Ø La alegría
humana y la participación en la alegría de Cristo.
Cfr. Pablo VI,
Exhortación Apostólica «Gaudete in Domino», 9 de mayo de 1975.
v
Existen diversos grados en la «felicidad». Las
alegrías naturales - humanas - y la alegría en Cristo.
·
n. 6. Como es sabido, existen diversos grados en esta
«felicidad». Su expresión más noble es la
alegría o «felicidad» en
sentido estricto, cuando el hombre, a nivel de sus facultades superiores,
encuentra su satisfacción en la posesión de un bien conocido y amado [Cf. SanTomás, Suma teológica, I-II, q. 31, a. 3].
De esta manera el hombre experimenta la alegría cuando se halla en armonía con
la naturaleza y sobre todo la experimenta en el encuentro, la participación y
la comunión con los demás. Con mayor razón conoce la alegría y felicidad espirituales
cuando su espíritu entra en posesión de Dios, conocido y amado como bien
supremo e inmutable [Santo Tomás, ibíd. II-II, q. 28, a. 1 y 4].
Poetas, artistas, pensadores, hombres y mujeres simplemente disponibles a una
cierta luz interior, pudieron, antes de la venida de Cristo, y pueden en
nuestros días, experimentar de alguna manera la alegría de Dios.
o
La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar
las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría.
·
n. 8. La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las
ocasiones de placer, pero encuentra
muy difícil engendrar la
alegría. Porque la alegría tiene otro origen. Es espiritual. El dinero, el
confort, la higiene, la seguridad material no faltan con frecuencia; sin
embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza forman parte, por desgracia, de la
vida de muchos. Esto llega a veces hasta la angustia y la desesperación que ni
la aparente despreocupación ni el frenesí del gozo presente o los paraísos
artificiales logran evitar. ¿Será que nos sentimos impotentes para dominar el
progreso industrial y planificar la sociedad de una manera humana? ¿Será que el
porvenir aparece demasiado incierto y la vida humana demasiado amenazada? ¿O no
se trata más bien de soledad, de sed de amor y de compañía no satisfecha, de un
vacío mal definido?
o
El cristiano podrá purificar, completar y
sublimar las alegrías naturales, pero no puede despreciarlas. La alegría
cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales. Frecuentemente Cristo
ha anunciado el Reino de los Cielos a partir de ellas.
·
n. 12. Sería también necesario un esfuerzo paciente para
aprender a gustar simplemente las
múltiples alegrías humanas
que el Creador pone en nuestro camino: la alegría exultante de la existencia y
de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría
tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del
trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría
transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría
exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas,
sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre
capaz de alegrías naturales. Frecuentemente, ha sido a partir de éstas como
Cristo ha anunciado el Reino de los cielos.
o
El hombre puede verdaderamente entrar en la
alegría acercándose a Dios y apartándose del pecado.
·
n. 15. El hombre puede verdaderamente entrar en la alegría
acercándose a Dios y apartándose
del
pecado. Sin duda alguna «la carne y la sangre» son incapaces de conseguirlo (cf
Mt 16, 17). Pero la Revelación puede abrir esta perspectiva y la gracia
puede operar esta conversión. Nuestra intención es precisamente invitaros a las
fuentes de la alegría cristiana. ¿Cómo podríamos hacerlo sin ponernos nosotros
mismos frente al designio de Dios y a la escucha de la Buena Nueva de su Amor?.
o
La alegría de Jesús
§ El,
palpablemente, ha conocido, apreciado, ensalzado toda una gama de alegrías
humanas, de esas alegrías sencillas y cotidianas que están al alcance de todos.
·
n. 23. Hagamos ahora un alto para contemplar la persona de
Jesús, en el curso de su vida
terrena.
El ha experimentado en su humanidad todas nuestras alegrías. El, palpablemente,
ha conocido, apreciado, ensalzado toda una gama de alegrías humanas, de esas
alegrías sencillas y cotidianas que están al alcance de todos. La profundidad
de su vida interior no ha desvirtuado la claridad de su mirada, ni su
sensibilidad. Admira los pajarillos del cielo y los lirios del campo. Su mirada
abarca en un instante cuanto se ofrecía a la mirada de Dios sobre la creación
en el alba de la historia. El exalta de buena gana la alegría del sembrador y
del segador; la del hombre que halla un tesoro escondido; la del pastor que
encuentra la oveja perdida o de la mujer que halla la dracma; la alegría de los
invitados al banquete, la alegría de las bodas; la alegría del padre cuando
recibe a su hijo, al retorno de una vida de pródigo; la de la mujer que acaba
de dar a luz un niño. Estas alegrías humanas tienen para Jesús tanta mayor
consistencia en cuanto son para él signos de las alegrías espirituales del
Reino de Dios: alegría de los hombres que entran en este Reino, vuelven a él o
trabajan en él, alegría del Padre que los recibe. Por su parte, el mismo Jesús
manifiesta su satisfacción y su ternura, cuando se encuentra con los niños
deseosos de acercarse a él, con el joven rico, fiel y con ganas de ser
perfecto; con amigos que le abren las puertas de su casa como Marta, María y
Lázaro.
§ La
felicidad mayor de Jesús: ver la acogida que se da a la Palabra, la liberación
de los posesos, la conversión de una mujer pecadora y de un publicano como
Zaqueo, la generosidad de la viuda.
Su felicidad mayor es ver la acogida que se da a la
Palabra, la liberación de los posesos, la conversión de una mujer pecadora y de
un publicano como Zaqueo, la generosidad de la viuda. El mismo se siente
inundado por una gran alegría cuando comprueba que los más pequeños tienen
acceso a la revelación del Reino, cosa que queda escondida a los sabios y
prudentes (Lc 10,21). Sí, «habiendo Cristo compartido en todo nuestra
condición humana, menos en el pecado» [Plegaria eucarística n. IV; cf. Heb 4,15],
él ha aceptado y gustado las alegrías afectivas y espirituales, como un don de
Dios. Y no se concedió tregua alguna hasta que no «hubo anunciado la salvación
a los pobres, a los afligidos el consuelo» (cf. Lc 14,18). El evangelio
de Lucas abunda de manera particular en esta semilla de alegría. Los milagros
de Jesús, las palabras del perdón son otras tantas muestras de la bondad
divina: la gente se alegraba por tantos portentos como hacía (cf. Lc
13,17) y daba gloria a Dios. Para el cristiano, como para Jesús, se trata de
vivir las alegrías humanas, que el Creador le regala, en acción de gracias al
Padre.
§ El
secreto de la insondable alegría que Jesús lleva dentro de sí: es el amor
inefable con que se sabe amado por su Padre.
·
n. 24. Aquí nos interesa destacar el secreto de la insondable
alegría que Jesús lleva dentro de sí
y
que le es propia. Es sobre todo el evangelio de san Juan el que nos descorre el
velo, descubriéndonos las palabras íntimas del Hijo de Dios hecho hombre. Si
Jesús irradia esa paz, esa seguridad, esa alegría, esa disponibilidad, se debe
al amor inefable con que se sabe amado por su Padre. Después de su bautismo a
orillas del Jordán, este amor, presente desde el primer instante de su
Encarnación, se hace manifiesto: «Tu eres mi hijo amado, mi predilecto» (Lc
3,22). Esta certeza es inseparable de la conciencia de Jesús. Es una presencia
que nunca lo abandona (cf. Jn 16,32). Es un conocimiento íntimo el que
lo colma: «El Padre me conoce y yo conozco al Padre» (Jn 10,15). Es un
intercambio incesante y total: «Todo lo que es mío es tuyo, y todo lo que es
tuyo es mío» (Jn 17,19). El Padre ha dado al Hijo el poder de juzgar y
de disponer de la vida. Entre ellos se da una inhabitación recíproca: «Yo estoy
en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,10). En correspondencia, el
Hijo tiene para con el Padre un amor sin medida: «Yo amo al Padre y procedo
conforme al mandato del Padre» (Jn 14,31). Hace siempre lo que place al
Padre, es ésta su «comida» (cf. Jn 8,29; 4,34). Su disponibilidad llega
hasta la donación de su vida humana, su confianza hasta la certeza de
recobrarla: «Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida, para
recobrarla de nuevo» (Jn 10,17). En este sentido, él se alegra de ir al
padre. No se trata, para Jesús, de una toma de conciencia efímera: es la
resonancia, en su conciencia de hombre, del amor que él conoce desde siempre,
en cuanto Dios, en el seno de Padre: «Tú me has amado antes de la creación del
mundo» (Jn 17,24). Existe una relación incomunicable de amor, que se
confunde con su existencia de Hijo y que constituye el secreto de la vida
trinitaria: el Padre aparece en ella como el que se da al Hijo, sin reservas y
sin intermitencias, en un palpitar de generosidad gozosa, y el Hijo, como el
que se da de la misma manera al Padre con un impulso de gozosa gratitud, en el
Espíritu Santo.
o
La participación en la alegría de Cristo de los discípulos y de todos cuantos
creen en Cristo. Es la alegría del Reino de Dios, que es concedida a lo largo
de un camino escarpado y que requiere una confianza total en el Padre y en el
Hijo.
·
n. 25. De ahí que los discípulos y todos cuantos creen en
Cristo, estén llamados a participar de
esta
alegría. Jesús quiere que sientan dentro de sí su misma alegría en plenitud:
«Yo les he revelado tu nombre, para que el amor con que tú me has amado esté en
ellos y también yo esté en ellos» (Jn 17,26).
·
n. 26. Esta alegría
de estar dentro del amor de Dios comienza ya aquí abajo. Es la alegría del Reino
de
Dios.
Pero es una alegría concedida a lo largo de un camino escarpado, que requiere
una confianza total en el Padre y en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas
del Reino. El mensaje de Jesús promete ante todo la alegría, esa alegría
exigente; ¿no se abre con las bienaventuranzas? «Dichosos vosotros los pobres,
porque el Reino de los cielos es vuestro. Dichosos vosotros lo que ahora pasáis
hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos vosotros, los que ahora lloráis,
porque reiréis» (Lc 6,20-21).
Vida Cristiana
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