jueves, 23 de noviembre de 2017

[534TO08 Cristo Rey] JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO: + Fr. Santiago Agrelo Martínez Arzobispo de Tánger


JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO

A LOS PRESBÍTEROS, A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A LOS FIELES LAICOS  DE LA IGLESIA DE TÁNGER

A todos vosotros, amados del Señor: Paz y Bien.

Me pregunto si la de hoy es una fiesta o es un escándalo. En realidad, cada domingo, precisamente porque es domingo, por ser el día del Señor, el día de Cristo resucitado, para unos es una fiesta, para otros es un escándalo, para muchos otros, el domingo es sólo un día más del deseado fin de semana.
Cuando a la luz de la palabra de Dios y desde mi experiencia de creyente, malo pero creyente, me acerco a vuestra celebración del domingo, intento sólo ayudaros a entrar en el misterio de salvación que celebráis, a gustar la gracia que se os ofrece, a descubrir el amor que envuelve vuestra vida y, de paso, os invito a vivir en conformidad con lo que, en vuestra celebración, habéis conocido de Dios y recibido de él.
De lo que tal vez nosotros no somos conscientes, es de que, por ese camino sencillo y humilde de la experiencia creyente, del gozo y del canto dominical, estamos librando la batalla de la fiesta contra el escándalo, la batalla del amor contra la indiferencia, la batalla de los pobres contra la marginación, la batalla de los crucificados contra la muerte.
¿No es verdad que muchas veces os habéis sentido solos por causa de vuestra fe, por vuestras opciones morales, por vuestros compromisos laborales, por vuestras decisiones políticas? ¿No es verdad que resulta extraño, por no decir muy raro, que alguien se declare hoy seguidor de Cristo Jesús? ¿Os habéis preguntado alguna vez por qué molesta un crucifijo en una escuela? Si molesta un crucifijo que nada dice y no se mueve, ¿os imagináis lo que molestáis vosotros cuando vuestra vida y vuestra lengua dan testimonio de lo que creéis y de lo que sois?
Este creyente, malo pero creyente, que cada domingo os acompaña al misterio de la Eucaristía, y que parece llevaros a un remanso de paz, en realidad os está llevando a una guerra, y es bueno que lo sepáis. Los creyentes, con nuestras misas y nuestras mesas, con nuestros ritos y nuestras oraciones, no estamos tratando de salvarnos a nosotros mismos, y mucho menos pretendemos salvar a Dios; luchamos para que la salvación de Dios alcance al hombre, a todo hombre que viene a este mundo, primero al pobre, luego al indiferente, luego, si es todavía posible, también al del escándalo orgulloso.
Queridos: nuestro mundo tiene sus padres, y no es bueno que ignoremos qué herencia hemos recibido de ellos, pues sólo si la conocemos, dejará de darnos miedo.
Os invito a leer una larga cita de un poeta alemán: “Eso que se adora como el Mesías, convierte al mundo en un hospital. Llama hijos suyos, sus bienamados, a los débiles, a los desgraciados y a los enfermos. ¿Y los fuertes? ¿Cómo nos podríamos superar, nosotros, si prestamos nuestra fuerza a los desgraciados, a los oprimidos, a los viles perezosos, desprovistos del sentido de la energía? Que caigan, que mueran solamente los miserables. ¡Sed duros, sed terribles, no tengáis piedad! ¡Debéis ir adelante, siempre adelante! Pocos hombres, pero grandes… con sus brazos vigorosos, musculosos, dominadores, construirán un mundo sobre los cadáveres de los débiles, de los enfermos[1].
Si nos fuese posible poner sobre la tumba del poeta, no digo ya los cadáveres, sino sólo los nombres de los débiles, de los enfermos, de los otros, de los muchos, que desde entonces, desde que él escribió su cuento hasta hoy, han sido sacrificados al vigor y al músculo de los dominadores, levantaríamos una torre que tocaría con sus almenas el cielo de los nuevos dioses. Pero esos nombres de víctimas habrá que repartirlos equitativamente sobre millones de tumbas, las de millones de hombres y mujeres que, aun sin conocer las ideas del poeta, las mudaron en oráculo de un profeta, haciéndolas suyas en la vida familiar, en el trabajo, en la política.
Habréis observado, sin embargo, hermanos míos, que para deshacerse de los débiles, antes hay que deshacerse de “eso que se adora como Mesías”. Quiere ello decir que vuestro domingo, vuestra misa, vuestra fiesta, es una barrera levantada frente a los que sueñan un mundo sin piedad y trabajan incansablemente por realizarlo.
Cada vez que entras en tu iglesia, estás optando por Cristo y su mundo, estás optando por el hombre, estás optando por Dios.

***
Ahora, queridos, os invito a recordar lo que en esta celebración hemos escuchado como anuncio profético: “Así dice el Señor Dios: _Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro… Yo mismo apacentaré mis ovejas… Buscaré las perdidas, haré volver las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas”.
Escuchamos una profecía, pero entendimos un evangelio. Escuchamos la palabra de una promesa, pero reconocimos una palabra ya cumplida. Escuchamos al Señor que decía: “buscaré, vendaré, curaré”, y recordamos que Jesús, el Mesías, el Señor, como buen pastor, “nos ha buscado, vendado y curado”.
Su nombre es Jesús, y es un nombre verdadero. Significa lo que dice: Dios salva.
Su nombre es Jesús, porque en Jesús, es Dios quien busca sus ovejas, es Dios quien apacienta, quien hace volver, quien va vendando heridas, quien va curando enfermos.
Su nombre es Jesús, y con él el Reino de Dios se hace buena noticia para los pobres: El Espíritu del Señor está sobre mí… Me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos, y la vista a los ciegos...
Escuchamos una profecía, y nos viene a la memoria entero el evangelio, palabras y gestos de Jesús de Nazaret, Dios con nosotros, Dios entre nosotros, Dios para nosotros, Dios que llama, invita, busca, enseña, alimenta, cura, libera, Dios buen pastor que da la vida por sus ovejas. Con toda verdad podemos decir: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.
Escucha la oración de María de Nazaret: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava”. Es su modo de decir: “El Señor es mi pastor, nada me falta”. Y si es el sacerdote Zacarías el que dice: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo”; en realidad entendemos que va diciendo: “El Señor es mi pastor, nada me falta”. Y si los pastores se vuelven de Belén “glorificando y alabando a Dios por lo que habían visto y oído”, nosotros nos sumamos a su canto, diciendo con ellos: “El Señor es mi pastor”. Y si es aquel Simeón honrado y piadoso el que dice: “Ahora, Señor, ya puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador”, entendemos que está diciendo con palabras de fe: “Ya nada me falta, porque tú vas conmigo”.
Pero tú no has aclamado hoy al Señor sólo para sumar tu voz a la de quienes se encontraron un día con Jesús de Nazaret. Tú lo aclamas con un salmo del corazón porque tú te has encontrado con el Señor, “porque él ha mirado tu humillación”, se ha fijado en tu pequeñez, “te ha visitado y redimido”, se te ha revelado como tu Salvador, te ha purificado con su gracia, iluminado con su luz, alimentado con su cuerpo y con su sangre, salvado con su vida. Te encontraste con él en el bautismo, para creer y ver. Te encontraste con él en la confirmación, para recibir su Espíritu y ser enviado. Te encontraste con él en la eucaristía, para ofrecerte con él y recibir de él el pan del cielo, medicina de inmortalidad. Te encontraste leproso con él, y él se quedó con tu lepra. Te encontraste enfermo con él, y él cargó con la miseria de tu enfermedad. Ya nunca dejarás de aclamar: “El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas”.

***
Queridos: Habréis observado que, buscando la razón de nuestro salmo, de nuestro gozo, de nuestra alabanza, hemos acudido a la memoria de la fe, hemos recordado el evangelio de Jesús, y también nuestra historia personal, en la que tantas veces y de maneras tan distintas hemos experimentado la cercanía de Dios, de nuestro Rey, del Buen Pastor de nuestras vidas.
No quiero, sin embargo, que olvidéis lo que hoy estáis viviendo, pues las palabras de la profecía adquieren especial significado y verdad en esta celebración. Las volvemos a escuchar: “Así dice el Señor Dios: _Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro… Yo mismo apacentaré mis ovejas… Buscaré las perdidas, haré volver las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas”. Tú sabes, Iglesia amada del Señor, que es él en persona el que hoy te busca, que es él quien anda hoy siguiendo tu rastro; tú sabes que él viene hoy a vendar tus heridas, a curar en tu seno a sus ovejas enfermas. Tu salmo, tu gozo, tu alabanza, no nacen sólo de lo que has vivido en el pasado, se alimentan también de lo que celebras hoy. Aquí escuchas a Cristo, aquí te ofreces con Cristo, aquí recibes su gracia, aquí glorificas con él en la unidad del Espíritu al Padre del cielo, aquí participas en la mesa de los hijos de Dios, aquí comes el pan de la vida en el banquete del Reino, aquí recibes la prenda de la gloria futura. También por este encuentro de hoy con tu Dios, vas diciendo con verdad: El Señor es mi pastor, nada me falta”.

***
Conviene que consideremos aún otro aspecto del misterio que celebramos. Ya te has dado cuenta de que Dios ha salido en tu busca, y lo ha hecho en Cristo y en la Iglesia. Dios nos ha buscado en Cristo, y en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Para cada uno de nosotros la promesa de Dios se hizo concreta en la vida de Jesús de Nazaret y en la comunidad cristiana que nos buscó, nos  recibió, nos formó, nos reunió, nos transformó…
La palabra de Dios, también la palabra de sus promesas, la palabra profética, es una palabra dicha para siempre y que siempre se ha de cumplir. Allí donde oíste decir: _Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro… Yo mismo apacentaré mis ovejas… Buscaré las perdidas, haré volver las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas”, allí reconociste anunciado lo que tú has recibido, pero además te has sentido interpelado por tu Dios y llamado a una tarea maravillosa, pues en ti alienta hoy el ansia de Dios para buscar a sus ovejas, son las tuyas las manos que Dios tiene hoy para vendar las heridas de sus hijos, es tuyo el corazón con que Dios se acerca hoy a sus enfermos para curarlos.

***
¡Sorpresa! El que te invitó al gran banquete del Reino de Dios, el mismo que hoy te invita a su mesa en esta eucaristía, ¡tiene hambre! El mismo que te vistió con la gracia del cielo, ¡está desnudo! El mismo que te libró de tus esclavitudes y de tus miedos, ¡está encarcelado y siente terror y angustia! El mismo que vino a hacerse para ti compañero de camino, ¡sufre soledad y abandono!
Nuestra celebración eucarística de hoy, no es sólo cumplimiento admirable de aquella palabra profética: _“Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro”; es también anticipación misteriosa del encuentro definitivo con Cristo nuestro Rey: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y  me disteis de comer, tuve sed… fui forastero… estuve desnudo… estuve enfermo… estuve en la cárcel…”.
Dejemos que el Rey nos juzgue hoy en este sacramento, de modo que entremos un día en el reino que él preparó para la misericordia.

***
Y aunque sea abusar mucho de vuestra paciencia, hoy puede caber en esta reflexión un poema que escribí para orar agradecidos y contemplar admirados allí donde los soldados quitaron a Jesús los vestidos:

Señor de la majestad,
de poder y luz ceñido,
que al cielo diste vestido,
galas a la eternidad.
Tú adornas la oscuridad
con atavío de estrellas,
y al día prendas tan bellas
le entregas cuando amanece,
que más el cielo parece
que de tu cielo las huellas.

Quien de gloria vestir pudo
la flor silvestre, y al ave
le dio de plumaje suave,
ligero y fuerte, un escudo,
hoy por vestir al desnudo
nos entrega su vestido.
Sólo el amor ha podido
en un prodigio unir dos:
dejar desvalido a Dios
y abrigado al desvalido.


El Señor os dé la paz.
Tánger, 17 de noviembre de 2008.

Siempre en el corazón Cristo.


+ Fr. Santiago Agrelo Martínez
Arzobispo de Tánger






[1] Rainer M. Rilke, Los Apóstoles (1896). Hallé la cita en H. De Lubac, El drama del humanismo ateo (Madrid 2008).

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