Ø Robert H. Benson, «La amistad de Cristo». Benson falleció en 1914, a los 43 años de edad. Hijo del arzobispo de Canterbury, fue ministro anglicano. En 1903 fue admitido en la Iglesia católica, donde recibió la ordenación sacerdotal. Presenta en el libro la vida cristiana como una relación de amistad con Jesucristo, asequible a cualquier cristiano que quiere progresar en el camino de la santidad en la vida ordinaria.
Robert H. Benson, «La
amistad de Cristo»
Así es mi amigo
Primera parte: Cristo en el interior del alma
2: La intimidad con Cristo - Ediciones Rialp, Colección
Patmos, Madrid 1996
ASÍ ES MI AMIGO
Te diré cómo le conocí: había oído hablar mucho de Él, pero
no hice caso.
Me cubría constantemente de atenciones y regalos, pero nunca
le di las gracias.
Parecía desear mi amistad, y yo me mostraba indiferente.
Me sentía desamparado, infeliz, hambriento y en peligro, y
El me ofrecía refugio, consuelo, apoyo
y serenidad; pero yo seguía siendo ingrato.
Por fin se cruzó en mi camino y, con lágrimas en los ojos,
me suplicó: ven y mora conmigo.
Te diré cómo me trata ahora: satisface todos mis deseos.
Me concede más de lo que me atrevo a pedir.
Se anticipa a mis necesidades.
Me ruega que le pida más.
Nunca me reprocha mis locuras pasadas.
Te diré ahora lo que pienso de El.
Es tan bueno como grande.
Su amor es tan ardiente como verdadero.
Es tan pródigo en sus promesas como fiel en cumplirlas.
Tan celoso de mi amor como merecedor de él.
Soy su deudor en todo, y me invita a que le llame amigo.
PRIMERA PARTE: CRISTO EN EL INTERIOR DEL ALMA
2. LA INTIMIDAD CON CRISTO
No es bueno que el
hombre esté solo.
(Gen 2, 18)
A
primera vista nos parece inconcebible que pueda existir una auténtica amistad
entre Cristo y el alma. Admitimos la adoración, la dependencia, la obediencia,
el servicio e, incluso, la imitación: todas esas cosas son imaginables, pero no
la amistad. Y por otra parte, cuando recordamos que Jesucristo asumió un alma
humana como la nuestra, un alma capaz de alegrías y tristezas, abierta a las
acometidas de la pasión y a las tentaciones, un alma que experimentó la
angustia y el gozo, el sufrimiento de la oscuridad y la alegría de la luz;
cuando a través de nuestra fe aceptamos todo esto, la posibilidad de entablar
amistad —un hecho vital que conocemos por experiencia—, pero ahora con Cristo,
nos parece incuestionable.
En el plano
humano la amistad supone siempre la unión de las almas. Pues bien, lo mismo
sucede en el caso del hombre con Cristo, cuya alma es el punto de unión entre
Su Divinidad y nuestra humanidad. Recibimos Su Cuerpo en la boca, rendimos
totalmente nuestro ser ante Su Divinidad, pero solamente a través de la amistad
abrazamos Su Alma con la nuestra.
***
La amistad
humana se inicia generalmente por algún detalle externo. Captamos una frase,
percibimos una inflexión de voz, advertimos una forma de mirar o un modo de
caminar. Y estas leves impresiones nos parecen el comienzo de un mundo nuevo.
Consideramos estos detalles como la señal de todo un universo que se oculta
tras ellos; creemos haber descubierto al alma que coincide exactamente con la
nuestra, al temperamento que, por su semejanza o por su armoniosa diferencia,
es perfectamente adecuado para ser el compañero del nuestro. Así comienza el proceso
de la amistad: nos damos a conocer y conocemos al otro; encontramos, paso a
paso, lo que habíamos esperado, y comprobamos lo que imaginábamos. Y el amigo,
por su parte, sigue el mismo itinerario, hasta que llega el momento en que, por
una crisis o tras un período de prueba, podemos descubrir que nos hemos
equivocado, que hemos defraudado al otro o que el proceso ha seguido un curso
diferente. Y como ocurre con el paso de las estaciones, ya no hay más frutos
que esperar por ninguna de las dos partes.
Pues bien,
la amistad divina suele comenzar del mismo modo. Puede surgir en el momento de
recibir algún sacramento —un hecho repetido miles de veces—, al arrodillamos
delante del nacimiento en Navidad o acompañando al Señor en un Vía Crucis. Hemos
hecho esos gestos o hemos participado en esas ceremonias frecuentemente, unas
veces con indiferencia y otras con fervor. De repente, un día surge en nosotros
un sentimiento nuevo. Por primera vez comprendemos que el Divino Niño que abre
sus brazos en el pesebre, no sólo desea abrazar al mundo (¡tendría que ser tan
pequeño!), sino a nuestra propia alma en particular. Contemplamos a Jesús,
ensangrentado y exhausto, alzándose tras su tercera caída, y sentimos que nos
pide ayuda para soportar su carga. La mirada de sus divinos ojos se cruza con
la nuestra transmitiéndonos un sentimiento o un mensaje que nunca habíamos
asociado a nuestras relaciones con El. Y fueron sólo unos detalles en
apariencia insignificantes. Golpeó en nuestra puerta y le abrimos; nos llamó y
le contestamos. De ahora en adelante, pensamos, El es nuestro y nosotros somos
suyos; por fin hemos encontrado al amigo que buscábamos hace tanto tiempo; aquí
está el alma que se compenetra perfectamente con la nuestra; la única
personalidad que puede dominarnos. Jesucristo ha dado un salto de dos mil años
y está a nuestro lado: se ha salido del fresco; se ha levantado del pesebre...
«Mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado».
***
Así se
inició la amistad. Ahora comienza el proceso.
La clave de
una perfecta amistad consiste en que los amigos se den a conocer mutuamente,
dejando a un lado las reservas y mostrándose tal y como cada uno es.
La primera
etapa, pues, de la amistad divina es la revelación del mismo Jesucristo. En
nuestra vida espiritual, haya sido tibia o fervorosa, se ha dado un elemento
predominante de inconsistencia. Es cierto que hemos sido dóciles, que nos hemos
esforzado por evitar el pecado, que hemos recibido la gracia, la hemos perdido
y la hemos recuperado, que hemos adquirido méritos o los hemos desperdiciado,
que hemos intentado cumplir con nuestros deberes y procurado mejorar y amar.
Todo ello es cierto delante de Dios, pero no ha calado en nuestro propio ser.
¿Hemos rezado? Sí, aunque escasamente. Hemos hecho meditación: nos planteamos
un tema, reflexionamos sobre él, hacemos un propósito y terminamos, siempre con
el reloj a la vista para no alargarla demasiado.
Pero después de aquella nueva y maravillosa experiencia todo
cambia. Jesús empieza a mostramos no sólo las maravillas de su pasado, sino la
gloria de su presencia. Comienza a vivir con nosotros, rompe el molde en el que
le había metido nuestra imaginación: vive, se mueve, habla, actúa, toma un
camino u otro, y todo ante nuestra mirada. Comienza a revelamos los secretos
que se ocultan en Su humanidad. Hemos oído hablar de sus obras desde que éramos
niños, rezamos el Credo, conocemos el Evangelio... Y sin embargo, ahora pasamos
del conocimiento de sus hechos al conocimiento de Él. Empezamos a comprender
que la Vida Eterna comienza en el momento presente, porque consiste en
«conocerte a Ti, el único Dios verdadero y a Jesucristo Tu enviado». Nuestro
Dios se ha convertido en nuestro Amigo.
Jesús, por
su parte, nos pide lo mismo que nos ofrece. Se nos manifiesta abiertamente y
exige que hagamos lo mismo. Como nuestro Dios, conoce cada fibra de los seres
que ha creado, y como nuestro Salvador, cada circunstancia pasada en la que
fuimos infieles a sus mandatos; pero como nuestro Amigo, espera que se lo
contemos.
Podríamos
decir que la diferencia entre el trato con un conocido y el que establecemos
con un amigo radica en que, en el primer caso, tratamos de disimular para
presentar una imagen agradable y atractiva; empleamos el lenguaje como un
disfraz y la conversación como un camuflaje. En el segundo caso, dejamos a un
lado los convencionalismos y las «presentaciones» e intentamos mostrarnos tal y
como somos, abriéndole nuestro corazón.
Esto es,
pues, lo que la amistad divina requiere de nosotros. Hasta ahora el Señor se ha
contentado con muy poco. Ha aceptado el diezmo de nuestro dinero, una hora de
nuestro tiempo, unos cuantos pensamientos y algunos sentimiento demostrados en
ceremonias religiosas y de culto. Él ha aceptado todo lo que le hemos dado, en
lugar de darnos nosotros mismos. A partir de ahora nos pide que acabemos con
todo eso, que nos abramos a El completa y rendidamente, que nos mostremos tal y
como somos en una palabra, que dejemos a un lado esos ingenuo cumplidos y
seamos profundamente auténticos.
Cuando un
alma cree sentirse desilusionada o defraudada de la amistad divina no suele ser
porque haya traicionado u ofendido a su Señor, o porque no haya estado a
la altura de las circunstancias en otros aspectos, sino porque nunca le ha
tratado como a un amigo, ni ha sido lo bastante valiente como para cumplir la
condición imprescindible en una auténtica amistad: la total sinceridad con El.
Es menos ofensivo decir rotundamente «No puedo hacer lo que me pides porque soy
cobarde», que esgrimir unas razones excelentes para no hacerlo.
***
En pocas
palabras, este debe ser el camino de la amistad divina. En adelante iremos
estudiando con detalle algunos aspectos que la caracterizan. Nos debe alentar
el pensamiento de que vamos a emprender un camino que han recorrido ya muchas
almas antes que nosotros. Con todo, la historia de nuestra amistad con
Jesucristo será algo que rompe todos los esquemas preconcebidos, una
experiencia irrepetible.
Hay momentos
de fascinante felicidad —en la comunión o en la oración—, momentos que se nos
antojan experiencias imborrables en la vida, y ciertamente lo son; momentos en
los que todo el ser se siente invadido e inundado por el amor: cuando el
Sagrado Corazón no es ya un mero objeto de adoración sino algo vibrante que
late en nosotros; cuando nos rodean los brazos del esposo y nos besa en los
labios...
Hay también
momentos de tranquilidad y placidez, de un cariño sereno y profundo al mismo
tiempo, de un afecto y un entendimiento mutuo que satisfacen todos los anhelos
de nuestra mente y de nuestro corazón.
Pero hay
también períodos —meses o años— de miseria y aridez, en los que nos parece
necesario tener paciencia con nuestro divino Amigo; ocasiones en las que
creemos sentir su desdén o frialdad. Y habrá realmente momentos en los que
tendremos que recurrir a toda nuestra lealtad para no abandonarle
decepcionados. Habrá incomprensión, sombras, tinieblas...
Después,
con el transcurso del tiempo y según vayamos superando la crisis, volveremos a
confirmar la convicción que nos unió a nuestro Amigo. Porque realmente la suya
es la única amistad en la que no cabe decepción posible, y El, el único amigo
que no puede fallar. Es la única amistad en la que nuestra humildad y nuestra
entrega nunca serán suficientes, nuestras confidencias nunca demasiado íntimas,
ni nuestros sacrificios lo bastante grandes. Este Amigo y su amistad justifican
plenamente las palabras de uno de sus íntimos: «...porque todo lo considero
basura ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien he
sacrificado todas las cosas por ganar a Cristo».
Vida Cristiana
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