viernes, 3 de noviembre de 2017

Domingo 31 tiempo ordinario Año A 5 de noviembre de 2017 Mateo 23, 1-12; Malaquías 1, 14b-2, 2b.8-10; Salmo 130, 1.2.3; 1 Tesalonicenses 2,7b- 9.13.





[Chiesa/Omelie1/Servire/31A17EspírituServicioCaridadPastoralVanagloriaSacerdocioPadres]

Ø Domingo 31 del Tiempo Ordinario, Año A (2017) El espíritu de servicio. El reproche de Jesús a los escribas y fariseos por determinados comportamientos, como la vanagloria, por ejemplo,  se dirige también, en nuestros días, a sus discípulos, allí donde se den  esos comportamientos. En concreto, a quienes tienen el sacerdocio ministerial (obispos, presbíteros). Ese reproche se extiende a todas las personas que tengan alguna responsabilidad: teólogos, catequistas, padres de familia, educadores en general, etc.


v  Domingo 31 tiempo ordinario Año A

            5 de noviembre de 2017 
            Mateo 23, 1-12; Malaquías 1, 14b-2, 2b.8-10; Salmo 130, 1.2.3; 1 Tesalonicenses 2,7b-
            9.13.
Mateo 23, 1-12: En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: -«En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: 3 haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen.4 Ellos atan cargas  pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos ni con  uno de sus dedos quieren moverlas. 5 Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; 6 les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; 7 que les saluden en las plazas  y que la gente los llame maestros. 8 Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. 9 Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. 10 No os dejéis llamar doctores, porque uno solo es vuestro doctor, Cristo. 11 El mayor entre vosotros será vuestro servidor. 12 El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. »
1 Tesalonicenses 2, 7b-9.13: 7 Hermanos: os tratamos  con delicadeza, como una madre cuida con cariño de sus hijos. 8 Os queríamos tanto que deseábamos entregaros no solo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque os habíais ganado nuestro amor. 9 Recordad, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no ser gravosos a nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios. 13 Y por eso también nosotros damos gracias a Dios sin cesar, porque cuando recibisteis la palabra que os predicamos, la acogisteis no como palabra humana, sino como lo que es en verdad: palabra divina, que actúa eficazmente en vosotros los creyentes. 


LA VANAGLORIA

1. Qué hacían los escribas y fariseos. Lo que aprecia y lo que no aprecia el Señor.


·         Se ocupaban de la explicación e interpretación de la Ley de Moisés. Por eso dice el Señor que «se
han sentado en la cátedra de Moisés».
            Era una misión apreciada por  Jesús  - «haced y cumplid lo que os digan» (v. 3), dice a la gente el Señor - , pero, al mismo tiempo el Señor pone en guardia a la gente para que «no hagan lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen» (v. 3).

o   Jesús pone los ejemplos en los que los oyentes no debían imitar a los escribas y fariseos.

  • Jesús pone ejemplos sobre lo que no debían imitar: no solamente no hacen lo que dicen, sino que
también lo que hacen es para que lo vea la gente (v. 5), les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas (v. 6), que les saluden en las plazas (v. 7), etc.
·         Tal vez vale la pena resaltar que les gustaba aparentar también externamente en el vestido: alargaban las
filacterias (pequeños estuches que contenían las palabras esenciales de la Ley; los judíos las fijaban en sus brazos o en la frente); y ensanchaban las franjas (u orlas)  del manto (una especie de borlas cosidas en las puntas del manto) (v. 5); por tanto, se daba  en ellos como un complacerse en la imagen pública, una preocupación por la pompa.  

§  La vanagloria
·         Según el diccionario proviene de vana 'arrogante, presuntuosa' y gloria. Y es la jactancia del propio valer
u obrar. Proviene del latín, y el adjetivo “vanus” puede traducirse por “vaciío”; el equivalente del sustantivo “gloria” es “fama”, “honor”, “esplendor”.
·         Si cambiamos la palabra vanagloria por vanidad, el diccionario nos dice que los sinónimos son:
el envanecimiento, la jactancia, la soberbia, el engreimiento, la altivez, la altanería, la presunción, el orgullo, la petulancia, la pedantería y la fatuidad. Y los antónimos son: la humildad, la modestia y la sencillez.
·         El Señor también señala que a los escribas y fariseos les gusta ser llamados «maestro», «doctor» o
«padre» y recuerda que uno sólo es maestro,  padre y doctor: nuestro Padre  celestial. El mal, por tanto, está en la vanagloria. Se dejan llevar por la vanagloria quienes, como los fariseos, “rebasan los justos límites en el deseo de preeminencias y honores externos y son dados a buscar parecer más de lo que en realidad son”; quienes  no reconocen que todo bien viene de Dios y dejan de darle gloria.
En los diccionarios frecuentemente se relaciona la vanagloria con la presunción, con la frivolidad, y casi siempre se dice que está afectado por la vanagloria “quien pretende aparecer como superior a los demás”.
San Pablo hizo una recomendación muy precisa, a este respecto, a los Filipenses en la carta que les escribió: “No actuéis por vanidad ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada uno a los demás como superiores, buscando no el propio interés, sino el de los demás” (2, 3-4). Y en el famoso himno a la caridad de su primera Carta a los Corintios al hablar de las cualidades de esta virtud, junto al hecho de que no es envidiosa y ambiciosa, etc. dice textualmente que “no se jacta” (v. 4).
El Catecismo de la Iglesia Católica señala que la vanagloria “constituye una falta contra la verdad” (n. 2481). 


2. Aplicación de las palabras del Señor en nuestros días


v  A. Cristo es el Buen Pastor y Cabeza de los pastores


o   El reproche de Jesús a los escribas y fariseos, se dirige también, en nuestros días, a sus discípulos, a su Iglesia, allí donde se den  los mismos comportamientos que no se deben imitar.

·         a) Específicamente, y  en primer lugar,  deben evitarlos quienes tienen el sacerdocio ministerial
(Obispos, presbíteros); ese reproche se extiende a todas las personas que tengan alguna responsabilidad, de
cualquier tipo que sea: teólogos, catequistas, padres de familia, educadores en general, etc.
·         b) De modo más general, se podría decir que  se extiende, en mayor o menor medida, a todos los
fieles, en tanto en cuanto todos tenemos alguna responsabilidad ante los demás. Juan Pablo II lo explicaba
así: “En la Iglesia todos estamos llamados a anunciar la buena nueva de Jesucristo, a comunicarla de una
manera cada vez más plena a los creyentes (Cf. Col 3, 16) y a darla a conocer a los no creyentes (Cf. 1 P 3,
15). Ningún cristiano puede quedar exento de esta tarea, que deriva de los mismos sacramentos del bautismo
y de la confirmación, y actúa bajo el impulso del Espíritu Santo. Así pues, es preciso decir en seguida que la
evangelización no está reservada a una sola clase de miembros de la Iglesia.” (21-IV-93).
·         c) Por otra parte, esos títulos han existido siempre en la Iglesia, y el problema no es el de su uso, sino
que se reconozca que el único maestro, padre y pastor, es el Señor, y que quien ayuda a los demás lo debe hacer en su nombre, participando de su maestría, de su paternidad y de su caridad pastoral. “La Iglesia, en efecto, es el redil cuya puerta única y necesaria es Cristo (Cf Jn 10, 1-10). Es también el rebaño cuyo pastor será el mismo Dios, como él mismo anunció (Cf Is 40, 11; Ez 34, 11-31). Aunque son pastores humanos quienes gobiernan a las ovejas, sin embargo es Cristo mismo el que sin cesar las guía y alimenta; El, el Buen Pastor y Cabeza de los pastores (Cf Jn 10, 11; 1 P 5, 4), que dio su vida por las ovejas» (Cf Jn 10, 11-15)”. (CEC 754).
·         Jesús no ha cancelado el mandato dado a su Iglesia «Id ... y haced  discípulos a todos los pueblos»
(Mateo 28,19); lo que Él no aprueba  es que sus  discípulos seamos presuntuosos, que erijamos entre nosotros  y los demás  un muro de distancia; quiere que todos en la Iglesia reconozcamos que toda paternidad espiritual procede de Dios Padre (Cfr. Efesios 3,15); que  haya coherencia entre lo que decimos y lo que vivimos.

v  B. La gran tentación, que nos acecha siempre, de ponernos a nosotros mismos en el centro de lo que hacemos. La alabanza y la gloria a Dios. Incluso nuestros dones a Dios los recibimos de Él.


o   Cfr. Juan Pablo II. La oración o cántico de alabanza de David a Dios, con ocasión de la construcción del Templo, en 1  Crónicas 29 y el comentario de Juan Pablo II, en la Audiencia general del 6/06/01


·         Nos puede ayudar a entender lo que es la búsqueda de la gloria de Dios y no la nuestra, el comentario
de Juan Pablo II al cántico de alabanza a Dios de David, con ocasión de la construcción del Templo, fruto del esfuerzo de casi todo el pueblo de Israel.   
En este cántico, junto a la exclamación de alabanza a Dios  - “Bendito eres, Señor, Dios de nuestro padre Israel”  (1 Crónicas 29,10) - ,  hay un reconocimiento explícito de que incluso nuestros dones a Dios provienen de Él (1 Crónicas 29, 14):
Juan Pablo II: “La gran tentación que acecha siempre, cuando se realizan obras para el Señor, consiste en ponerse a sí mismos en el centro, casi sintiéndose acreedores de Dios. David, por el contrario, lo atribuye todo al Señor. No es el hombre, con su inteligencia y su fuerza, el primer artífice de lo que se ha llevado a cabo, sino Dios mismo. (...) Cuanto de hermoso y grande experimenta el hombre debe referirse a Aquel que es el origen de todo y que lo gobierna todo. El hombre sabe que cuanto posee es don de Dios, como lo subraya David al proseguir en el cántico: "Pues, ¿quién soy yo y quién es mi pueblo para que podamos ofrecerte estos donativos? Porque todo viene de ti, y de tu mano te lo damos" (1 Crónicas 29, 14).

o   Cfr. Juan Pablo II. Audiencia general del 22/09/1993. Las relaciones de los presbíteros con los demás fieles. Presidir la comunidad no significa dominarla, sino estar a su servicio.

1. La comunidad sacerdotal, de la que hemos hablado varias veces en las anteriores catequesis, no se encuentra aislada de la comunidad eclesial; al contrario, pertenece a su ser más íntimo, es su corazón, en una constante intercomunicación con los demás miembros del cuerpo de Cristo. Los presbíteros, en calidad de pastores, están al servicio de esta comunión vital, en virtud del orden sacramental y del mandato que la Iglesia les da.
En el concilio Vaticano II, la Iglesia trató de avivar en los presbíteros esa conciencia de pertenencia y participación, para que cada uno tenga presente que, aun siendo pastor, no deja de ser un cristiano que debe cumplir todas las exigencias de su bautismo y vivir como hermano de todos los demás bautizados, al servicio "de un solo y mismo cuerpo de Cristo, cuya edificación ha sido encomendada a todos" (Presbyterorum ordinis, 9). Es significativo que, sobre la base de la eclesiología del cuerpo de Cristo, el Concilio subraye el carácter fraterno de las relaciones del sacerdote con los demás fieles, como ya había afirmado el carácter fraterno de las relaciones del obispo con los presbíteros. En la comunidad cristiana las relaciones son esencialmente fraternas, como pidió Jesús en su mandato, recordado con tanta insistencia por el apóstol san Juan en su evangelio y en sus cartas (cf. Juan 13,14; Juan 15,12;  Juan 15,17; 1Juan 4,11; 1Juan 4,21). Jesús mismo dice a sus discípulos: "Vosotros sois todos hermanos" (Mateo 23,8).
2. De acuerdo con la enseñanza de Jesús, presidir la comunidad no significa dominarla, sino estar a su servicio. Al mismo nos dio ejemplo de pastor que apacienta y está al servicio de su grey, y proclamó que no vino a ser servido sino a servir (cf. Marcos 10,45; Mateo 20,28). A la luz de Jesús, buen pastor y único Señor y Maestro (cf. Mateo 23,8), el presbítero comprende que no puede buscar su propio honor o su propio interés, sino sólo lo que quiso Jesucristo, poniéndose al servicio de su reino en el mundo. Así pues, sabe —y el Concilio se lo recuerda— que debe actuar como servidor de todos, entregándose con sinceridad y generosidad, aceptando todos los sacrificios que exija ese servicio y recordando siempre que Jesucristo, único Señor y Maestro, que vino a servir, lo hizo hasta el punto de dar "su vida como rescate por muchos" (Mt 20, 28).

o   Cfr. En el Ordinario de la Misa, el ofrecimiento del pan y del vino que se convertirán en el Cuerpo y la Sangre de Cristo: son dones que ofrecemos a Dios, pero dones que Él nos ha dado.

§  Ofrecimiento del pan.
  • “Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan fruto de la tierra y del trabajo del
hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida.”.
§  Ofrecimiento del vino.
  • “Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este vino, fruto de la vid y del trabajo del
hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros bebida de salvación”. 

3. La «caridad pastoral» de Jesús,  con  la que se deben identificar los presbíteros en la Iglesia y, por extensión, quienes tienen alguna responsabilidad.


v  La identidad sacerdotal

·         En la Iglesia católica son muy numerosos  los escritos en los que se explica la identidad del sacerdote:
textos del Nuevo Testamento, de los Padres de la Iglesia, del Magisterio de Papas y de Concilios, etc. con referencias - entre otros muchos argumentos – al espíritu de servicio, a la unidad de vida (a la coherencia) buscando la voluntad de Dios ... Entre los más recientes, tal vez se puede resaltar la descripción de  la «caridad pastoral» de Jesús,  que hace Juan Pablo II en una de las  audiencias generales de los miércoles (7/07/1993) dedicadas al sacerdocio ministerial. La cita es larga, pero parece que entra muy bien en el espíritu de una homilía dedicada a comentar uno de los reproches de Jesús a los fariseos.

v  Características de la «caridad pastoral» en la vida de Jesús.

Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general sobre el sacerdocio ministerial, del 7/07/1993.   

o   Amor humilde

      “En la vida de Jesús son muy visibles las características esenciales de la «caridad pastoral», que tiene para con sus hermanos los hombres, y que pide imitar a sus hermanos los «pastores». Su amor es, ante todo, un amor humilde: «Soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). De modo significativo, recomienda a sus apóstoles que renuncien a sus ambiciones personales y a todo afán de dominio, para imitar el ejemplo del «Hijo del hombre» , que «no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45; Mt 20, 28; Cf. Pastores dabo vobis, 21.22). 
            De aquí se deduce que la misión de pastor no puede ejercerse con una actitud de superioridad o autoritarismo (Cf. 1 P 5, 3), que irritaría a los fieles y, quizá, los alejaría del rebaño. Siguiendo las huellas de Cristo buen Pastor, tenemos que formarnos en un espíritu de servicio humilde (Cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 876).

o   Amor lleno de compasión, o sea, de participación sincera y eficaz en los sufrimientos y dificultades de los hermanos

Jesús, además, nos da el ejemplo de un amor lleno de compasión, o sea, de participación sincera y eficaz en los sufrimientos y dificultades de los hermanos. Siente compasión por las multitudes sin pastor (Cf. Mt 9, 36), y por eso se preocupa por guiarlas con sus palabras de vida y se pone a «enseñarles muchas cosas» (Mc 6, 34). Por esa misma compasión, cura a numerosos enfermos (Cf. Mt 14, 14), ofreciendo el signo de una intención de curación espiritual; multiplica los panes para los hambrientos (Cf. Mt 15, 32; Mc 8, 2), símbolo elocuente de la Eucaristía; se conmueve ante las miserias humanas (Cf. Mt 20,34; Mc 1, 41), y quiere sanarlas; participa en el dolor de quienes lloran la pérdida de un ser querido (Cf. Lc 7, 13; Jn 11, 33.35); también siente misericordia hacia los pecadores (Cf. Lc 15, 1.2), en unión con el Padre, que está lleno de compasión hacia el hijo pródigo (Cf. Lc 15, 20) y prefiere la misericordia al sacrificio ritual (Cf. Mt 9, 10.13); y en algunas ocasiones recrimina a sus adversarios por no comprender su misericordia (Cf. Mt 12, 7).
§  La solidaridad y la compasión, rasgo esencial del sacerdocio, en la Carta a los Hebreos.
      “A este respecto, es significativo el hecho de que la Carta a los Hebreos, a la luz de la vida y muerte de Jesús, considere la solidaridad y la compasión como un rasgo esencial del sacerdocio auténtico. En efecto, reafirma que el sumo sacerdote «escogido entre los hombres, está constituido en favor de los hombres [...], y puede compadecerse de los ignorantes y extraviados» (Hebreos 5, 1.2). Por ese motivo, también el Hijo eterno de Dios «tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de  ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en las cosas que se refieren a Dios, para  expiar los pecados del pueblo» (Hebreos 2, 17). Nuestra gran consolación de cristianos es, por consiguiente, saber que «no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que, de manera semejante a nosotros, ha sido  probado en todo, excepto en el pecado» (Hebreos 4,15).
      Así pues, el presbítero halla en Cristo el modelo de un verdadero amor a los que sufren, a los pobres, a los afligidos y, sobre todo, a los pecadores, pues Jesús está cercano a los hombres con una vida semejante a la nuestra; sufrió pruebas y tribulaciones como las nuestras; por eso, siente gran compasión hacia nosotros y «puede compadecerse de los ignorantes y extraviados» (Hebreos 5,2). Por último, ayuda eficazmente a los probados, pues «por haber sido puesto a prueba en los padecimientos, es capaz de ayudar a los que también son sometidos a prueba» (Hebreos 2,18)”.

v  En la segunda Lectura de hoy, San Pablo afirma que van unidas la predicación del Evangelio y la entrega de la propia vida.

hombres, ni de vosotros ni de nadie, 7 si bien, como Apóstoles de Cristo, teníamos el derecho de hacernos valer”.
  • Cfr. 1 Tesalonicenses, 8-9: “8 movidos por nuestro amor, queríamos entregaros no sólo el evangelio
de Dios, sino incluso nuestras propias vidas, ¡tanto os llegamos a querer! 9 Pues recordáis, hermanos, nuestro cansancio y nuestra fatiga; trabajando día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros, os predicamos el evangelio de Dios”.

4. Algunos textos del Magisterio sobre la vocación o misión de los sacerdotes y de los padres: al servicio de Dios, y de los demás fieles y de los hijos, respectivamente.


o   El servicio de los sacerdotes a los demás fieles, en el Decreto Presbyterorum ordinis (PO), del Concilio Vaticano II:

§  El fin que se proponen los presbíteros con su vida y ministerio [trabajo] es procurar la gloria de Dios Padre en Cristo.
·         PO, 2: “El fin que se proponen los presbíteros con su vida y ministerio [trabajo] es procurar la gloria
de Dios Padre en Cristo [no nuestra gloria]. Esta gloria consiste en que los hombres acojan consciente, libre
y agradecidamente la obra de Dios realizada en Cristo [que acojan a Cristo, facilitar el camino hacia Cristo] y
la manifiesten en toda su vida. (...) Por tanto, (...) contribuyen a la gloria de Dios y al progreso de los
hombres en la vida divina.
§  Enseñan no su propia sabiduría sino la palabra de Dios
·         PO, 4: “... enseñan no su propia sabiduría, sino la palabra de Dios, e invitan insistentemente a todos a
la conversión y a la santidad”.

o   El servicio de la familia, de los padres, a los hijos:

·         Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio,  n. 53 (22/11/1981): “La familia debe
formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno cumpla en plenitud su cometido, de acuerdo con la
vocación recibida de Dios”.
·         Familiaris consortio, n. 60: “En virtud de su dignidad y misión, los padres cristianos tienen el deber
de (...) introducir a los hijos progresivamente al descubrimiento del misterio de Dios y del coloquio personal
con Él”.


Vida Cristiana

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Desacato al silencio (Santiago Agrelo)

El pasado miércoles, día 25, presenté en Madrid, en la sede de la editorial Perpetuo Socorro, el libro «Desacato al silencio», una mirada desde la fe al mundo de los emigrantes.
La liturgia de la palabra del próximo Domingo se abre con una declaración solemne, inapelable: “Así dice el Señor: «No oprimirás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto». Y, en el evangelio, oirás, saliendo de los mismos labios, las palabras del mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser… Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
Esta vez, servirá de comentario a la liturgia dominical la nota que utilicé en la presentación del libro. Fue ésta:
«A las páginas de este libro –Desacato al silencio- se asoma una humanidad condenada, no por un destino fatal  ni por una providencia descuidada sino por nosotros, a sufrimientos atroces que, si alguien los procurase a un animal, a cualquier animal, sería señalado como inhumano por toda la sociedad.
Sobre esa humanidad, además de la condena al sufrimiento –intemperie, hambre, vejaciones, enfermedades, esclavitud, explotación, miedo-, pesa la condena al silencio, al aislamiento, a la invisibilidad. Si quieren aparecerse –como fantasmas-, habrán de  arriesgarse a morir.
Cada página de este libro quiere ser un acto de desacato al silencio en que la crueldad ha enclaustrado la desdicha de los pobres.
Fe contra silencio:
La legalidad ha declarado la guerra a los pobres y pone cerco de día y de noche a sus míseros refugios. Esa legalidad es un monstruo, que burla las exigencias de la justicia e impide el ejercicio de la caridad.
Todo mi ser se presenta entonces en rebeldía delante de Dios: “Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?”  Y dado que mi fe calla, me responde la fe de los emigrantes: “El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra”. Ellos, a su manera, aun sin conocer esas palabras del salmo, las han pronunciado muchas veces en mi presencia: “Dios nos ayudará”; “confiamos en Dios”… Que es como decir: “¡El auxilio me viene del Señor!”
Los que “se hacen llamar bienhechores” de las naciones, los que ejercen la autoridad sobre ellas, tienen poder para privar de pan y de abrigo a los pobres, pero no pueden quitarles la fe. Y eso significa que ellos, los pobres, serán los vencedores aunque parezcan ser siempre los vencidos.
Para ser más fuertes que un ejército, más fuertes que el frío, la lluvia y el viento, más fuertes que el hambre y las enfermedades, más fuertes que la desdicha y la muerte, a los pobres les basta la fe. Esa fe mantiene en alto los brazos para la lucha. Esa fe hace perseverante la palabra que reclama justicia. Esa fe mueve montañas. Y puede que esa fe les permita vislumbrar sufrimiento también en la cara de los soldados que los persiguen, pues “no existen fronteras entre la gente que sufre” (Etty Hillesum).
Y si todavía me pregunto: “¿de dónde me vendrá el auxilio?”, alguien –el salmista, los emigrantes, la comunidad eclesial, mi propio yo, Cristo resucitado- alguien pronunciará un oráculo de respuesta: “No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme… El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha… El Señor te guarda de todo mal”….
Y el que ha cruzado ya la frontera del enigma, añadirá: “¡Dios les hará justicia sin tardar!”
Aprendiendo a amarlos:
Aprendiendo de Simone Weil: “El benefactor de Cristo, en presencia de un desdichado, no siente ninguna distancia entre la persona que tiene delante y él mismo; proyecta hacia el otro todo su ser; y desde ese momento el impulso a dar de comer es tan instintivo, tan inmediato, como el de comer uno mismo cuando tiene hambre. Y cae enseguida en el olvido, como caen en el olvido las comidas de días pasados.
A quien así actúa no se le ocurriría decir que se ocupa de los desdichados por el Señor: esto le parecería tan absurdo como decir que come por el Señor. Se come porque no se puede no comer. Aquellos a quienes Cristo mostrará su agradecimiento son los que dan de la misma forma que comen”.
Aprendiendo de San Vicente de Paúl –recomendaciones a una aspirante a Hija de la Caridad-: “Ámalos tanto (a los pobres) que te perdonen la escudilla de sopa que les das”.
Amar a alguien, servirlo, hacerse pobre por él, dar la vida por él, es darle consistencia, es decirle que existe, es darle vida.”
Y aquí quiero traer otra cita –de Eduardo Galeano, El libro de los abrazos- que nos ayudará a entrar en esta dimensión del servicio de la caridad:
Fernando Silva dirige el hospital de niños en Managua. En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar. Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían… se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba detrás. En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían permiso. Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano: _Decile a… -susurró el niño-, decile a alguien que yo estoy aquí”.
Recaudadores y descreídos, mujeres conocidas en la ciudad como pecadoras, adúlteras, mujeres con flujo impuro de sangre, leprosos que llevan en la piel la evidencia de la corrupción interior, sordos que no podrán oír la palabra de Dios, ciegos que lo son por sus pecados, ladrones y asesinos a quienes sólo se puede asignar una cruz para que mueran en ella, todos ellos, al lado de Jesús de Nazaret, se sabrán reconocidos por Dios, acogidos, interpelados y respetados, porque todos se sabrán amados de Dios. Este reconocimiento divino redime de la humillación; la acogida aleja la violencia; el abrazo anula la clandestinidad.”
Conclusión:
Si no vemos a los pobres, no veremos a Dios. La ceguera –la indiferencia- ante el dolor humano es una forma radical de negar a Dios, pues es negación de lo que Dios dice de sí mismo, de lo que Dios es: amor compasivo, amor misericordioso, simplemente amor.
Señor, “que pueda ver”, sólo por la dicha de cuidar de ti.»

martes, 31 de octubre de 2017

Solemnidad de Todos los Santos (2017). Textos de homilías de San Juan Pablo II, de Benedicto XVI y de Papa Francisco.





Ø Solemnidad de Todos los Santos (2017). Textos de homilías de San Juan Pablo II, de Benedicto XVI y de Papa Francisco.

La fiesta de Todos los Santos nos invita
 a no replegarnos nunca sobre nosotros mismos;
a no considerar nuestras pobres virtudes, sino la gracia de Dios
que siempre nos confunde; 
a no presumir de nuestras fuerzas,
sino a confiar filialmente en Aquel que nos ha amado
cuando todavía éramos pecadores, etc.

v  Cfr. San Juan Pablo II, Homilía el 1 de noviembre de 1980


1.   Dios mismo, no sólo nos llama a la santidad, sino que también y sobre todo nos la da magnánimamente en la sangre de Cristo, venciendo así nuestros pecados.

v  Nosotros debemos cantar siempre al Señor un himno de gratitud y de adoración, como hizo María con su Magníficat para reconocer y proclamar gozosamente la magnificencia y la bondad del "Padre que nos ha hecho capaces de participar de la herencia de los santos en la luz... y nos trasladó al reino del Hijo de su amor" (Col 1, 12.13).

o   La fiesta de Todos los Santos nos invita a no replegarnos nunca sobre nosotros mismos, sino a mirar al Señor para ser radiantes; a no considerar nuestras pobres virtudes, sino la gracia de Dios que siempre nos confunde;  a no presumir de nuestras fuerzas, sino a confiar filialmente en Aquel que nos ha amado cuando todavía éramos pecadores; a no cansarnos jamás de obrar el bien, puesto que en todo caso nuestra santificación es "voluntad de Dios".

(…) Hoy nosotros estamos inmersos con el espíritu entre esta muchedumbre innumerable de santos, de salvados, los cuales, a partir del "justo Abel" (Mt 23, 35), hasta el que quizá está muriendo en este momento en alguna parte del mundo, nos rodean, nos animan, y cantan todos juntos un poderoso himno de gloria a Aquel a quien los salmistas llaman con razón "el Dios de mi salvación" (Sal 25, 5) y "el Dios de mi alegría y de mi júbilo" (Sal 43, 4).
Efectivamente, este día, en el que vivimos con acentos especiales la realidad vivificante de la comunión de los santos, debemos tener firmemente presente que en el comienzo, en la base, en el centro de esta comunión está Dios mismo, que no sólo nos llama a la santidad, sino que también y sobre todo nos la da magnánimamente en la sangre de Cristo, venciendo así nuestros pecados. He aquí por qué los santos del Apocalipsis "clamaban con grande voz diciendo: Salud a nuestro Dios... y al Cordero" (Ap 7, 10), y luego "cayeron sobre sus rostros delante del trono y adoraron a Dios, diciendo: Amén. Bendición, gloria y sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fortaleza a nuestro Dios por los siglos de los siglos" (7, 11-12). También nosotros debemos cantar siempre al Señor un himno de gratitud y de adoración, como hizo María con su Magníficat para reconocer y proclamar gozosamente la magnificencia y la bondad del "Padre que nos ha hecho capaces de participar de la herencia de los santos en la luz... y nos trasladó al reino del Hijo de su amor" (Col 1, 12.13). Por esto, la fiesta de Todos los Santos nos invita también a no replegarnos nunca sobre nosotros mismos, sino a mirar al Señor para ser radiantes (cf. Sal 34, 6); a no considerar nuestras pobres virtudes, sino la gracia de Dios que siempre nos confunde (cf. Lc 19, 5-6); a no presumir de nuestras fuerzas, sino a confiar filialmente en Aquel que nos ha amado cuando todavía éramos pecadores (cf. Rom 5, 8); y también a no cansarnos jamás de obrar el bien, puesto que en todo caso nuestra santificación es "voluntad de Dios" (1 Tes 4, 3).

2.   Todos los santos han sido siempre y son actualmente, aunque en medida diversa, pobres de espíritu, mansos, afligidos, hambrientos y sedientos de justicia, misericordiosos, limpios de corazón, obradores de paz, perseguidos a causa del Evangelio. Y así debemos ser también nosotros.

v  La bienaventuranza cristiana, como sinónimo de santidad, no está separada de un cierto sufrimiento o al menos dificultad: no resulta fácil ser, o querer ser, pobres, mansos, puros; no se quisiera ser perseguidos, ni siquiera por causa de la justicia.

Por su parte, el Evangelio que acaba de ser leído nos recuerda un aspecto esencial de nuestra identidad cristiana y del constitutivo de la santidad. Las bienaventuranzas pronunciadas tan solemnemente por Jesús, están, por un lado, en antítesis con algunos valores que, en cambio, aprecia mucho el mundo y, por otro, en la perspectiva de un destino futuro y definitivo, donde las situaciones son trastocadas. Se mantienen o caen todas juntas; no se puede tomar una sola de ellas, con menoscabo de las otras. Todos los santos han sido siempre y son actualmente, aunque en medida diversa, pobres de espíritu, mansos, afligidos, hambrientos y sedientos de justicia, misericordiosos, limpios de corazón, obradores de paz, perseguidos a causa del Evangelio. Y así debemos ser también nosotros. Además, basándonos en esta página evangélica, es evidente que la bienaventuranza cristiana, como sinónimo de santidad, no está separada de un cierto sufrimiento o al menos dificultad: no resulta fácil ser, o querer ser, pobres, mansos, puros; no se quisiera ser perseguidos, ni siquiera por causa de la justicia. Pero el Reino de los cielos es para los anticonformistas (cf. Rom 12, 2), y también para nosotros valen las palabras de San Pedro: "Bienaventurados vosotros si por el nombre de Cristo sois ultrajados, porque el Espíritu de la gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros. Que ninguno padezca por homicida, o por ladrón, o por malhechor, o por entrometido; mas si por cristiano padece, no se avergüence, antes glorifique a Dios en este nombre" (1 Pe 4, 14-16). (…)

Elevamos nuestra mirada a los bautizados
de todas las épocas y naciones
que se han esforzado
por cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina.

 

v  Cfr. Benedicto XVI, Homilía el 1 de noviembre de 2006


1.   Los santos son una muchedumbre innumerable, hacia la que la Liturgia nos exhorta hoy a elevar nuestra mirada.

v  No sólo los santos reconocidos de una forma oficial, sino también los bautizados de todas las épocas y naciones que se han esforzado por cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina.

Nuestra celebración eucarística se inició con la exhortación "Alegrémonos todos en el Señor". La liturgia nos invita a compartir el gozo celestial de los santos, a gustar su alegría. Los santos no son una exigua casta de elegidos, sino una muchedumbre innumerable, hacia la que la liturgia nos exhorta hoy a elevar nuestra mirada. En esa muchedumbre no sólo están los santos reconocidos de forma oficial, sino también los bautizados de todas las épocas y naciones, que se han esforzado por cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina. De gran parte de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer, como astros llenos de gloria, en el firmamento de Dios.
Hoy la Iglesia celebra su dignidad de "madre de los santos, imagen de la ciudad celestial" (A. Manzoni), y manifiesta su belleza de esposa inmaculada de Cristo, fuente y modelo de toda santidad. Ciertamente, no le faltan hijos díscolos e incluso rebeldes, pero es en los santos donde reconoce sus rasgos característicos, y precisamente en ellos encuentra su alegría más profunda.

o   A todos los une la voluntad de encarnar en su vida el Evangelio, bajo el impulso del eterno animador del pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo.

§  Su ejemplo suscita en nosotros el gran deseo de vivir cerca de Dios, de vivir su luz, en la gran familia de los amigos de Dios.
En la primera lectura, el autor del libro del Apocalipsis los describe como "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua" (Ap 7, 9). Este pueblo comprende los santos del Antiguo Testamento, desde el justo Abel y el fiel patriarca Abraham, los del Nuevo Testamento, los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta los testigos de Cristo de nuestro tiempo. A todos los une la voluntad de encarnar en su vida el Evangelio, bajo el impulso del eterno animador del pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo.
Pero, "¿de qué sirve nuestra alabanza a los santos, nuestro tributo de gloria y esta solemnidad nuestra?". Con esta pregunta comienza una famosa homilía de san Bernardo para el día de Todos los Santos. Es una pregunta que también se puede plantear hoy. También es actual la respuesta que el Santo da:  "Nuestros santos ―dice― no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos" (Discurso 2:  Opera Omnia Cisterc. 5, 364 ss).
Este es el significado de la solemnidad de hoy: al contemplar el luminoso ejemplo de los santos, suscitar en nosotros el gran deseo de ser como los santos, felices por vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir cerca de Dios, vivir en su familia.
Esta es la vocación de todos nosotros, reafirmada con vigor por el concilio Vaticano II, y que hoy se vuelve a proponer de modo solemne a nuestra atención.

o   No es preciso realizar acciones y obras extraordinarias; es necesario ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades.

§  Como el grano de trigo sepultado en la tierra, se acepta morir a sí mismo, pues sabemos que quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra así la vida
Pero, ¿cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios? A esta pregunta se puede responder ante todo de forma negativa: para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Luego viene la respuesta positiva: es necesario, ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades. "Si alguno me quiere servir ―nos exhorta―, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará" (Jn12, 26).
Quien se fía de él y lo ama con sinceridad, como el grano de trigo sepultado en la tierra, acepta morir a sí mismo, pues sabe que quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra así la vida (cf. Jn 12, 24-25). La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo.
§  El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de él.
Las biografías de los santos presentan hombres y mujeres que, dóciles a los designios divinos, han afrontado a veces pruebas y sufrimientos indescriptibles, persecuciones y martirio. Han perseverado en su entrega, "han pasado por la gran tribulación ―se lee en el Apocalipsis― y han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14). Sus nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 20, 12); su morada eterna es el Paraíso. El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de él.
§  Es posible a todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios, tres veces santo.
La santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios, tres veces santo (cf. Is 6, 3). En la segunda lectura el apóstol san Juan observa: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1 Jn 3, 1). Por consiguiente, es Dios quien nos ha amado primero y en Jesús nos ha hecho sus hijos adoptivos. En nuestra vida todo es don de su amor. ¿Cómo quedar indiferentes ante un misterio tan grande? ¿Cómo no responder al amor del Padre celestial con una vida de hijos agradecidos? En Cristo se nos entregó totalmente a sí mismo, y nos llama a una relación personal y profunda con él.
Por tanto, cuanto más imitamos a Jesús y permanecemos unidos a él, tanto más entramos en el misterio de la santidad divina. Descubrimos que somos amados por él de modo infinito, y esto nos impulsa a amar también nosotros a nuestros hermanos. Amar implica siempre un acto de renuncia a sí mismo, "perderse a sí mismos", y precisamente así nos hace felices. 

 

2.   Las Bienaventuranzas: muestran la fisonomía espiritual de Jesús.

v  En la medida en que acogemos su propuesta y lo seguimos, cada uno con sus circunstancias, también nosotros podemos participar de su bienaventuranza.

o   Con él lo imposible resulta posible e incluso un camello pasa por el ojo de una aguja (cf. Mc 10, 25); con su ayuda, sólo con su ayuda, podemos llegar a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (cf. Mt 5, 48).

Ahora pasemos a considerar el evangelio de esta fiesta, el anuncio de las Bienaventuranzas, que hace poco hemos escuchado resonar en esta basílica. Dice Jesús:  "Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los artífices de paz, los perseguidos por causa de la justicia" (cf. Mt 5, 3-10).
En realidad, el bienaventurado por excelencia es sólo él, Jesús. En efecto, él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; él es el perseguido por causa de la justicia.
Las Bienaventuranzas nos muestran la fisonomía espiritual de Jesús y así manifiestan su misterio, el misterio de muerte y resurrección, de pasión y de alegría de la resurrección. Este misterio, que es misterio de la verdadera bienaventuranza, nos invita al seguimiento de Jesús y así al camino que lleva a ella.
En la medida en que acogemos su propuesta y lo seguimos, cada uno con sus circunstancias, también nosotros podemos participar de su bienaventuranza. Con él lo imposible resulta posible e incluso un camello pasa por el ojo de una aguja (cf. Mc 10, 25); con su ayuda, sólo con su ayuda, podemos llegar a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (cf. Mt 5, 48). (…)

LAS BIENAVENTURANZAS:

LA MANSEDUMBRE

 

v  Cfr. Papa Francisco Homilía en la solemnidad de Todos los Santos. En Malmö (Suecia), el 1 de noviembre de 2018.


1.   Recordamos a quienes han sido declarados santos a lo largo de la historia.

v  Y también a tantos hermanos nuestros que han vivido su vida cristiana en la plenitud de la fe y del amor, en medio de una existencia sencilla y oculta.

Con toda la Iglesia celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos. Recordamos así, no sólo a aquellos que han sido proclamados santos a lo largo de la historia, sino también a tantos hermanos nuestros que han vivido su vida cristiana en la plenitud de la fe y del amor, en medio de una existencia sencilla y oculta. Seguramente, entre ellos hay muchos de nuestros familiares, amigos y conocidos.

2.   La santidad, tal vez, no se manifiesta en grandes obras o en sucesos extraordinarios, sino que se sabe vivir fielmente día a día, con amor a Dios y a los hermanos.

Celebramos, por tanto, la fiesta de la santidad. Esa santidad que, tal vez, no se manifiesta en grandes obras o en sucesos extraordinarios, sino la que sabe vivir fielmente y día a día las exigencias del bautismo. Una santidad hecha de amor a Dios y a los hermanos. Amor fiel hasta el olvido de sí mismo y la entrega total a los demás, como la vida de esas madres y esos padres, que se sacrifican por sus familias sabiendo renunciar gustosamente, aunque no sea siempre fácil, a tantas cosas, a tantos proyectos o planes personales.

3.   Lo santos son realmente felices. El secreto anida en el fondo del alma y tiene su fuente en Dios.

v  A los santos se les llama bienaventurados. Las bienaventuranzas son el camino de vida que el señor nos enseña.

Pero si hay algo que caracteriza a los santos es que son realmente felices. Han encontrado el secreto de esa felicidad auténtica, que anida en el fondo del alma y que tiene su fuente en el amor de Dios. Por eso, a los santos se les llama bienaventurados. Las bienaventuranzas son su camino, su meta, su patria. Las bienaventuranzas son el camino de vida que el Señor nos enseña, para que sigamos sus huellas. En el Evangelio de hoy, hemos escuchado cómo Jesús las proclamó ante una gran muchedumbre en un monte junto al lago de Galilea.

4.   Las bienaventuranzas son, de alguna manera, el carné de

identidad del cristiano

v  Bienaventurados los mansos. La mansedumbre.

o   Nos acerca a Jesús y nos hace vivir unidos dejando los que nos divide y enfrenta.

§  Bienaventurados los que soportan con fe los males que otros les infligen y perdonan de corazón; los que miran a los ojos a los descartados …; los que reconocen a Dios en cada persona; los que protegen y cuidan la casa común; los que renuncian al propio bienestar por el bien de otros; los que rezan y trabajan por la plena comunión de los cristianos...
Las bienaventuranzas son el perfil de Cristo y, por tanto, lo son del cristiano. Entre todas ellas, quisiera destacar una: «Bienaventurados los mansos». Jesús dice de sí mismo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Este es su retrato espiritual y nos descubre la riqueza de su amor. La mansedumbre es un modo de ser y de vivir que nos acerca a Jesús y nos hace estar unidos entre nosotros; logra que dejemos de lado todo aquello que nos divide y enfrenta, y se busquen modos siempre nuevos para avanzar en el camino de la unidad, como hicieron hijos e hijas de esta tierra, entre ellos santa María Elisabeth Hesselblad, recientemente canonizada, y santa Brígida, Brigitta Vadstena, copatrona de Europa. Ellas rezaron y trabajaron para estrechar lazos de unidad y comunión entre los cristianos. Un signo muy elocuente es el que sea aquí, en su País, caracterizado por la convivencia entre poblaciones muy diversas, donde estemos conmemorando conjuntamente el quinto centenario de la Reforma. Los santos logran cambios gracias a la mansedumbre del corazón. Con ella comprendemos la grandeza de Dios y lo adoramos con sinceridad; y además es la actitud del que no tiene nada que perder, porque su única riqueza es Dios.
Las bienaventuranzas son de alguna manera el carné de identidad del cristiano, que lo identifica como seguidor de Jesús. Estamos llamados a ser bienaventurados, seguidores de Jesús, afrontando los dolores y angustias de nuestra época con el espíritu y el amor de Jesús. Así, podríamos señalar nuevas situaciones para vivirlas con el espíritu renovado y siempre actual: Bienaventurados los que soportan con fe los males que otros les infligen y perdonan de corazón; bienaventurados los que miran a los ojos a los descartados y marginados mostrándoles cercanía; bienaventurados los que reconocen a Dios en cada persona y luchan para que otros también lo descubran; bienaventurados los que protegen y cuidan la casa común; bienaventurados los que renuncian al propio bienestar por el bien de otros; bienaventurados los que rezan y trabajan por la plena comunión de los cristianos... Todos ellos son portadores de la misericordia y ternura de Dios, y recibirán ciertamente de él la recompensa merecida.  (…)


VIDA CRISTIANA
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