“Lo que oímos y aprendimos, lo contaremos a la futura generación”.
A decir “Padre nuestro”, a confiar en Dios, a tener responsabilidad ante Dios, lo aprendí de mis abuelos, de mis padres, de mis maestros, de mi párroco.
Cosas asombrosas de Dios las leí en la Historia sagrada.
A bajar crucifijos de las paredes para dar alivio al Señor crucificado me lo enseñó el que todo lo sabe, aunque yo no sabía para qué me lo enseñaba.
Luego, de franciscanos y benedictinos aprendí las cosas de Dios en la Historia de la salvación.
Y con todos los que han oído y aprendido, vamos contando las obras de Dios, su poder, sus alabanzas.
Oímos, aprendimos y contamos que Dios caminaba con su pueblo en el desierto, que lo guiaba hacia una tierra de libertad y de abundancia, que hizo con su pueblo una alianza de recíproca fidelidad y pertenencia.
Oímos, aprendimos y contamos que Dios alimentó a los hijos de su pueblo con el maná, un pan de gracia recogido bajo la capa de rocío de la mañana, y los hizo vivir con el trigo celeste de la divina palabra.
Oímos, aprendimos y contamos que Dios puso su tienda entre nosotros, y preparó para todos el banquete de su reino, un festín de bendiciones del cielo sobre la vida de los redimidos, de los rescatados, de los liberados, de los justificados, de los salvados, de los resucitados con Cristo.
Oímos, aprendimos y contamos –lo hacemos cada vez que celebramos la eucaristía-, que Jesús, “la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, y dando gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos”, y declaró que aquel pan, del que todos habíamos de comer, era su cuerpo entregado por nosotros.
Hoy, comulgando, aceptamos ese cuerpo entregado, recibimos a Cristo, nos hacemos de Cristo, para ser todos, en Cristo, un solo cuerpo, un solo Cristo.
Entonces, el mismo Espíritu que me enseñó a bajar crucifijos de las paredes, me recuerda que he de aliviar el dolor de Cristo en su cuerpo que son los pobres, y aprendo -¡con cuánta lentitud y poco empeño!- que no resulta coherente comulgar con Cristo en la eucaristía y rechazar a Cristo en los pobres; aprendo que no puedo decir sí a Cristo y decir no a los pobres; aprendo que no habrá eucaristía para mí si no recibo a Cristo en los pobres, si no amo a los pobres, si no cuido de ellos como se supone que cuidaría de Jesús si él, cansado del camino, hambriento y sediento, llegase a mi casa.
Quien rechaza a Cristo en los pobres, come del pan y bebe del cáliz del Señor indignamente, come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propia condenación.
Así he oído y aprendido a Cristo, y así lo voy contando a todos los que esperan salvarse.
No creo equivocarme si digo que nuestra salvación son los pobres en los que Cristo nos visita.
Ciertamente, ellos serán la clave con la que se nos abrirá la puerta del reino que Dios ha preparado para los justos desde la creación del mundo.
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