sábado, 10 de marzo de 2018

Un amor que todo lo transforma: por Santiago Agrelo


Lamentación, eso es hoy la plegaria de la comunidad eclesial: llanto “con nostalgia de Sión”.
Nostalgia… Si entro en el corazón de un emigrante hallaré nostalgia de hogar, da familia, de calor humano, de una vida de trabajo y de amor.
Nostalgia… de verdad, de lealtad, de solidaridad, de humanidad.
Nostalgia… de bondad, de belleza, de amor, de felicidad, de vida.
Nostalgia… de justicia, de igualdad, de fraternidad, de libertad, de paz.
Nostalgia, lamento, llanto, porque nos falta el aire en un mundo asfixiado de violencia, de egoísmo, de odio, de arrogancia, de prepotencia.
Nostalgia, porque, en un mundo en el que sobra pan, millones de personas mueren de hambre; lamento, porque se invierte en instrumentos de muerte lo que los pobres necesitan para vivir; llanto, porque unos pocos roban lo que es de todos; nostalgia, lamento, llanto, porque de los esclavizados se pretende que canten para quienes los esclavizan, y de los oprimidos, que diviertan a los opresores.
Para ti, Iglesia en camino hacia la Pascua; para ti que, con nostalgia de un mundo nuevo, de una humanidad nueva, te reúnes en oración; para ti, que vive en comunión dichosa con los pobres; para ti, para ellos, para la humanidad entera, es el mensaje de gracia que hoy se te revela: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó… nos ha hecho vivir con Cristo”… “nos ha resucitado con Cristo y nos ha sentado en el cielo con él”. Para ti es el evangelio, inaudito, increíble, la locura de Dios que hoy se te anuncia: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él”.
Por si no hubieses reparado en ello, recuerda que en esa revelación asombrosa se te habla de Dios, de su corazón, del lugar que ocupas en ese corazón.
Recuerda que en esa revelación se habla de ti, de tu destino final, de que ya eres, misteriosamente unida a Cristo en los sacramentos, lo que has de ser eternamente unida a él en el cielo.
Recuerda que esa revelación transforma en bienaventuranza tu nostalgia, en súplica tu lamentación, en canto de esperanza tu llanto.
Recuerda que eres hechura de Dios, que eres humanidad recreada en Cristo Jesús, que ya no caben en ti más obras que las de Cristo Jesús, que ya no cabe en ti sino lo que añorabas: las obras “que Cristo Jesús nos asignó para que las practicásemos”.
“Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti”, Dios mío, si  no pongo a Cristo Jesús en la cumbre de mis alegrías, si dejo de soñar un mundo según tu corazón, si dejo de trabajar por una humanidad de hijos de Dios.
¡Ven, Señor Jesús!

IV domingo de Cuaresma (ciclo B) 30/03/2003




Ø La vida eterna. Domingo 4º de Cuaresma, Ciclo B (11 de marzo de 2018). ¿De qué vida se trata? Dios quiere comunicar su propia vida divina a los hombres libremente creados por él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos adoptivos. La vida divina en nosotros es la capacidad de una relación personal con Dios, como «yo» y «tú». La vida según el  Espíritu no es otra cosa que participar en la vida misma de Cristo. El carácter dramático que caracteriza la existencia del cristiano en el mundo. La lucha entre la carne y el espíritu El sentido de la mortificación cristiana. Entramos en la nueva vida a través de la Palabra y los sacramentos


v  Cfr.  IV domingo de Cuaresma (ciclo B) 30/03/2003

11 de marzo de 2018.
            2 Cronicas 36, 14-16.19-23; Efesinos 2, 4-10; Juan 3, 14-21
Cf. Raniero Cantalamessa, El canto del Espíritu, PPC 1999, Capítulo VI; Cf. Comité para el Jubileo del año 2000,  El Espíritu del Señor, BAC, Madrid 1997, Cap. III y VIII.

Juan 3, 14-21: En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: - 14 «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, 15 para que todo el que cree en él tenga vida eterna. 16 Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. 17 Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.18  El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. 19 El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. 20 Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. 21 En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.»

Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito,

para que todo el que cree en él  [en Cristo] no perezca

sino que tenga vida eterna.

1.    La vida eterna

v  Algunos textos con palabras de Jesús

-          Juan 3, 14-16:  Evangelio de hoy: “En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: - 14 «Lo mismo que
Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, 15 para que todo el que cree en él tenga vida eterna. 16 Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”.
-          Juan 17, 3: Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a
quien Tú has enviado. [De la oración sacerdotal de Jesús]

·         “Nadie se libera del pecado por sí mismo y por sus propias fuerzas ni se eleva sobre sí mismo; nadie
se libera completamente de su debilidad, o de su soledad, o de su esclavitud. Todos necesitan a Cristo, modelo, maestro, liberador, salvador, vivificador” (Conc. Vaticano II, Ad gentes, n. 8) 

v  En el Catecismo de la Iglesia Católica

-          n.  52: Dios, que «habita una luz inaccesible» (1 Tm 6, 16), quiere comunicar su propia vida
divina a los hombres libremente creados por él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos adoptivos (Cf Efesios l, 4-5). Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas.
-          n. 541: (...) la voluntad del Padre es «elevar a los hombres a la participación de la vida divina»
(Lumen gentium, 2). Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo.
-          n. 759: (...) «El Padre eterno creó el mundo por una decisión totalmente libre y misteriosa de su
sabiduría y bondad. Decidió elevar a los hombres a la participación de la vida divina» a la cual llama a todos los hombres en su Hijo: «Dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia»
-          n. 760: (...) Dios creó el mundo en orden a la comunión en su vida divina, «comunión» que se
realiza mediante la «convocación» de los hombres en Cristo, y esta «convocación» es la Iglesia.
-          n. 163 La fe, comienzo de la vida eterna. 163 La fe, comienzo de la vida eterna. La fe nos hace
gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios "cara a cara" (1Co 13, 12), "tal cual es" (1Jn 3, 2). La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna. (…)

v  El hombre es un ser viviente capaz de ser divinizado

-          Cuando los Padres de la Iglesia definen la naturaleza del hombre, no dicen que «el hombre es un ser
racional» (Aristóteles), sino que «es un ser viviente capaz de ser divinizado» (San Gregorio Nacianceno, Discursos, XLV,7). (En “El Espíritu del Señor”, BAC Madrid 1997, Cap. III)

2.    ¿De qué vida se trata?

hombre viejo/hombre nuevo, carne/Espíritu, vida terrena/vida eterna. 
·         Ciertamente no se trata de la vida biológica. Y no se trata del dono de la inmortalidad  en  cuanto tal, ni de
la vida larga en esta tierra, sino la participación en la existencia de Dios, en su intimidad. Se trata de un futuro que ya ahora ha comenzado, cuando adherimos plenamente a la gracia y al amor de Dios, mediante la fe y la caridad.

v  Cf. Raniero Cantalamessa, El Canto del Espíritu, PPC 1999, Capítulo VI, pp. 110-113:

o   La diversidad de la vida nueva, según el Espíritu, es fruto de una nueva y distinta intervención de Dios, con respecto a la creación.

§  El alma ora sigue al Espíritu y, gracias a él,  vuela; ora obedece a la carne y cae en deseos terrenales.
            La diversidad se debe a que esta vida nueva, según el Espíritu, es fruto de una nueva y distinta intervención de Dios, con respecto a la creación; el contraste se debe a que el pecado ha hecho que la vida natural esté «encerrada» en sí misma, y se resista a acoger la vida según el Espíritu.
            Pero la razón del contraste no está sólo en el pecado del hombre, esto es, en un accidente que se ha producido a lo largo de la historia.  Es algo mucho más profundo; hunde sus raíces en la misma naturaleza compuesta del hombre, que está hecho de un elemento material y de otro inmaterial, de algo que lo lleva hacia la multiplicidad y de algo que, en cambio, tiende hacia la unidad.  No hay ninguna necesidad de pensar (como han hecho los gnósticos, los maniqueos y muchos otros) que los dos elementos se remontan a dos «creadores» rivales, uno bueno que ha creado el alma y otro malo que ha creado la materia y el cuerpo.  Es el mismo Dios quien ha creado ambas cosas juntas, en una unidad profunda, «sustancial».  Pero no las ha dejado en una situación estática, para que el hombre se quedara tranquilamente en una postura intermedia, con las dos fuerzas equilibrándose o neutralizándose mutuamente: al contrario, ha querido que el hombre, en el ejercicio concreto de su libertad, decidiera libremente en qué dirección desarrollarse y realizarse: o bien «hacia arriba», es decir, hacia lo que está «por encima» de él, o bien «hacia abajo», o sea, hacia lo que está «por debajo» de él.
«El alma se encuentra entre ambas cosas: ora sigue al Espíritu y, gracias a él, vuela; ora obedece a la carne y cae en deseos terrenales» [1]. (...)  

o   El carácter dramático que caracteriza la existencia del cristiano en el mundo.

§  La lucha entre la carne y el espíritu
            Eso explica la lucha entre la carne y el espíritu, y por tanto el carácter dramático que caracteriza la existencia del cristiano en el mundo.  Si «elegir es renunciar», no se puede elegir la vida según el Espíritu, sin sacrificar algo de la vida según la carne.
«Los que viven según sus apetitos, a ellos subordinan su sentir; mas los que viven según el Espíritu, sienten lo que es propio del Espíritu.  Ahora bien, sentir según los propios apetitos lleva a la muerte; sentir conforme al Espíritu conduce a la vida y a la paz.  Y es que nuestros desordenados apetitos están enfrentados a Dios, puesto que ni se someten a su ley ni pueden someterse» (Rom 8,5-7).
            El contraste entre ambas vidas llega a configurarse como contraste entre vida y muerte: «Si vivís según vuestros apetitos, ciertamente moriréis; en cambio, si mediante el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis» (Rom 8,13). (…)
          Esto ha sido siempre considerado como el fundamento de la ascesis que, por lo demás, no es
exclusiva del cristianismo, sino que está presente, bajo distintas formas, en casi todas las grandes religiones: no se puede vivir según el espíritu, sin mortificar el cuerpo y sus infinitas exigencias.  En cualquier caso, es injusto atribuir a san Agustín la «responsabilidad» de lo que se ha dado en llamar «odio al cuerpo», porque eso (si se puede hablar de odio) está presente en igual medida en el cristianismo oriental, empezando por los Padres del desierto, que son ajenos a todo influjo agustiniano.
          No se puede negar que el ascetismo ha ido acompañado de excesos.  Me bastaría un santo como
Francisco de Asís para demostrar que la «mortificación» y la renuncia más radical pueden conjugarse con el amor más grande por la vida, por las cosas, y un gozo desmesurado ante las criaturas de Dios.

v  Necesidad de la lucha ascética

              Cf. «El espíritu del Señor», cap. VIII:
            En el hombre, aunque ha sido redimido y le ha sido dado el Espíritu, permanece la triste posibilidad de volver a ser «carne», es decir, hombre natural y decaído que puede ser dominado por el egoísmo y que pone todo, por la idolatría, alrededor de sí mismo. Por ello, la  necesidad de la lucha ascética, ya que la acción del Espíritu Santo no es automática y el cristiano debe colaborar eliminando lo que puede impedir la obra del Espíritu. Este proceso de purificación es llamado, en las cartas a los Gálatas (Cf. 5, 13.16-18) y a los Romanos (Cf 8, 1-12), la lucha contra la carne.  Ello implica la mortificación cristiana, de la que se hablará más adelante..

v  El sentido de la mortificación cristiana

              Cfr. Raniero Cantalamessa, El Canto del Espíritu, PPC 1991, capítulo VI, pp. 113-117

La mortificación nunca debería ser un fin en sí misma, sino que debería tener siempre como objetivo también la promoción de la vida ajena, tanto física como espiritual.  El máximo modelo, al respecto, es Cristo, que murió para dar la vida al mundo, y renunció a su gozo de vivir, para que el gozo de los demás fuera completo [2]. Los cristianos verdaderamente «espirituales» son los que en esto han seguido a Cristo.  A menudo los ascetas más implacables a la hora de afligir su cuerpo, han sido los más tiernos cuando han tenido que aliviar el sufrimiento del cuerpo de sus hermanos, en todas sus formas: minusvalía, enfermedad, hambre, lepra, etc.  Nadie ha respetado, defendido y cultivado la vida más que ellos.  La experiencia demuestra, por lo demás, que nadie puede decir «sí» a sus hermanos, si no está dispuesto a decir «no» a sí mismo.
Las dos vidas suscitadas por el Espíritu - la natural y la sobrenatural- no se tienen, por tanto, que separar, y mucho menos contraponer entre sí, pero tampoco se han de confundir y reducir a una única vida que no conoce solución de continuidad.  Es cierto que el Espíritu promueve la vida en todas sus manifestaciones, naturales y sobrenaturales, haciéndola apta para recibir la forma a la que Dios la ha destinado, que es la «conformidad» a Cristo.  Fomenta la vida física en todo aquello que la ennoblece y la orienta hacia su fin eterno (¡sin excluir nada!); la «mortifica» en lo que se opone a ello.
      

3.    La vida del Espíritu


v  La vida según el  Espíritu no es otra cosa que participar en la vida misma de Cristo. Toda la realidad cristiana (Iglesia, sacramentos, ascesis) tiene como finalidad transformar cada vez más al hombre en imagen de Cristo, hacerle «nueva criatura» en Cristo.

              Cf. Raniero Cantalamessa, El Canto del Espíritu, PPC 1999, Capítulo VI, pp. 117-119

-          (...) Pablo escribe: «Ya no pesa, por tanto, condenación alguna sobre los que viven en Cristo Jesús.  La ley
 del Espíritu vivificador me ha liberado por medio de Cristo Jesús de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8,1-2).
            (...)   La cosa más importante que emerge del texto es la siguiente: el Espíritu da la vida, y la vida que el Espíritu da no es otra cosa que la vida de Cristo, la vida que brota de la Pascua.  Vivir según el Espíritu significa, por tanto, participar en la vida misma de Cristo, compartir sus disposiciones internas, hacerse «un solo espíritu» con él (1 Cor 6,17).  Estar, o vivir, «en el Espíritu» equivale, en la práctica, a estar, o vivir, «en Cristo». (...) 
Vista desde el lado de quien la recibe, la vida del Espíritu es una vida voluntaria, a diferencia de la natural, que es involuntaria.  Nadie puede decidir si nacer o no, mientras que cada uno puede decidir si renacer o no.  En efecto, la nueva vida supone el acto de fe; se obtiene «por medio del Espíritu que nos consagra y de la verdad en que creemos» (2 Tes 2,13).  En cierto sentido, por la fe nos hacemos padres de nosotros mismos.

4.    La vida en Cristo se expresa en una vida filial, en oración y obediencia filiales

        Cf. «El Espíritu del Señor», cap. VIII:  pp. 144-146

v  a) El Espíritu hace «hijos en el Hijo» y concede sentimientos filiales.

El Espíritu no sólo hace «hijos en el Hijo», sino que favorece tal experiencia concediendo los sentimientos filiales  expresados sobre todo en la oración: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: "¡Abbá!" (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios» (Rom 8,14-16; cf. también. Gál 4,4- 7). Para San Pablo, por tanto, el Espíritu, además de hacer a los hombres hijos de Dios, gratificándolos con el don de la adopción, da también la experiencia de serlo, llevándolos a invocarlo dulcemente como Padre y dando testimonio de la adopción divina: «Con el Espíritu Santo, que hace espirituales, está la readmisión al cielo, el retorno a la condición de hijo, el atrevimiento de llamar a Dios Padre, el llegar a ser partícipes de la gracia de Cristo, el ser llamado hijo de la luz y compartir la gloria eterna» (SAN BASILIO, El Espíritu Santo, XV, 36).
El cristiano está verdaderamente redimido cuando deja que el Espíritu infunda dentro de él el espíritu filial –espíritu de libertad y de incondicional confidencia -; es decir, cuando se siente como un niño que  tiene absoluta necesidad del padre  a quien dirigir su plegaria filial, y que por sí solo no puede decir ni siquiera «papá». Entonces será el  mismo Espíritu quien, como una madre presurosa, le ayudará a gritar con inmensa ternura: «¡Abbá, Padre!». En efecto, si en Rom 8, 15 se dice que son los hijos los que «gritan: Abbá», en Gál 4,6 se dice: «y por ser hijos envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: Abbá, Padre».

v  b) La disposición de ánimo filial brota del descubrimiento de la paternidad de Dios: el Espíritu revela al hombre a sí mismo como «criatura nueva», haciéndole acoger con estupor el sentido radicalmente  nuevo de su existencia de creyente.

            Esta disposición de ánimo filial no es, por tanto, algo superficial que toca sólo la esfera emotiva, sino que brota de lo íntimo de la persona y es originada por el descubrimiento de la paternidad de Dios, tal como fue revelada por Cristo: paternidad divina no en sentido metafórico, sino real y auténtico. De este modo, el Espíritu hace tomar viva conciencia de la condición de hijos de Dios, un descubrimiento éste que implica las energías más íntimas del Espíritu, haciendo crecer y transformar a toda la persona. En la experiencia de la filiación divina, el Espíritu revela al hombre a sí mismo como «creatura nueva» (Gál 6,15; 2 Cor 5,17), haciéndole acoger con estupor el sentido radicalmente  nuevo de su existencia de creyente.

v  c) La disposición filial se expresa en la oración filial y en la obediencia filial.

Tal disposición filial se expresa, existencialmente, además de en la oración filial, también y sobre todo en la obediencia filial. Al seguimiento de Jesús, cuya existencia coincide con el ser hijo, y esto en la identificación con la voluntad del Padre («mi comida es hacer la voluntad de aquel que me ha enviado y llevar a cabo su obra», Jn 4,34; 6,38), la vida filial del cristiano bajo la guía del Espíritu será una constante búsqueda de la voluntad del Padre para conformarse con ella, por amor y no por temor, porque el Espíritu es Aquel que libera del temor del esclavo e introduce en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rom 8,14-16; Gál 4,4-7). Así, en esta continua conformación con el Hijo crece la imagen del Hijo y, paralelamente, también los sentimientos filiales: «El Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor está la libertad. Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos transformarnos en la misma imagen, de gloria en gloria, como movidos por el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,17-18).
                                       

v  d) Entramos en la nueva vida a través de la Palabra y los sacramentos

            ¿Cómo se entra, de hecho, en esta nueva vida?  A través de dos medios fundamentales: la Palabra y los sacramentos.  Las palabras de Jesús son «espíritu y vida» (Juan  6,63).  La Palabra no sólo está «inspirada» por el Espíritu Santo, sino que también «espira» al Espíritu Santo.  Sin el Espíritu Santo es letra muerta; en cambio, con el Espíritu Santo da vida (cfr. 2 Cor 3,6).  Es un dato de la experiencia: las Escrituras, leídas «espiritualmente» - es decir, con la luz y la unción del Espíritu -, transmiten luz, consuelo, esperanza; en una palabra, vida.
Junto con la Palabra, los sacramentos.  El bautismo es el momento en que nacemos del Espíritu (cfr. Jn 3,5) y empezamos a «llevar una vida nueva» (Rom 6,4).  El bautismo no es sólo el comienzo de la vida nueva; es también su forma, su modelo.  La misma manera en que se lleva a cabo (inmersión/emersión) indica que somos sepultados y resurgimos, morimos y volvemos a vivir.  Escribe san Basilio:
«La regeneración, como la misma palabra indica, es el comienzo de una segunda vida.  Pero para empezar una nueva vida, hay que poner fin a la anterior... El Señor, al otorgarnos la vida, ha establecido con nosotros la alianza del bautismo, símbolo de muerte y de vida: el agua simboliza la muerte y el Espíritu ofrece la prenda de la vida» [3]. (…)

o   Algunos números del Catecismo de la Iglesia Católica que se refieren a que  recibimos la vida eterna o divina por medio de los sacramentos

·         n. 1130: (...) En los sacramentos de Cristo, la Iglesia recibe ya las arras de su herencia, participa ya
en la vida eterna, aunque «aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tt 2, 13). «El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven ! . . ¡Ven, Señor Jesús ! « (Ap 22, 17.20).
S. Tomás resume así las diferentes dimensiones del signo sacramental: «Por eso el sacramento es un signo que rememora lo que sucedió, es decir, la pasión de Cristo; es un signo que demuestra lo que se realiza en nosotros en virtud de la pasión de Cristo, es decir, la gracia; y es un signo que anticipa, es decir, que preanuncia la gloria venidera» (S. Tomás de A. s. th. 3, 60, 3).
·         n. 1212:  (...) Los fieles renacidos en el Bautismo se fortalecen con el sacramento de la Confirmación y,
finalmente, son alimentados en la Eucaristía con el manjar de la vida eterna, y, así por medio de estos sacramentos de la iniciación cristiana, reciben cada vez con mas abundancia los tesoros de la vida divina y avanzan hacia la perfección de la caridad» (Pablo VI const. apost. «Divinae consortium naturae»; cf OICA, praen. 1-2).
·         n. 1131: Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por
los cuales nos es dispensada la vida divina. (..)

5.    La vida divina en nosotros es la capacidad de una relación personal con Dios, como «yo» y «tú»

      Cf. Juan Pablo II, Enc. Dominum et vivificantem, 18.V.1986, nn. 34, 60:

·         n. 34: El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios: “Esto significa no sólo racionalidad y
libertad como propiedades constitutivas de la naturaleza humana, sino además, desde el principio, capacidad de una relación personal con Dios, como « yo » y « tú » y, por consiguiente, capacidad de alianza que tendrá lugar con la comunicación salvífica de Dios al hombre. En el marco de la « imagen y semejanza » de Dios, « el don del Espíritu » significa, finalmente, una llamada a la amistad, en la que las trascendentales « profundidades de Dios » están abiertas, en cierto modo, a la participación del hombre. El Concilio Vaticano II enseña: « Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1, 17) movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía ».( Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.)”

o   Esta dimensión divina del ser y de la vida del hombre, obra del Espíritu Santo, le hace capaz de liberarse de los diversos determinismos   - condicionamientos y mecanismos -  que dominan en la sociedad y que no favorecen el desarrollo y la expansión del espíritu humano; es una contribución al bien de la sociedad, es una liberación y afirmación de la grandeza del hombre ....

·         n. 60: Cuando, bajo el influjo del Paráclito, los hombres descubren esta dimensión divina de
su ser y de su vida, ya sea como personas ya sea como comunidad, son capaces de liberarse de los diversos determinismos derivados principalmente de las bases materialistas del pensamiento, de la praxis y de su respectiva metodología. En nuestra época estos factores han logrado penetrar hasta lo más íntimo del hombre, en el santuario de la conciencia, donde el Espíritu Santo infunde constantemente la luz y la fuerza de la vida nueva según la libertad de los hijos de Dios. La madurez del hombre en esta vida está impedida por los condicionamientos y las presiones que ejercen sobre él las estructuras y los mecanismos dominantes en los diversos sectores de la sociedad. Se puede decir que en muchos casos los factores sociales, en vez de favorecer el desarrollo y la expansión del espíritu humano, terminan por arrancarlo de la verdad genuina de su ser y de su vida, —sobre la que vela el Espíritu Santo— para someterlo así al « Príncipe de este mundo ».

o   ....... cuando se da un estado de persecución y en situaciones normales de la sociedad.

(...) El  Espíritu Santo “es el único que puede ayudar a las personas y a las comunidades a liberarse de los viejos y nuevos determinismos, guiándolos con la « ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús »1, descubriendo y realizando la plena dimensión de la verdadera libertad del hombre. En efecto —como escribe San Pablo— « donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad » 2. Esta revelación de la libertad y, por consiguiente, de la verdadera dignidad del hombre adquiere un significado particular para los cristianos y para la Iglesia en estado de persecución —ya sea en los tiempos antiguos, ya sea en la actualidad—, porque los testigos de la verdad divina son entonces una verificación viva de la acción del Espíritu de la verdad, presente en el corazón y en la conciencia de los fieles, y a menudo sellan con su martirio la glorificación suprema de la dignidad humana.
También en las situaciones normales de la sociedad los cristianos, como testigos de la auténtica dignidad del hombre, por su obediencia al Espíritu Santo, contribuyen a la múltiple « renovación de la faz de la tierra », colaborando con sus hermanos a realizar y valorar todo lo que el progreso actual de la civilización, de la cultura, de la ciencia, de la técnica y de los demás sectores del pensamiento y de la actividad humana, tiene de bueno, noble y bello 3.  Esto lo hacen como discípulos de Cristo, —como escribe el Concilio— « constituido Señor por su resurrección ... obra ya por virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin » 4. De esta manera, afirman aún más la grandeza del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios; grandeza que es iluminada por el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, el cual, « en la plenitud de los tiempos », por obra del Espíritu Santo, ha entrado en la historia y se ha manifestado como verdadero hombre, primogénito de toda criatura, « del cual proceden todas las cosas y para el cual somos »5.

1.      Romanos 8, 2
2.      2 Corintios 3, 17
3.      Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Gaudium et spes, nn. 53-59
4.      Ibid. 38
5.      I Corintios 8, 6

6.    Caminar en una vida nueva, en la vida divina: la compenetración con Cristo es necesaria para que se dé una auténtica existencia cristiana, y no solamente devociones y prácticas.

·         Forja, n. 97: Renueva cada jornada el deseo eficaz de anonadarte, de abnegarte, de olvidarte de ti mismo, de
 caminar “in novitate sensus, con una vida nueva, cambiando esta miseria nuestra por toda la grandeza oculta y eterna de Dios.
·         Forja, n. 452: Necesitas imitar a Jesucristo, y darlo a conocer con tu conducta. No me olvides que
Cristo asumió nuestra naturaleza, para introducir a todos los hombres en la vida divina, de modo que —uniéndonos a El— vivamos individual y socialmente los mandatos del Cielo.
·         Amigos de Dios, n. 206: No olvidemos jamás que para todos —para cada uno de nosotros, por tanto— sólo
hay dos modos de estar en la tierra: se vive vida divina, luchando para agradar a Dios; o se vive vida animal, más o menos humanamente ilustrada, cuando se prescinde de El.
·         Es Cristo que pasa, n.134: Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que
Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida. Una vida cristiana madura, honda y recia, es algo que no se improvisa, porque es el fruto del crecimiento en nosotros de la gracia de Dios. En los Hechos de los Apóstoles, se describe la situación de la primitiva comunidad cristiana con una frase breve, pero llena de sentido: perseveraban todos en las instrucciones de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del pan y en la oración.
Fue así como vivieron aquellos primeros, y como debemos vivir nosotros: la meditación de la doctrina de la fe hasta hacerla propia, el encuentro con Cristo en la Eucaristía, el diálogo personal —la oración sin anonimato— cara a cara con Dios, han de constituir como la substancia última de nuestra conducta. Si eso falta, habrá tal vez reflexión erudita, actividad más o menos intensa, devociones y prácticas. Pero no habrá auténtica existencia cristiana, porque faltará la compenetración con Cristo, la participación real y vivida en la obra divina de la salvación.



Vida Cristiana


[1] San Ireneo: Contra las herejías, V, 9, 1.
[2] Cfr.  Heb 12,2; Rom 15,3; Jn 15, 11.

[3] San Basilio: Sobre el Espíritu Santo, XV, 35 (PG 32, 129 A).

Benedicto XVI, Homilía, 4º Domingo de Cuaresma 26 de marzo de 2006 – Visita Pastoral a la parroquia romana «Dios, Padre Misericordioso»




Ø La alegría. La razón más profunda: Dios tiene un plan de misericordia  para su pueblo. Homilía
de Benedicto XVI, en el 4º Domingo de Cuaresma, Ciclo B. (26 d marzo de 2006). Dios sigue amándonos incluso a través de los castigos. Los designios de Dios, también cuando pasan por la prueba y el castigo, se orientan siempre a un final de misericordia y de perdón. "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo". Esa "entrega" por parte del Padre tuvo un desenlace dramático: llegó hasta el sacrificio de su Hijo en la cruz. Todo cristiano está llamado a comprender, vivir y testimoniar con su existencia la gloria del Crucificado. La cruz es, en definitiva, el "signo" por excelencia que se nos ha dado para comprender la verdad del hombre y la verdad de Dios. En la cruz "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical".

v  Cfr. Benedicto XVI, Homilía, 4º Domingo de Cuaresma

26 de marzo de 2006 – Visita Pastoral a la parroquia romana «Dios, Padre Misericordioso»
                  Queridos hermanos y hermanas: 

o    La alegría. La razón más profunda de nuestra alegría.

§  Las Lecturas de hoy nos recuerdan que, a pesar de nuestra indignidad, somos los destinatarios de la misericordia infinita de Dios. Dios nos ama de un modo que podríamos llamar "obstinado", y nos envuelve con su inagotable ternura. 
Dios tiene un plan de misericordia para su pueblo, también cuando experimenta el castigo de Dios como consecuencia de su comportamiento rebelde.
Este IV domingo de Cuaresma, tradicionalmente designado como "domingo Laetare", está impregnado de una alegría que, en cierta medida, atenúa el clima penitencial de este tiempo santo:  "Alégrate Jerusalén —dice la Iglesia en la antífona de entrada—, (...) gozad y alegraos vosotros, que por ella estabais tristes". De esta invitación se hace eco el estribillo del salmo responsorial:  "El recuerdo de ti, Señor, es nuestra alegría". Pensar en Dios da alegría.

Surge espontáneamente la pregunta: pero ¿cuál es el motivo por el que debemos alegrarnos? Desde luego, un motivo es la cercanía de la Pascua, cuya previsión nos hace gustar anticipadamente la alegría del encuentro con Cristo resucitado. Pero la razón más profunda está en el mensaje de las lecturas bíblicas que la liturgia nos propone hoy y que acabamos de escuchar. Nos recuerdan que, a pesar de nuestra indignidad, somos los destinatarios de la misericordia infinita de Dios. Dios nos ama de un modo que podríamos llamar "obstinado", y nos envuelve con su inagotable ternura.

Esto es lo que resalta ya en la primera lectura, tomada del libro de las Crónicas del Antiguo Testamento (cf. 2 Cr 36, 14-16. 19-23): el autor sagrado propone una interpretación sintética y significativa de la historia del pueblo elegido, que experimenta el castigo de Dios como consecuencia de su comportamiento rebelde: el templo es destruido y el pueblo, en el exilio, ya no tiene una tierra; realmente parece que Dios se ha olvidado de él. Pero luego ve que a través de los castigos Dios tiene un plan de misericordia.

Como hemos dicho, la destrucción de la ciudad santa y del templo, y el exilio, tocarán el corazón del pueblo y harán que vuelva a su Dios para conocerlo más a fondo. Y entonces el Señor, demostrando el primado absoluto de su iniciativa sobre cualquier esfuerzo puramente humano, se servirá de un pagano, Ciro, rey de Persia, para liberar a Israel.

En el texto que hemos escuchado, la ira y la misericordia del Señor se confrontan en una secuencia dramática, pero al final triunfa el amor, porque Dios es amor. ¿Cómo no recoger, del recuerdo de aquellos hechos lejanos, el mensaje válido para todos los tiempos, incluido el nuestro? Pensando en los siglos pasados podemos ver cómo Dios sigue amándonos incluso a través de los castigos. Los designios de Dios, también cuando pasan por la prueba y el castigo, se orientan siempre a un final de misericordia y de perdón. 

o   "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo"

§  Esa "entrega" por parte del Padre tuvo un desenlace dramático: llegó hasta el sacrificio de su Hijo en la cruz.
Eso mismo nos lo ha confirmado, en la segunda lectura, el apóstol san Pablo, recordándonos que "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo" (Ef 2, 4-5). Para expresar esta realidad de salvación, el Apóstol, además del término "misericordia", eleos, utiliza también la palabra "amor", agape, recogida y amplificada ulteriormente en la bellísima afirmación que hemos escuchado en la página evangélica: "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna" (Jn 3, 16).

Sabemos que esa "entrega" por parte del Padre tuvo un desenlace dramático: llegó hasta el sacrificio de su Hijo en la cruz. Si toda la misión histórica de Jesús es signo elocuente del amor de Dios, lo es de modo muy singular su muerte, en la que se manifestó plenamente la ternura redentora de Dios. Por consiguiente, siempre, pero especialmente en este tiempo cuaresmal, la cruz debe estar en el centro de nuestra meditación; en ella contemplamos la gloria del Señor que resplandece en el cuerpo martirizado de Jesús. Precisamente en esta entrega total de sí se manifiesta la grandeza de Dios, que es amor. 

o   Todo cristiano está llamado a comprender, vivir y testimoniar con su existencia la gloria del Crucificado. La cruz es, en definitiva, el "signo" por excelencia que se nos ha dado para comprender la verdad del hombre y la verdad de Dios.

§  En la cruz "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical".
Todo cristiano está llamado a comprender, vivir y testimoniar con su existencia la gloria del Crucificado. La cruz —la entrega de sí mismo del Hijo de Dios— es, en definitiva, el "signo" por excelencia que se nos ha dado para comprender la verdad del hombre y la verdad de Dios:  todos hemos sido creados y redimidos por un Dios que por amor inmoló a su Hijo único. Por eso, como escribí en la encíclica Deus caritas est, en la cruz "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo:  esto es amor en su forma más radical" (n. 12).
 

o   La respuesta nuestra al amor radical del Señor.

§  La búsqueda de la misericordia: esperamos un “signo” que toque la mente y el corazón.
El único “signo” es Jesús elevado en la cruz.
¿Cómo responder a este amor radical del Señor? El evangelio nos presenta a un personaje de nombre Nicodemo, miembro del Sanedrín de Jerusalén, que de noche va a buscar a Jesús. Se trata de un hombre de bien, atraído por las palabras y el ejemplo del Señor, pero que tiene miedo de los demás, duda en dar el salto de la fe. Siente la fascinación de este Rabbí, tan diferente de los demás, pero no logra superar los condicionamientos del ambiente contrario a Jesús y titubea en el umbral de la fe.

¡Cuántos, también en nuestro tiempo, buscan a Dios, buscan a Jesús y a su Iglesia, buscan la misericordia divina, y esperan un "signo" que toque su mente y su corazón! Hoy, como entonces, el evangelista nos recuerda que el único "signo" es Jesús elevado en la cruz: Jesús muerto y resucitado es el signo absolutamente suficiente. En él podemos comprender la verdad de la vida y obtener la salvación. Este es el anuncio central de la Iglesia, que no cambia a lo largo de los siglos. Por tanto, la fe cristiana no es ideología, sino encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado. De esta experiencia, que es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de pensar y de actuar:  como testimonian los santos, nace una existencia marcada por el amor.

(…)

Vida Cristiana




jueves, 8 de marzo de 2018

La Eucaristía (2018). La Santa Misa (11). Liturgia eucarística: I. Presentación de los dones



Ø La Eucaristía (2018). La Santa Misa (11).  Liturgia eucarística: I. Presentación de los dones. ¡El
pueblo de Dios lleva la ofrenda, el pan y el vino, la gran ofrenda para la Misa! En los signos del pan y del vino el pueblo fiel pone su propia ofrenda en manos del sacerdote. El compromiso de los fieles a hacer de sí mismos, obedientes a la divina Palabra, un sacrificio agradable a Dios Padre todopoderoso. En el pan y en el vino le presentamos la ofrenda de nuestra vida, para que sea transformada por el Espíritu Santo en el sacrificio de Cristo y sea con Él una sola ofrenda espiritual agradable al Padre. La espiritualidad del don de sí, que ese momento de la Misa nos enseña, pueda iluminar nuestras jornadas, las relaciones con los demás, las cosas que hacemos, los sufrimientos que encontramos.

v  Cfr. Papa Francisco, Catequesis, Audiencia General

Miércoles, 28 de febrero de 2018

La Santa Misa - 11. Liturgia eucarística: I. Presentación de los dones

Continuamos con la catequesis sobre la Santa Misa. A la Liturgia de la Palabra –en la que me detuve en las pasadas catequesis– sigue la otra parte constitutiva de la Misa, que es la Liturgia eucarística. En ella, a través de santos signos, la Iglesia hace continuamente presente el Sacrificio de la nueva alianza sellada por Jesús en el altar de la Cruz (cfr. Sacrosanctum Concilium,
47).

Fue el primer altar cristiano, el de la Cruz, y cuando nos acercamos al altar para celebrar la Misa, nuestra memoria va al altar de la Cruz, donde se hizo el primer sacrificio. El sacerdote, que en la Misa representa a Cristo, cumple lo que el Señor mismo hizo y confió a los discípulos en la Última Cena: tomó el pan y el cáliz, dio gracias, lo pasó a sus discípulos, diciendo: «Tomad, comed… bebed: este es mi cuerpo… este es el cáliz de mi sangre. Haced esto en conmemoración mía».

Obediente al mandato de Jesús, la Iglesia ha dispuesto la Liturgia eucarística  en momentos que corresponden a las palabras y a los gestos realizados por Él la vigilia de su Pasión. Así, en la preparación de los dones son llevados al altar el pan y el vino, o sea los elementos que Cristo tomó en sus manos. En la Plegaria eucarística damos gracias a Dios por la obra de la redención y las
ofrendas se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Siguen la fracción del Pan y la Comunión, mediante la cual revivimos la experiencia de los Apóstoles que recibieron los dones eucarísticos de manos de Cristo mismo (cfr. Ordenación General del Misal Romano, 72).

Al primer gesto de Jesús: «tomó el pan y el cáliz del vino», corresponde pues la preparación de los dones. Es la primera parte de la Liturgia eucarística. Es bueno que sean los fieles quienes presenten al sacerdote el pan y el vino, porque significan la ofrenda espiritual de la Iglesia allí reunida para la Eucaristía. Es bonito que sean precisamente los fieles los que lleven al altar el pan y el vino. Aunque hoy «los fieles ya no lleven, como antes, su propio pan y vino destinados a la Liturgia, sin embargo el rito de la presentación de esos dones conserva su valor y significado espiritual» (ibíd., 73).

v  ¡El pueblo de Dios lleva la ofrenda, el pan y el vino, la gran ofrenda para la Misa!

o   En los signos del pan y del vino el pueblo fiel pone su propia ofrenda en manos del sacerdote.

§  El compromiso de los fieles a hacer de sí mismos, obedientes a la divina Palabra, un sacrificio agradable a Dios Padre todopoderoso.
Y al respecto es significativo que, al ordenar a un nuevo presbítero, el Obispo, cuando le
entrega el pan y el vino, dice: «Recibe las ofrendas del pueblo santo para el sacrificio eucarístico» (Pontifical Romano - Ordenación de obispos, de presbíteros y de diáconos). ¡El pueblo de Dios que lleva la ofrenda, el pan y el vino, la gran ofrenda para la Misa! Así pues, en los signos del pan y del vino el pueblo fiel pone su propia ofrenda en manos del sacerdote, quien la deposita en el altar o mesa del Señor, «que es el centro de toda la Liturgia eucarística» (OGMR, 73).

Es decir, el centro de la Misa es el altar, y el altar es Cristo; siempre hay que mirar al altar que es el centro de la Misa. En el «fruto de la tierra y del trabajo del hombre», viene por tanto ofrecido el compromiso de los fieles a hacer de sí mismos, obedientes a la divina Palabra, un «sacrificio agradable a Dios Padre todopoderoso», «para el bien de toda su santa Iglesia». Así «la vida de los fieles, su sufrimiento, su oración, su trabajo, están unidos a los de Cristo y a su ofrenda total, y de ese modo adquieren un valor nuevo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1368).

v  Cristo nos pide poco, y nos da tanto.

o   En el pan y en el vino le presentamos la ofrenda de nuestra vida, para que sea transformada por el Espíritu Santo en el sacrificio de Cristo y sea con Él una sola ofrenda espiritual agradable al Padre.

§  La espiritualidad del don de sí, que ese momento de la Misa nos enseña, pueda iluminar nuestras jornadas, las relaciones con los demás, las cosas que hacemos, los sufrimientos que encontramos.
Ciertamente, es poca cosa nuestra ofrenda, pero Cristo necesita ese poco. Nos pide poco, el Señor, y nos da tanto. Nos pide poco. Nos pide, en la vita ordinaria, buena voluntad; nos pide corazón abierto; nos pide ganas de ser mejores para acogerle a Él que se ofrece a sí mismo a nosotros en la Eucaristía; nos pide esas ofrendas simbólicas que luego se convertirán en su cuerpo y su sangre.

Una imagen de este movimiento oblativo de oración la representa el incienso que, quemado en el fuego, libera un humo perfumado que sube a lo alto: incensar las ofrendas, como se hace en los días de fiesta, incensar la cruz, el altar, el sacerdote y el pueblo sacerdotal manifiesta visiblemente el vínculo oblativo que une todas esas realidades al sacrificio de Cristo (cfr. OGMR, 75). Y no olvidar: está el altar que es Cristo, pero siempre en referencia al primer altar que es la Cruz, y en al altar que es Cristo llevamos lo poco de nuestros dones, el pan y el vino que luego serán lo mucho: Jesús mismo que se da a nosotros.

Y todo esto es lo que expresa también la oración sobre las ofrendas. En ella el sacerdote pide a Dios que acepte los dones que la Iglesia le ofrece, invocando el fruto del admirable intercambio entre nuestra pobreza y su riqueza. En el pan y en el vino le presentamos la ofrenda de nuestra vida, para que sea transformada por el Espíritu Santo en el sacrificio de Cristo y sea con Él una sola ofrenda espiritual agradable al Padre. Mientras concluye así la preparación de los dones, nos disponemos a la Plegaria eucarística (cfr. ibíd., 77).

Que la espiritualidad del don de sí, que ese momento de la Misa nos enseña, pueda iluminar nuestras jornadas, las relaciones con los demás, las cosas que hacemos, los sufrimientos que encontramos, ayudándonos a construir la ciudad terrena a la luz del Evangelio.




Vida Cristiana
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