sábado, 7 de diciembre de 2019

Homilía de Papa Francisco a la Comunidad católica congolesa de Roma Domingo, 1 de diciembre de 2019 – 1º del Tiempo de Adviento – Ciclo A




Cfr. Homilía de Papa Francisco a la Comunidad católica congolesa de Roma

                  Domingo, 1 de diciembre de 2019 – 1º del Tiempo de Adviento – Ciclo A

En las Lecturas de hoy aparece a menudo un verbo, venir, presente tres veces en la primera Lectura, mientras el Evangelio concluye diciendo que «viene el Hijo del hombre» (Mt 24,44). Jesús viene: el Adviento nos recuerda esa certeza ya con el nombre, porque la palabra Adviento significa venida. El Señor viene: esa es la raíz de nuestra esperanza, la seguridad que entre las tribulaciones del mundo trae a nosotros el consuelo de Dios, un consuelo que no está hecho de palabras, sino de presencia, de su presencia que viene en medio de nosotros.
El Señor viene; hoy, primer día del Año litúrgico, ese anuncio marca nuestro punto de partida: sabemos que, más allá de cada hecho favorable o contrario, el Señor no nos deja solos. Vino hace dos mil años y volverá al fin de los tiempos, pero también viene hoy a mi vida, a tu vida. Sí, esta vida nuestra, con todos sus problemas, angustias e incertidumbres, es visitada por el Señor. Esa es la fuente de nuestra alegría: el Señor no se ha cansado y nunca se cansará
de nosotros, desea venir, visitarnos.
Hoy el verbo venir no se conjuga solo para Dios, sino también para nosotros. Pues en la primera Lectura Isaías profetiza: «caminarán pueblos numerosos y dirán: venid, subamos al monte del Señor» (2,3). Mientras el mal en la tierra deriva de que cada uno sigue su camino sin los demás, el profeta ofrece una visión maravillosa: todos vienen juntos al monte del Señor. En el monte estaba
el templo, la casa de Dios. Isaías nos trasmite pues una invitación de parte de Dios a su casa. Somos los invitados de Dios, y quien está invitado es esperado, deseado. “Venid –dice Dios– porque en mi casa hay sitio para todos. Venid, porque en mi corazón no hay un solo pueblo, sino todo pueblo”.
Queridos hermanos y hermanas, habéis venido de lejos. Habéis dejados vuestras casas, habéis dejado vuestros afectos y cosas queridas. Llegados aquí, habéis hallado acogida junto a dificultades e imprevistos. Pero para Dios sois siempre invitados bienvenidos. Para Él nunca somos extranjeros, sino hijos esperados. Y la Iglesia es la casa de Dios: aquí, pues, sentíos siempre en
casa. Aquí venimos para caminar juntos hacia el Señor y realizar las palabras con las que concluye la profecía de Isaías: «venid; caminemos a la luz del Señor» (v. 5).

¿Qué pasó en los días de Noé?

Pero a la luz del Señor se pueden preferir las tinieblas del mundo. Al Señor que viene y a su invitación para ir a Él se puede responder “no, no voy”. A menudo no se trata de un “no” directo, descarado, sino disimulado. Es el no de quien nos pone en guardia Jesús en el Evangelio, exhortándonos a no hacer como en los «días de Noé» (Mt 24,37). ¿Qué pasó en los días de Noé? Pues que, mientras algo nuevo y impactante se acercaba, nadie le prestó atención,  porque todos pensaban solo en comer y beber (cfr. v. 38). En otras palabras, todos reducían la vida a sus necesidades, se contentaban con una vida plana, horizontal, sin impulso. No esperaban a nadie, solo la pretensión de tener algo para sí mismos, para consumir. Espera del Señor que viene, y no pretensión de tener algo para consumir nosotros. Eso es el consumismo.

El consumismo

§ El Señor viene, pero sigues más los gustos que te apetecen; el hermano llama a tu puerta, pero te molesta porque perturba tus planes, y esa es la actitud egoísta del consumismo.
Se vive de cosas y ya no se sabe por qué; se tienen muchos bienes pero ya no se hace el bien; las casas se llenan de cosas pero se vacían de hijos. Ese es el drama de hoy: casas llenas de cosas pero vacías de hijos, el invierno demográfico que estamos sufriendo. Se pierde el tiempo en pasatiempos, pero no se tiene tiempo para Dios y para los demás. Y cuando se vive para las cosas, las cosas nunca bastan, la avidez crece y los demás se convierten en obstáculos en la carrera y así se acaba sintiéndose amenazados y, siempre insatisfechos y enfadados, se alza el nivel del odio.
El consumismo es un virus que afecta la fe de raíz, porque te hace creer que la vida depende solo de lo que tienes, y así te olvidas de Dios que viene a tu encuentro y al de quien está a tu lado.  El Señor viene, pero sigues más los gustos que te apetecen; el hermano llama a tu puerta, pero te molesta porque perturba tus planes, y esa es la actitud egoísta del consumismo. En el Evangelio, cuando Jesús señala los peligros por la fe, no se preocupa de los enemigos poderosos, de las hostilidades y persecuciones. Todo esto pasó, pasa y pasará, pero no debilita la fe. El auténtico peligro, en cambio, es el que anestesia el corazón: es depender del consumo, es dejarse pesar y disipar el corazón por las necesidades (cfr. Lc 21,34).
Entonces se vive de cosas y ya no se sabe por qué; se tienen muchos bienes pero ya no se hace el bien; las casas se llenan de cosas pero se vacían de hijos. Ese es el drama de hoy: casas llenas de cosas pero vacías de hijos, el invierno demográfico que estamos sufriendo. Se pierde el tiempo en pasatiempos, pero no se tiene tiempo para Dios y para los demás. Y cuando se
vive para las cosas, las cosas nunca bastan, la avidez crece y los demás se convierten en obstáculos en la carrera y así se acaba sintiéndose amenazados y, siempre insatisfechos y enfadados, se alza el nivel del odio. “Yo quiero más, quiero más, quiero más...”. Lo vemos hoy donde el consumismo impera: ¡cuánta violencia, aunque sea solo verbal, cuánta rabia y ganas de buscar un enemigo a toda costa! Así, mientras el mundo está lleno de armas que provocan muertes, no nos damos cuenta de que seguimos armando el corazón de rabia.

De todo esto Jesús quiere despertarnos. Velar es no ceder al sueño que envuelve a todos. Vencer la tentación de que el sentido de la vida sea acumular

De todo esto Jesús quiere despertarnos. Lo hace con un verbo: «Velad» (Mt 24,42). “Estad atentos, velad”. Velar era el trabajo del centinela, que vigilaba estando despierto mientras todos dormían. Velar es no ceder al sueño que envuelve a todos. Para poder velar hay que tener una esperanza cierta: que la noche no durará siempre, que pronto llegará el alba. Y así es también para
nosotros: Dios viene y su luz iluminará incluso las tinieblas más espesas. Y a nosotros hoy nos toca vigilar, velar: vencer la tentación de que el sentido de la vida sea acumular –esa es una tentación; el sentido de la vida no es acumular–, a nosotros nos toca desenmascarar el engaño de que se es feliz si se tienen muchas cosas, resistir las luces deslumbrantes del consumo, que brillarán en todas partes este mes, y creer que la oración y la caridad no son tiempo perdido, sino los tesoros más grandes.
Cuando abrimos el corazón al Señor y a los hermanos, viene el bien precioso que las cosas nunca podrá darnos, y que Isaías anuncia en la primera Lectura, la paz: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra» (Is 2,4). Son palabras que nos hacen pensar también en vuestra patria. Hoy rezamos por la
paz, gravemente amenazada en el este del país, especialmente en los territorios de Beni y de Minembwe, donde estallan conflictos, alimentados también desde fuera, en el silencio cómplice de tantos. Conflictos alimentados por los que se enriquecen vendiendo armas.

Hoy recordáis a una figura bellísima, la Beata Marie-Clémentine Anuarite Nengapeta, violentamente asesinada no antes de haber dicho a su verdugo, como Jesús: «¡Te perdono, porque no saben lo que haces!». Pidamos por su intercesión que, en nombre de Dios-Amor y con la ayuda de las poblaciones vecinas, se renuncie a las armas, por un futuro que ya no sea de los unos
contra los otros, sino los unos con los otros, y nos convirtamos de una economía que se sirve de la guerra a una economía que sirva a la paz.


Vida Cristiana

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