos. En Malmö (Suecia), el 1 de noviembre de 2018.


1.   Recordamos a quienes han sido declarados santos a lo largo de la historia.

v  Y también a tantos hermanos nuestros que han vivido su vida cristiana en la plenitud de la fe y del amor, en medio de una existencia sencilla y oculta.

Con toda la Iglesia celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos. Recordamos así, no sólo a aquellos que han sido proclamados santos a lo largo de la historia, sino también a tantos hermanos nuestros que han vivido su vida cristiana en la plenitud de la fe y del amor, en medio de una existencia sencilla y oculta. Seguramente, entre ellos hay muchos de nuestros familiares, amigos y conocidos.

2.   La santidad, tal vez, no se manifiesta en grandes obras o en sucesos extraordinarios, sino que se sabe vivir fielmente día a día, con amor a Dios y a los hermanos.

Celebramos, por tanto, la fiesta de la santidad. Esa santidad que, tal vez, no se manifiesta en grandes obras o en sucesos extraordinarios, sino la que sabe vivir fielmente y día a día las exigencias del bautismo. Una santidad hecha de amor a Dios y a los hermanos. Amor fiel hasta el olvido de sí mismo y la entrega total a los demás, como la vida de esas madres y esos padres, que se sacrifican por sus familias sabiendo renunciar gustosamente, aunque no sea siempre fácil, a tantas cosas, a tantos proyectos o planes personales.

3.   Lo santos son realmente felices. El secreto anida en el fondo del alma y tiene su fuente en Dios.

v  A los santos se les llama bienaventurados. Las bienaventuranzas son el camino de vida que el señor nos enseña.

Pero si hay algo que caracteriza a los santos es que son realmente felices. Han encontrado el secreto de esa felicidad auténtica, que anida en el fondo del alma y que tiene su fuente en el amor de Dios. Por eso, a los santos se les llama bienaventurados. Las bienaventuranzas son su camino, su meta, su patria. Las bienaventuranzas son el camino de vida que el Señor nos enseña, para que sigamos sus huellas. En el Evangelio de hoy, hemos escuchado cómo Jesús las proclamó ante una gran muchedumbre en un monte junto al lago de Galilea.

4.   Las bienaventuranzas son, de alguna manera, el carné de

identidad del cristiano

v  Bienaventurados los mansos. La mansedumbre.

o   Nos acerca a Jesús y nos hace vivir unidos dejando los que nos divide y enfrenta.

§  Bienaventurados los que soportan con fe los males que otros les infligen y perdonan de corazón; los que miran a los ojos a los descartados …; los que reconocen a Dios en cada persona; los que protegen y cuidan la casa común; los que renuncian al propio bienestar por el bien de otros; los que rezan y trabajan por la plena comunión de los cristianos...
Las bienaventuranzas son el perfil de Cristo y, por tanto, lo son del cristiano. Entre todas ellas, quisiera destacar una: «Bienaventurados los mansos». Jesús dice de sí mismo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Este es su retrato espiritual y nos descubre la riqueza de su amor. La mansedumbre es un modo de ser y de vivir que nos acerca a Jesús y nos hace estar unidos entre nosotros; logra que dejemos de lado todo aquello que nos divide y enfrenta, y se busquen modos siempre nuevos para avanzar en el camino de la unidad, como hicieron hijos e hijas de esta tierra, entre ellos santa María Elisabeth Hesselblad, recientemente canonizada, y santa Brígida, Brigitta Vadstena, copatrona de Europa. Ellas rezaron y trabajaron para estrechar lazos de unidad y comunión entre los cristianos. Un signo muy elocuente es el que sea aquí, en su País, caracterizado por la convivencia entre poblaciones muy diversas, donde estemos conmemorando conjuntamente el quinto centenario de la Reforma. Los santos logran cambios gracias a la mansedumbre del corazón. Con ella comprendemos la grandeza de Dios y lo adoramos con sinceridad; y además es la actitud del que no tiene nada que perder, porque su única riqueza es Dios.
Las bienaventuranzas son de alguna manera el carné de identidad del cristiano, que lo identifica como seguidor de Jesús. Estamos llamados a ser bienaventurados, seguidores de Jesús, afrontando los dolores y angustias de nuestra época con el espíritu y el amor de Jesús. Así, podríamos señalar nuevas situaciones para vivirlas con el espíritu renovado y siempre actual: Bienaventurados los que soportan con fe los males que otros les infligen y perdonan de corazón; bienaventurados los que miran a los ojos a los descartados y marginados mostrándoles cercanía; bienaventurados los que reconocen a Dios en cada persona y luchan para que otros también lo descubran; bienaventurados los que protegen y cuidan la casa común; bienaventurados los que renuncian al propio bienestar por el bien de otros; bienaventurados los que rezan y trabajan por la plena comunión de los cristianos... Todos ellos son portadores de la misericordia y ternura de Dios, y recibirán ciertamente de él la recompensa merecida.  (…)


VIDA CRISTIANA

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