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sábado, 16 de diciembre de 2017

La alegría humana y la participación en la alegría de Cristo. Cfr. Pablo VI, Exhortación Apostólica «Gaudete in Domino», 9 de mayo de 1975.


Ø La alegría humana y la participación en la alegría de Cristo.

      Cfr. Pablo VI, Exhortación Apostólica «Gaudete in Domino», 9 de mayo de 1975.


v  Existen diversos grados en la «felicidad». Las alegrías naturales - humanas - y la alegría en Cristo.


·         n. 6. Como es sabido, existen diversos grados en esta «felicidad». Su expresión más noble es la
alegría o «felicidad» en sentido estricto, cuando el hombre, a nivel de sus facultades superiores, encuentra su satisfacción en la posesión de un bien conocido y amado [Cf. SanTomás, Suma teológica, I-II, q. 31, a. 3]. De esta manera el hombre experimenta la alegría cuando se halla en armonía con la naturaleza y sobre todo la experimenta en el encuentro, la participación y la comunión con los demás. Con mayor razón conoce la alegría y felicidad espirituales cuando su espíritu entra en posesión de Dios, conocido y amado como bien supremo e inmutable [Santo Tomás, ibíd. II-II, q. 28, a. 1 y 4]. Poetas, artistas, pensadores, hombres y mujeres simplemente disponibles a una cierta luz interior, pudieron, antes de la venida de Cristo, y pueden en nuestros días, experimentar de alguna manera la alegría de Dios.

o   La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría.

·         n. 8. La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra
muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría tiene otro origen. Es espiritual. El dinero, el confort, la higiene, la seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza forman parte, por desgracia, de la vida de muchos. Esto llega a veces hasta la angustia y la desesperación que ni la aparente despreocupación ni el frenesí del gozo presente o los paraísos artificiales logran evitar. ¿Será que nos sentimos impotentes para dominar el progreso industrial y planificar la sociedad de una manera humana? ¿Será que el porvenir aparece demasiado incierto y la vida humana demasiado amenazada? ¿O no se trata más bien de soledad, de sed de amor y de compañía no satisfecha, de un vacío mal definido?

o   El cristiano podrá purificar, completar y sublimar las alegrías naturales, pero no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales. Frecuentemente Cristo ha anunciado el Reino de los Cielos a partir de ellas.

·         n. 12. Sería también necesario un esfuerzo paciente para aprender a gustar simplemente las
múltiples alegrías humanas que el Creador pone en nuestro camino: la alegría exultante de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales. Frecuentemente, ha sido a partir de éstas como Cristo ha anunciado el Reino de los cielos.

o   El hombre puede verdaderamente entrar en la alegría acercándose a Dios y apartándose del pecado.

·         n. 15. El hombre puede verdaderamente entrar en la alegría acercándose a Dios y apartándose
del pecado. Sin duda alguna «la carne y la sangre» son incapaces de conseguirlo (cf Mt 16, 17). Pero la Revelación puede abrir esta perspectiva y la gracia puede operar esta conversión. Nuestra intención es precisamente invitaros a las fuentes de la alegría cristiana. ¿Cómo podríamos hacerlo sin ponernos nosotros mismos frente al designio de Dios y a la escucha de la Buena Nueva de su Amor?.

o   La alegría de Jesús

§  El, palpablemente, ha conocido, apreciado, ensalzado toda una gama de alegrías humanas, de esas alegrías sencillas y cotidianas que están al alcance de todos.
·         n. 23. Hagamos ahora un alto para contemplar la persona de Jesús, en el curso de su vida
terrena. El ha experimentado en su humanidad todas nuestras alegrías. El, palpablemente, ha conocido, apreciado, ensalzado toda una gama de alegrías humanas, de esas alegrías sencillas y cotidianas que están al alcance de todos. La profundidad de su vida interior no ha desvirtuado la claridad de su mirada, ni su sensibilidad. Admira los pajarillos del cielo y los lirios del campo. Su mirada abarca en un instante cuanto se ofrecía a la mirada de Dios sobre la creación en el alba de la historia. El exalta de buena gana la alegría del sembrador y del segador; la del hombre que halla un tesoro escondido; la del pastor que encuentra la oveja perdida o de la mujer que halla la dracma; la alegría de los invitados al banquete, la alegría de las bodas; la alegría del padre cuando recibe a su hijo, al retorno de una vida de pródigo; la de la mujer que acaba de dar a luz un niño. Estas alegrías humanas tienen para Jesús tanta mayor consistencia en cuanto son para él signos de las alegrías espirituales del Reino de Dios: alegría de los hombres que entran en este Reino, vuelven a él o trabajan en él, alegría del Padre que los recibe. Por su parte, el mismo Jesús manifiesta su satisfacción y su ternura, cuando se encuentra con los niños deseosos de acercarse a él, con el joven rico, fiel y con ganas de ser perfecto; con amigos que le abren las puertas de su casa como Marta, María y Lázaro.
§  La felicidad mayor de Jesús: ver la acogida que se da a la Palabra, la liberación de los posesos, la conversión de una mujer pecadora y de un publicano como Zaqueo, la generosidad de la viuda.
Su felicidad mayor es ver la acogida que se da a la Palabra, la liberación de los posesos, la conversión de una mujer pecadora y de un publicano como Zaqueo, la generosidad de la viuda. El mismo se siente inundado por una gran alegría cuando comprueba que los más pequeños tienen acceso a la revelación del Reino, cosa que queda escondida a los sabios y prudentes (Lc 10,21). Sí, «habiendo Cristo compartido en todo nuestra condición humana, menos en el pecado» [Plegaria eucarística n. IV; cf. Heb 4,15], él ha aceptado y gustado las alegrías afectivas y espirituales, como un don de Dios. Y no se concedió tregua alguna hasta que no «hubo anunciado la salvación a los pobres, a los afligidos el consuelo» (cf. Lc 14,18). El evangelio de Lucas abunda de manera particular en esta semilla de alegría. Los milagros de Jesús, las palabras del perdón son otras tantas muestras de la bondad divina: la gente se alegraba por tantos portentos como hacía (cf. Lc 13,17) y daba gloria a Dios. Para el cristiano, como para Jesús, se trata de vivir las alegrías humanas, que el Creador le regala, en acción de gracias al Padre.
§  El secreto de la insondable alegría que Jesús lleva dentro de sí: es el amor inefable con que se sabe amado por su Padre.
·         n. 24. Aquí nos interesa destacar el secreto de la insondable alegría que Jesús lleva dentro de sí
y que le es propia. Es sobre todo el evangelio de san Juan el que nos descorre el velo, descubriéndonos las palabras íntimas del Hijo de Dios hecho hombre. Si Jesús irradia esa paz, esa seguridad, esa alegría, esa disponibilidad, se debe al amor inefable con que se sabe amado por su Padre. Después de su bautismo a orillas del Jordán, este amor, presente desde el primer instante de su Encarnación, se hace manifiesto: «Tu eres mi hijo amado, mi predilecto» (Lc 3,22). Esta certeza es inseparable de la conciencia de Jesús. Es una presencia que nunca lo abandona (cf. Jn 16,32). Es un conocimiento íntimo el que lo colma: «El Padre me conoce y yo conozco al Padre» (Jn 10,15). Es un intercambio incesante y total: «Todo lo que es mío es tuyo, y todo lo que es tuyo es mío» (Jn 17,19). El Padre ha dado al Hijo el poder de juzgar y de disponer de la vida. Entre ellos se da una inhabitación recíproca: «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,10). En correspondencia, el Hijo tiene para con el Padre un amor sin medida: «Yo amo al Padre y procedo conforme al mandato del Padre» (Jn 14,31). Hace siempre lo que place al Padre, es ésta su «comida» (cf. Jn 8,29; 4,34). Su disponibilidad llega hasta la donación de su vida humana, su confianza hasta la certeza de recobrarla: «Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida, para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17). En este sentido, él se alegra de ir al padre. No se trata, para Jesús, de una toma de conciencia efímera: es la resonancia, en su conciencia de hombre, del amor que él conoce desde siempre, en cuanto Dios, en el seno de Padre: «Tú me has amado antes de la creación del mundo» (Jn 17,24). Existe una relación incomunicable de amor, que se confunde con su existencia de Hijo y que constituye el secreto de la vida trinitaria: el Padre aparece en ella como el que se da al Hijo, sin reservas y sin intermitencias, en un palpitar de generosidad gozosa, y el Hijo, como el que se da de la misma manera al Padre con un impulso de gozosa gratitud, en el Espíritu Santo.

o   La participación en la alegría de  Cristo de los discípulos y de todos cuantos creen en Cristo. Es la alegría del Reino de Dios, que es concedida a lo largo de un camino escarpado y que requiere una confianza total en el Padre y en el Hijo.


·         n. 25. De ahí que los discípulos y todos cuantos creen en Cristo, estén llamados a participar de
esta alegría. Jesús quiere que sientan dentro de sí su misma alegría en plenitud: «Yo les he revelado tu nombre, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y también yo esté en ellos» (Jn 17,26).

·         n. 26.  Esta alegría de estar dentro del amor de Dios comienza ya aquí abajo. Es la alegría del Reino de
Dios. Pero es una alegría concedida a lo largo de un camino escarpado, que requiere una confianza total en el Padre y en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas del Reino. El mensaje de Jesús promete ante todo la alegría, esa alegría exigente; ¿no se abre con las bienaventuranzas? «Dichosos vosotros los pobres, porque el Reino de los cielos es vuestro. Dichosos vosotros lo que ahora pasáis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos vosotros, los que ahora lloráis, porque reiréis» (Lc 6,20-21).



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