sábado, 5 de mayo de 2018
Embriaguez: por Santiago Agrelo
La declaración-invitación la hace Jesús a
sus discípulos, y la entendemos hecha hoy a nosotros, los que nos llamamos
cristianos: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi
amor”.
Lo has oído bien, Iglesia cuerpo de Cristo:
para esto se agita el universo, para esto nacieron los mundos, para esto
nacimos, para ser amados con amor divino, con pasión de Dios, para ser amados
como el Padre ama a su Hijo, como Dios ama a Dios, para ser amados y permanecer
en el amor.
El que te ama, te pide que permanezcas en
su amor, que habites en ese amor, que tengas en ese amor la dirección de tu
casa.
Y si preguntas cómo podrá ser eso si tú no
conoces el rostro de tu Señor, si jamás has visto a tu Dios, cómo se puede
morar en el corazón de Dios, el ángel de esta anunciación, Jesús, te acercará a
las puertas del misterio: “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi
amor”.
Entonces le dirás: “Heme aquí”,
estoy dispuesto, “hágase”.
Y él te dirá: “Éste es mi mandamiento:
que os améis unos a otros como yo os he amado”.
Envolver el mundo en el amor con que Dios
nos ama: ése es el modo sencillo y humilde de permanecer en el amor que el Hijo
de Dios nos tiene.
En realidad, ése es el modo sencillo y
humilde que Dios ha escogido para venir a nosotros, para quedarse en nosotros,
habitar en nosotros, poner en nosotros la dirección de su casa.
Habrás observado, hermana mía, hermano mío
–hablo a contemplativos-, que en ese mundo nuevo, en el mundo de los discípulos
del amor, en el mundo del pueblo de Dios, en el mundo-utopía que encontró su
lugar en nuestra fe, no sirve el vino para embriagarse, no cabe el abuso para
alegrarse, no ayuda la arrogancia para ser alguien.
Ebrios nos han de encontrar, como en día
de Pentecostés, cuantos nos oigan hablar
de las grandezas de Dios: ebrios de Espíritu Santo, ebrios de alegría,
ebrios de humildes palabras, de divinas palabras.
Ése es el regalo que nos deja el ángel de
esta anunciación: su alegría en nosotros, la plenitud de su alegría en
nosotros, embriaguez de alegría para todo el pueblo de Dios…
Éste es el mundo de los que reciben al
Hijo, de los que creen en su nombre, de los que han nacido de Dios…
Escucha, cree, comulga, recibe… ama y embriaga
de alegría tu pequeño mundo: Es una utopía que el Espíritu de Dios ha puesto al
alcance de tu mano.
Feliz domingo.
miércoles, 2 de mayo de 2018
6º Domingo de Pascua, Año B (2018). La amistad que me ofrece el Señor.
6º Domingo de Pascua, Año B (2018). La amistad que me
ofrece el Señor. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. La
amistad que Él me ofrece significa que yo trate siempre de conocerle mejor.
Señor, ayúdame a ser cada vez más tu amigo. Las palabras de Jesús sobre la
amistad están en el contexto del discurso sobre la vid. El discípulo de Jesús
debe ponerse en camino, salir de sí
mismo e ir hacia los otros. Nuestra amistad con Dios, que nos ha dado
Jesús, es una amistad que cambia nuestras vidas y nos llena de entusiasmo y
alegría. Nos lleva a vivir como hijos de Dios y nos ayuda a derramar este amor
también sobre los otros y a reconocerlos como hermanos. Jesús es nuestro modelo
en la amistad
v
Cfr. VI Domingo de Pascua Año B 6
de mayo de 2018
Juan 15, 9-17; 1 Juan 4, 7-10
Juan 15, 9-17: 9 Como el Padre me ama, así también os amo yo;
permaneced en mi amor. 10 Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi
amor, como yo he guardado los
mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. 11 Os digo esto, para que mi
alegría esté con vosotros, y vuestra alegría sea plena. 12 Este es mi
mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. 13 Nadie
tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. 14 Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. 15 No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo;
a vosotros os llamo amigos porque todo
lo que he oído a mi Padre os lo he dado
a conocer. 16 No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he
destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi
nombre os lo conceda. 17 Lo que os mando es que os améis los unos a los otros.»
Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os
mando.
(Juan 15, 14)
Nuestra amistad con Dios, que nos ha dado
Jesús, cambia nuestras vidas
y nos llena de entusiasmo y alegría.
Nos lleva a vivir como hijos de Dios
y nos ayuda a derramar este amor también
sobre los otros
y a reconocerlos como hermanos.
1. «Ya no os llamo siervos, sino amigos» (Juan 15, 15)
Cfr. Benedicto XVI, Homilía, Solemnidad de
San Pedro y San Pablo, 29 junio 2011. 60º Aniversario Ordenación
Sacerdotal.
v
¿Qué es realmente la amistad?
o
Él realmente me conoce personalmente. La amistad
que Él me ofrece significa que yo trate siempre de conocerle mejor.
§ Señor,
ayúdame siempre a conocerte mejor. Ayúdame a estar cada vez más unido a tu
voluntad. Ayúdame a vivir mi vida, no para mí mismo, sino junto a Ti para los otros.
Ayúdame a ser cada vez más tu amigo.
¿Qué es realmente
la amistad? Ídem velle, ídem nolle – querer y no querer lo mismo,
decían los antiguos. La amistad es una comunión en el pensamiento y el
deseo. El Señor nos dice lo mismo con gran insistencia: «Conozco a los míos y
los míos me conocen» (cf. Juan 10,14). El Pastor llama a los suyos por
su nombre (cf. Juan 10,3). Él me conoce por mi nombre. No soy un ser
anónimo cualquiera en la inmensidad del universo. Me conoce de manera
totalmente personal. Y yo, ¿le conozco a Él? La amistad que Él me ofrece sólo
puede significar que también yo trate siempre de conocerle mejor; que yo, en la
Escritura, en los Sacramentos, en el encuentro de la oración, en la comunión de
los Santos, en las personas que se acercan a mí y que Él me envía, me esfuerce
siempre en conocerle cada vez más. La amistad no es solamente conocimiento, es
sobre todo comunión del deseo. Significa que mi voluntad crece hacia el «sí» de
la adhesión a la suya. En efecto, su voluntad no es para mí una voluntad
externa y extraña, a la que me doblego más o menos de buena gana. No, en la
amistad mi voluntad se une a la suya a medida que va creciendo; su voluntad se
convierte en la mía, y justo así llego a ser yo mismo. Además de la comunión de
pensamiento y voluntad, el Señor menciona un tercer elemento nuevo: Él da su
vida por nosotros (cf. Juan 15,13; 10,15). Señor, ayúdame siempre a
conocerte mejor. Ayúdame a estar cada vez más unido a tu voluntad. Ayúdame a
vivir mi vida, no para mí mismo, sino junto a Ti para los otros. Ayúdame a ser
cada vez más tu amigo.
v
Las palabras de Jesús sobre la amistad están en
el contexto del discurso sobre la vid.
o
El Señor enlaza la imagen de la vid con una
tarea que encomienda a los discípulos: «Os he elegido y os he destinado para
que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca».
§ El
discípulo de Jesús debe ponerse en camino, salir de sí mismo e ir hacia los otros.
Las palabras de
Jesús sobre la amistad están en el contexto del discurso sobre la vid. El Señor
enlaza la imagen de la vid con una tarea que encomienda a los discípulos: «Os
he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto
permanezca» (Juan 15,16). El primer cometido que da a los discípulos, a
los amigos, es el de ponerse en camino –os he destinado para que vayáis-, de
salir de sí mismos y de ir hacia los otros. Podemos oír juntos aquí también las
palabras que el Resucitado dirige a los suyos, con las que san Mateo concluye
su Evangelio: «Id y enseñad a todos los pueblos...» (cf. Mateo 28,19s).
El Señor nos exhorta a superar los confines del ambiente en que vivimos, a
llevar el Evangelio al mundo de los otros, para que impregne todo y así el
mundo se abra para el Reino de Dios. Esto puede recordarnos que el mismo Dios
ha salido de sí, ha abandonado su gloria, para buscarnos, para traernos su luz
y su amor. Queremos seguir al Dios que se pone en camino, superando la pereza
de quedarnos cómodos en nosotros mismos, para que Él mismo pueda entrar en el
mundo.
o
La tarea del discípulo es la de dar fruto, que
es la uva, de la que se hace el vino.
§ Para
que madure la uva se necesita sol, y lluvia, el día y la noche. Para que madure
un vino de calidad se requiere la paciencia de la fermentación, los atentos
cuidados de los procesos de maduración.
Después de la
palabra sobre el ponerse en camino, Jesús continúa: dad fruto, un fruto que
permanezca. ¿Qué fruto espera Él de nosotros? ¿Cuál es el fruto que permanece?
Pues bien, el fruto de la vid es la uva, del que luego se hace el vino.
Detengámonos un momento en esta imagen. Para que una buena uva madure, se
necesita sol, pero también lluvia, el día y la noche. Para que madure un vino
de calidad, hay que prensar la uva, se requiere la paciencia de la
fermentación, los atentos cuidados que sirven a los procesos de maduración. Un
vino de clase no solamente se caracteriza por su dulzura, sino también por la
riqueza de los matices, la variedad de aromas que se han desarrollado en los
procesos de maduración y fermentación. (…)
Necesitamos el sol
y la lluvia, la serenidad y la dificultad, las fases de purificación y prueba,
y también los tiempos de camino alegre con el Evangelio. Volviendo la mirada
atrás, podemos dar gracias a Dios por ambas cosas: por las dificultades y por
las alegrías, por las horas oscuras y por aquellas felices. En las dos
reconocemos la constante presencia de su amor, que nos lleva y nos sostiene
siempre de nuevo.
o
El vino es imagen del amor: el verdadero fruto
que permanece, el que Dios quiere de nosotros. Amor a Dios y al prójimo.
§ Conlleva
en sí la carga de la paciencia, de la humildad, de la maduración de nuestra
voluntad en la formación e identificación con la voluntad de Dios, la voluntad
de Jesucristo, el Amigo.
El vino que se espera de la uva selecta es sobre todo imagen de la justicia,
que se desarrolla en una existencia vivida según la ley de Dios. De este modo
crece la verdadera alegría.
Ahora,
sin embargo, debemos preguntarnos: ¿Qué clase de fruto es el que espera el
Señor de nosotros? El vino es imagen del amor: éste es el verdadero fruto que
permanece, el que Dios quiere de nosotros. Pero no olvidemos que, en el Antiguo
Testamento, el vino que se espera de la uva selecta es sobre todo imagen de la
justicia, que se desarrolla en una existencia vivida según la ley de Dios. Y no
digamos que esta es una visión veterotestamentaria ya superada: no, ella sigue
siendo siempre verdadera. El auténtico contenido de la Ley, su summa, es
el amor a Dios y al prójimo. Este doble amor, sin embargo, no es simplemente
algo dulce. Conlleva en sí la carga de la paciencia, de la humildad, de la
maduración de nuestra voluntad en la formación e identificación con la voluntad
de Dios, la voluntad de Jesucristo, el Amigo. Sólo así, en el hacerse todo
nuestro ser verdadero y recto, también el amor es verdadero; sólo así es un
fruto maduro. Su exigencia intrínseca, la fidelidad a Cristo y a su Iglesia,
requiere que se cumpla siempre también en el sufrimiento. Precisamente de este
modo, crece la verdadera alegría. En el fondo, la esencia del amor, del verdadero
fruto, se corresponde con las palabras sobre el ponerse en camino, sobre el
salir: amor significa abandonarse, entregarse; lleva en sí el signo de la cruz.
2. El don de la piedad: es nuestra amistad con Dios
Francisco,
Catequesis, Audiencia General, 4 de junio de 2014
v
Es nuestra amistad con Dios, que nos ha dado
Jesús, una amistad que cambia nuestras vidas y nos llena de entusiasmo y
alegría.
o
Nos lleva a vivir como hijos de Dios y nos ayuda
a derramar este amor también sobre los otros y a reconocerlos como hermanos.
§ Seremos capaces de gozar con quien está alegre, de
llorar con quien llora, de estar cerca de quien está solo o angustiado, de
corregir a quien está en error, de consolar a quien está afligido, de acoger y
socorrer a quien está necesitado.
Indica
nuestra pertenencia a Dios y nuestro profundo vínculo con Él, un vínculo que da
sentido a toda nuestra vida y nos mantiene unidos, en comunión con Él, incluso
en los momentos más difíciles y atormentados.
Este vínculo con el Señor no debe
interpretarse como un deber o una imposición: es un vínculo que viene desde
dentro. Se trata, en cambio, de una relación vivida con el corazón: es nuestra
amistad con Dios, que nos ha dado Jesús, una amistad que cambia nuestras vidas
y nos llena de entusiasmo y alegría. Por esta razón, el don de la piedad
suscita en nosotros, sobre todo, gratitud y alabanza. Es éste, en realidad, el
motivo y el sentido más auténtico de nuestro culto y de nuestra adoración.
Cuando el Espíritu Santo nos hace sentir la presencia del Señor y de todo su
amor por nosotros, nos reconforta el corazón y nos mueve de forma natural a la
oración y la celebración. Piedad, por tanto, es sinónimo de auténtico espíritu
religioso, de confianza filial con Dios, de aquella capacidad de rezarle con
amor y sencillez que caracteriza a los humildes de corazón.
Si el don de la piedad nos hace
crecer en la relación y en la comunión con Dios y nos lleva a vivir como sus
hijos, al mismo tiempo nos ayuda a derramar este amor también sobre los otros y
a reconocerlos como hermanos. (…)
Seremos
capaces de gozar con quien está alegre, de llorar con quien llora, de estar
cerca de quien está solo o angustiado, de corregir a quien está en error, de
consolar a quien está afligido, de acoger y socorrer a quien está necesitado.
Hay una relación, muy, muy estrecha entre el don de piedad y la mansedumbre. El
don de piedad que nos da el Espíritu Santo nos hace apacibles. Nos hace
tranquilos, pacientes, en paz con Dios, al servicio de los otros con
apacibilidad.
3. La amistad es comunión de voluntades.
Card. Joseph
Ratzinger, Homilía, en la misa por la elección del Papa, 18 de abril de 2005
v
La amistad es la comunión de las voluntades,
donde tiene lugar nuestra redención.
El segundo elemento con el que Jesús define la amistad es la comunión de las voluntades. «Idem velle – idem nolle», era también
para los romanos la definición de la amistad. «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Juan 15, 14).
La amistad con Cristo coincide con lo que expresa la tercera petición del
Padrenuestro: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». En la
hora de Getsemaní, Jesús transformó nuestra voluntad humana rebelde en voluntad
conformada y unida con la voluntad divina. Sufrió todo el drama de nuestra autonomía
y, al llevar nuestra voluntad en las manos de Dios, nos da la verdadera
libertad: «pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú» (Mateo 26, 39). En
esta comunión de las voluntades tiene lugar nuestra redención: ser amigos de
Jesús, convertirse en amigos de Dios. Cuanto más amamos a Jesús, más le
conocemos, más crece nuestra auténtica libertad, la alegría de ser redimidos.
¡Gracias, Jesús, por tu amistad!
4. Caminos para el encuentro con Dios en la amistad de Cristo.
Mensaje de
Francisco a los jóvenes de Lituania, 21 de junio de 20113
v
a) Sobre todo en los sacramentos, en particular
en la Eucaristía y en la Reconciliación
El encuentro con el amor de Dios
en la amistad de Cristo es posible sobre todo en los sacramentos, en particular
la Eucaristía y la Reconciliación. En la santa misa nosotros celebramos el
memorial del sacrificio del Señor, su entrega total por nuestra salvación:
también hoy Él dona realmente su cuerpo por nosotros y derrama su sangre para
redimir los pecados de la humanidad y hacernos entrar en comunión con Él. En la
Penitencia, Jesús nos acoge con todas nuestras limitaciones, nos trae la
misericordia del Padre que nos perdona, y transforma nuestro corazón,
convirtiéndolo en un corazón nuevo, capaz de amar como Él, que amó a los suyos
hasta el extremo (cf. Jn 13,
1). Y este amor se manifiesta en su misericordia. Jesús siempre nos perdona.
v
b) en la escucha de su Palabra
Otro camino privilegiado para
crecer en la amistad con Cristo es la escucha de su Palabra. El Señor nos habla
en la intimidad de nuestra conciencia, nos habla a través de la Sagrada
Escritura, nos habla en la oración. Aprended a permanecer en silencio ante Él,
a leer y meditar la Biblia, especialmente los Evangelios, a dialogar con Él
cada día para sentir su presencia de amistad y de amor.
Y aquí quisiera subrayar la
belleza de una oración contemplativa sencilla, accesible a todos, grandes y
pequeños, cultos o poco instruidos; es la oración del santo rosario. En el
rosario nosotros nos dirigimos a la Virgen María para que nos guíe hacia una
unión cada vez más estrecha con su Hijo Jesús para identificarnos con Él, tener
sus sentimientos, actuar como Él. En el rosario, de hecho, repitiendo el Ave,
María, nosotros meditamos los misterios, los hechos de la vida de Cristo
para conocerle y amarle cada vez más. El rosario es un instrumento eficaz para
abrirnos a Dios, para que nos ayude a vencer el egoísmo y llevar paz a los
corazones, a las familias, a la sociedad y al mundo.
v
El amor de Cristo y su amistad no son un espejismo.
o
Sed testigos de Cristo en vuestros ambientes
cotidianos, con sencillez y valentía.
§ Estad
siempre atentos a los demás, especialmente a las personas más pobres y más
débiles, viviendo y testimoniando el amor fraterno, contra todo egoísmo y
cerrazón.
Mostrar sobre todo el Rostro de la misericordia y del amor de Dios, que
siempre perdona, alienta, dona esperanza.
Queridos jóvenes, el amor de
Cristo y su amistad no son un espejismo —Jesús en la Cruz muestra cuán
concretos son— ni están reservados a pocos. Vosotros encontraréis esta amistad
y experimentaréis toda la fecundidad y
la belleza si le buscáis con sinceridad, os abrís con confianza a Él y
cultiváis con empeño vuestra vida espiritual acercándoos a los sacramentos,
meditando la Sagrada Escritura, orando con constancia y viviendo intensamente
en la comunidad cristiana. Sentíos parte viva de la Iglesia, comprometidos en
la evangelización, en unión con los hermanos en la fe y en comunión con
vuestros pastores. ¡No tengáis miedo de vivir la fe! Sed testigos de Cristo en
vuestros ambientes cotidianos, con sencillez y valentía. A quienes encontréis,
a vuestros coetáneos, sabed mostrar sobre todo el Rostro de la misericordia y
del amor de Dios, que siempre perdona, alienta, dona esperanza. Estad siempre
atentos a los demás, especialmente a las personas más pobres y más débiles,
viviendo y testimoniando el amor fraterno, contra todo egoísmo y cerrazón.
5. Jesús es nuestro modelo en la amistad
Es Cristo que pasa, 93
·
“Es Amigo, el Amigo: vos autem dixi amicos (Juan 15,15), dice. Nos llama amigos y El
fue quien dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo,
no impone su cariño: lo ofrece. Lo muestra con el signo más claro de la
amistad: nadie tiene amor más grande que
el que entrega su vida por su amigos (Juan 15,13). Era amigo de Lázaro y
lloró por él, cuando lo vio muerto: y lo resucitó. Si nos ve fríos, desganados,
quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para
nosotros vida: Yo te lo mando, amigo mío,
levántate y anda (Cf. Juan 11,43; Lucas 5,24), sal fuera de esa vida
estrecha, que no es vida”.
Vida
Cristiana
martes, 1 de mayo de 2018
Robert H. Benson, «La amistad de Cristo»
Ø Robert H. Benson, «La amistad de Cristo». Benson falleció en 1914, a los 43 años de edad. Hijo del arzobispo de Canterbury, fue ministro anglicano. En 1903 fue admitido en la Iglesia católica, donde recibió la ordenación sacerdotal. Presenta en el libro la vida cristiana como una relación de amistad con Jesucristo, asequible a cualquier cristiano que quiere progresar en el camino de la santidad en la vida ordinaria.
Robert H. Benson, «La
amistad de Cristo»
Así es mi amigo
Primera parte: Cristo en el interior del alma
2: La intimidad con Cristo - Ediciones Rialp, Colección
Patmos, Madrid 1996
ASÍ ES MI AMIGO
Te diré cómo le conocí: había oído hablar mucho de Él, pero
no hice caso.
Me cubría constantemente de atenciones y regalos, pero nunca
le di las gracias.
Parecía desear mi amistad, y yo me mostraba indiferente.
Me sentía desamparado, infeliz, hambriento y en peligro, y
El me ofrecía refugio, consuelo, apoyo
y serenidad; pero yo seguía siendo ingrato.
Por fin se cruzó en mi camino y, con lágrimas en los ojos,
me suplicó: ven y mora conmigo.
Te diré cómo me trata ahora: satisface todos mis deseos.
Me concede más de lo que me atrevo a pedir.
Se anticipa a mis necesidades.
Me ruega que le pida más.
Nunca me reprocha mis locuras pasadas.
Te diré ahora lo que pienso de El.
Es tan bueno como grande.
Su amor es tan ardiente como verdadero.
Es tan pródigo en sus promesas como fiel en cumplirlas.
Tan celoso de mi amor como merecedor de él.
Soy su deudor en todo, y me invita a que le llame amigo.
PRIMERA PARTE: CRISTO EN EL INTERIOR DEL ALMA
2. LA INTIMIDAD CON CRISTO
No es bueno que el
hombre esté solo.
(Gen 2, 18)
A
primera vista nos parece inconcebible que pueda existir una auténtica amistad
entre Cristo y el alma. Admitimos la adoración, la dependencia, la obediencia,
el servicio e, incluso, la imitación: todas esas cosas son imaginables, pero no
la amistad. Y por otra parte, cuando recordamos que Jesucristo asumió un alma
humana como la nuestra, un alma capaz de alegrías y tristezas, abierta a las
acometidas de la pasión y a las tentaciones, un alma que experimentó la
angustia y el gozo, el sufrimiento de la oscuridad y la alegría de la luz;
cuando a través de nuestra fe aceptamos todo esto, la posibilidad de entablar
amistad —un hecho vital que conocemos por experiencia—, pero ahora con Cristo,
nos parece incuestionable.
En el plano
humano la amistad supone siempre la unión de las almas. Pues bien, lo mismo
sucede en el caso del hombre con Cristo, cuya alma es el punto de unión entre
Su Divinidad y nuestra humanidad. Recibimos Su Cuerpo en la boca, rendimos
totalmente nuestro ser ante Su Divinidad, pero solamente a través de la amistad
abrazamos Su Alma con la nuestra.
***
La amistad
humana se inicia generalmente por algún detalle externo. Captamos una frase,
percibimos una inflexión de voz, advertimos una forma de mirar o un modo de
caminar. Y estas leves impresiones nos parecen el comienzo de un mundo nuevo.
Consideramos estos detalles como la señal de todo un universo que se oculta
tras ellos; creemos haber descubierto al alma que coincide exactamente con la
nuestra, al temperamento que, por su semejanza o por su armoniosa diferencia,
es perfectamente adecuado para ser el compañero del nuestro. Así comienza el proceso
de la amistad: nos damos a conocer y conocemos al otro; encontramos, paso a
paso, lo que habíamos esperado, y comprobamos lo que imaginábamos. Y el amigo,
por su parte, sigue el mismo itinerario, hasta que llega el momento en que, por
una crisis o tras un período de prueba, podemos descubrir que nos hemos
equivocado, que hemos defraudado al otro o que el proceso ha seguido un curso
diferente. Y como ocurre con el paso de las estaciones, ya no hay más frutos
que esperar por ninguna de las dos partes.
Pues bien,
la amistad divina suele comenzar del mismo modo. Puede surgir en el momento de
recibir algún sacramento —un hecho repetido miles de veces—, al arrodillamos
delante del nacimiento en Navidad o acompañando al Señor en un Vía Crucis. Hemos
hecho esos gestos o hemos participado en esas ceremonias frecuentemente, unas
veces con indiferencia y otras con fervor. De repente, un día surge en nosotros
un sentimiento nuevo. Por primera vez comprendemos que el Divino Niño que abre
sus brazos en el pesebre, no sólo desea abrazar al mundo (¡tendría que ser tan
pequeño!), sino a nuestra propia alma en particular. Contemplamos a Jesús,
ensangrentado y exhausto, alzándose tras su tercera caída, y sentimos que nos
pide ayuda para soportar su carga. La mirada de sus divinos ojos se cruza con
la nuestra transmitiéndonos un sentimiento o un mensaje que nunca habíamos
asociado a nuestras relaciones con El. Y fueron sólo unos detalles en
apariencia insignificantes. Golpeó en nuestra puerta y le abrimos; nos llamó y
le contestamos. De ahora en adelante, pensamos, El es nuestro y nosotros somos
suyos; por fin hemos encontrado al amigo que buscábamos hace tanto tiempo; aquí
está el alma que se compenetra perfectamente con la nuestra; la única
personalidad que puede dominarnos. Jesucristo ha dado un salto de dos mil años
y está a nuestro lado: se ha salido del fresco; se ha levantado del pesebre...
«Mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado».
***
Así se
inició la amistad. Ahora comienza el proceso.
La clave de
una perfecta amistad consiste en que los amigos se den a conocer mutuamente,
dejando a un lado las reservas y mostrándose tal y como cada uno es.
La primera
etapa, pues, de la amistad divina es la revelación del mismo Jesucristo. En
nuestra vida espiritual, haya sido tibia o fervorosa, se ha dado un elemento
predominante de inconsistencia. Es cierto que hemos sido dóciles, que nos hemos
esforzado por evitar el pecado, que hemos recibido la gracia, la hemos perdido
y la hemos recuperado, que hemos adquirido méritos o los hemos desperdiciado,
que hemos intentado cumplir con nuestros deberes y procurado mejorar y amar.
Todo ello es cierto delante de Dios, pero no ha calado en nuestro propio ser.
¿Hemos rezado? Sí, aunque escasamente. Hemos hecho meditación: nos planteamos
un tema, reflexionamos sobre él, hacemos un propósito y terminamos, siempre con
el reloj a la vista para no alargarla demasiado.
Pero después de aquella nueva y maravillosa experiencia todo
cambia. Jesús empieza a mostramos no sólo las maravillas de su pasado, sino la
gloria de su presencia. Comienza a vivir con nosotros, rompe el molde en el que
le había metido nuestra imaginación: vive, se mueve, habla, actúa, toma un
camino u otro, y todo ante nuestra mirada. Comienza a revelamos los secretos
que se ocultan en Su humanidad. Hemos oído hablar de sus obras desde que éramos
niños, rezamos el Credo, conocemos el Evangelio... Y sin embargo, ahora pasamos
del conocimiento de sus hechos al conocimiento de Él. Empezamos a comprender
que la Vida Eterna comienza en el momento presente, porque consiste en
«conocerte a Ti, el único Dios verdadero y a Jesucristo Tu enviado». Nuestro
Dios se ha convertido en nuestro Amigo.
Jesús, por
su parte, nos pide lo mismo que nos ofrece. Se nos manifiesta abiertamente y
exige que hagamos lo mismo. Como nuestro Dios, conoce cada fibra de los seres
que ha creado, y como nuestro Salvador, cada circunstancia pasada en la que
fuimos infieles a sus mandatos; pero como nuestro Amigo, espera que se lo
contemos.
Podríamos
decir que la diferencia entre el trato con un conocido y el que establecemos
con un amigo radica en que, en el primer caso, tratamos de disimular para
presentar una imagen agradable y atractiva; empleamos el lenguaje como un
disfraz y la conversación como un camuflaje. En el segundo caso, dejamos a un
lado los convencionalismos y las «presentaciones» e intentamos mostrarnos tal y
como somos, abriéndole nuestro corazón.
Esto es,
pues, lo que la amistad divina requiere de nosotros. Hasta ahora el Señor se ha
contentado con muy poco. Ha aceptado el diezmo de nuestro dinero, una hora de
nuestro tiempo, unos cuantos pensamientos y algunos sentimiento demostrados en
ceremonias religiosas y de culto. Él ha aceptado todo lo que le hemos dado, en
lugar de darnos nosotros mismos. A partir de ahora nos pide que acabemos con
todo eso, que nos abramos a El completa y rendidamente, que nos mostremos tal y
como somos en una palabra, que dejemos a un lado esos ingenuo cumplidos y
seamos profundamente auténticos.
Cuando un
alma cree sentirse desilusionada o defraudada de la amistad divina no suele ser
porque haya traicionado u ofendido a su Señor, o porque no haya estado a
la altura de las circunstancias en otros aspectos, sino porque nunca le ha
tratado como a un amigo, ni ha sido lo bastante valiente como para cumplir la
condición imprescindible en una auténtica amistad: la total sinceridad con El.
Es menos ofensivo decir rotundamente «No puedo hacer lo que me pides porque soy
cobarde», que esgrimir unas razones excelentes para no hacerlo.
***
En pocas
palabras, este debe ser el camino de la amistad divina. En adelante iremos
estudiando con detalle algunos aspectos que la caracterizan. Nos debe alentar
el pensamiento de que vamos a emprender un camino que han recorrido ya muchas
almas antes que nosotros. Con todo, la historia de nuestra amistad con
Jesucristo será algo que rompe todos los esquemas preconcebidos, una
experiencia irrepetible.
Hay momentos
de fascinante felicidad —en la comunión o en la oración—, momentos que se nos
antojan experiencias imborrables en la vida, y ciertamente lo son; momentos en
los que todo el ser se siente invadido e inundado por el amor: cuando el
Sagrado Corazón no es ya un mero objeto de adoración sino algo vibrante que
late en nosotros; cuando nos rodean los brazos del esposo y nos besa en los
labios...
Hay también
momentos de tranquilidad y placidez, de un cariño sereno y profundo al mismo
tiempo, de un afecto y un entendimiento mutuo que satisfacen todos los anhelos
de nuestra mente y de nuestro corazón.
Pero hay
también períodos —meses o años— de miseria y aridez, en los que nos parece
necesario tener paciencia con nuestro divino Amigo; ocasiones en las que
creemos sentir su desdén o frialdad. Y habrá realmente momentos en los que
tendremos que recurrir a toda nuestra lealtad para no abandonarle
decepcionados. Habrá incomprensión, sombras, tinieblas...
Después,
con el transcurso del tiempo y según vayamos superando la crisis, volveremos a
confirmar la convicción que nos unió a nuestro Amigo. Porque realmente la suya
es la única amistad en la que no cabe decepción posible, y El, el único amigo
que no puede fallar. Es la única amistad en la que nuestra humildad y nuestra
entrega nunca serán suficientes, nuestras confidencias nunca demasiado íntimas,
ni nuestros sacrificios lo bastante grandes. Este Amigo y su amistad justifican
plenamente las palabras de uno de sus íntimos: «...porque todo lo considero
basura ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien he
sacrificado todas las cosas por ganar a Cristo».
Vida Cristiana
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