EXHORTACIÓN
APOSTÓLICA
GAUDETE ET EXSULTATE
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
SOBRE EL
LLAMADO A LA SANTIDAD
EN EL MUNDO ACTUAL
1. «Alegraos y regocijaos» (Mt 5,12), dice Jesús a los
que son perseguidos o humillados por su causa. El Señor lo pide todo, y lo que ofrece
es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere
santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada,
licuada. En realidad, desde las primeras páginas de la Biblia está presente, de
diversas maneras, el llamado a la santidad. Así se lo proponía el Señor a
Abraham: «Camina en mi presencia y sé perfecto» (Gn 17,1).
2. No es de esperar aquí un tratado sobre la santidad, con tantas
definiciones y distinciones que podrían enriquecer este importante tema, o con
análisis que podrían hacerse acerca de los medios de santificación. Mi humilde
objetivo es hacer resonar una vez más el llamado a la santidad, procurando
encarnarlo en el contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades.
Porque a cada uno de nosotros el Señor nos eligió «para que fuésemos santos e
irreprochables ante él por el amor» (Ef 1,4).
CAPÍTULO
PRIMERO
EL LLAMADO A LA SANTIDAD
Los santos que nos alientan y acompañan
3. En la carta a los Hebreos se mencionan distintos testimonios
que nos animan a que «corramos, con constancia, en la carrera que nos toca»
(12,1). Allí se habla de Abraham, de Sara, de Moisés, de Gedeón y de varios más
(cf. 11,1-12,3) y sobre todo se nos invita a reconocer que tenemos
«una nube tan ingente de testigos» (12,1) que nos alientan a no detenernos en
el camino, nos estimulan a seguir caminando hacia la meta. Y entre ellos puede
estar nuestra propia madre, una abuela u otras personas cercanas (cf. 2 Tm 1,5). Quizá
su vida no fue siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones y caídas
siguieron adelante y agradaron al Señor.
4. Los santos que ya han llegado a la presencia de Dios mantienen
con nosotros lazos de amor y comunión. Lo atestigua el libro del Apocalipsis
cuando habla de los mártires que interceden: «Vi debajo del altar las almas de
los degollados por causa de la Palabra de Dios y del testimonio que mantenían.
Y gritaban con voz potente: “¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar
sin hacer justicia?”» (6,9-10). Podemos decir que «estamos rodeados,
guiados y conducidos por los amigos de Dios […] No tengo que llevar yo solo lo
que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos
de Dios me protege, me sostiene y me conduce»[1].
5. En los procesos de beatificación y canonización se tienen en
cuenta los signos de heroicidad en el ejercicio de las virtudes, la entrega de
la vida en el martirio y también los casos en que se haya verificado un
ofrecimiento de la propia vida por los demás, sostenido hasta la muerte. Esa
ofrenda expresa una imitación ejemplar de Cristo, y es digna de la admiración
de los fieles[2]. Recordemos, por ejemplo, a la beata
María Gabriela Sagheddu, que ofreció su vida por la unión de los cristianos.
Los santos de la puerta de al lado
6. No pensemos solo en los ya beatificados o canonizados. El
Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de
Dios, porque «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no
aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un
pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente»[3]. El Señor, en la historia de la
salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a
un pueblo. Por eso nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios
nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que
se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica
popular, en la dinámica de un pueblo.
7. Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los
padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que
trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas
ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a
día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad
«de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un
reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media
de la santidad»[4].
8. Dejémonos estimular por los signos de santidad que el Señor nos
presenta a través de los más humildes miembros de ese pueblo que «participa
también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre
todo con la vida de fe y caridad»[5]. Pensemos, como nos sugiere santa Teresa
Benedicta de la Cruz, que a través de muchos de ellos se construye la verdadera
historia: «En la noche más oscura surgen los más grandes profetas y los santos.
Sin embargo, la corriente vivificante de la vida mística permanece invisible.
Seguramente, los acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron
esencialmente influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los libros de
historia. Y cuáles sean las almas a las que hemos de agradecer los
acontecimientos decisivos de nuestra vida personal, es algo que solo sabremos
el día en que todo lo oculto será revelado»[6].
9. La santidad es el rostro más bello de la Iglesia. Pero aun
fuera de la Iglesia Católica y en ámbitos muy diferentes, el Espíritu suscita
«signos de su presencia, que ayudan a los mismos discípulos de Cristo»[7]. Por otra parte, san Juan Pablo II nos recordó que «el
testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho
patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes»[8]. En la hermosa conmemoración ecuménica
que él quiso celebrar en el Coliseo, durante el Jubileo del año 2000, sostuvo que
los mártires son «una herencia que habla con una voz más fuerte que la de los
factores de división»[9].
El Señor llama
10. Todo esto es importante. Sin embargo, lo que quisiera recordar
con esta Exhortación es sobre todo el llamado a la santidad que el Señor hace a
cada uno de nosotros, ese llamado que te dirige también a ti: «Sed santos,
porque yo soy santo» (Lv 11,45; cf. 1 P1,16).
El Concilio Vaticano II lo destacó con fuerza:
«Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos
con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada
uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto
el mismo Padre»[10].
11. «Cada uno por su camino», dice el Concilio. Entonces, no se
trata de desalentarse cuando uno contempla modelos de santidad que le parecen
inalcanzables. Hay testimonios que son útiles para estimularnos y motivarnos,
pero no para que tratemos de copiarlos, porque eso hasta podría alejarnos del
camino único y diferente que el Señor tiene para nosotros. Lo que interesa es
que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí,
aquello tan personal que Dios ha puesto en él (cf. 1 Co 12,
7), y no que se desgaste intentando imitar algo que no ha sido pensado para él.
Todos estamos llamados a ser testigos, pero «existen muchas formas existenciales
de testimonio»[11]. De hecho, cuando el gran místico san
Juan de la Cruz escribía su Cántico Espiritual, prefería evitar
reglas fijas para todos y explicaba que sus versos estaban escritos para que
cada uno los aproveche «según su modo»[12]. Porque la vida divina se comunica «a
unos en una manera y a otros en otra»[13].
12. Dentro de las formas variadas, quiero destacar que el «genio
femenino» también se manifiesta en estilos femeninos de santidad,
indispensables para reflejar la santidad de Dios en este mundo. Precisamente,
aun en épocas en que las mujeres fueron más relegadas, el Espíritu Santo
suscitó santas cuya fascinación provocó nuevos dinamismos espirituales e
importantes reformas en la Iglesia. Podemos mencionar a santa Hildegarda de
Bingen, santa Brígida, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila o santa
Teresa de Lisieux. Pero me interesa recordar a tantas mujeres desconocidas u
olvidadas quienes, cada una a su modo, han sostenido y transformado familias y
comunidades con la potencia de su testimonio.
13. Esto debería entusiasmar y alentar a cada uno para darlo todo,
para crecer hacia ese proyecto único e irrepetible que Dios ha querido para él
desde toda la eternidad: «Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de
que salieras del seno materno, te consagré» (Jr 1,5).
También para ti
14. Para ser santos no es necesario ser obispos, sacerdotes,
religiosas o religiosos. Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la
santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia
de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es
así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el
propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se
encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu
entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu
esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo
cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos.
¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a
seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y
renunciando a tus intereses personales[14].
15. Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de
santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a
Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu
Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del
Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23). Cuando sientas la
tentación de enredarte en tu debilidad, levanta los ojos al Crucificado y dile:
«Señor, yo soy un pobrecillo, pero tú puedes realizar el milagro de hacerme un
poco mejor». En la Iglesia, santa y compuesta de pecadores, encontrarás todo lo
que necesitas para crecer hacia la santidad. El Señor la ha llenado de dones
con la Palabra, los sacramentos, los santuarios, la vida de las comunidades, el
testimonio de sus santos, y una múltiple belleza que procede del amor del
Señor, «como novia que se adorna con sus joyas» (Is 61,10).
16. Esta santidad a la que el Señor te llama irá creciendo con
pequeños gestos. Por ejemplo: una señora va al mercado a hacer las compras,
encuentra a una vecina y comienza a hablar, y vienen las críticas. Pero esta
mujer dice en su interior: «No, no hablaré mal de nadie». Este es un paso en la
santidad. Luego, en casa, su hijo le pide conversar acerca de sus fantasías, y
aunque esté cansada se sienta a su lado y escucha con paciencia y afecto. Esa
es otra ofrenda que santifica. Luego vive un momento de angustia, pero recuerda
el amor de la Virgen María, toma el rosario y reza con fe. Ese es otro camino
de santidad. Luego va por la calle, encuentra a un pobre y se detiene a
conversar con él con cariño. Ese es otro paso.
17. A veces la vida presenta desafíos mayores y a través de ellos
el Señor nos invita a nuevas conversiones que permiten que su gracia se
manifieste mejor en nuestra existencia «para que participemos de su santidad» (Hb 12,10).
Otras veces solo se trata de encontrar una forma más perfecta de vivir lo que
ya hacemos: «Hay inspiraciones que tienden solamente a una extraordinaria
perfección de los ejercicios ordinarios de la vida»[15]. Cuando el Cardenal Francisco Javier
Nguyên van Thuânestaba en la cárcel, renunció a desgastarse esperando su
liberación. Su opción fue «vivir el momento presente colmándolo de amor»; y el
modo como se concretaba esto era: «Aprovecho las ocasiones que se presentan
cada día para realizar acciones ordinarias de manera extraordinaria»[16].
18. Así, bajo el impulso de la gracia divina, con muchos gestos
vamos construyendo esa figura de santidad que Dios quería, pero no como seres
autosuficientes sino «como buenos administradores de la multiforme gracia de
Dios» (1 P 4,10). Bien nos enseñaron los Obispos de
Nueva Zelanda que es posible amar con el amor incondicional del Señor, porque
el Resucitado comparte su vida poderosa con nuestras frágiles vidas: «Su amor
no tiene límites y una vez dado nunca se echó atrás. Fue incondicional y
permaneció fiel. Amar así no es fácil porque muchas veces somos tan débiles.
Pero precisamente para tratar de amar como Cristo nos amó, Cristo comparte su
propia vida resucitada con nosotros. De esta manera, nuestras vidas demuestran
su poder en acción, incluso en medio de la debilidad humana»[17].
Tu misión en Cristo
19. Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en
la tierra sin concebirla como un camino de santidad, porque «esta es la
voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3).
Cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en
un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio.
20. Esa misión tiene su sentido pleno en Cristo y solo se entiende
desde él. En el fondo la santidad es vivir en unión con él los misterios de su
vida. Consiste en asociarse a la muerte y resurrección del Señor de una manera
única y personal, en morir y resucitar constantemente con él. Pero también
puede implicar reproducir en la propia existencia distintos aspectos de la vida
terrena de Jesús: su vida oculta, su vida comunitaria, su cercanía a los
últimos, su pobreza y otras manifestaciones de su entrega por amor. La
contemplación de estos misterios, como proponía san Ignacio de Loyola, nos
orienta a hacerlos carne en nuestras opciones y actitudes[18]. Porque «todo en la vida de Jesús es
signo de su misterio»[19], «toda la vida de Cristo es Revelación
del Padre»[20], «toda la vida de Cristo es misterio de
Redención»[21], «toda la vida de Cristo es misterio de
Recapitulación»[22], y «todo lo que Cristo vivió hace que
podamos vivirlo en él y que él lo viva en nosotros»[23].
21. El designio del Padre es Cristo, y nosotros en él. En último
término, es Cristo amando en nosotros, porque «la santidad no es sino la
caridad plenamente vivida»[24]. Por lo tanto, «la santidad se mide por
la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del
Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya»[25]. Así, cada santo es un mensaje que el
Espíritu Santo toma de la riqueza de Jesucristo y regala a su pueblo.
22. Para reconocer cuál es esa palabra que el Señor quiere decir a
través de un santo, no conviene entretenerse en los detalles, porque allí
también puede haber errores y caídas. No todo lo que dice un santo es
plenamente fiel al Evangelio, no todo lo que hace es auténtico o perfecto. Lo
que hay que contemplar es el conjunto de su vida, su camino entero de
santificación, esa figura que refleja algo de Jesucristo y que resulta cuando
uno logra componer el sentido de la totalidad de su persona[26].
23. Esto es un fuerte llamado de atención para todos nosotros. Tú
también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una misión. Inténtalo
escuchando a Dios en la oración y reconociendo los signos que él te da.
Pregúntale siempre al Espíritu qué espera Jesús de ti en cada momento de tu
existencia y en cada opción que debas tomar, para discernir el lugar que eso
ocupa en tu propia misión. Y permítele que forje en ti ese misterio personal
que refleje a Jesucristo en el mundo de hoy.
24. Ojalá puedas reconocer cuál es esa palabra, ese mensaje de
Jesús que Dios quiere decir al mundo con tu vida. Déjate transformar, déjate
renovar por el Espíritu, para que eso sea posible, y así tu preciosa misión no
se malogrará. El Señor la cumplirá también en medio de tus errores y malos
momentos, con tal que no abandones el camino del amor y estés siempre abierto a
su acción sobrenatural que purifica e ilumina.
La actividad que santifica
25. Como no puedes entender a Cristo sin el reino que él vino a
traer, tu propia misión es inseparable de la construcción de ese reino: «Buscad
sobre todo el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). Tu
identificación con Cristo y sus deseos, implica el empeño por construir, con
él, ese reino de amor, justicia y paz para todos. Cristo mismo quiere vivirlo
contigo, en todos los esfuerzos o renuncias que implique, y también en las
alegrías y en la fecundidad que te ofrezca. Por lo tanto, no te santificarás
sin entregarte en cuerpo y alma para dar lo mejor de ti en ese empeño.
26. No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro,
desear el descanso y rechazar la actividad, buscar la oración y menospreciar el
servicio. Todo puede ser aceptado e integrado como parte de la propia
existencia en este mundo, y se incorpora en el camino de santificación. Somos
llamados a vivir la contemplación también en medio de la acción, y nos
santificamos en el ejercicio responsable y generoso de la propia misión.
27. ¿Acaso el Espíritu Santo puede lanzarnos a cumplir una misión
y al mismo tiempo pedirnos que escapemos de ella, o que evitemos entregarnos
totalmente para preservar la paz interior? Sin embargo, a veces tenemos la
tentación de relegar la entrega pastoral o el compromiso en el mundo a un lugar
secundario, como si fueran «distracciones» en el camino de la santificación y
de la paz interior. Se olvida que «no es que la vida tenga una misión, sino que
es misión»[27].
28. Una tarea movida por la ansiedad, el orgullo, la necesidad de
aparecer y de dominar, ciertamente no será santificadora. El desafío es vivir
la propia entrega de tal manera que los esfuerzos tengan un sentido evangélico
y nos identifiquen más y más con Jesucristo. De ahí que suela hablarse, por
ejemplo, de una espiritualidad del catequista, de una espiritualidad del clero
diocesano, de una espiritualidad del trabajo. Por la misma razón, en Evangelii gaudium quise concluir con
una espiritualidad de la misión, en Laudato si’ con una espiritualidad
ecológica y en Amoris laetitia con una espiritualidad
de la vida familiar.
29. Esto no implica despreciar los momentos de quietud, soledad y
silencio ante Dios. Al contrario. Porque las constantes novedades de los
recursos tecnológicos, el atractivo de los viajes, las innumerables ofertas
para el consumo, a veces no dejan espacios vacíos donde resuene la voz de Dios.
Todo se llena de palabras, de disfrutes epidérmicos y de ruidos con una
velocidad siempre mayor. Allí no reina la alegría sino la insatisfacción de
quien no sabe para qué vive. ¿Cómo no reconocer entonces que necesitamos
detener esa carrera frenética para recuperar un espacio personal, a veces
doloroso pero siempre fecundo, donde se entabla el diálogo sincero con Dios? En
algún momento tendremos que percibir de frente la propia verdad, para dejarla
invadir por el Señor, y no siempre se logra esto si uno «no se ve al borde del
abismo de la tentación más agobiante, si no siente el vértigo del precipicio
del más desesperado abandono, si no se encuentra absolutamente solo, en la cima
de la soledad más radical»[28]. Así encontramos las grandes motivaciones
que nos impulsan a vivir a fondo las propias tareas.
30. Los mismos recursos de distracción que invaden la vida actual
nos llevan también a absolutizar el tiempo libre, en el cual podemos utilizar
sin límites esos dispositivos que nos brindan entretenimiento o placeres
efímeros[29]. Como consecuencia, es la propia misión
la que se resiente, es el compromiso el que se debilita, es el servicio
generoso y disponible el que comienza a retacearse. Eso desnaturaliza la
experiencia espiritual. ¿Puede ser sano un fervor espiritual que conviva con
una acedia en la acción evangelizadora o en el servicio a los otros?
31. Nos hace falta un espíritu de santidad que impregne tanto la
soledad como el servicio, tanto la intimidad como la tarea evangelizadora, de
manera que cada instante sea expresión de amor entregado bajo la mirada del
Señor. De este modo, todos los momentos serán escalones en nuestro camino de
santificación.
Más vivos, más humanos
32. No tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o
alegría. Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando
te creó y serás fiel a tu propio ser. Depender de él nos libera de las
esclavitudes y nos lleva a reconocer nuestra propia dignidad. Esto se refleja
en santa Josefina Bakhita, quien fue «secuestrada y vendida como esclava a la
tierna edad de siete años, sufrió mucho en manos de amos crueles. Pero llegó a
comprender la profunda verdad de que Dios, y no el hombre, es el verdadero
Señor de todo ser humano, de toda vida humana. Esta experiencia se transformó
en una fuente de gran sabiduría para esta humilde hija de África»[30].
33. En la medida en que se santifica, cada cristiano se vuelve más
fecundo para el mundo. Los Obispos de África occidental nos enseñaron: «Estamos
siendo llamados, en el espíritu de la nueva evangelización, a ser evangelizados
y a evangelizar a través del empoderamiento de todos los bautizados para que
asumáis vuestros roles como sal de la tierra y luz del mundo donde quiera que
os encontréis»[31].
34. No tengas miedo de apuntar más alto, de dejarte amar y liberar
por Dios. No tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. La santidad
no te hace menos humano, porque es el encuentro de tu debilidad con la fuerza
de la gracia. En el fondo, como decía León Bloy, en la vida «existe una sola
tristeza, la de no ser santos»[32].
CAPÍTULO
SEGUNDO
DOS SUTILES ENEMIGOS DE LA SANTIDAD
35. En este marco, quiero llamar la atención acerca de dos
falsificaciones de la santidad que podrían desviarnos del camino: el
gnosticismo y el pelagianismo. Son dos herejías que surgieron en los primeros
siglos cristianos, pero que siguen teniendo alarmante actualidad. Aun hoy los
corazones de muchos cristianos, quizá sin darse cuenta, se dejan seducir por
estas propuestas engañosas. En ellas se expresa un inmanentismo antropocéntrico
disfrazado de verdad católica.[33] Veamos estas dos formas de
seguridad doctrinal o disciplinaria que dan lugar «a un elitismo narcisista y
autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y
clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan
las energías en controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás
interesan verdaderamente»[34].
El gnosticismo actual
36. El gnosticismo supone «una fe encerrada en el subjetivismo,
donde solo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y
conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el
sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus
sentimientos»[35].
Una mente sin Dios y sin carne
37. Gracias a Dios, a lo largo de la historia de la Iglesia quedó
muy claro que lo que mide la perfección de las personas es su grado de caridad,
no la cantidad de datos y conocimientos que acumulen. Los «gnósticos» tienen
una confusión en este punto, y juzgan a los demás según la capacidad que tengan
de comprender la profundidad de determinadas doctrinas. Conciben una mente sin
encarnación, incapaz de tocar la carne sufriente de Cristo en los otros,
encorsetada en una enciclopedia de abstracciones. Al descarnar el misterio
finalmente prefieren «un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia
sin pueblo»[36].
38. En definitiva, se trata de una superficialidad vanidosa: mucho
movimiento en la superficie de la mente, pero no se mueve ni se conmueve la
profundidad del pensamiento. Sin embargo, logra subyugar a algunos con una
fascinación engañosa, porque el equilibrio gnóstico es formal y supuestamente
aséptico, y puede asumir el aspecto de una cierta armonía o de un orden que lo
abarca todo.
39. Pero estemos atentos. No me refiero a los racionalistas
enemigos de la fe cristiana. Esto puede ocurrir dentro de la Iglesia, tanto en
los laicos de las parroquias como en quienes enseñan filosofía o teología en
centros de formación. Porque también es propio de los gnósticos creer que con
sus explicaciones ellos pueden hacer perfectamente comprensible toda la fe y
todo el Evangelio. Absolutizan sus propias teorías y obligan a los demás a
someterse a los razonamientos que ellos usan. Una cosa es un sano y humilde uso
de la razón para reflexionar sobre la enseñanza teológica y moral del
Evangelio; otra es pretender reducir la enseñanza de Jesús a una lógica fría y
dura que busca dominarlo todo[37].
Una doctrina sin misterio
40. El gnosticismo es una de las peores ideologías, ya que, al
mismo tiempo que exalta indebidamente el conocimiento o una determinada
experiencia, considera que su propia visión de la realidad es la perfección.
Así, quizá sin advertirlo, esta ideología se alimenta a sí misma y se enceguece
aún más. A veces se vuelve especialmente engañosa cuando se disfraza de una
espiritualidad desencarnada. Porque el gnosticismo «por su propia naturaleza
quiere domesticar el misterio»[38], tanto el misterio de Dios y de su
gracia, como el misterio de la vida de los demás.
41. Cuando alguien tiene respuestas a todas las preguntas,
demuestra que no está en un sano camino y es posible que sea un falso profeta,
que usa la religión en beneficio propio, al servicio de sus elucubraciones
psicológicas y mentales. Dios nos supera infinitamente, siempre es una sorpresa
y no somos nosotros los que decidimos en qué circunstancia histórica
encontrarlo, ya que no depende de nosotros determinar el tiempo y el lugar del
encuentro. Quien lo quiere todo claro y seguro pretende dominar la
trascendencia de Dios.
42. Tampoco se puede pretender definir dónde no está Dios, porque
él está misteriosamente en la vida de toda persona, está en la vida de cada uno
como él quiere, y no podemos negarlo con nuestras supuestas certezas. Aun
cuando la existencia de alguien haya sido un desastre, aun cuando lo veamos
destruido por los vicios o las adicciones, Dios está en su vida. Si nos dejamos
guiar por el Espíritu más que por nuestros razonamientos, podemos y debemos
buscar al Señor en toda vida humana. Esto es parte del misterio que las
mentalidades gnósticas terminan rechazando, porque no lo pueden controlar.
Los límites de la razón
43. Nosotros llegamos a comprender muy pobremente la verdad que
recibimos del Señor. Con mayor dificultad todavía logramos expresarla. Por ello
no podemos pretender que nuestro modo de entenderla nos autorice a ejercer una
supervisión estricta de la vida de los demás. Quiero recordar que en la Iglesia
conviven lícitamente distintas maneras de interpretar muchos aspectos de la
doctrina y de la vida cristiana que, en su variedad, «ayudan a explicitar mejor
el riquísimo tesoro de la Palabra». Es verdad que «a quienes sueñan con una
doctrina monolítica defendida por todos sin matices, esto puede parecerles una
imperfecta dispersión»[39]. Precisamente, algunas corrientes
gnósticas despreciaron la sencillez tan concreta del Evangelio e intentaron
reemplazar al Dios trinitario y encarnado por una Unidad superior donde
desaparecía la rica multiplicidad de nuestra historia.
44. En realidad, la doctrina, o mejor, nuestra comprensión y
expresión de ella, «no es un sistema cerrado, privado de dinámicas capaces de
generar interrogantes, dudas, cuestionamientos», y «las preguntas de nuestro
pueblo, sus angustias, sus peleas, sus sueños, sus luchas, sus preocupaciones,
poseen valor hermenéutico que no podemos ignorar si queremos tomar en serio el
principio de encarnación. Sus preguntas nos ayudan a preguntarnos, sus
cuestionamientos nos cuestionan»[40].
45. Con frecuencia se produce una peligrosa confusión: creer que
porque sabemos algo o podemos explicarlo con una determinada lógica, ya somos
santos, perfectos, mejores que la «masa ignorante». A todos los que en la
Iglesia tienen la posibilidad de una formación más alta, san Juan Pablo II les advertía de la tentación
de desarrollar «un cierto sentimiento de superioridad respecto a los demás
fieles»[41]. Pero en realidad, eso que creemos saber
debería ser siempre una motivación para responder mejor al amor de Dios, porque
«se aprende para vivir: teología y santidad son un binomio inseparable»[42].
46. Cuando san Francisco de Asís veía que algunos de sus
discípulos enseñaban la doctrina, quiso evitar la tentación del gnosticismo.
Entonces escribió esto a san Antonio de Padua: «Me agrada que enseñes sagrada
teología a los hermanos con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el
espíritu de oración y devoción»[43]. Él reconocía la tentación de convertir
la experiencia cristiana en un conjunto de elucubraciones mentales que terminan
alejándonos de la frescura del Evangelio. San Buenaventura, por otra parte,
advertía que la verdadera sabiduría cristiana no se debe desconectar de la
misericordia hacia el prójimo: «La mayor sabiduría que puede existir consiste
en difundir fructuosamente lo que uno tiene para dar, lo que se le ha dado
precisamente para que lo dispense. [...] Por eso, así como la misericordia es
amiga de la sabiduría, la avaricia es su enemiga»[44]. «Hay una actividad que al unirse a la
contemplación no la impide, sino que la facilita, como las obras de
misericordia y piedad»[45].
El pelagianismo actual
47. El gnosticismo dio lugar a otra vieja herejía, que también
está presente hoy. Con el paso del tiempo, muchos comenzaron a reconocer que no
es el conocimiento lo que nos hace mejores o santos, sino la vida que llevamos.
El problema es que esto se degeneró sutilmente, de manera que el mismo error de
los gnósticos simplemente se transformó, pero no fue superado.
48. Porque el poder que los gnósticos atribuían a la inteligencia,
algunos comenzaron a atribuírselo a la voluntad humana, al esfuerzo personal.
Así surgieron los pelagianos y los semipelagianos. Ya no era la inteligencia lo
que ocupaba el lugar del misterio y de la gracia, sino la voluntad. Se olvidaba
que «todo depende no del querer o del correr, sino de la misericordia de Dios»
(Rm 9,16) y que «él nos amó primero» (1 Jn 4,19).
Una voluntad sin humildad
49. Los que responden a esta mentalidad pelagiana o semipelagiana,
aunque hablen de la gracia de Dios con discursos edulcorados «en el fondo solo
confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir
determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo
católico»[46]. Cuando algunos de ellos se dirigen a
los débiles diciéndoles que todo se puede con la gracia de Dios, en el fondo
suelen transmitir la idea de que todo se puede con la voluntad humana, como si
ella fuera algo puro, perfecto, omnipotente, a lo que se añade la gracia. Se
pretende ignorar que «no todos pueden todo»[47], y que en esta vida las fragilidades
humanas no son sanadas completa y definitivamente por la gracia[48]. En cualquier caso, como enseñaba san
Agustín, Dios te invita a hacer lo que puedas y a pedir lo que no puedas[49]; o bien a decirle al Señor humildemente: «Dame lo que me pides y pídeme lo que
quieras»[50].
50. En el fondo, la falta de un reconocimiento sincero, dolorido y
orante de nuestros límites es lo que impide a la gracia actuar mejor en
nosotros, ya que no le deja espacio para provocar ese bien posible que se
integra en un camino sincero y real de crecimiento[51]. La gracia, precisamente porque supone
nuestra naturaleza, no nos hace superhombres de golpe. Pretenderlo sería
confiar demasiado en nosotros mismos. En este caso, detrás de la ortodoxia,
nuestras actitudes pueden no corresponder a lo que afirmamos sobre la necesidad
de la gracia, y en los hechos terminamos confiando poco en ella. Porque si no
advertimos nuestra realidad concreta y limitada, tampoco podremos ver los pasos
reales y posibles que el Señor nos pide en cada momento, después de habernos
capacitado y cautivado con su don. La gracia actúa históricamente y, de
ordinario, nos toma y transforma de una forma progresiva[52]. Por ello, si rechazamos esta manera
histórica y progresiva, de hecho podemos llegar a negarla y bloquearla, aunque
la exaltemos con nuestras palabras.
51. Cuando Dios se dirige a Abraham le dice: «Yo soy
Dios todopoderoso, camina en mi presencia y sé perfecto» (Gn 17,1).
Para poder ser perfectos, como a él le agrada, necesitamos vivir humildemente
en su presencia, envueltos en su gloria; nos hace falta caminar en unión con él
reconociendo su amor constante en nuestras vidas. Hay que perderle el miedo a
esa presencia que solamente puede hacernos bien. Es el Padre que nos dio la
vida y nos ama tanto. Una vez que lo aceptamos y dejamos de pensar nuestra
existencia sin él, desaparece la angustia de la soledad (cf. Sal 139,7).
Y si ya no ponemos distancias frente a Dios y vivimos en su presencia, podremos
permitirle que examine nuestro corazón para ver si va por el camino correcto
(cf. Sal 139,23-24). Así conoceremos la voluntad agradable y
perfecta del Señor (cf. Rm 12,1-2) y dejaremos que él nos
moldee como un alfarero (cf. Is 29,16). Hemos dicho tantas
veces que Dios habita en nosotros, pero es mejor decir que nosotros habitamos
en él, que él nos permite vivir en su luz y en su amor. Él es nuestro templo:
lo que busco es habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida
(cf. Sal 27,4). «Vale más un día en tus atrios que mil en mi
casa»(Sal 84,11).
En él somos santificados.
Una enseñanza de la Iglesia muchas veces olvidada
52. La Iglesia enseñó reiteradas veces que no somos justificados
por nuestras obras o por nuestros esfuerzos, sino por la gracia del Señor que
toma la iniciativa. Los Padres de la Iglesia, aun antes de san Agustín,
expresaban con claridad esta convicción primaria. San Juan Crisóstomo decía que
Dios derrama en nosotros la fuente misma de todos los dones antes de que
nosotros hayamos entrado en el combate[53]. San Basilio Magno remarcaba que el fiel
se gloría solo en Dios, porque «reconoce estar privado de la verdadera justicia
y que es justificado únicamente mediante la fe en Cristo»[54].
53. El II Sínodo de Orange enseñó con firme autoridad que nada
humano puede exigir, merecer o comprar el don de la gracia divina, y que todo
lo que pueda cooperar con ella es previamente don de la misma gracia: «Aun el
querer ser limpios se hace en nosotros por infusión y operación sobre nosotros
del Espíritu Santo»[55]. Posteriormente, aun cuando el Concilio
de Trento destacó la importancia de nuestra cooperación para el crecimiento
espiritual, reafirmó aquella enseñanza dogmática: «Se dice que somos
justificados gratuitamente, porque nada de lo que precede a la justificación,
sea la fe, sean las obras, merece la gracia misma de la justificación; “porque
si es gracia, ya no es por las obras; de otro modo la gracia ya no sería
gracia” (Rm 11,6)»[56].
54. El Catecismo de la Iglesia Católica también
nos recuerda que el don de la gracia «sobrepasa las capacidades de la
inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana»[57], y que «frente a Dios no hay, en el
sentido de un derecho estricto, mérito alguno de parte del hombre. Entre él y
nosotros la desigualdad no tiene medida»[58]. Su amistad nos supera infinitamente, no
puede ser comprada por nosotros con nuestras obras y solo puede ser un regalo
de su iniciativa de amor. Esto nos invita a vivir con una gozosa gratitud por
ese regalo que nunca mereceremos, puesto que «después que uno ya posee la
gracia, no puede la gracia ya recibida caer bajo mérito»[59]. Los santos evitan depositar la
confianza en sus acciones: «En el atardecer de esta vida me presentaré ante ti
con las manos vacías, Señor, porque no te pido que lleves cuenta de mis obras.
Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos»[60].
55. Esta es una de las grandes convicciones definitivamente
adquiridas por la Iglesia, y está tan claramente expresada en la Palabra de
Dios que queda fuera de toda discusión. Así como el supremo mandamiento del
amor, esta verdad debería marcar nuestro estilo de vida, porque bebe del
corazón del Evangelio y nos convoca no solo a aceptarla con la mente, sino a
convertirla en un gozo contagioso. Pero no podremos celebrar con gratitud el
regalo gratuito de la amistad con el Señor si no reconocemos que aun nuestra
existencia terrena y nuestras capacidades naturales son un regalo. Necesitamos
«consentir jubilosamente que nuestra realidad sea dádiva, y aceptar aun nuestra
libertad como gracia. Esto es lo difícil hoy en un mundo que cree tener algo
por sí mismo, fruto de su propia originalidad o de su libertad»[61].
56. Solamente a partir del don de Dios, libremente acogido y
humildemente recibido, podemos cooperar con nuestros esfuerzos para dejarnos
transformar más y más[62]. Lo primero es pertenecer a Dios. Se
trata de ofrecernos a él que nos primerea, de entregarle nuestras capacidades,
nuestro empeño, nuestra lucha contra el mal y nuestra creatividad, para que su
don gratuito crezca y se desarrolle en nosotros: «Os exhorto, pues, hermanos,
por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio
vivo, santo, agradable a Dios» (Rm 12,1). Por otra parte, la
Iglesia siempre enseñó que solo la caridad hace posible el crecimiento en la
vida de la gracia, porque si no tengo caridad, no soy nada (cf. 1 Co 13,2).
Los nuevos pelagianos
57. Todavía hay cristianos que se empeñan en seguir otro camino:
el de la justificación por las propias fuerzas, el de la adoración de la
voluntad humana y de la propia capacidad, que se traduce en una
autocomplacencia egocéntrica y elitista privada del verdadero amor. Se
manifiesta en muchas actitudes aparentemente distintas: la obsesión por la ley,
la fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, la ostentación en
el cuidado de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, la
vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, el embeleso por las
dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial. En esto algunos
cristianos gastan sus energías y su tiempo, en lugar de dejarse llevar por el
Espíritu en el camino del amor, de apasionarse por comunicar la hermosura y la
alegría del Evangelio y de buscar a los perdidos en esas inmensas multitudes
sedientas de Cristo[63].
58. Muchas veces, en contra del impulso del Espíritu, la vida de
la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. Esto
ocurre cuando algunos grupos cristianos dan excesiva importancia al
cumplimiento de determinadas normas propias, costumbres o estilos. De esa manera,
se suele reducir y encorsetar el Evangelio, quitándole su sencillez cautivante
y su sal. Es quizás una forma sutil de pelagianismo, porque parece someter la
vida de la gracia a unas estructuras humanas. Esto afecta a grupos, movimientos
y comunidades, y es lo que explica por qué tantas veces comienzan con una
intensa vida en el Espíritu, pero luego terminan fosilizados... o corruptos.
59. Sin darnos cuenta, por pensar que todo depende del esfuerzo
humano encauzado por normas y estructuras eclesiales, complicamos el Evangelio
y nos volvemos esclavos de un esquema que deja pocos resquicios para que la
gracia actúe. Santo Tomás de Aquino nos recordaba que los preceptos añadidos al
Evangelio por la Iglesia deben exigirse con moderación «para no hacer pesada la
vida a los fieles», porque así «se convertiría nuestra religión en una
esclavitud»[64].
El resumen de la Ley
60. En orden a evitarlo, es sano recordar frecuentemente que
existe una jerarquía de virtudes, que nos invita a buscar lo esencial. El
primado lo tienen las virtudes teologales, que tienen a Dios como objeto y
motivo. Y en el centro está la caridad. San Pablo dice que lo que cuenta de
verdad es «la fe que actúa por el amor» (Ga 5,6). Estamos llamados
a cuidar atentamente la caridad: «El que ama ha cumplido el resto de la ley […]
por eso la plenitud de la ley es el amor» (Rm 13,8.10). «Porque
toda la ley se cumple en una sola frase, que es: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo» (Ga 5,14).
61. Dicho con otras palabras: en medio de la tupida selva de
preceptos y prescripciones, Jesús abre una brecha que permite distinguir dos
rostros, el del Padre y el del hermano. No nos entrega dos fórmulas o dos
preceptos más. Nos entrega dos rostros, o mejor, uno solo, el de Dios que se
refleja en muchos. Porque en cada hermano, especialmente en el más pequeño,
frágil, indefenso y necesitado, está presente la imagen misma de Dios. En
efecto, el Señor, al final de los tiempos, plasmará su obra de arte con el
desecho de esta humanidad vulnerable. Pues, «¿qué es lo que queda?, ¿qué es lo
que tiene valor en la vida?, ¿qué riquezas son las que no desaparecen? Sin
duda, dos: El Señor y el prójimo. Estas dos riquezas no desaparecen»[65].
62. ¡Que el Señor libere a la Iglesia de las nuevas formas de
gnosticismo y de pelagianismo que la complican y la detienen en su camino hacia
la santidad! Estas desviaciones se expresan de diversas formas, según el propio
temperamento y las propias características. Por eso exhorto a cada uno a
preguntarse y a discernir frente a Dios de qué manera pueden estar
manifestándose en su vida.
CAPÍTULO
TERCERO
A LA LUZ DEL MAESTRO
63. Puede haber muchas teorías sobre lo que es la santidad,
abundantes explicaciones y distinciones. Esa reflexión podría ser útil, pero
nada es más iluminador que volver a las palabras de Jesús y recoger su modo de
transmitir la verdad. Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santos, y lo
hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23).
Son como el carnet de identidad del cristiano. Así, si alguno de nosotros se
plantea la pregunta: «¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?», la
respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice
Jesús en el sermón de las bienaventuranzas[66]. En ellas se dibuja el rostro del Maestro,
que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas.
64. La palabra «feliz» o «bienaventurado», pasa a ser sinónimo de
«santo», porque expresa que la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra
alcanza, en la entrega de sí, la verdadera dicha.
A contracorriente
65. Aunque las palabras de Jesús puedan parecernos poéticas, sin
embargo van muy a contracorriente con respecto a lo que es costumbre, a lo que
se hace en la sociedad; y, si bien este mensaje de Jesús nos atrae, en realidad
el mundo nos lleva hacia otro estilo de vida. Las bienaventuranzas de ninguna
manera son algo liviano o superficial; al contrario, ya que solo podemos
vivirlas si el Espíritu Santo nos invade con toda su potencia y nos libera de
la debilidad del egoísmo, de la comodidad, del orgullo.
66. Volvamos a escuchar a Jesús, con todo el amor y el respeto que
merece el Maestro. Permitámosle que nos golpee con sus palabras, que nos
desafíe, que nos interpele a un cambio real de vida. De otro modo, la santidad
será solo palabras. Recordamos ahora las distintas bienaventuranzas en la
versión del evangelio de Mateo (cf. Mt 5,3-12)[67].
«Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de
los cielos»
67. El Evangelio nos invita a reconocer la verdad de nuestro
corazón, para ver dónde colocamos la seguridad de nuestra vida. Normalmente el
rico se siente seguro con sus riquezas, y cree que cuando están en riesgo, todo
el sentido de su vida en la tierra se desmorona. Jesús mismo nos lo dijo en la
parábola del rico insensato, de ese hombre seguro que, como necio, no pensaba
que podría morir ese mismo día (cf. Lc 12,16-21).
68. Las riquezas no te aseguran nada. Es más: cuando el corazón se
siente rico, está tan satisfecho de sí mismo que no tiene espacio para la
Palabra de Dios, para amar a los hermanos ni para gozar de las cosas más
grandes de la vida. Así se priva de los mayores bienes. Por eso Jesús llama
felices a los pobres de espíritu, que tienen el corazón pobre, donde puede
entrar el Señor con su constante novedad.
69. Esta pobreza de espíritu está muy relacionada con aquella
«santa indiferencia» que proponía san Ignacio de Loyola, en la cual alcanzamos
una hermosa libertad interior: «Es menester hacernos indiferentes a todas las
cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre
albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de nuestra
parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida
larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás»[68].
70. Lucas no habla de una pobreza «de espíritu» sino de ser
«pobres» a secas (cf. Lc 6,20), y así nos invita también a una
existencia austera y despojada. De ese modo, nos convoca a compartir la vida de
los más necesitados, la vida que llevaron los Apóstoles, y en definitiva a
configurarnos con Jesús, que «siendo rico se hizo pobre» (2 Co 8,9).
Ser pobre en el corazón, esto es santidad.
«Felices los mansos, porque heredarán la tierra»
71. Es una expresión fuerte, en este mundo que desde el inicio es
un lugar de enemistad, donde se riñe por doquier, donde por todos lados hay
odio, donde constantemente clasificamos a los demás por sus ideas, por sus
costumbres, y hasta por su forma de hablar o de vestir. En definitiva, es el
reino del orgullo y de la vanidad, donde cada uno se cree con el derecho de
alzarse por encima de los otros. Sin embargo, aunque parezca imposible, Jesús
propone otro estilo: la mansedumbre. Es lo que él practicaba con sus propios
discípulos y lo que contemplamos en su entrada a Jerusalén: «Mira a tu rey, que
viene a ti, humilde, montado en una borrica» (Mt 21,5; cf. Za 9,9).
72. Él dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón,
y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). Si vivimos
tensos, engreídos ante los demás, terminamos cansados y agotados. Pero cuando
miramos sus límites y defectos con ternura y mansedumbre, sin sentirnos más que
ellos, podemos darles una mano y evitamos desgastar energías en lamentos
inútiles. Para santa Teresa de Lisieux «la caridad perfecta consiste en
soportar los defectos de los demás, en no escandalizarse de sus debilidades»[69].
73. Pablo menciona la mansedumbre como un fruto del Espíritu Santo
(cf. Ga 5,23). Propone que, si alguna vez nos preocupan las
malas acciones del hermano, nos acerquemos a corregirle, pero «con espíritu de
mansedumbre» (Ga 6,1), y recuerda: «Piensa que también tú puedes
ser tentado» (ibíd.). Aun cuando uno defienda su fe y sus convicciones
debe hacerlo con mansedumbre (cf. 1 P3,16), y hasta los
adversarios deben ser tratados con mansedumbre (cf. 2 Tm 2,25).
En la Iglesia muchas veces nos hemos equivocado por no haber acogido este
pedido de la Palabra divina.
74. La mansedumbre es otra expresión de la pobreza interior, de
quien deposita su confianza solo en Dios. De hecho, en la Biblia suele usarse
la misma palabra anawin para referirse a los pobres y a los
mansos. Alguien podría objetar: «Si yo soy tan manso, pensarán que soy un
necio, que soy tonto o débil». Tal vez sea así, pero dejemos que los demás
piensen esto. Es mejor ser siempre mansos, y se cumplirán nuestros mayores
anhelos: los mansos «poseerán la tierra», es decir, verán cumplidas en sus
vidas las promesas de Dios. Porque los mansos, más allá de lo que digan las
circunstancias, esperan en el Señor, y los que esperan en el Señor poseerán la
tierra y gozarán de inmensa paz (cf. Sal 37,9.11). Al mismo
tiempo, el Señor confía en ellos: «En ese pondré mis ojos, en el humilde y el
abatido, que se estremece ante mis palabras» (Is 66,2).
Reaccionar con humilde mansedumbre, esto es santidad.
«Felices los que lloran, porque ellos serán consolados»
75. El mundo nos propone lo contrario: el entretenimiento, el
disfrute, la distracción, la diversión, y nos dice que eso es lo que hace buena
la vida. El mundano ignora, mira hacia otra parte cuando hay problemas de
enfermedad o de dolor en la familia o a su alrededor. El mundo no quiere
llorar: prefiere ignorar las situaciones dolorosas, cubrirlas, esconderlas. Se
gastan muchas energías por escapar de las circunstancias donde se hace presente
el sufrimiento, creyendo que es posible disimular la realidad, donde nunca,
nunca, puede faltar la cruz.
76. La persona que ve las cosas como son realmente, se deja
traspasar por el dolor y llora en su corazón, es capaz de tocar las profundidades
de la vida y de ser auténticamente feliz[70]. Esa persona es consolada, pero con el
consuelo de Jesús y no con el del mundo. Así puede atreverse a compartir el
sufrimiento ajeno y deja de huir de las situaciones dolorosas. De ese modo
encuentra que la vida tiene sentido socorriendo al otro en su dolor,
comprendiendo la angustia ajena, aliviando a los demás. Esa persona siente que
el otro es carne de su carne, no teme acercarse hasta tocar su herida, se
compadece hasta experimentar que las distancias se borran. Así es posible
acoger aquella exhortación de san Pablo: «Llorad con los que lloran» (Rm 12,15).
Saber llorar con los demás, esto es santidad.
«Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos
quedarán saciados»
77. «Hambre y sed» son experiencias muy intensas, porque responden
a necesidades primarias y tienen que ver con el instinto de sobrevivir. Hay
quienes con esa intensidad desean la justicia y la buscan con un anhelo tan
fuerte. Jesús dice que serán saciados, ya que tarde o temprano la justicia
llega, y nosotros podemos colaborar para que sea posible, aunque no siempre
veamos los resultados de este empeño.
78. Pero la justicia que propone Jesús no es como la que busca el
mundo, tantas veces manchada por intereses mezquinos, manipulada para un lado o
para otro. La realidad nos muestra qué fácil es entrar en las pandillas de la
corrupción, formar parte de esa política cotidiana del «doy para que me den»,
donde todo es negocio. Y cuánta gente sufre por las injusticias, cuántos se
quedan observando impotentes cómo los demás se turnan para repartirse la torta
de la vida. Algunos desisten de luchar por la verdadera justicia, y optan por
subirse al carro del vencedor. Eso no tiene nada que ver con el hambre y la sed
de justicia que Jesús elogia.
79. Tal justicia empieza por hacerse realidad en la vida de cada
uno siendo justo en las propias decisiones, y luego se expresa buscando la
justicia para los pobres y débiles. Es cierto que la palabra «justicia» puede
ser sinónimo de fidelidad a la voluntad de Dios con toda nuestra vida, pero si
le damos un sentido muy general olvidamos que se manifiesta especialmente en la
justicia con los desamparados: «Buscad la justicia, socorred al oprimido,
proteged el derecho del huérfano, defended a la viuda» (Is 1,17).
Buscar la justicia con hambre y sed, esto es santidad.
«Felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia»
80. La misericordia tiene dos aspectos: es dar, ayudar, servir a
los otros, y también perdonar, comprender. Mateo lo resume en una regla de oro:
«Todo lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella»
(7,12). El Catecismo nos recuerda que esta ley se debe aplicar «en todos los
casos»[71], de manera especial cuando alguien «se
ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y
la decisión difícil»[72].
81. Dar y perdonar es intentar reproducir en nuestras vidas un
pequeño reflejo de la perfección de Dios, que da y perdona sobreabundantemente.
Por tal razón, en el evangelio de Lucas ya no escuchamos el «sed perfectos» (Mt 5,48)
sino «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y
no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis
perdonados; dad, y se os dará» (6,36-38). Y luego Lucas agrega algo que no
deberíamos ignorar: «Con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros»
(6,38). La medida que usemos para comprender y perdonar se aplicará a nosotros
para perdonarnos. La medida que apliquemos para dar, se nos aplicará en el
cielo para recompensarnos. No nos conviene olvidarlo.
82. Jesús no dice: «Felices los que planean venganza», sino que
llama felices a aquellos que perdonan y lo hacen «setenta veces siete» (Mt 18,22).
Es necesario pensar que todos nosotros somos un ejército de perdonados. Todos
nosotros hemos sido mirados con compasión divina. Si nos acercamos sinceramente
al Señor y afinamos el oído, posiblemente escucharemos algunas veces este
reproche: «¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve
compasión de ti?» (Mt 18,33).
Mirar y actuar con misericordia, esto es santidad.
«Felices los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios»
83. Esta bienaventuranza se refiere a quienes tienen un corazón
sencillo, puro, sin suciedad, porque un corazón que sabe amar no deja entrar en
su vida algo que atente contra ese amor, algo que lo debilite o lo ponga en
riesgo. En la Biblia, el corazón son nuestras intenciones verdaderas, lo que
realmente buscamos y deseamos, más allá de lo que aparentamos: «El hombre mira
las apariencias, pero el Señor mira el corazón» (1 S 16,7).
Él busca hablarnos en el corazón (cf. Os 2,16) y allí desea
escribir su Ley (cf. Jr 31,33). En definitiva, quiere darnos
un corazón nuevo (cf. Ez 36,26).
84. Lo que más hay que cuidar es el corazón (cf. Pr 4,23).
Nada manchado por la falsedad tiene un valor real para el Señor. Él «huye de la
falsedad, se aleja de los pensamientos vacíos» (Sb 1,5). El Padre,
que «ve en lo secreto» (Mt 6,6), reconoce lo que no es limpio, es
decir, lo que no es sincero, sino solo cáscara y apariencia, así como el Hijo
sabe también «lo que hay dentro de cada hombre» (Jn 2,25).
85. Es cierto que no hay amor sin obras de amor, pero esta
bienaventuranza nos recuerda que el Señor espera una entrega al hermano que brote
del corazón, ya que «si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si
entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría» (1 Co 13,3).
En el evangelio de Mateo vemos también que lo que viene de dentro del corazón
es lo que contamina al hombre (cf. 15,18), porque de allí proceden
los asesinatos, el robo, los falsos testimonios, y demás cosas (cf. 15,19). En
las intenciones del corazón se originan los deseos y las decisiones más
profundas que realmente nos mueven.
86. Cuando el corazón ama a Dios y al prójimo (cf. Mt 22,36-40),
cuando esa es su intención verdadera y no palabras vacías, entonces ese corazón
es puro y puede ver a Dios. San Pablo, en medio de su himno a la caridad,
recuerda que «ahora vemos como en un espejo, confusamente» (1 Co 13,12),
pero en la medida que reine de verdad el amor, nos volveremos capaces de ver
«cara a cara» (ibíd.). Jesús promete que los de corazón puro «verán a
Dios».
Mantener el corazón limpio de todo lo que mancha el amor, esto es
santidad.
«Felices los que trabajan por la paz, porque ellos serán
llamados hijos de Dios»
87. Esta bienaventuranza nos hace pensar en las numerosas
situaciones de guerra que se repiten. Para nosotros es muy común ser agentes de
enfrentamientos o al menos de malentendidos. Por ejemplo, cuando escucho algo
de alguien y voy a otro y se lo digo; e incluso hago una segunda versión un
poco más amplia y la difundo. Y si logro hacer más daño, parece que me provoca
mayor satisfacción. El mundo de las habladurías, hecho por gente que se dedica
a criticar y a destruir, no construye la paz. Esa gente más bien es enemiga de
la paz y de ningún modo bienaventurada[73].
88. Los pacíficos son fuente de paz, construyen paz y amistad
social. A esos que se ocupan de sembrar paz en todas partes, Jesús les hace una
promesa hermosa: «Ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Él
pedía a los discípulos que cuando llegaran a un hogar dijeran: «Paz a esta
casa» (Lc 10,5). La Palabra de Dios exhorta a cada creyente para
que busque la paz junto con todos (cf. 2 Tm 2,22),
porque «el fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por
la paz» (St 3,18). Y si en alguna ocasión en nuestra comunidad
tenemos dudas acerca de lo que hay que hacer, «procuremos lo que favorece la
paz» (Rm 14,19) porque la unidad es superior al conflicto[74].
89. No es fácil construir esta paz evangélica que no excluye a
nadie sino que integra también a los que son algo extraños, a las personas
difíciles y complicadas, a los que reclaman atención, a los que son diferentes,
a quienes están muy golpeados por la vida, a los que tienen otros intereses. Es
duro y requiere una gran amplitud de mente y de corazón, ya que no se trata de
«un consenso de escritorio o una efímera paz para una minoría feliz»[75], ni de un proyecto «de unos pocos para
unos pocos»[76]. Tampoco pretende ignorar o disimular los
conflictos, sino «aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el
eslabón de un nuevo proceso»[77]. Se trata de ser artesanos de la paz,
porque construir la paz es un arte que requiere serenidad, creatividad,
sensibilidad y destreza.
Sembrar paz a nuestro alrededor, esto es santidad.
«Felices los perseguidos por causa de la justicia, porque de
ellos es el reino de los cielos»
90. Jesús mismo remarca que este camino va a contracorriente hasta
el punto de convertirnos en seres que cuestionan a la sociedad con su vida,
personas que molestan. Jesús recuerda cuánta gente es perseguida y ha sido
perseguida sencillamente por haber luchado por la justicia, por haber vivido
sus compromisos con Dios y con los demás. Si no queremos sumergirnos en una
oscura mediocridad no pretendamos una vida cómoda, porque «quien quiera salvar
su vida la perderá» (Mt 16,25).
91. No se puede esperar, para vivir el Evangelio, que todo a
nuestro alrededor sea favorable, porque muchas veces las ambiciones del poder y
los intereses mundanos juegan en contra nuestra. San Juan Pablo II decía que «está alienada una
sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y consumo,
hace más difícil la realización de esta donación [de sí] y la formación de esa
solidaridad interhumana»[78]. En una sociedad así, alienada, atrapada
en una trama política, mediática, económica, cultural e incluso religiosa que
impide un auténtico desarrollo humano y social, se vuelve difícil vivir las
bienaventuranzas, llegando incluso a ser algo mal visto, sospechado,
ridiculizado.
92. La cruz, sobre todo los cansancios y los dolores que soportamos
por vivir el mandamiento del amor y el camino de la justicia, es fuente de
maduración y de santificación. Recordemos que cuando el Nuevo Testamento habla
de los sufrimientos que hay que soportar por el Evangelio, se refiere
precisamente a las persecuciones (cf. Hch 5,41; Flp 1,29; Col 1,24; 2 Tm 1,12; 1 P 2,20;
4,14-16; Ap 2,10).
93. Pero hablamos de las persecuciones inevitables, no de las que
podamos ocasionarnos nosotros mismos con un modo equivocado de tratar a los
demás. Un santo no es alguien raro, lejano, que se vuelve insoportable por su
vanidad, su negatividad y sus resentimientos. No eran así los Apóstoles de
Cristo. El libro de los Hechos cuenta insistentemente que ellos gozaban de la
simpatía «de todo el pueblo» (2,47; cf. 4,21.33; 5,13) mientras algunas
autoridades los acosaban y perseguían (cf. 4,1-3; 5,17-18).
94. Las persecuciones no son una realidad del pasado, porque hoy
también las sufrimos, sea de manera cruenta, como tantos mártires
contemporáneos, o de un modo más sutil, a través de calumnias y falsedades.
Jesús dice que habrá felicidad cuando «os calumnien de cualquier modo por mi
causa» (Mt 5,11). Otras veces se trata de burlas que intentan
desfigurar nuestra fe y hacernos pasar como seres ridículos.
Aceptar cada día el camino del Evangelio aunque nos traiga
problemas, esto es santidad.
El gran protocolo
95. En el capítulo 25 del evangelio de Mateo (vv. 31-46), Jesús
vuelve a detenerse en una de estas bienaventuranzas, la que declara felices a
los misericordiosos. Si buscamos esa santidad que agrada a los ojos de Dios, en
este texto hallamos precisamente un protocolo sobre el cual seremos juzgados:
«Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui
forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me
visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (25,35-36).
Por fidelidad al Maestro
96. Por lo tanto, ser santos no significa blanquear los ojos en un
supuesto éxtasis. Decía san Juan Pablo II que «si verdaderamente hemos
partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo
en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse»[79]. El texto de Mateo 25,35-36
«no es una simple invitación a la caridad: es una página de cristología, que
ilumina el misterio de Cristo»[80]. En este llamado a reconocerlo en los
pobres y sufrientes se revela el mismo corazón de Cristo, sus sentimientos y
opciones más profundas, con las cuales todo santo intenta configurarse.
97. Ante la contundencia de estos pedidos de Jesús es mi deber
rogar a los cristianos que los acepten y reciban con sincera apertura, «sine
glossa», es decir, sin comentario, sin elucubraciones y excusas que les
quiten fuerza. El Señor nos dejó bien claro que la santidad no puede entenderse
ni vivirse al margen de estas exigencias suyas, porque la misericordia es «el
corazón palpitante del Evangelio»[81].
98. Cuando encuentro a una persona durmiendo a la intemperie, en
una noche fría, puedo sentir que ese bulto es un imprevisto que me interrumpe,
un delincuente ocioso, un estorbo en mi camino, un aguijón molesto para mi
conciencia, un problema que deben resolver los políticos, y quizá hasta una
basura que ensucia el espacio público. O puedo reaccionar desde la fe y la
caridad, y reconocer en él a un ser humano con mi misma dignidad, a una
creatura infinitamente amada por el Padre, a una imagen de Dios, a un hermano
redimido por Jesucristo. ¡Eso es ser cristianos! ¿O acaso puede entenderse la santidad
al margen de este reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano?[82]
99. Esto implica para los cristianos una sana y permanente
insatisfacción. Aunque aliviar a una sola persona ya justificaría todos
nuestros esfuerzos, eso no nos basta. Los Obispos de Canadá lo expresaron
claramente mostrando que, en las enseñanzas bíblicas sobre el Jubileo, por
ejemplo, no se trata solo de realizar algunas buenas obras sino de buscar un
cambio social: «Para que las generaciones posteriores también fueran liberadas,
claramente el objetivo debía ser la restauración de sistemas sociales y económicos
justos para que ya no pudiera haber exclusión»[83].
Las ideologías que mutilan el corazón del Evangelio
100. Lamento que a veces las ideologías nos lleven a dos errores
nocivos. Por una parte, el de los cristianos que separan estas exigencias del
Evangelio de su relación personal con el Señor, de la unión interior con él, de
la gracia. Así se convierte al cristianismo en una especie de ONG, quitándole
esa mística luminosa que tan bien vivieron y manifestaron san Francisco de
Asís, san Vicente de Paúl, santa Teresa de Calcuta y otros muchos. A estos
grandes santos ni la oración, ni el amor de Dios, ni la lectura del Evangelio
les disminuyeron la pasión o la eficacia de su entrega al prójimo, sino todo lo
contrario.
101. También es nocivo e ideológico el error de quienes viven
sospechando del compromiso social de los demás, considerándolo algo
superficial, mundano, secularista, inmanentista, comunista, populista. O lo
relativizan como si hubiera otras cosas más importantes o como si solo
interesara una determinada ética o una razón que ellos defienden. La defensa
del inocente que no ha nacido, por ejemplo, debe ser clara, firme y apasionada,
porque allí está en juego la dignidad de la vida humana, siempre sagrada, y lo
exige el amor a cada persona más allá de su desarrollo. Pero igualmente sagrada
es la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, el
abandono, la postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los
enfermos y ancianos privados de atención, las nuevas formas de esclavitud, y en
toda forma de descarte[84]. No podemos plantearnos un ideal de
santidad que ignore la injusticia de este mundo, donde unos festejan, gastan
alegremente y reducen su vida a las novedades del consumo, al mismo tiempo que
otros solo miran desde afuera mientras su vida pasa y se acaba miserablemente.
102. Suele escucharse que, frente al relativismo y a los límites
del mundo actual, sería un asunto menor la situación de los migrantes, por
ejemplo. Algunos católicos afirman que es un tema secundario al lado de los
temas «serios» de la bioética. Que diga algo así un político preocupado por sus
éxitos se puede comprender; pero no un cristiano, a quien solo le cabe la
actitud de ponerse en los zapatos de ese hermano que arriesga su vida para dar
un futuro a sus hijos. ¿Podemos reconocer que es precisamente eso lo que nos
reclama Jesucristo cuando nos dice que a él mismo lo recibimos en cada
forastero (cf. Mt 25,35)? San Benito lo había asumido sin
vueltas y, aunque eso pudiera «complicar» la vida de los monjes, estableció que
a todos los huéspedes que se presentaran en el monasterio se los acogiera «como
a Cristo»[85], expresándolo aun con gestos de
adoración[86], y que a los pobres y peregrinos se los
tratara «con el máximo cuidado y solicitud»[87].
103. Algo semejante plantea el Antiguo Testamento cuando dice: «No
maltratarás ni oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis vosotros en la
tierra de Egipto» (Ex 22,20). «Si un emigrante reside con vosotros
en vuestro país, no lo oprimiréis. El emigrante que reside entre vosotros será
para vosotros como el indígena: lo amarás como a ti mismo, porque emigrantes
fuisteis en Egipto» (Lv 19,33-34). Por lo tanto, no se trata de un
invento de un Papa o de un delirio pasajero. Nosotros también, en el contexto
actual, estamos llamados a vivir el camino de iluminación espiritual que nos
presentaba el profeta Isaías cuando se preguntaba qué es lo que agrada a Dios:
«Partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a
quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como
la aurora» (58,7-8).
El culto que más le agrada
104. Podríamos pensar que damos gloria a Dios solo con el culto y
la oración, o únicamente cumpliendo algunas normas éticas ―es verdad que el
primado es la relación con Dios―, y olvidamos que el criterio para evaluar
nuestra vida es ante todo lo que hicimos con los demás. La oración es preciosa
si alimenta una entrega cotidiana de amor. Nuestro culto agrada a Dios cuando
allí llevamos los intentos de vivir con generosidad y cuando dejamos que el don
de Dios que recibimos en él se manifieste en la entrega a los hermanos.
105. Por la misma razón, el mejor modo de discernir si nuestro
camino de oración es auténtico será mirar en qué medida nuestra vida se va
transformando a la luz de la misericordia. Porque «la misericordia no es solo
el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio para
saber quiénes son realmente sus verdaderos hijos»[88]. Ella «es la viga maestra que sostiene
la vida de la Iglesia»[89]. Quiero remarcar una vez más que,
si bien la misericordia no excluye la justicia y la verdad, «ante todo tenemos
que decir que la misericordia es la plenitud de la justicia y la manifestación
más luminosa de la verdad de Dios»[90]. Ella «es la llave del cielo»[91].
106. No puedo dejar de recordar aquella pregunta que se hacía
santo Tomás de Aquino cuando se planteaba cuáles son nuestras acciones más
grandes, cuáles son las obras externas que mejor manifiestan nuestro amor a
Dios. Él respondió sin dudar que son las obras de misericordia con el prójimo[92], más que los actos de culto: «No
adoramos a Dios con sacrificios y dones exteriores por él mismo, sino por
nosotros y por el prójimo. Él no necesita nuestros sacrificios, pero quiere que
se los ofrezcamos por nuestra devoción y para la utilidad del prójimo. Por eso,
la misericordia, que socorre los defectos ajenos, es el sacrificio que más le
agrada, ya que causa más de cerca la utilidad del prójimo»[93].
107. Quien de verdad quiera dar gloria a Dios con su vida, quien
realmente anhele santificarse para que su existencia glorifique al Santo, está
llamado a obsesionarse, desgastarse y cansarse intentando vivir las obras de
misericordia. Es lo que había comprendido muy bien santa Teresa de
Calcuta: «Sí, tengo muchas debilidades humanas, muchas miserias humanas. […]
Pero él baja y nos usa, a usted y a mí, para ser su amor y su compasión en el
mundo, a pesar de nuestros pecados, a pesar de nuestras miserias y defectos. Él
depende de nosotros para amar al mundo y demostrarle lo mucho que lo ama. Si
nos ocupamos demasiado de nosotros mismos, no nos quedará tiempo para los
demás»[94].
108. El consumismo hedonista puede jugarnos una mala pasada,
porque en la obsesión por pasarla bien terminamos excesivamente concentrados en
nosotros mismos, en nuestros derechos y en esa desesperación por tener tiempo
libre para disfrutar. Será difícil que nos ocupemos y dediquemos energías a dar
una mano a los que están mal si no cultivamos una cierta austeridad, si no
luchamos contra esa fiebre que nos impone la sociedad de consumo para vendernos
cosas, y que termina convirtiéndonos en pobres insatisfechos que quieren
tenerlo todo y probarlo todo. También el consumo de información superficial y
las formas de comunicación rápida y virtual pueden ser un factor de
atontamiento que se lleva todo nuestro tiempo y nos aleja de la carne sufriente
de los hermanos. En medio de esta vorágine actual, el Evangelio vuelve a
resonar para ofrecernos una vida diferente, más sana y más feliz.
***
109. La fuerza del testimonio de los santos está en vivir las
bienaventuranzas y el protocolo del juicio final. Son pocas palabras,
sencillas, pero prácticas y válidas para todos, porque el cristianismo es
principalmente para ser practicado, y si es también objeto de reflexión, eso
solo es válido cuando nos ayuda a vivir el Evangelio en la vida cotidiana.
Recomiendo vivamente releer con frecuencia estos grandes textos bíblicos,
recordarlos, orar con ellos, intentar hacerlos carne. Nos harán bien, nos harán
genuinamente felices.
CAPÍTULO
CUARTO
ALGUNAS NOTAS DE LA SANTIDAD
EN EL MUNDO ACTUAL
110. Dentro del gran marco de la santidad que nos proponen las
bienaventuranzas y Mateo 25,31-46, quisiera recoger algunas
notas o expresiones espirituales que, a mi juicio, no deben faltar para
entender el estilo de vida al que el Señor nos llama. No me detendré a explicar
los medios de santificación que ya conocemos: los distintos métodos de oración,
los preciosos sacramentos de la Eucaristía y la Reconciliación, la ofrenda de
sacrificios, las diversas formas de devoción, la dirección espiritual, y tantos
otros. Solo me referiré a algunos aspectos del llamado a la santidad que espero
resuenen de modo especial.
111. Estas notas que quiero destacar no son todas las que pueden
conformar un modelo de santidad, pero son cinco grandes manifestaciones del
amor a Dios y al prójimo que considero de particular importancia, debido a
algunos riesgos y límites de la cultura de hoy. En ella se manifiestan: la
ansiedad nerviosa y violenta que nos dispersa y nos debilita; la negatividad y
la tristeza; la acedia cómoda, consumista y egoísta; el individualismo, y
tantas formas de falsa espiritualidad sin encuentro con Dios que reinan en el
mercado religioso actual.
Aguante, paciencia y mansedumbre
112. La primera de estas grandes notas es estar centrado, firme en
torno a Dios que ama y que sostiene. Desde esa firmeza interior es posible
aguantar, soportar las contrariedades, los vaivenes de la vida, y también las
agresiones de los demás, sus infidelidades y defectos: «Si Dios está con
nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rm 8,31).Esto es fuente
de la paz que se expresa en las actitudes de un santo. A partir de tal solidez
interior, el testimonio de santidad, en nuestro mundo acelerado, voluble y
agresivo, está hecho de paciencia y constancia en el bien. Es la fidelidad del
amor, porque quien se apoya en Dios (pistis) también puede ser fiel
frente a los hermanos (pistós), no los abandona en los malos momentos,
no se deja llevar por su ansiedad y se mantiene al lado de los demás aun cuando
eso no le brinde satisfacciones inmediatas.
113. San Pablo invitaba a los romanos a no devolver «a nadie mal
por mal» (Rm 12,17), a no querer hacerse justicia «por vuestra
cuenta» (v.19), y a no dejarse vencer por el mal, sino a vencer «al mal con el
bien» (v.21). Esta actitud no es expresión de debilidad sino de la verdadera
fuerza, porque el mismo Dios «es lento para la ira pero grande en poder» (Na 1,3).
La Palabra de Dios nos reclama: «Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los
enfados e insultos y toda maldad» (Ef 4,31).
114. Hace falta luchar y estar atentos frente a nuestras propias
inclinaciones agresivas y egocéntricas para no permitir que se arraiguen: «Si
os indignáis, no lleguéis a pecar; que el sol no se ponga sobre vuestra ira» (Ef 4,26).
Cuando hay circunstancias que nos abruman, siempre podemos recurrir al ancla de
la súplica, que nos lleva a quedar de nuevo en las manos de Dios y junto a la
fuente de la paz: «Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y
en la súplica, con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a
Dios. Y la paz de Dios, que supera todo juicio, custodiará vuestros corazones»
(Flp 4,6-7).
115. También los cristianos pueden formar parte de redes de
violencia verbal a través de internet y de los diversos foros o espacios de
intercambio digital. Aun en medios católicos se pueden perder los límites, se
suelen naturalizar la difamación y la calumnia, y parece quedar fuera toda
ética y respeto por la fama ajena. Así se produce un peligroso dualismo, porque
en estas redes se dicen cosas que no serían tolerables en la vida pública, y se
busca compensar las propias insatisfacciones descargando con furia los deseos
de venganza. Es llamativo que a veces, pretendiendo defender otros
mandamientos, se pasa por alto completamente el octavo: «No levantar falso
testimonio ni mentir», y se destroza la imagen ajena sin piedad. Allí se
manifiesta con descontrol que la lengua «es un mundo de maldad» y «encendida por
el mismo infierno, hace arder todo el ciclo de la vida» (St 3,6).
116. La firmeza interior que es obra de la gracia, nos preserva de
dejarnos arrastrar por la violencia que invade la vida social, porque la gracia
aplaca la vanidad y hace posible la mansedumbre del corazón. El santo no gasta
sus energías lamentando los errores ajenos, es capaz de hacer silencio ante los
defectos de sus hermanos y evita la violencia verbal que arrasa y maltrata,
porque no se cree digno de ser duro con los demás, sino que los considera como
superiores a uno mismo (cf. Flp 2,3).
117. No nos hace bien mirar desde arriba, colocarnos en el lugar
de jueces sin piedad, considerar a los otros como indignos y pretender dar
lecciones permanentemente. Esa es una sutil forma de violencia[95]. San Juan de la Cruz proponía otra cosa:
«Sea siempre más amigo de ser enseñado por todos que de querer enseñar aun al
que es menos que todos»[96]. Y agregaba un consejo para tener lejos
al demonio: «Gozándote del bien de los otros como de ti mismo, y queriendo que
los pongan a ellos delante de ti en todas las cosas, y esto con verdadero
corazón. De esta manera vencerás el mal con el bien y echarás lejos al demonio y
traerás alegría de corazón. Procura ejercitarlo más con los que menos te caen
en gracia. Y sabe que si no ejercitas esto, no llegarás a la verdadera caridad
ni aprovecharás en ella»[97].
118. La humildad solamente puede arraigarse en el corazón a través
de las humillaciones. Sin ellas no hay humildad ni santidad. Si tú no eres
capaz de soportar y ofrecer algunas humillaciones no eres humilde y no estás en
el camino de la santidad. La santidad que Dios regala a su Iglesia viene a
través de la humillación de su Hijo, ése es el camino. La humillación te lleva
a asemejarte a Jesús, es parte ineludible de la imitación de Jesucristo:
«Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas»
(1 P 2,21). Él a su vez expresa la humildad del Padre,
que se humilla para caminar con su pueblo, que soporta sus infidelidades y
murmuraciones (cf. Ex 34,6-9; Sb 11,23-12,2; Lc 6,36).
Por esta razón los Apóstoles, después de la humillación, «salieron del Sanedrín
dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).
119. No me refiero solo a las situaciones crudas de martirio, sino
a las humillaciones cotidianas de aquellos que callan para salvar a su familia,
o evitan hablar bien de sí mismos y prefieren exaltar a otros en lugar de
gloriarse, eligen las tareas menos brillantes, e incluso a veces prefieren
soportar algo injusto para ofrecerlo al Señor: «En cambio, que aguantéis cuando
sufrís por hacer el bien, eso es una gracia de parte de Dios» (1 P 2,20).
No es caminar con la cabeza baja, hablar poco o escapar de la sociedad. A
veces, precisamente porque está liberado del egocentrismo, alguien puede
atreverse a discutir amablemente, a reclamar justicia o a defender a los
débiles ante los poderosos, aunque eso le traiga consecuencias negativas para
su imagen.
120. No digo que la humillación sea algo agradable, porque eso
sería masoquismo, sino que se trata de un camino para imitar a Jesús y crecer
en la unión con él. Esto no se entiende naturalmente y el mundo se burla de
semejante propuesta. Es una gracia que necesitamos suplicar: «Señor, cuando
lleguen las humillaciones, ayúdame a sentir que estoy detrás de ti, en tu
camino».
121. Tal actitud supone un corazón pacificado por Cristo, liberado
de esa agresividad que brota de un yo demasiado grande. La misma pacificación
que obra la gracia nos permite mantener una seguridad interior y aguantar,
perseverar en el bien «aunque camine por cañadas oscuras» (Sal 23,4)
o «si un ejército acampa contra mí» (Sal 27,3). Firmes en el Señor,
la Roca, podemos cantar: «En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque tú
solo, Señor, me haces vivir tranquilo» (Sal 4,9). En definitiva,
Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14), vino a «guiar nuestros pasos por
el camino de la paz» (Lc 1,79). Él transmitió a santa Faustina
Kowalska que «la humanidad no encontrará paz hasta que no se dirija con
confianza a la misericordia divina»[98]. Entonces no caigamos en la tentación de
buscar la seguridad interior en los éxitos, en los placeres vacíos, en las
posesiones, en el dominio sobre los demás o en la imagen social: «Os doy mi
paz; pero no como la da el mundo» (Jn 14,27).
Alegría y sentido del humor
122. Lo dicho hasta ahora no implica un espíritu apocado, tristón,
agriado, melancólico, o un bajo perfil sin energía. El santo es capaz de vivir
con alegría y sentido del humor. Sin perder el realismo, ilumina a los demás
con un espíritu positivo y esperanzado. Ser cristianos es «gozo en el Espíritu
Santo» (Rm 14,17), porque «al amor de caridad le sigue
necesariamente el gozo, pues todo amante se goza en la unión con el amado […]
De ahí que la consecuencia de la caridad sea el gozo»[99]. Hemos recibido la hermosura de su
Palabra y la abrazamos «en medio de una gran tribulación, con la alegría del
Espíritu Santo» (1Ts 1,6). Si dejamos que el Señor nos saque de
nuestro caparazón y nos cambie la vida, entonces podremos hacer realidad lo que
pedía san Pablo: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (Flp 4,4).
123. Los profetas anunciaban el tiempo de Jesús, que nosotros
estamos viviendo, como una revelación de la alegría: «Gritad jubilosos» (Is 12,6).
«Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de
Jerusalén» (Is 40,9). «Romped a cantar, montañas, porque el Señor
consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados» (Is 49,13).
«¡Salta de gozo, Sión; alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y
triunfador» (Za 9,9). Y no olvidemos la exhortación de Nehemías:
«¡No os pongáis tristes; el gozo del Señor es vuestra fuerza!» (8,10).
124. María, que supo descubrir la novedad que Jesús traía,
cantaba: «Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1,47) y
el mismo Jesús «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Cuando él pasaba, «toda la gente
se alegraba» (Lc 13,17). Después de su resurrección, donde llegaban
los discípulos había una gran alegría (cf. Hch 8,8). A
nosotros, Jesús nos da una seguridad: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza
se convertirá en alegría. […] Volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y
nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16,20.22). «Os he hablado de
esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud»
(Jn 15,11).
125. Hay momentos duros, tiempos de cruz, pero nada puede destruir
la alegría sobrenatural, que «se adapta y se transforma, y siempre permanece al
menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente
amado, más allá de todo»[100]. Es una seguridad interior, una
serenidad esperanzada que brinda una satisfacción espiritual incomprensible
para los parámetros mundanos.
126. Ordinariamente la alegría cristiana está acompañada del
sentido del humor, tan destacado, por ejemplo, en santo Tomás Moro, en san
Vicente de Paúl o en san Felipe Neri. El mal humor no es un signo de santidad:
«Aparta de tu corazón la tristeza» (Qo11,10). Es tanto lo que recibimos
del Señor, «para que lo disfrutemos» (1 Tm 6,17), que a
veces la tristeza tiene que ver con la ingratitud, con estar tan encerrado en
sí mismo que uno se vuelve incapaz de reconocer los regalos de Dios[101].
127. Su amor paterno nos invita: «Hijo, en cuanto te sea
posible, cuida de ti mismo […]. No te prives de pasar un día feliz» (Si14,11.14).
Nos quiere positivos, agradecidos y no demasiado complicados: «En tiempo de
prosperidad disfruta […]. Dios hizo a los humanos equilibrados, pero ellos se
buscaron preocupaciones sin cuento» (Qo 7,14.29). En todo caso, hay
que mantener un espíritu flexible, y hacer como san Pablo: «Yo he aprendido a
bastarme con lo que tengo» (Flp 4,11). Es lo que vivía
san Francisco de Asís, capaz de conmoverse de gratitud ante un pedazo de pan
duro, o de alabar feliz a Dios solo por la brisa que acariciaba su rostro.
128. No estoy hablando de la alegría consumista e individualista
tan presente en algunas experiencias culturales de hoy. Porque el consumismo
solo empacha el corazón; puede brindar placeres ocasionales y pasajeros, pero
no gozo. Me refiero más bien a esa alegría que se vive en comunión, que se
comparte y se reparte, porque «hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35)
y «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7). El amor
fraterno multiplica nuestra capacidad de gozo, ya que nos vuelve capaces de
gozar con el bien de los otros: «Alegraos con los que están alegres» (Rm 12,15).
«Nos alegramos siendo débiles, con tal de que vosotros seáis fuertes» (2 Co 13,9).
En cambio, si «nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos condenamos
a vivir con poca alegría»[102].
Audacia y fervor
129. Al mismo tiempo, la santidad es parresía: es
audacia, es empuje evangelizador que deja una marca en este mundo. Para que sea
posible, el mismo Jesús viene a nuestro encuentro y nos repite con serenidad y
firmeza: «No tengáis miedo» (Mc 6,50). «Yo estoy con vosotros todos
los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). Estas palabras
nos permiten caminar y servir con esa actitud llena de coraje que suscitaba el
Espíritu Santo en los Apóstoles y los llevaba a anunciar a Jesucristo. Audacia,
entusiasmo, hablar con libertad, fervor apostólico, todo eso se incluye en el
vocablo parresía, palabra con la que la Biblia expresa también la
libertad de una existencia que está abierta, porque se encuentra disponible
para Dios y para los demás (cf. Hch 4,29; 9,28; 28,31; 2Co 3,12; Ef 3,12; Hb 3,6;
10,19).
130. El beato Pablo
VI mencionaba, entre los obstáculos de la evangelización,
precisamente la carencia de parresía: «La falta de fervor, tanto más grave
cuanto que viene de dentro»[103].
¡Cuántas veces nos sentimos tironeados a quedarnos en la comodidad
de la orilla! Pero el Señor nos llama para navegar mar adentro y arrojar las
redes en aguas más profundas (cf. Lc 5,4). Nos invita a gastar
nuestra vida en su servicio. Aferrados a él nos animamos a poner todos nuestros
carismas al servicio de los otros. Ojalá nos sintamos apremiados por su amor
(cf. 2 Co 5,14) y podamos decir con san Pablo:
«¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16).
131. Miremos a Jesús: su compasión entrañable no era algo que lo
ensimismara, no era una compasión paralizante, tímida o avergonzada como muchas
veces nos sucede a nosotros, sino todo lo contrario. Era una compasión que lo
movía a salir de sí con fuerza para anunciar, para enviar en misión, para
enviar a sanar y a liberar. Reconozcamos nuestra fragilidad pero dejemos que
Jesús la tome con sus manos y nos lance a la misión. Somos frágiles, pero
portadores de un tesoro que nos hace grandes y que puede hacer más buenos y
felices a quienes lo reciban. La audacia y el coraje apostólico son
constitutivos de la misión.
132. La parresía es sello del Espíritu,
testimonio de la autenticidad del anuncio. Es feliz seguridad que nos lleva a
gloriarnos del Evangelio que anunciamos, es confianza inquebrantable en la
fidelidad del Testigo fiel, que nos da la seguridad de que nada «podrá
separarnos del amor de Dios» (Rm 8,39).
133. Necesitamos el empuje del Espíritu para no ser paralizados
por el miedo y el cálculo, para no acostumbrarnos a caminar solo dentro de
confines seguros. Recordemos que lo que está cerrado termina oliendo a humedad
y enfermándonos. Cuando los Apóstoles sintieron la tentación de dejarse
paralizar por los temores y peligros, se pusieron a orar juntos pidiendo
la parresía: «Ahora, Señor, fíjate en sus amenazas y concede a tus
siervos predicar tu palabra con toda valentía» (Hch 4,29). Y la
respuesta fue que «al terminar la oración, tembló el lugar donde estaban
reunidos; los llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con valentía la
palabra de Dios» (Hch 4,31).
134. Como el profeta Jonás, siempre llevamos latente la tentación
de huir a un lugar seguro que puede tener muchos nombres: individualismo,
espiritualismo, encerramiento en pequeños mundos, dependencia, instalación,
repetición de esquemas ya prefijados, dogmatismo, nostalgia, pesimismo, refugio
en las normas. Tal vez nos resistimos a salir de un territorio que nos era
conocido y manejable. Sin embargo, las dificultades pueden ser como la
tormenta, la ballena, el gusano que secó el ricino de Jonás, o el viento y el
sol que le quemaron la cabeza; y lo mismo que para él, pueden tener la función
de hacernos volver a ese Dios que es ternura y que quiere llevarnos a una
itinerancia constante y renovadora.
135. Dios siempre es novedad, que nos empuja a partir una y otra
vez y a desplazarnos para ir más allá de lo conocido, hacia las periferias y
las fronteras. Nos lleva allí donde está la humanidad más herida y donde los
seres humanos, por debajo de la apariencia de la superficialidad y el
conformismo, siguen buscando la respuesta a la pregunta por el sentido de la
vida. ¡Dios no tiene miedo! ¡No tiene miedo! Él va siempre más allá de nuestros
esquemas y no le teme a las periferias. Él mismo se hizo periferia (cf. Flp 2,6-8;Jn 1,14).
Por eso, si nos atrevemos a llegar a las periferias, allí lo encontraremos, él
ya estará allí. Jesús nos primerea en el corazón de aquel hermano, en su carne
herida, en su vida oprimida, en su alma oscurecida. Él ya está allí.
136. Es verdad que hay que abrir la puerta del corazón a
Jesucristo, porque él golpea y llama (cf. Ap 3,20). Pero a
veces me pregunto si, por el aire irrespirable de nuestra autorreferencialidad,
Jesús no estará ya dentro de nosotros golpeando para que lo dejemos salir. En
el Evangelio vemos cómo Jesús «iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en
pueblo, proclamando y anunciando la Buena Noticia del reino de Dios» (Lc 8,1).
También después de la resurrección, cuando los discípulos salieron a predicar
por todas partes, «el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales
que los acompañaban» (Mc 16,20). Esa es la dinámica que brota del
verdadero encuentro.
137. La costumbre nos seduce y nos dice que no tiene sentido
tratar de cambiar algo, que no podemos hacer nada frente a esta situación, que
siempre ha sido así y que, sin embargo, sobrevivimos. A causa de ese
acostumbrarnos ya no nos enfrentamos al mal y permitimos que las cosas «sean lo
que son», o lo que algunos han decidido que sean. Pero dejemos que el Señor
venga a despertarnos, a pegarnos un sacudón en nuestra modorra, a liberarnos de
la inercia. Desafiemos la costumbre, abramos bien los ojos y los oídos, y sobre
todo el corazón, para dejarnos descolocar por lo que sucede a nuestro alrededor
y por el grito de la Palabra viva y eficaz del Resucitado.
138. Nos moviliza el ejemplo de tantos sacerdotes, religiosas,
religiosos y laicos que se dedican a anunciar y a servir con gran fidelidad,
muchas veces arriesgando sus vidas y ciertamente a costa de su comodidad. Su
testimonio nos recuerda que la Iglesia no necesita tantos burócratas y
funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados por el entusiasmo de
comunicar la verdadera vida. Los santos sorprenden, desinstalan, porque sus
vidas nos invitan a salir de la mediocridad tranquila y anestesiante.
139. Pidamos al Señor la gracia de no vacilar cuando el Espíritu
nos reclame que demos un paso adelante, pidamos el valor apostólico de
comunicar el Evangelio a los demás y de renunciar a hacer de nuestra vida
cristiana un museo de recuerdos. En todo caso, dejemos que el Espíritu Santo
nos haga contemplar la historia en la clave de Jesús resucitado. De ese modo la
Iglesia, en lugar de estancarse, podrá seguir adelante acogiendo las sorpresas
del Señor.
En comunidad
140. Es muy difícil luchar contra la propia concupiscencia y
contra las asechanzas y tentaciones del demonio y del mundo egoísta si estamos
aislados. Es tal el bombardeo que nos seduce que, si estamos demasiado solos,
fácilmente perdemos el sentido de la realidad, la claridad interior, y
sucumbimos.
141. La santificación es un camino comunitario, de dos en dos. Así
lo reflejan algunas comunidades santas. En varias ocasiones la Iglesia ha
canonizado a comunidades enteras que vivieron heroicamente el Evangelio o que
ofrecieron a Dios la vida de todos sus miembros. Pensemos, por ejemplo, en los
siete santos fundadores de la Orden de los Siervos de María, en las siete
beatas religiosas del primer monasterio de la Visitación de Madrid, en san
Pablo Miki y compañeros mártires en Japón, en san Andrés Kim Taegon y
compañeros mártires en Corea, en san Roque González, san Alfonso Rodríguez y
compañeros mártires en Sudamérica. También recordemos el reciente testimonio de
los monjes trapenses de Tibhirine (Argelia), que se prepararon juntos para el
martirio. Del mismo modo, hay muchos matrimonios santos, donde cada uno fue un
instrumento de Cristo para la santificación del cónyuge. Vivir o trabajar con
otros es sin duda un camino de desarrollo espiritual. San Juan de la Cruz decía
a un discípulo: estás viviendo con otros «para que te labren y ejerciten»[104].
142. La comunidad está llamada a crear ese «espacio teologal en el
que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado»[105]. Compartir la Palabra y celebrar juntos
la Eucaristía nos hace más hermanos y nos va convirtiendo en comunidad santa y
misionera. Esto da lugar también a verdaderas experiencias místicas vividas en
comunidad, como fue el caso de san Benito y santa Escolástica, o aquel sublime
encuentro espiritual que vivieron juntos san Agustín y su madre santa Mónica:
«Cuando ya se acercaba el día de su muerte ―día por ti conocido, y que nosotros
ignorábamos―, sucedió, por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que
nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín
interior de la casa donde nos hospedábamos […]. Y abríamos la boca de nuestro
corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en
ti […]. Y mientras estamos hablando y suspirando por ella [la sabiduría],
llegamos a tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro corazón […] de modo
que fuese la vida sempiterna cual fue este momento de intuición por el cual
suspiramos»[106].
143. Pero estas experiencias no son lo más frecuente, ni lo más
importante. La vida comunitaria, sea en la familia, en la parroquia, en la
comunidad religiosa o en cualquier otra, está hecha de muchos pequeños detalles
cotidianos. Esto ocurría en la comunidad santa que formaron Jesús, María y
José, donde se reflejó de manera paradigmática la belleza de la comunión
trinitaria. También es lo que sucedía en la vida comunitaria que Jesús llevó
con sus discípulos y con el pueblo sencillo.
144. Recordemos cómo Jesús invitaba a sus discípulos a prestar
atención a los detalles.
El pequeño detalle de que se estaba acabando el vino en una
fiesta.
El pequeño detalle de que faltaba una oveja.
El pequeño detalle de la viuda que ofreció sus dos moneditas.
El pequeño detalle de tener aceite de repuesto para las lámparas por si el
novio se demora.
El pequeño detalle de pedir a sus discípulos que vieran cuántos panes tenían.
El pequeño detalle de tener un fueguito preparado y un pescado en la parrilla
mientras esperaba a los discípulos de madrugada.
145. La comunidad que preserva los pequeños detalles del amor[107], donde los miembros se cuidan unos a
otros y constituyen un espacio abierto y evangelizador, es lugar de la
presencia del Resucitado que la va santificando según el proyecto del Padre. A
veces, por un don del amor del Señor, en medio de esos pequeños detalles se nos
regalan consoladoras experiencias de Dios: «Una tarde de invierno estaba yo
cumpliendo, como de costumbre, mi dulce tarea […]. De pronto, oí a lo lejos el
sonido armonioso de un instrumento musical. Entonces me imaginé un salón muy
bien iluminado, todo resplandeciente de ricos dorados; y en él, señoritas
elegantemente vestidas, prodigándose mutuamente cumplidos y cortesías mundanas.
Luego posé la mirada en la pobre enferma, a quien sostenía. En lugar de una
melodía, escuchaba de vez en cuando sus gemidos lastimeros […]. No puedo
expresar lo que pasó por mi alma. Lo único que sé es que el Señor la iluminó
con los rayos de la verdad, los cuales sobrepasaban de tal modo el brillo
tenebroso de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi felicidad»[108].
146. En contra de la tendencia al individualismo consumista que
termina aislándonos en la búsqueda del bienestar al margen de los demás,
nuestro camino de santificación no puede dejar de identificarnos con aquel
deseo de Jesús: «Que todos sean uno, como tú Padre en mí y yo en ti» (Jn 17,21).
En oración constante
147. Finalmente, aunque parezca obvio, recordemos que la santidad
está hecha de una apertura habitual a la trascendencia, que se expresa en la
oración y en la adoración. El santo es una persona con espíritu orante, que
necesita comunicarse con Dios. Es alguien que no soporta asfixiarse en la
inmanencia cerrada de este mundo, y en medio de sus esfuerzos y entregas
suspira por Dios, sale de sí en la alabanza y amplía sus límites en la
contemplación del Señor. No creo en la santidad sin oración, aunque no se trate
necesariamente de largos momentos o de sentimientos intensos.
148. San Juan de la Cruz recomendaba «procurar andar siempre en la
presencia de Dios, sea real, imaginaria o unitiva, de acuerdo con lo que le
permitan las obras que esté haciendo»[109]. En el fondo, es el deseo de Dios que
no puede dejar de manifestarse de alguna manera en medio de nuestra vida
cotidiana: «Procure ser continuo en la oración, y en medio de los ejercicios
corporales no la deje. Sea que coma, beba, hable con otros, o haga cualquier
cosa, siempre ande deseando a Dios y apegando a él su corazón»[110].
149. No obstante, para que esto sea posible, también son
necesarios algunos momentos solo para Dios, en soledad con él. Para santa
Teresa de Ávila la oración es «tratar de amistad estando muchas veces a solas
con quien sabemos nos ama»[111]. Quisiera insistir que esto no es
solo para pocos privilegiados, sino para todos, porque «todos tenemos necesidad
de este silencio penetrado de presencia adorada»[112]. La oración confiada es una reacción
del corazón que se abre a Dios frente a frente, donde se hacen callar todos los
rumores para escuchar la suave voz del Señor que resuena en el silencio.
150. En ese silencio es posible discernir, a la luz del Espíritu,
los caminos de santidad que el Señor nos propone. De otro modo, todas nuestras
decisiones podrán ser solamente «decoraciones» que, en lugar de exaltar el
Evangelio en nuestras vidas, lo recubrirán o lo ahogarán. Para todo discípulo
es indispensable estar con el Maestro, escucharle, aprender de él, siempre
aprender. Si no escuchamos, todas nuestras palabras serán únicamente ruidos que
no sirven para nada.
151. Recordemos que «es la contemplación del rostro de Jesús
muerto y resucitado la que recompone nuestra humanidad, también la que está
fragmentada por las fatigas de la vida, o marcada por el pecado. No hay que
domesticar el poder del rostro de Cristo»[113]. Entonces, me atrevo a
preguntarte: ¿Hay momentos en los que te pones en su presencia en silencio,
permaneces con él sin prisas, y te dejas mirar por él? ¿Dejas que su fuego
inflame tu corazón? Si no le permites que él alimente el calor de su amor y de
su ternura, no tendrás fuego, y así ¿cómo podrás inflamar el corazón de los
demás con tu testimonio y tus palabras? Y si ante el rostro de Cristo todavía
no logras dejarte sanar y transformar, entonces penetra en las entrañas del
Señor, entra en sus llagas, porque allí tiene su sede la misericordia divina[114].
152. Pero ruego que no entendamos el silencio orante como una
evasión que niega el mundo que nos rodea. El «peregrino ruso», que caminaba en
oración continua, cuenta que esa oración no lo separaba de la realidad externa:
«Cuando me encontraba con la gente, me parecía que eran todos tan amables como
si fueran mi propia familia. [...] Y la felicidad no solamente iluminaba el
interior de mi alma, sino que el mundo exterior me aparecía bajo un aspecto
maravilloso»[115].
153. Tampoco la historia desaparece. La oración, precisamente
porque se alimenta del don de Dios que se derrama en nuestra vida, debería ser
siempre memoriosa. La memoria de las acciones de Dios está en la base de la
experiencia de la alianza entre Dios y su pueblo. Si Dios ha querido entrar en
la historia, la oración está tejida de recuerdos. No solo del recuerdo de la
Palabra revelada, sino también de la propia vida, de la vida de los demás, de
lo que el Señor ha hecho en su Iglesia. Es la memoria agradecida de la que
también habla san Ignacio de Loyola en su «Contemplación para alcanzar amor»[116], cuando nos pide que traigamos a la
memoria todos los beneficios que hemos recibido del Señor. Mira tu historia
cuando ores y en ella encontrarás tanta misericordia. Al mismo tiempo esto
alimentará tu consciencia de que el Señor te tiene en su memoria y nunca te
olvida. Por consiguiente, tiene sentido pedirle que ilumine aun los pequeños
detalles de tu existencia, que a él no se le escapan.
154. La súplica es expresión del corazón que confía en Dios, que
sabe que solo no puede. En la vida del pueblo fiel de Dios encontramos mucha
súplica llena de ternura creyente y de profunda confianza. No quitemos valor a
la oración de petición, que tantas veces nos serena el corazón y nos ayuda a
seguir luchando con esperanza. La súplica de intercesión tiene un valor
particular, porque es un acto de confianza en Dios y al mismo tiempo una
expresión de amor al prójimo. Algunos, por prejuicios espiritualistas, creen que
la oración debería ser una pura contemplación de Dios, sin distracciones, como
si los nombres y los rostros de los hermanos fueran una perturbación a evitar.
Al contrario, la realidad es que la oración será más agradable a Dios y más
santificadora si en ella, por la intercesión, intentamos vivir el doble
mandamiento que nos dejó Jesús. La intercesión expresa el compromiso fraterno
con los otros cuando en ella somos capaces de incorporar la vida de los demás,
sus angustias más perturbadoras y sus mejores sueños. De quien se entrega
generosamente a interceder puede decirse con las palabras bíblicas: «Este es el
que ama a sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo» (2 M 15,14).
155. Si de verdad reconocemos que Dios existe no podemos dejar de
adorarlo, a veces en un silencio lleno de admiración, o de cantarle en festiva
alabanza. Así expresamos lo que vivía el beato Carlos de Foucauld cuando dijo:
«Apenas creí que Dios existía, comprendí que solo podía vivir para él»[117]. También en la vida del pueblo
peregrino hay muchos gestos simples de pura adoración, como por ejemplo cuando
«la mirada del peregrino se deposita sobre una imagen que simboliza la ternura
y la cercanía de Dios. El amor se detiene, contempla el misterio, lo disfruta
en silencio»[118].
156. La lectura orante de la Palabra de Dios, más dulce que la
miel (cf. Sal 119,103) y «espada de doble filo» (Hb 4,12),
nos permite detenernos a escuchar al Maestro para que sea lámpara para nuestros
pasos, luz en nuestro camino (cf. Sal 119,105). Como bien nos
recordaron los Obispos de India: «La devoción a la Palabra de Dios no es solo
una de muchas devociones, hermosa pero algo opcional. Pertenece al corazón y a
la identidad misma de la vida cristiana. La Palabra tiene en sí el poder para
transformar las vidas»[119].
157. El encuentro con Jesús en las Escrituras nos lleva a la
Eucaristía, donde esa misma Palabra alcanza su máxima eficacia, porque es
presencia real del que es la Palabra viva. Allí, el único Absoluto recibe la
mayor adoración que puede darle esta tierra, porque es el mismo Cristo quien se
ofrece. Y cuando lo recibimos en la comunión, renovamos nuestra alianza con él
y le permitimos que realice más y más su obra transformadora.
CAPÍTULO
QUINTO
COMBATE, VIGILANCIA Y DISCERNIMIENTO
158. La vida cristiana es un combate permanente. Se requieren
fuerza y valentía para resistir las tentaciones del diablo y anunciar el
Evangelio. Esta lucha es muy bella, porque nos permite celebrar cada vez que el
Señor vence en nuestra vida.
El combate y la vigilancia
159. No se trata solo de un combate contra el mundo y la
mentalidad mundana, que nos engaña, nos atonta y nos vuelve mediocres sin
compromiso y sin gozo. Tampoco se reduce a una lucha contra la propia
fragilidad y las propias inclinaciones (cada uno tiene la suya: la pereza, la
lujuria, la envidia, los celos, y demás). Es también una lucha constante contra
el diablo, que es el príncipe del mal. Jesús mismo festeja nuestras victorias.
Se alegraba cuando sus discípulos lograban avanzar en el anuncio del Evangelio,
superando la oposición del Maligno, y celebraba: «Estaba viendo a Satanás caer
del cielo como un rayo» (Lc 10,18).
Algo más que un mito
160. No aceptaremos la existencia del diablo si nos empeñamos en
mirar la vida solo con criterios empíricos y sin sentido sobrenatural.
Precisamente, la convicción de que este poder maligno está entre nosotros, es
lo que nos permite entender por qué a veces el mal tiene tanta fuerza
destructiva. Es verdad que los autores bíblicos tenían un bagaje conceptual
limitado para expresar algunas realidades y que en tiempos de Jesús se podía
confundir, por ejemplo, una epilepsia con la posesión del demonio. Sin embargo,
eso no debe llevarnos a simplificar tanto la realidad diciendo que todos los
casos narrados en los evangelios eran enfermedades psíquicas y que en
definitiva el demonio no existe o no actúa. Su presencia está en la primera
página de las Escrituras, que acaban con la victoria de Dios sobre el demonio[120]. De hecho, cuando Jesús nos dejó el
Padrenuestro quiso que termináramos pidiendo al Padre que nos libere del Malo.
La expresión utilizada allí no se refiere al mal en abstracto y su traducción
más precisa es «el Malo». Indica un ser personal que nos acosa. Jesús nos
enseñó a pedir cotidianamente esa liberación para que su poder no nos domine.
161. Entonces, no pensemos que es un mito, una representación, un
símbolo, una figura o una idea[121]. Ese engaño nos lleva a bajar los brazos,
a descuidarnos y a quedar más expuestos. Él no necesita poseernos. Nos envenena
con el odio, con la tristeza, con la envidia, con los vicios. Y así, mientras
nosotros bajamos la guardia, él aprovecha para destruir nuestra vida, nuestras
familias y nuestras comunidades, porque «como león rugiente, ronda buscando a
quien devorar» (1 P 5,8).
Despiertos y confiados
162. La Palabra de Dios nos invita claramente a «afrontar las
asechanzas del diablo» (Ef 6,11) y a detener «las flechas
incendiarias del maligno» (Ef 6,16). No son palabras románticas,
porque nuestro camino hacia la santidad es también una lucha constante. Quien
no quiera reconocerlo se verá expuesto al fracaso o a la mediocridad. Para el
combate tenemos las armas poderosas que el Señor nos da: la fe que se expresa
en la oración, la meditación de la Palabra de Dios, la celebración de la Misa,
la adoración eucarística, la reconciliación sacramental, las obras de caridad,
la vida comunitaria, el empeño misionero. Si nos descuidamos nos seducirán fácilmente
las falsas promesas del mal, porque, como decía el santo cura Brochero, «¿qué
importa que Lucifer os prometa liberar y aun os arroje al seno de todos sus
bienes, si son bienes engañosos, si son bienes envenenados?»[122].
163. En este camino, el desarrollo de lo bueno, la maduración
espiritual y el crecimiento del amor son el mejor contrapeso ante el mal. Nadie
resiste si opta por quedarse en un punto muerto, si se conforma con poco, si
deja de soñar con ofrecerle al Señor una entrega más bella. Menos aún si cae en
un espíritu de derrota, porque «el que comienza sin confiar perdió de antemano
la mitad de la batalla y entierra sus talentos. […] El triunfo cristiano es
siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que
se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal»[123].
La corrupción espiritual
164. El camino de la santidad es una fuente de paz y de gozo que
nos regala el Espíritu, pero al mismo tiempo requiere que estemos «con las
lámparas encendidas» (Lc 12,35) y permanezcamos atentos: «Guardaos
de toda clase de mal» (1 Ts 5,22). «Estad en vela» (Mt 24,42;
cf. Mc 13,35). «No nos entreguemos al sueño» (1 Ts 5,6).
Porque quienes sienten que no cometen faltas graves contra la Ley de Dios,
pueden descuidarse en una especie de atontamiento o adormecimiento. Como no
encuentran algo grave que reprocharse, no advierten esa tibieza que poco a poco
se va apoderando de su vida espiritual y terminan desgastándose y
corrompiéndose.
165. La corrupción espiritual es peor que la caída de un pecador,
porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina
pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles
de autorreferencialidad, ya que «el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz»
(2 Co 11,14). Así acabó sus días Salomón, mientras el
gran pecador David supo remontar su miseria. En un relato, Jesús nos advirtió
acerca de esta tentación engañosa que nos va deslizando hacia la corrupción:
menciona una persona liberada del demonio que, pensando que su vida ya estaba
limpia, terminó poseída por otros siete espíritus malignos (cf. Lc 11,24-26).
Otro texto bíblico utiliza una imagen fuerte: «El perro vuelve a su propio
vómito» (2 P 2,22; cf. Pr 26,11).
El discernimiento
166. ¿Cómo saber si algo viene del Espíritu Santo o si su origen
está en el espíritu del mundo o en el espíritu del diablo? La única forma es el
discernimiento, que no supone solamente una buena capacidad de razonar o un
sentido común, es también un don que hay que pedir. Si lo pedimos confiadamente
al Espíritu Santo, y al mismo tiempo nos esforzamos por desarrollarlo con la
oración, la reflexión, la lectura y el buen consejo, seguramente podremos
crecer en esta capacidad espiritual.
Una necesidad imperiosa
167. Hoy día, el hábito del discernimiento se ha vuelto
particularmente necesario. Porque la vida actual ofrece enormes posibilidades
de acción y de distracción, y el mundo las presenta como si fueran todas
válidas y buenas. Todos, pero especialmente los jóvenes, están expuestos a
un zapping constante. Es posible navegar en dos o tres
pantallas simultáneamente e interactuar al mismo tiempo en diferentes
escenarios virtuales. Sin la sabiduría del discernimiento podemos convertirnos
fácilmente en marionetas a merced de las tendencias del momento.
168. Esto resulta especialmente importante cuando aparece una
novedad en la propia vida, y entonces hay que discernir si es el vino nuevo que
viene de Dios o es una novedad engañosa del espíritu del mundo o del espíritu
del diablo. En otras ocasiones sucede lo contrario, porque las fuerzas del mal
nos inducen a no cambiar, a dejar las cosas como están, a optar por el
inmovilismo o la rigidez. Entonces impedimos que actúe el soplo del Espíritu.
Somos libres, con la libertad de Jesucristo, pero él nos llama a examinar lo
que hay dentro de nosotros ―deseos, angustias, temores, búsquedas― y lo que
sucede fuera de nosotros —los «signos de los tiempos»— para reconocer los
caminos de la libertad plena: «Examinadlo todo; quedaos con lo bueno» (1 Ts 5,21).
Siempre a la luz del Señor
169. El discernimiento no solo es necesario en momentos
extraordinarios, o cuando hay que resolver problemas graves, o cuando hay que
tomar una decisión crucial. Es un instrumento de lucha para seguir mejor al
Señor. Nos hace falta siempre, para estar dispuestos a reconocer los tiempos de
Dios y de su gracia, para no desperdiciar las inspiraciones del Señor, para no
dejar pasar su invitación a crecer. Muchas veces esto se juega en lo pequeño,
en lo que parece irrelevante, porque la magnanimidad se muestra en lo simple y
en lo cotidiano[124]. Se trata de no tener límites para lo
grande, para lo mejor y más bello, pero al mismo tiempo concentrados en lo
pequeño, en la entrega de hoy. Por tanto, pido a todos los cristianos que no
dejen de hacer cada día, en diálogo con el Señor que nos ama, un sincero
«examen de conciencia». Al mismo tiempo, el discernimiento nos lleva a
reconocer los medios concretos que el Señor predispone en su misterioso plan de
amor, para que no nos quedemos solo en las buenas intenciones.
Un don sobrenatural
170. Es verdad que el discernimiento espiritual no excluye los
aportes de sabidurías humanas, existenciales, psicológicas, sociológicas o
morales. Pero las trasciende. Ni siquiera le bastan las sabias normas de la
Iglesia. Recordemos siempre que el discernimiento es una gracia. Aunque incluya
la razón y la prudencia, las supera, porque se trata de entrever el misterio
del proyecto único e irrepetible que Dios tiene para cada uno y que se realiza
en medio de los más variados contextos y límites. No está en juego solo un
bienestar temporal, ni la satisfacción de hacer algo útil, ni siquiera el deseo
de tener la conciencia tranquila. Está en juego el sentido de mi vida ante el
Padre que me conoce y me ama, el verdadero para qué de mi existencia que nadie
conoce mejor que él. El discernimiento, en definitiva, conduce a la fuente
misma de la vida que no muere, es decir, conocer al Padre, el único Dios
verdadero, y al que ha enviado: Jesucristo (cf. Jn 17,3). No
requiere de capacidades especiales ni está reservado a los más inteligentes o
instruidos, y el Padre se manifiesta con gusto a los humildes (cf. Mt 11,25).
171. Si bien el Señor nos habla de modos muy variados en medio de
nuestro trabajo, a través de los demás, y en todo momento, no es posible
prescindir del silencio de la oración detenida para percibir mejor ese
lenguaje, para interpretar el significado real de las inspiraciones que creímos
recibir, para calmar las ansiedades y recomponer el conjunto de la propia
existencia a la luz de Dios. Así podemos dejar nacer esa nueva síntesis que
brota de la vida iluminada por el Espíritu.
Habla, Señor
172. Sin embargo, podría ocurrir que en la misma oración evitemos
dejarnos confrontar por la libertad del Espíritu, que actúa como quiere. Hay
que recordar que el discernimiento orante requiere partir de una disposición a
escuchar: al Señor, a los demás, a la realidad misma que siempre nos desafía de
maneras nuevas. Solo quien está dispuesto a escuchar tiene la libertad para
renunciar a su propio punto de vista parcial o insuficiente, a sus costumbres,
a sus esquemas. Así está realmente disponible para acoger un llamado que rompe
sus seguridades pero que lo lleva a una vida mejor, porque no basta que todo
vaya bien, que todo esté tranquilo. Dios puede estar ofreciendo algo más, y en
nuestra distracción cómoda no lo reconocemos.
173. Tal actitud de escucha implica, por cierto, obediencia al
Evangelio como último criterio, pero también al Magisterio que lo custodia,
intentando encontrar en el tesoro de la Iglesia lo que sea más fecundo para el
hoy de la salvación. No se trata de aplicar recetas o de repetir el pasado, ya
que las mismas soluciones no son válidas en toda circunstancia y lo que era
útil en un contexto puede no serlo en otro. El discernimiento de espíritus nos
libera de la rigidez, que no tiene lugar ante el perenne hoy del Resucitado.
Únicamente el Espíritu sabe penetrar en los pliegues más oscuros de la realidad
y tener en cuenta todos sus matices, para que emerja con otra luz la novedad
del Evangelio.
La lógica del don y de la cruz
174. Una condición esencial para el progreso en el discernimiento
es educarse en la paciencia de Dios y en sus tiempos, que nunca son los
nuestros. Él no hace caer fuego sobre los infieles (cf. Lc 9,54),
ni permite a los celosos «arrancar la cizaña» que crece junto al trigo
(cf. Mt 13,29). También se requiere generosidad, porque «hay
más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35). No se discierne para
descubrir qué más le podemos sacar a esta vida, sino para reconocer cómo
podemos cumplir mejor esa misión que se nos ha confiado en el Bautismo, y eso
implica estar dispuestos a renuncias hasta darlo todo. Porque la felicidad es
paradójica y nos regala las mejores experiencias cuando aceptamos esa lógica
misteriosa que no es de este mundo, como decía san Buenaventura refiriéndose a
la cruz: «Esta es nuestra lógica»[125]. Si uno asume esta dinámica, entonces
no deja anestesiar su conciencia y se abre generosamente al discernimiento.
175. Cuando escrutamos ante Dios los caminos de la vida, no hay
espacios que queden excluidos. En todos los aspectos de la existencia podemos
seguir creciendo y entregarle algo más a Dios, aun en aquellos donde
experimentamos las dificultades más fuertes. Pero hace falta pedirle al
Espíritu Santo que nos libere y que expulse ese miedo que nos lleva a vedarle
su entrada en algunos aspectos de la propia vida. El que lo pide todo también
lo da todo, y no quiere entrar en nosotros para mutilar o debilitar sino para
plenificar. Esto nos hace ver que el discernimiento no es un autoanálisis
ensimismado, una introspección egoísta, sino una verdadera salida de nosotros
mismos hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual nos
ha llamado para el bien de los hermanos.
***
176. Quiero que María corone estas reflexiones, porque ella vivió
como nadie las bienaventuranzas de Jesús. Ella es la que se estremecía de gozo
en la presencia de Dios, la que conservaba todo en su corazón y se dejó
atravesar por la espada. Es la santa entre los santos, la más bendita, la que
nos enseña el camino de la santidad y nos acompaña. Ella no acepta que nos
quedemos caídos y a veces nos lleva en sus brazos sin juzgarnos. Conversar con
ella nos consuela, nos libera y nos santifica. La Madre no necesita de muchas
palabras, no le hace falta que nos esforcemos demasiado para explicarle lo que
nos pasa. Basta musitar una y otra vez: «Dios te salve, María…».
177. Espero que estas páginas sean útiles para que toda la Iglesia
se dedique a promover el deseo de la santidad. Pidamos que el Espíritu Santo
infunda en nosotros un intenso anhelo de ser santos para la mayor gloria de
Dios y alentémonos unos a otros en este intento. Así compartiremos una
felicidad que el mundo no nos podrá quitar.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 19 de marzo, Solemnidad de San
José, del año 2018, sexto de mi Pontificado.
Francisco
[2] Supone
de todos modos que haya fama de santidad y un ejercicio, al menos en grado
ordinario, de las virtudes cristianas: cf. Motu proprio Maiorem hac dilectionem (11 julio
2017), art. 2c: L’Osservatore Romano (12 julio 2017), p. 8.
[4] Cf.
Joseph Malègue, Pierres noires. Les classes moyennes du Salut,
París 1958.
[6] Vida
escondida y epifanía, en Obras Completas V, Burgos 2007, 637.
[11] Hans
U. von Balthasar, “Teología y santidad”, en Communio 6 (1987),
489.
[12] Cántico
Espiritual B, Prólogo, 2.
[14] Cf. Catequesis (19 noviembre 2014): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (21 noviembre 2014), p. 16.
[15] S.
Francisco de Sales, Tratado del amor a Dios, VIII, 11.
[16] Cinco
panes y dos peces: un gozoso testimonio de fe desde el sufrimiento en la cárcel, México
19999, 21.
[17] Conferencia
de Obispos católicos de Nueva Zelanda, Healing love (1 enero
1988).
[18] Cf. Ejercicios
espirituales, 102-312.
[24] Benedicto
XVI, Catequesis (13 abril 2011): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (17 abril 2011), p. 11.
[26] Cf.
Hans U. von Balthasar, “Teología y santidad”, en Communio 6
(1987), 486-493.
[27] Xavier
Zubiri, Naturaleza, historia, Dios, Madrid 19993, 427.
[28] Carlo
M. Martini, Las confesiones de Pedro, Estella 1994, 76.
[29] Es
necesario distinguir esta distracción superficial, de una sana cultura del
ocio, que nos abre al otro y a la realidad con un espíritu disponible y
contemplativo.
[31] Conferencia
Episcopal Regional de África Occidental, Mensaje pastoral a la
conclusión de la II Asamblea Plenaria (29 febrero 2016), 2.
[32] La
mujer pobre, II, 27.
[33] Cf.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo, sobre algunos aspectos de la
salvación cristiana (22 febrero 2018), 4: L’Osservatore Romano (2
marzo 2018), pp. 4-5: «Tanto el individualismo neo-pelagiano como el desprecio
neo-gnóstico del cuerpo deforman la confesión de fe en Cristo, el Salvador
único y universal». En este documento se encuentran las bases doctrinales para
la comprensión de la salvación cristiana en relación con las derivas
neo-gnósticas y neo-pelagianas actuales.
[36] Homilía
en la Misa de la Casa Santa Marta (11 noviembre 2016): L’Osservatore
Romano (12 noviembre 2016), p. 8.
[37] Como
enseña S. Buenaventura: «Es necesario que se dejen todas las operaciones
intelectuales, y que el ápice del afecto se traslade todo a Dios y todo se
transforme en Dios. […] Y así, no pudiendo nada la naturaleza y poco la
industria, ha de darse poco a la inquisición y mucho a la unción; poco a la
lengua y muchísimo a la alegría interior; poco a la palabra y a los escritos, y
todo al don de Dios, que es el Espíritu Santo; poco o nada a la criatura, todo
a la esencia creadora, esto es, al Padre, y al Hijo, y a Espíritu Santo» (Itinerario
de la mente a Dios, VII, 4-5).
[43] Carta
a Fray Antonio, 2: FF 251.
[44] Los
siete dones del Espíritu Santo, 9, 15.
[45] Id., In IV Sent., 37, 1, 3, ad
6.
[47] Cf.
S. Buenaventura, Las seis alas del Serafín 3, 8: «Non omnes
omnia possunt». Cabe entenderlo en la línea del Catecismo de la Iglesia
Católica, 1735.
[48] Sto.
Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.109, a.9, ad 1: «La
gracia entraña cierta imperfección, en cuanto no sana perfectamente al hombre».
[49] Cf. La
naturaleza y la gracia, XLIII, 50: PL 44, 271.
[50] Confesiones X, 29,
40: PL 32, 796.
[52] La
fe cristiana entiende la gracia como preveniente, concomitante y subsecuente a
nuestras acciones (cf. Conc. Ecum. de Trento, Ses. VI, Decr. de
iustificatione, sobre la justificación, cap. 5: DH, 1525).
[53] Cf. Homilías
sobre la carta a los Romanos, IX, 11: PG 60, 470.
[54] Homilía
sobre la humildad: PG 31, 530.
[56] Ses.
VI, Decr. de iustificatione, sobre la justificación, cap. 8:
DH 1532.
[59] Sto. Tomás de Aquino, Summa
Theologiae I-II, q.114, a.5.
[60] Sta. Teresa de Lisieux, “Acto de
ofrenda al Amor misericordioso” (Oraciones, 6).
[61] Lucio
Gera, “Sobre el misterio del pobre”, en P. Grelot-L. Gera-A. Dumas, El
Pobre, Buenos Aires 1962, 103.
[62] Esta
es, en definitiva, la doctrina católica acerca del «mérito» posterior a la
justificación: se trata de la cooperación del justificado para el crecimiento
de la vida de la gracia (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2010).
Pero esta cooperación de ninguna manera hace que la justificación misma y la
amistad con Dios se vuelvan objeto de un mérito humano.
[64] Summa
Theologiae I-II, q.107, a.4.
[67] El
orden entre la segunda y la tercera bienaventuranza cambia según las diversas
tradiciones textuales.
[68] Ejercicios
espirituales, 23.
[70] Desde
los tiempos patrísticos, la Iglesia valora el don de lágrimas, como se puede
ver también en la hermosa oración Ad petendam compunctionem cordis:
«Oh Dios omnipotente y mansísimo, que para el pueblo sediento hiciste surgir de
la roca una fuente de agua viva, haz brotar de la dureza de nuestros corazones
lágrimas de compunción, para que llorando nuestros pecados, obtengamos por tu
misericordia el perdón» (Missale Romanum, ed. typ. 1962, p. [110]).
[73] La
difamación y la calumnia son como un acto terrorista: se arroja la bomba, se
destruye, y el atacante se queda feliz y tranquilo. Esto es muy diferente de la
nobleza de quien se acerca a conversar cara a cara, con serena sinceridad,
pensando en el bien del otro.
[74] En
algunas ocasiones puede ser necesario conversar acerca de las dificultades de
algún hermano. En estos casos puede ocurrir que se transmita un relato en lugar
de un hecho objetivo. La pasión deforma la realidad concreta del hecho, lo
transforma en relato y termina transmitiendo ese relato cargado de
subjetividad. Así se destruye la realidad y no se respeta la verdad del otro.
[82] Recordemos
la reacción del buen samaritano ante el hombre que unos bandidos dejaron medio
muerto al borde del camino (cf. Lc 10,30-37).
[83] Conferencia
Canadiense de Obispos Católicos. Comisión de Asuntos Sociales, Carta abierta a
los miembros del Parlamento, The Common Good or Exclusion: A Choice for
Canadians (1 febrero 2001), 9.
[84] Cf.
La V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, según el
magisterio constante de la Iglesia, ha enseñado que el ser humano «es siempre
sagrado, desde su concepción, en todas las etapas de su existencia, hasta su
muerte natural y después de la muerte», y que su vida debe ser cuidada
«desde la concepción, en todas sus etapas, y hasta la muerte natural» (Documento
de Aparecida, 29 junio 2007, 388,464).
[85] Regla,
53, 1: PL 66, 749.
[86] Cf. Ibíd.,
53, 7: PL 66, 750.
[87] Ibíd.,
53, 15: PL 66, 751.
[92] Cf. Summa
Theologiae II-II, q.30, a.4.
[94] Cristo
en los pobres, Madrid 1981, 37-38.
[95] Hay
muchas formas de bullying que, aunque parezcan elegantes o
respetuosas e incluso muy espirituales, provocan mucho sufrimiento en la
autoestima de los demás.
[99] Sto.
Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.70, a.3.
[101] Recomiendo
rezar la oración atribuida a santo Tomás Moro: «Concédeme, Señor, una buena
digestión, y también algo que digerir. Concédeme la salud del cuerpo, con el
buen humor necesario para mantenerla. Dame, Señor, un alma santa que sepa
aprovechar lo que es bueno y puro, para que no se asuste ante el pecado, sino
que encuentre el modo de poner las cosas de nuevo en orden. Concédeme un alma
que no conozca el aburrimiento, las murmuraciones, los suspiros y los lamentos
y no permitas que sufra excesivamente por esa cosa tan dominante que se llama
yo. Dame, Señor, el sentido del humor. Concédeme la gracia de comprender las
bromas, para que conozca en la vida un poco de alegría y pueda comunicársela a
los demás. Así sea».
[103] Exhort.
ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975),
80: AAS 68 (1976), 73. Es interesante advertir que en este
texto el beato Pablo VI une íntimamente la alegría a
la parresía. Así como lamenta «la falta de alegría y de esperanza»,
exalta la «dulce y confortadora alegría de evangelizar» que está unida a «un
ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir», para que el mundo no
reciba el Evangelio «a través de evangelizadores tristes y desalentados».
Durante el Año Santo de 1975, el mismo Pablo VI dedicó a la alegría la
Exhortación Apostólica, Gaudete in Domino (9 mayo 1975): AAS 67
(1975), 289-322.
[105] S.
Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Vita consecrata (25 marzo 1996),
42: AAS 88 (1996), 416.
[106] Confesiones,
IX, 10, 23-25: PL 32, 773-775.
[107] Especialmente
recuerdo las tres palabras clave «permiso, gracias, perdón», porque «las
palabras adecuadas, dichas en el momento justo, protegen y alimentan el amor
día tras día»: Exhort. ap. postsin. Amoris laetitia (19 marzo 2016),
133: AAS108 (2016), 363.
[108] Sta.
Teresa de Lisieux, Manuscrito C, 29v-30r.
[109] Grados
de perfección, 2.
[110] Id., Avisos
a un religioso para alcanzar la perfección, 9b.
[111] Libro
de la Vida, 8, 5.
[114] Cf.
S. Bernardo, Sermones sobre el Cantar de los Cantares 61,
3-5: PL 183, 1071-1073.
[115] Relatos
de un peregrino ruso, Buenos Aires 1990, 25.96.
[116] Cf. Ejercicios
espirituales, 230-237.
[117] Carta
a Henry de Castries (14 agosto 1901).
[118] V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento
de Aparecida (29 junio 2007), 259.
[119] Conferencia
de Obispos Católicos de India, Declaración final de la XXI Asamblea
plenaria (18 febrero 2009), 3.2.
[121] Cf.
B. Pablo VI, Catequesis (15 noviembre 1972): Ecclesia (1972/II),
1605: «Una de las necesidades mayores es la defensa de aquel mal que llamamos
Demonio. […] El mal no es solamente una deficiencia, sino una eficiencia, un
ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y
pavorosa. Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se
niega a reconocer su existencia; o bien quien hace de ella un principio que
existe por sí y que no tiene, como cualquier otra criatura, su origen en Dios;
o bien la explica como una pseudorrealidad, una personificación conceptual y
fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias».
[122] S.
José Gabriel del Rosario Brochero, Plática de las banderas, en
Conferencia Episcopal Argentina, El Cura Brochero. Cartas y sermones,
Buenos Aires 1999, 71.
[124] En
la tumba de san Ignacio de Loyola se encuentra este sabio
epitafio: «Non coerceri a maximo, contineri tamen a minimo divinum est» (Es
divino no asustarse por las cosas grandes y a la vez estar atento a lo más
pequeño).
[125] Colaciones
sobre el Hexaemeron, 1, 30.