AÑO 2008
Me llamaron las voluntarias de Cáritas: _Padre, aquí ha venido un chico y no sabemos qué hacer con él. Está sin habla, aterrorizado.
Me acerqué, me dijeron su nombre, un nombre extraño que no consigo recordar. Era un hombre joven. La piel, negro azabache. No hablaba, pero en su rostro llevaba escrita una historia de lágrimas, de angustia, como si viviese dentro de una terrible pesadilla… como si aquellos ojos hubiesen visto de cerca el mal, tan de cerca que el hombre se halló devuelto violentamente al niño que hace tiempo había dejado de ser. El sufrimiento había dejado en aquel hombre la vulnerabilidad de la infancia.
Lo habían encontrado congelado: el invierno no entiende de misericordia. Lo habían recogido y ayudado, pero aquel hombre, más incluso que de una ayuda, me pareció necesitado de una madre.
* * *
La celebración eucarística se abre hoy con una invitación apremiante: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca”.
La alegría es un sentimiento que se lleva dentro, y cuando decimos «dentro», decimos «en el corazón», «en el alma», en lo más íntimo de nosotros mismos. Pero donde la alegría se deja ver es en el rostro, espejo del alma y ventana por la que asoma el corazón.
En este domingo, los hijos de la Iglesia somos invitados a vivir anticipada la alegría propia de la Navidad, y la razón única por la que ese gozo se anticipa es que “el Señor está cerca”: Está cerca la celebración anual de su venida. Está cerca el Señor por su venida a nosotros “en espíritu y en poder” cada día de nuestra vida. Está cerca el Señor en su palabra, en su cuerpo repartido, en su cuerpo eclesial.
* * *
Infierno o cielo, terror o alegría, el mal o el bien, cada uno de nosotros lleva marcada en el rostro la huella de lo que ha vivido “de cerca”.
Mi hermano de color negro azabache había visto la muerte, uniformada de violencia, cruel y fría más que el invierno. Mi hermano de color negro azabache llevaba en el rostro huellas nítidas del infierno al que se había asomado. Y es que el infierno toma cuerpo y se revela sin que hayamos de encender una luz para verlo o de abrir los ojos para percibirlo. Es más fácil describir el infierno que el cielo; será porque también es más fácil verlo de cerca.
A nosotros, sin embargo, el apóstol nos invita y con insistencia a “estar siempre alegres”, invitación oportuna y necesaria, pues los creyentes, que experimentamos en carne viva el infierno, sólo podremos conocer la cercanía del Señor, razón y fuente de nuestra alegría, si ilumina nuestros ojos la luz de la fe.
Al decirnos: “el Señor está cerca”, el apóstol busca encender en nuestro espíritu esa luz poderosa que permite ver, saber y proclamar: La salvación está cerca, la gracia está cerca, el perdón está cerca, la reconciliación está cerca, la paz está cerca. Que es como decir: Tenemos amparo, tenemos cobijo, tenemos regazo acogedor, tenemos madre, tenemos Dios.
Y llevamos su huella en la mirada: “¡Estad alegres!”
AÑO 2017
El viento ha soplado con fuerza durante toda la noche. Lo acompañaba la lluvia, tan deseada desde hace mucho tiempo. Y con el viento y la lluvia ha llegado también el frío.
Viento, lluvia y frío sobre la noche de la ciudad.
Viento, lluvia y frío sobre el bosque de Beliones, sobre la vida de los pobres a los que una legalidad inicua priva de derechos.
En el silencio de la mañana, el corazón se desahogaba ante el Señor: “No sé qué pedir; no sé qué nos puedes ofrecer, Dios mío, aun siendo Dios; no sé qué milagro sirve hoy para que los oprimidos tengan un respiro”.
Ahora, al acercarme a la liturgia de la eucaristía dominical, me encuentro, Señor, con que todo en ella habla de ti, habla de nosotros y habla de alegría: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres”; “desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios”; “se alegra mi espíritu en Dios mi salvador”; “estad siempre alegres”.
Misterio asombroso es éste: que el invierno, sin consumirse –sin dejar de ser invierno, esa eternidad de nueve años para miles de hombres, mujeres y niños, piel negro azabache-, ese invierno se nos muestra transido siempre de una llamarada de alegría.
Descálzate, Iglesia en Adviento, pues el sitio que pisas es terreno sagrado.
Tú sabes que la alegría se llama Jesús de Nazaret: A donde él llega, los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados. Con él llegó a la vida de tus hijos la paz, la esperanza, la justificación, la bienaventuranza. Con él se acercó a ti, a tu invierno, un Dios con entrañas de madre, con brazos de padre, una llamarada que, por ser de amor, es de eterna alegría.
Y sabes también que has de compartir lo que has recibido: Has sido evangelizada para evangelizar. Has sido llenada de alegría para alegrar.
* * *
Desde aquella mañana en el despacho de Cáritas a la Eucaristía de este domingo han pasado nueve años.
Espero que aquel hermano entonces enmudecido, y cuantos como él han experimentado el invierno y han visto de cerca el infierno, hayan encontrado en vosotros, Iglesia amada del Señor, el rostro amable de Cristo, el regazo entrañable de una madre, la ternura del corazón de Dios.
Os lo repito: ¡Estad alegres!
Me llamaron las voluntarias de Cáritas: _Padre, aquí ha venido un chico y no sabemos qué hacer con él. Está sin habla, aterrorizado.
Me acerqué, me dijeron su nombre, un nombre extraño que no consigo recordar. Era un hombre joven. La piel, negro azabache. No hablaba, pero en su rostro llevaba escrita una historia de lágrimas, de angustia, como si viviese dentro de una terrible pesadilla… como si aquellos ojos hubiesen visto de cerca el mal, tan de cerca que el hombre se halló devuelto violentamente al niño que hace tiempo había dejado de ser. El sufrimiento había dejado en aquel hombre la vulnerabilidad de la infancia.
Lo habían encontrado congelado: el invierno no entiende de misericordia. Lo habían recogido y ayudado, pero aquel hombre, más incluso que de una ayuda, me pareció necesitado de una madre.
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La celebración eucarística se abre hoy con una invitación apremiante: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca”.
La alegría es un sentimiento que se lleva dentro, y cuando decimos «dentro», decimos «en el corazón», «en el alma», en lo más íntimo de nosotros mismos. Pero donde la alegría se deja ver es en el rostro, espejo del alma y ventana por la que asoma el corazón.
En este domingo, los hijos de la Iglesia somos invitados a vivir anticipada la alegría propia de la Navidad, y la razón única por la que ese gozo se anticipa es que “el Señor está cerca”: Está cerca la celebración anual de su venida. Está cerca el Señor por su venida a nosotros “en espíritu y en poder” cada día de nuestra vida. Está cerca el Señor en su palabra, en su cuerpo repartido, en su cuerpo eclesial.
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Infierno o cielo, terror o alegría, el mal o el bien, cada uno de nosotros lleva marcada en el rostro la huella de lo que ha vivido “de cerca”.
Mi hermano de color negro azabache había visto la muerte, uniformada de violencia, cruel y fría más que el invierno. Mi hermano de color negro azabache llevaba en el rostro huellas nítidas del infierno al que se había asomado. Y es que el infierno toma cuerpo y se revela sin que hayamos de encender una luz para verlo o de abrir los ojos para percibirlo. Es más fácil describir el infierno que el cielo; será porque también es más fácil verlo de cerca.
A nosotros, sin embargo, el apóstol nos invita y con insistencia a “estar siempre alegres”, invitación oportuna y necesaria, pues los creyentes, que experimentamos en carne viva el infierno, sólo podremos conocer la cercanía del Señor, razón y fuente de nuestra alegría, si ilumina nuestros ojos la luz de la fe.
Al decirnos: “el Señor está cerca”, el apóstol busca encender en nuestro espíritu esa luz poderosa que permite ver, saber y proclamar: La salvación está cerca, la gracia está cerca, el perdón está cerca, la reconciliación está cerca, la paz está cerca. Que es como decir: Tenemos amparo, tenemos cobijo, tenemos regazo acogedor, tenemos madre, tenemos Dios.
Y llevamos su huella en la mirada: “¡Estad alegres!”
AÑO 2017
El viento ha soplado con fuerza durante toda la noche. Lo acompañaba la lluvia, tan deseada desde hace mucho tiempo. Y con el viento y la lluvia ha llegado también el frío.
Viento, lluvia y frío sobre la noche de la ciudad.
Viento, lluvia y frío sobre el bosque de Beliones, sobre la vida de los pobres a los que una legalidad inicua priva de derechos.
En el silencio de la mañana, el corazón se desahogaba ante el Señor: “No sé qué pedir; no sé qué nos puedes ofrecer, Dios mío, aun siendo Dios; no sé qué milagro sirve hoy para que los oprimidos tengan un respiro”.
Ahora, al acercarme a la liturgia de la eucaristía dominical, me encuentro, Señor, con que todo en ella habla de ti, habla de nosotros y habla de alegría: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres”; “desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios”; “se alegra mi espíritu en Dios mi salvador”; “estad siempre alegres”.
Misterio asombroso es éste: que el invierno, sin consumirse –sin dejar de ser invierno, esa eternidad de nueve años para miles de hombres, mujeres y niños, piel negro azabache-, ese invierno se nos muestra transido siempre de una llamarada de alegría.
Descálzate, Iglesia en Adviento, pues el sitio que pisas es terreno sagrado.
Tú sabes que la alegría se llama Jesús de Nazaret: A donde él llega, los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados. Con él llegó a la vida de tus hijos la paz, la esperanza, la justificación, la bienaventuranza. Con él se acercó a ti, a tu invierno, un Dios con entrañas de madre, con brazos de padre, una llamarada que, por ser de amor, es de eterna alegría.
Y sabes también que has de compartir lo que has recibido: Has sido evangelizada para evangelizar. Has sido llenada de alegría para alegrar.
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Desde aquella mañana en el despacho de Cáritas a la Eucaristía de este domingo han pasado nueve años.
Espero que aquel hermano entonces enmudecido, y cuantos como él han experimentado el invierno y han visto de cerca el infierno, hayan encontrado en vosotros, Iglesia amada del Señor, el rostro amable de Cristo, el regazo entrañable de una madre, la ternura del corazón de Dios.
Os lo repito: ¡Estad alegres!
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