Quienes hemos sido incorporados a Cristo Jesús, estamos llamados a ser en su Iglesia la mujer hacendosa, el empleado fiel, el hombre que teme al Señor.
A todos se nos ha dado el huso y la rueca, a todos se nos ha dejado encargados de unos bienes con los que hemos de negociar, todos hemos de trabajar como pide que lo hagamos el santo temor de Dios.
La memoria de la fe va nombrando los bienes que hemos recibido: Por el bautismo nos hallamos hijos en el Hijo de Dios, incorporados a Cristo, sacerdote, profeta y rey.
El bautismo ha hecho de nosotros hombres y mujeres con mirada esclarecida para reconocer a nuestro Señor y Salvador, hombres y mujeres de oído abierto para escuchar la palabra que nos ilumina, hombres y mujeres que, por haberlas experimentado, proclaman las maravillas del Señor, hombres y mujeres en los que ha puesto su morada el Espíritu de Dios.
Por los sacramentos de la fe, el Señor nuestro Dios puso en nuestras manos sus bienes, su reino.
Si preguntas cómo hemos de negociar con los bienes que nos han sido confiados, la palabra del Señor viene en nuestra ayuda y nos recuerda condiciones indispensables para que multipliquemos lo que hemos recibido.
Será necesario el trabajo –“adquiere lana y lino, los trabaja con la destreza de sus manos”-; será necesaria la dedicación, la determinación, el esfuerzo, del que se beneficiarán los de casa y, sobre todo, los pobres; extendiendo su mano hacia el huso, el creyente está extendiendo su brazo al pobre; sosteniendo con la palma la rueca, estará abriendo su mano al necesitado.
Además del trabajo diligente y compasivo, habrá de hacerme compañía el temor del Señor: su ley habrá de ser la luz que ilumine mis caminos.
En el temor del Señor está la bendición, en él hallaremos la abundancia, con él llegará la prosperidad de la Iglesia.
Quien guarda la ley del Señor, permanece en Cristo, da fruto abundante y será bendición para la humanidad entera, porque Cristo permanece en él.
Recuerda, Iglesia esposa, los bienes que hoy recibes: se te confía la palabra del Señor, el Cuerpo del Señor, el Espíritu del Señor, la gracia del Señor.
Escucha, comulga, ama: Extiende la mano a la palabra deseada, sostén con la palma el Cuerpo amado, y que los tuyos y los pobres sientan el abrigo de tu amor; ésa es tu gracia que nunca se pierde; ésa, tu belleza que nunca se marchita; ésa, tu gloria, que nadie jamás te quitará.
Sólo nosotros, sólo cada uno de nosotros puede desperdiciar los bienes que ha recibido y hacerse acreedor a las tinieblas.
De ahí la amonestación, la llamada apremiante a estar vigilantes y despejados, para que el día del Señor no nos sorprenda como un ladrón.
Que los pobres, Iglesia esposa, den testimonio de que estás despierta.
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