viernes, 7 de diciembre de 2018

Inmaculada Concepción. Ella dijo sí al Señor. Benedicto XVI, Homilía en la Misa de la celebración de los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II, 8 de diciembre 2005.

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Ø Inmaculada Concepción.  Ella dijo sí al Señor. La lucha en la historia entre el hombre y las fuerzas del mal y la victoria de Dios en el linaje de la mujer. El hombre vive con la sospecha de que el amor de Dios crea una dependencia, y que necesita desembarazarse de esta dependencia para ser plenamente él mismo. Varias sospechas que tiene el hombre que son fruto del veneno del pecado original.


v  Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Misa de la celebración de los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II, 8 de diciembre 2005.

o   Significado del título “Inmaculada”: dos imágenes

§  Primera imagen. El relato del anuncio a María: el Señor está en ella; ella dice sí al Señor
                Pero ahora debemos preguntarnos: ¿Qué significa "María, la Inmaculada"? ¿Este título tiene algo que decirnos? La liturgia de hoy nos aclara el contenido de esta palabra con dos grandes imágenes. Ante todo, el relato maravilloso del anuncio a María, la Virgen de Nazaret, de la venida del Mesías.
                El saludo del ángel está entretejido con hilos del Antiguo Testamento, especialmente del profeta Sofonías. Nos hace comprender que María, la humilde mujer de provincia, que proviene de una estirpe sacerdotal y lleva en sí el gran patrimonio sacerdotal de Israel, es el "resto santo" de Israel, al que hacían referencia los profetas en todos los períodos turbulentos y tenebrosos. En ella está presente la verdadera Sión, la pura, la morada viva de Dios. En ella habita el Señor, en ella encuentra el lugar de su descanso. Ella es la casa viva de Dios, que no habita en edificios de piedra, sino en el corazón del hombre vivo.
                Ella es el retoño que, en la oscura noche invernal de la historia, florece del tronco abatido de David. En ella se cumplen las palabras del salmo: "La tierra ha dado su fruto" (Sal 67, 7). Ella es el vástago, del que deriva el árbol de la redención y de los redimidos. Dios no ha fracasado, como podía parecer al inicio de la historia con Adán y Eva, o durante el período del exilio babilónico, y como parecía nuevamente en el tiempo de María, cuando Israel se había convertido en un pueblo sin importancia en una región ocupada, con muy pocos signos reconocibles de su santidad. Dios no ha fracasado. En la humildad de la casa de Nazaret vive el Israel santo, el resto puro. Dios salvó y salva a su pueblo. Del tronco abatido resplandece nuevamente su historia, convirtiéndose en una nueva fuerza viva que orienta e impregna el mundo. María es el Israel santo; ella dice "sí" al Señor, se pone plenamente a su disposición, y así se convierte en el templo vivo de Dios.
§  Segunda imagen: la lucha en la historia entre el hombre y las fuerzas del mal, y la victoria de Dios en el linaje de la mujer.
La lucha en la historia entre el hombre y las fuerzas del mal. El hombre vive con la sospecha de que el amor de Dios crea una dependencia, y no se fía de él.
                La segunda imagen es mucho más difícil y oscura. Esta metáfora, tomada del libro del Génesis, nos habla de una gran distancia histórica, que sólo con esfuerzo se puede aclarar; sólo a lo largo de la historia ha sido posible desarrollar una comprensión más profunda de lo que allí se refiere. Se predice que, durante toda la historia, continuará la lucha entre el hombre y la serpiente, es decir, entre el hombre y las fuerzas del mal y de la muerte. Pero también se anuncia que "el linaje" de la mujer un día vencerá y aplastará la cabeza de la serpiente, la muerte; se anuncia que el linaje de la mujer —y en él la mujer y la madre misma— vencerá, y así, mediante el hombre, Dios vencerá. Si junto con la Iglesia creyente y orante nos ponemos a la escucha ante este texto, entonces podemos comenzar a comprender qué es el pecado original, el pecado hereditario, y también cuál es la defensa contra este pecado hereditario, qué es la redención.
                ¿Cuál es el cuadro que se nos presenta en esta página? El hombre no se fía de Dios. Tentado por las palabras de la serpiente, abriga la sospecha de que Dios, en definitiva, le quita algo de su vida, que Dios es un competidor que limita nuestra libertad, y que sólo seremos plenamente seres humanos cuando lo dejemos de lado; es decir, que sólo de este modo podemos realizar plenamente nuestra libertad.
                El hombre vive con la sospecha de que el amor de Dios crea una dependencia y que necesita desembarazarse de esta dependencia para ser plenamente él mismo. El hombre no quiere recibir de Dios su existencia y la plenitud de su vida. Él quiere tomar por sí mismo del árbol del conocimiento el poder de plasmar el mundo, de hacerse dios, elevándose a su nivel, y de vencer con sus fuerzas a la muerte y las tinieblas. No quiere contar con el amor que no le parece fiable; cuenta únicamente con el conocimiento, puesto que le confiere el poder. Más que el amor, busca el poder, con el que quiere dirigir de modo autónomo su vida. Al hacer esto, se fía de la mentira más que de la verdad, y así se hunde con su vida en el vacío, en la muerte.

o   La libertad de un ser humano es la de un ser limitado, es limitada por tanto.

                Amor no es dependencia, sino don que nos hace vivir. La libertad de un ser humano es la libertad de un ser limitado y, por tanto, es limitada ella misma. Sólo podemos poseerla como libertad compartida, en la comunión de las libertades: la libertad sólo puede desarrollarse si vivimos, como debemos, unos con otros y unos para otros. Vivimos como debemos, si vivimos según la verdad de nuestro ser, es decir, según la voluntad de Dios. Porque la voluntad de Dios no es para el hombre una ley impuesta desde fuera, que lo obliga, sino la medida intrínseca de su naturaleza, una medida que está inscrita en él y lo hace imagen de Dios, y así criatura libre.
                Si vivimos contra el amor y contra la verdad —contra Dios—, entonces nos destruimos recíprocamente y destruimos el mundo. Así no encontramos la vida, sino que obramos en interés de la muerte. Todo esto está relatado, con imágenes inmortales, en la historia de la caída original y de la expulsión del hombre del Paraíso terrestre.

o   El pecado original, la historia de todos los tiempos: una gota de veneno

                Queridos hermanos y hermanas, si reflexionamos sinceramente sobre nosotros mismos y sobre nuestra historia, debemos decir que con este relato no sólo se describe la historia del inicio, sino también la historia de todos los tiempos, y que todos llevamos dentro de nosotros una gota del veneno de ese modo de pensar reflejado en las imágenes del libro del Génesis. Esta gota de veneno la llamamos pecado original.

o   Varias sospechas que son fruto de ese veneno del pecado original

§  Quien no peca es aburrido; un poco de mal es bueno para experimentar la plenitud del ser
Precisamente en la fiesta de la Inmaculada Concepción brota en nosotros la sospecha de que una persona que no peca para nada, en el fondo es aburrida; que le falta algo en su vida: la dimensión dramática de ser autónomos; que la libertad de decir no, el bajar a las tinieblas del pecado y querer actuar por sí mismos forma parte del verdadero hecho de ser hombres; que sólo entonces se puede disfrutar a fondo de toda la amplitud y la profundidad del hecho de ser hombres, de ser verdaderamente nosotros mismos; que debemos poner a prueba esta libertad, incluso contra Dios, para llegar a ser realmente nosotros mismos. En una palabra, pensamos que en el fondo el mal es bueno, que lo necesitamos, al menos un poco, para experimentar la plenitud del ser.
                Pensamos que Mefistófeles —el tentador— tiene razón cuando dice que es la fuerza "que siempre quiere el mal y siempre obra el bien" (Johann Wolfgang von Goethe, Fausto I, 3). Pensamos que pactar un poco con el mal, reservarse un poco de libertad contra Dios, en el fondo está bien, e incluso que es necesario.

o   Pero hemos de reconocer que no es así: el mal envenena

§  El mal envilece y humilla; quien se abandona en Dios no se convierte en un títere de Dios, en una persona aburrida y conformista, no pierde su libertad.
                Pero al mirar el mundo que nos rodea, podemos ver que no es así, es decir, que el mal envenena siempre, no eleva al hombre, sino que lo envilece y lo humilla; no lo hace más grande, más puro y más rico, sino que lo daña y lo empequeñece. En el día de la Inmaculada debemos aprender más bien esto: el hombre que se abandona totalmente en las manos de Dios no se convierte en un títere de Dios, en una persona aburrida y conformista; no pierde su libertad. Sólo el hombre que se pone totalmente en manos de Dios encuentra la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de la libertad del bien. El hombre que se dirige hacia Dios no se hace más pequeño, sino más grande, porque gracias a Dios y junto con él se hace grande, se hace divino, llega a ser verdaderamente él mismo. El hombre que se pone en manos de Dios no se aleja de los demás, retirándose a su salvación privada; al contrario, sólo entonces su corazón se despierta verdaderamente y él se transforma en una persona sensible y, por tanto, benévola y abierta.
§  Cuanto más cerca está el hombre de Dios, tanto más cerca está de los hombres.
                Cuanto más cerca está el hombre de Dios, tanto más cerca está de los hombres. Lo vemos en María. El hecho de que está totalmente en Dios es la razón por la que está también tan cerca de los hombres. Por eso puede ser la Madre de todo consuelo y de toda ayuda, una Madre a la que todos, en cualquier necesidad, pueden osar dirigirse en su debilidad y en su pecado, porque ella lo comprende todo y es para todos la fuerza abierta de la bondad creativa.
                En ella Dios graba su propia imagen, la imagen de Aquel que sigue la oveja perdida hasta las montañas y hasta los espinos y abrojos de los pecados de este mundo, dejándose herir por la corona de espinas de estos pecados, para tomar la oveja sobre sus hombros y llevarla a casa.
§  María nos dice que hay que ser valientes: osar con Dios, no tenerle miedo
                Como Madre que se compadece, María es la figura anticipada y el retrato permanente del Hijo. Y así vemos que también la imagen de la Dolorosa, de la Madre que comparte el sufrimiento y el amor, es una verdadera imagen de la Inmaculada. Su corazón, mediante el ser y el sentir con Dios, se ensanchó. En ella, la bondad de Dios se acercó y se acerca mucho a nosotros. Así, María está ante nosotros como signo de consuelo, de aliento y de esperanza. Se dirige a nosotros, diciendo: "Ten la valentía de osar con Dios. Prueba. No tengas miedo de él. Ten la valentía de arriesgar con la fe. Ten la valentía de arriesgar con la bondad. Ten la valentía de arriesgar con el corazón puro. Comprométete con Dios; y entonces verás que precisamente así tu vida se ensancha y se ilumina, y no resulta aburrida, sino llena de infinitas sorpresas, porque la bondad infinita de Dios no se agota jamás".
En este día de fiesta queremos dar gracias al Señor por el gran signo de su bondad que nos dio en María, su Madre y Madre de la Iglesia. Queremos implorarle que ponga a María en nuestro camino como luz que nos ayude a convertirnos también nosotros en luz y a llevar esta luz en las noches de la historia. Amén.
Vida Cristiana

Solemnidad de la Inmaculada Concepción (2018). Homilía por Raniero Cantalamessa (2018).



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Ø Solemnidad de la Inmaculada Concepción (2018). Homilía por Raniero Cantalamessa (2018). El
Proyecto de Dios sobre nosotros: «Dios Padre nos ha elegido en Jesucristo antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor». (Segunda Lectura). lo que celebramos en esta solemnidad en María: el inicio de la Iglesia. En María brilla ya todo el esplendor futuro de la Iglesia. Está ante nosotros «como modelo de santidad para el pueblo de Dios». Ella está idealmente ante todo el pueblo cristiano repitiendo siempre lo que dijo en Caná: «Haced lo que Él os diga».

Solemnidad de la Inmaculada Concepción
Elegidos para ser santos e inmaculados
por Raniero Cantalamessa (05 diciembre 2018) - (Cfr. Religión en Libertad)

Génesis 3, 9-15.20; Efesios 1,3-6.11-12; Lucas 1,26-38
Para que la solemnidad de la Inmaculada Concepción no se quede en mera celebración de
los «privilegios» de María, sino que nos toque y nos implique profundamente, debemos comprenderla a la luz de las palabras de Pablo en la segunda lectura: «Dios Padre nos ha elegido en Jesucristo antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor». Todos, por lo tanto, estamos llamados a ser santos e inmaculados; es nuestro verdadero destino; es el proyecto de Dios sobre nosotros. Poco más adelante, en la misma Carta a los Efesios, Pablo contempla este plan de Dios refiriéndolo no ya a los hombres singularmente considerados, cada uno por su cuenta, sino a la Iglesia Universal esposa de Cristo: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificarla mediante el bautismo y la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa en inmaculada» (Ef 5, 25-27).
Una humanidad de santos e inmaculados: he aquí el gran proyecto de Dios al crear la Iglesia. Una humanidad que pueda, por fin, comparecer ante Él, que ya no tenga que huir de su presencia, con el rostro lleno de vergüenza como Adán y Eva tras el pecado. Una humanidad, sobre todo, que Él pueda amar y estrechar en comunión consigo, mediante Su Hijo, en el Espíritu Santo.   
¿Que representa, en este proyecto universal de Dios, la Inmaculada Concepción de María que celebramos? La liturgia responde a esta pregunta en el prefacio de la Misa del día, cuando dirigiéndose a Dios canta: En Ella has señalado el «comienzo de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura... Entre todos los hombres es abogada de gracia y ejemplo de santidad». He aquí, entonces, lo que celebramos en esta solemnidad en María: el inicio de la Iglesia, la primera realización del proyecto de Dios, en la que existe como la promesa y la garantía de que todo el plan irá hacia su cumplimiento: «¡Nada es imposible para Dios!». María es la prueba de ello. En Ella brilla ya todo el esplendor futuro de la Iglesia, como en una gota de rocío, en una mañana serena, se refleja la bóveda azul del cielo. También y sobre todo por esto María es llamada «madre de la Iglesia».
María no se presenta, en cambio, sólo como aquella que está detrás de nosotros, al comienzo de la Iglesia, sino también como quien está ante nosotros «como modelo de santidad para el pueblo de Dios». Nosotros no hemos nacido inmaculados como, por singular privilegio de Dios, nació Ella; es más, el mal anida en nosotros en todas las fibras y en todas las formas. Estamos llenos de «arrugas» que hay que estirar y de «manchas» que hay que lavar. Es en esta labor de purificación y de recuperación de la imagen de Dios en la que María está ante nosotros como poderosa llamada.
La liturgia habla de Ella como de un «modelo de santidad». La imagen es justa, a condición de que superemos las analogías humanas. La Virgen no es como las modelos humanas que posan, inmóviles, para dejarse pintar por el artista. Ella es un modelo que obra con nosotros y dentro de nosotros, que nos lleva la mano al representar las líneas del modelo por excelencia, suyo y nuestro, que es Jesucristo, para hacernos «conformes a su imagen» (Rm 8, 29). Es de hecho «abogada de gracia» antes aún que modelo de santidad. La devoción a María, cuando es iluminada y eclesial, en verdad no desvía a los creyentes del único Mediador, sino que les lleva hacia Él. Quien ha tenido la experiencia auténtica de la presencia de María en la propia vida sabe que ésta se determina por entero en una experiencia de Evangelio y en un conocimiento más profundo de Cristo. Ella está idealmente ante todo el pueblo cristiano repitiendo siempre lo que dijo en Caná: «Haced lo que Él os diga».


Vida Cristiana

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Dios tiene nostalgia de ti: por Santiago Agrelo

Somos de Cristo y esperamos todavía a Cristo. Somos hijos de Dios, y esperamos que llegue el día en que se manifieste lo que somos. Vivimos en el agradecimiento, como quien todo lo ha recibido ya, y decimos «Ven, Señor Jesús», como quien espera aún recibirlo todo.
Nuestra vida transcurre a un tiempo «dentro» y «lejos» de la Jerusalén que es nuestra madre, «dentro» y «lejos» de Cristo en quien fuimos creados y redimidos.  Por eso agradecemos y clamamos, hacemos fiesta y suplicamos.
Hoy resonó en nuestra asamblea la palabra del profeta: “Jerusalén, despójate de tu vestido de luto y aflicción y viste las galas perpetuas de la gloria que Dios te da”.
En tu pobreza, Iglesia amada de Dios, creías que eras tú sola la que suplicabas, que era sólo tuya la nostalgia de la patria, que a ti sola estaba reservada la pena de la ausencia. Ahora, el profeta te recuerda que la patria tiene nostalgia de ti, que Jerusalén padece por tu ausencia, y que Cristo el Señor, tu creador, tu redentor, también él pide encontrarte. Vendrá a ti tu Señor, vendrá a tu encuentro, a tus caminos, a tu noche. Y sólo porque él te desea y viene hasta ti, hace posible que tú vayas hasta él.
“Ponte en pie, Jerusalén, sube a la altura y contempla el gozo que Dios te envía, Dios se acuerda de ti, Dios traerá a tus hijos con gloria”.
El profeta hablaba de Jerusalén, la ciudad que él vio iluminada por el esplendor de la gloria divina. Pero tú, que hoy has escuchado el antiguo oráculo, te has visto a ti misma, y, obediente a la palabra, subes a la altura de la fe para contemplar desde allí el gozo que te viene de Dios, un gozo tan inesperado y tan grande que te parece soñar.
Hoy subes a la altura y contemplas a tu Señor que viene a ti, humilde, pequeño y pobre como una palabra, como un pan, como un niño.
Hoy subes a la altura, y, por la fe, la esperanza y el amor, recibes al que viene a ti en la humildad de la palabra, del pan y de los pobres.
Hoy, contigo, se pone en pie la Jerusalén del cielo, la ciudad santa, la morada de Dios con los hombres, que al gozo eterno por la presencia de su Señor, une el gozo de verse en esperanza llena de hijos. Su nombre es también tu nombre: «Paz en la justicia, gloria en la piedad».
Ven, Señor Jesús.

Feliz domingo.


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