Queridos: En este domingo, en el que la palabra de Dios nos acerca al misterio de la resurrección de los muertos, no esperéis de mí una reflexión sobre la naturaleza de este acontecimiento salvador o el significado que puede tener para cada uno de nosotros y para la comunidad eclesial. Sólo pretendo que podamos decir con verdad: “Creo en la resurrección de los muertos”, de modo que esta fe, no sea una ilusión proyectada sobre un futuro incierto, sino una luz que, iluminando el presente, nos ayude a discernir en cada circunstancia de la vida lo que es justo, lo que es bueno, lo que es verdadero, lo que es santo.
Cuando digo: “Creo en la resurrección de los muertos”, en realidad estoy confesando el poder creador de Dios, la libertad de su amor infinito, la fidelidad del Rey del universo a su palabra, a sus promesas, a su alianza.
Cuando digo: “Creo en la resurrección de los muertos”, confieso que el Señor se ha comprometido conmigo para librarme de la opresión del pecado y de mi servidumbre a la muerte.
Cuando digo: “Creo en la resurrección de los muertos”, todo mi ser confiesa que mi Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.
Y porque he confesado lo que creo, he puesto sobre roca firme el fundamento de la esperanza, y puedo decir con verdad, como aquellos siete hermanos a quienes un rey inicuo amenaza con la muerte: Dios mismo nos resucitará; de él recibiremos multiplicado lo que en la vida nosotros le entregamos; de él recobraremos lo que ahora con violencia un rey malvado nos pueda arrebatar. Y porque confesamos lo que creemos, y esperamos lo que la fe nos promete, de la fe y la esperanza recibiremos la fuerza que necesitamos para guardar con fidelidad la ley del Señor.
Nosotros decimos: “Creo en la resurrección de los muertos”. Y es como si en el corazón de cada uno se hallase recogida toda la esperanza del salmista: “Al despertar, me saciaré de tu semblante, Señor”. En realidad, aquel “creo en la resurrección de los muertos”, es nuestro modo de decir: “al despertar, me saciaré de tu semblante, Señor”.
Contemplad ahora, queridos, al salmista, a los siete hermanos que mueren por su fidelidad a la ley del Señor, a Jesús de Nazaret que está llegando al final de su éxodo de este mundo al Padre, y poned en el corazón y en los labios de cada uno de ellos las palabras del salmo con el que hemos orado, y sacad a la luz los tesoros de fe, esperanza y amor que cada corazón encierra.
“Escucha mi apelación, atiende a mis clamores, presta oído a mi súplica, a la sombra de tus alas escóndeme”. Para el salmista, para los mártires, para Jesús, también para nosotros, ¡cuánta tensión y cuánta paz!, ¡qué cerca la muerte y qué cierta la vida! En verdad, Dios “nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza”.
“Al despertar, me saciaré de tu semblante”, dice el salmista, el inocente injustamente acusado, que acude al tribunal de Dios, justo juez, y espera que en la mañana será admitido a su presencia. “Al despertar, me saciaré de tu semblante”, dicen los mártires, los fieles del Señor dispuestos a morir antes que quebrantar su ley y su alianza, pues para ellos habrá una mañana de Dios en la que despertarán de la muerte a la vida, y recibirán de la justicia divina lo que les ha arrebatado la injusticia de los malvados. “Al despertar, me saciaré de tu semblante”, dice Jesús de Nazaret, el inocente crucificado, y lo dice con palabras de Hijo que, sufriendo, aprende la perfección de la obediencia y la esperanza: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”.
“Al despertar, me saciaré de tu semblante”, decimos nosotros, y nuestra vida se ilumina entera con la luz de Cristo resucitado, y volvemos los ojos y el corazón hacia esa mañana de Dios, en la que, resucitados con Cristo, despertaremos del sueño de la muerte y se manifestará, también en nosotros, la gloria del Señor.
Queridos, vosotros sois el pueblo de los que siguen a Cristo resucitado y esperan que amanezca el día en que resucitaréis con Cristo.
Mientras tanto, sois hombres y mujeres del domingo, que hacen comunión con Aquel a quien siguen, y en Él ya son, de modo misterioso y verdadero, lo que esperan ser.
¡Feliz espera! ¡Feliz domingo!
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