6 de Noviembre del 2016
XXXII
DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO C
Queridos:
En este domingo, en el que la palabra de Dios nos acerca al misterio
de la resurrección de los muertos, no esperéis de mí una reflexión
sobre la naturaleza de este acontecimiento salvador o el significado
que puede tener para cada uno de nosotros y para la comunidad
eclesial. Sólo pretendo que podamos decir con verdad: “Creo en la
resurrección de los muertos”, de modo que esta fe, no sea una
ilusión proyectada sobre un futuro incierto, sino una luz que,
iluminando el presente, nos ayude a discernir en cada circunstancia
de la vida lo que es justo, lo que es bueno, lo que es verdadero, lo
que es santo.
Cuando
digo: “Creo en la resurrección de los muertos”, en realidad
estoy confesando el poder creador de Dios, la libertad de su amor
infinito, la fidelidad del Rey del universo a su palabra, a sus
promesas, a su alianza.
Cuando
digo: “Creo en la resurrección de los muertos”, confieso que el
Señor se ha comprometido conmigo para librarme de la opresión del
pecado y de mi servidumbre a la muerte.
Cuando
digo: “Creo en la resurrección de los muertos”, todo mi ser
confiesa que mi Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.
Y
porque he confesado lo que creo, he puesto sobre roca firme el
fundamento de la esperanza, y puedo decir con verdad, como aquellos
siete hermanos a quienes un rey inicuo amenaza con la muerte: Dios
mismo nos resucitará; de él recibiremos multiplicado lo que en la
vida nosotros le entregamos; de él recobraremos lo que ahora con
violencia un rey malvado nos pueda arrebatar. Y porque confesamos lo
que creemos, y esperamos lo que la fe nos promete, de la fe y la
esperanza recibiremos la fuerza que necesitamos para guardar con
fidelidad la ley del Señor.
Nosotros
decimos: “Creo en la resurrección de los muertos”. Y es como si
en el corazón de cada uno se hallase recogida toda la esperanza del
salmista: “Al despertar, me saciaré de tu semblante, Señor”. En
realidad, aquel “creo en la resurrección de los muertos”,
es nuestro modo de decir: “al despertar, me saciaré de tu
semblante, Señor”.
Contemplad
ahora, queridos, al salmista, a los siete hermanos que mueren por su
fidelidad a la ley del Señor, a Jesús de Nazaret que está llegando
al final de su éxodo de este mundo al Padre, y poned en el corazón
y en los labios de cada uno de ellos las palabras del salmo con el
que hemos orado, y sacad a la luz los tesoros de fe, esperanza y amor
que cada corazón encierra.
“Escucha
mi apelación, atiende a mis clamores, presta oído a mi súplica, a
la sombra de tus alas escóndeme”. Para el salmista, para los
mártires, para Jesús, también para nosotros, ¡cuánta tensión y
cuánta paz!, ¡qué cerca la muerte y qué cierta la vida! En
verdad, Dios “nos ha regalado un consuelo permanente y una gran
esperanza”.
“Al
despertar, me saciaré de tu semblante”, dice el salmista, el
inocente injustamente acusado, que acude al tribunal de Dios, justo
juez, y espera que en la mañana será admitido a su presencia. “Al
despertar, me saciaré de tu semblante”, dicen los mártires, los
fieles del Señor dispuestos a morir antes que quebrantar su ley y su
alianza, pues para ellos habrá una mañana de Dios en la que
despertarán de la muerte a la vida, y recibirán de la justicia
divina lo que les ha arrebatado la injusticia de los malvados. “Al
despertar, me saciaré de tu semblante”, dice Jesús de Nazaret, el
inocente crucificado, y lo dice con palabras de Hijo que, sufriendo,
aprende la perfección de la obediencia y la esperanza: “Padre, a
tus manos encomiendo mi espíritu”. “Al despertar, me saciaré de
tu semblante”, decimos nosotros, y nuestra vida se ilumina entera
con la luz de Cristo resucitado, y volvemos los ojos y el corazón
hacia esa mañana de Dios, en la que, resucitados con Cristo,
despertaremos del sueño de la muerte y se manifestará, también en
nosotros, la gloria del Señor.
Queridos,
vosotros sois el pueblo de los que siguen a Cristo resucitado y
esperan que amanezca el día en que resucitaréis con Cristo.
Mientras tanto, sois hombres y mujeres del domingo, que hacen
comunión con Aquel a quien siguen, y en Él ya son, de modo
misterioso y verdadero, lo que esperan ser.
¡Feliz
espera! ¡Feliz domingo!
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