sábado, 16 de junio de 2018

El Reino de Dios. Domingo 11 del tiempo ordinario, Año B (17 de junio de 2018)



Ø El Reino de Dios. Domingo 11 del tiempo ordinario, Año B (17 de junio de 2018). Dos parábolas de Jesús  sobre el reino de Dios. La semilla que crece por sí misma, y el grano de mostaza. Todo cristiano sabe bien que debe hacer todo lo que esté a su alcance, pero que el resultado final depende de Dios. Esta convicción lo sostiene en el trabajo diario, especialmente en las situaciones difíciles. El reino de Dios es un don, no podemos merecerlo del mismo modo que ser amados nunca es algo «merecido». Pero sigue siendo siempre verdad que nuestro obrar no es indiferente ante Dios: podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien. Es lo que han hecho los santos, «colaboradores de Dios», que han contribuido a la salvación del mundo. Podemos liberar nuestra vida y el mundo de las intoxicaciones y contaminaciones que podrían destruir el presente y el futuro.


Marcos 4, 26-34: 26 Y decía: El Reino de Dios viene a ser como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, 27 y duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo. 28 Porque la tierra produce fruto ella sola: primero hierba, después espiga, y por fin trigo maduro en la espiga. 29 Y en cuanto está a punto el fruto, en seguida mete la hoz, porque ha llegado la siega. 30 Y decía: ¿A qué asemejaremos el Reino de Dios?, o ¿con qué parábola lo compararemos? 31 Es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra; 32 pero, una vez sembrado, crece y se hace mayor que todas las hortalizas, y echa ramas grandes, de manera que los pájaros del cielo puedan anidar bajo su sombra. 33 Y con muchas parábolas semejantes les anunciaba la palabra, conforme a lo que podían entender; 34 no les hablaba sino en parábolas. Pero a solas, explicaba todo a sus discípulos.

El Reino de Dios.
Dos parábolas de Jesús:
la de la semilla, símbolo de la Palabra de Dios que crece por sí misma,
 y la del grano de mostaza,
que crece hasta ser la más grande de todas las plantas del huerto.  

1. El Reino de Dios requiere nuestra colaboración, pero es sobre todo iniciativa y don del Señor.

v  Cfr. Francisco, Discurso, Angelus del 14 junio 2015

                  Semana 11 del tiempo ordinario, Año B
El Evangelio de hoy está formado por dos parábolas: la de la semilla que brota y crece sola y la del grano de mostaza (cfr. Mc 4,26-34). A través de estas imágenes sacadas del mundo rural, Jesús presenta la eficacia de la palabra de Dios y las exigencias de su Reino, mostrando las razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso en la historia.

o   Como la humilde semilla se desarrolla en la tierra, así la Palabra actúa con el poder de Dios en el corazón de quien la escucha.

§  Siempre es Dios quien hace crecer su Reino —por eso pedimos tanto que venga tu Reino: es Él quien lo hace crecer—, y el hombre es su humilde colaborador, que contempla y goza la acción creadora divina y espera con paciencia los frutos.
La importancia de tener el Evangelio y la Biblia al alcance de la mano.
En la primera parábola la atención se pone en que la semilla, echada en la tierra, arraiga y crece sola, tanto si el campesino duerme o vela. Está confiado en el poder interno de la propia semilla y en la fertilidad del terreno. En el lenguaje evangélico, la semilla es símbolo de la Palabra de Dios, cuya fecundidad se recuerda en esta parábola. Como la humilde semilla se desarrolla en la tierra, así la Palabra actúa con el poder de Dios en el corazón de quien la escucha. Dios ha confiado su Palabra a nuestra tierra, es decir, a cada uno de nosotros con nuestra concreta humanidad. Podemos estar confiados, porque la Palabra de Dios es palabra creadora, destinada a ser el grano lleno en la espiga. Esa Palabra, si se recibe, ciertamente da sus frutos, porque Dios mismo la hace brotar y madurar por caminos que no siempre podemos comprobar y de un modo que no sabemos. Todo esto nos hace comprender que siempre es Dios quien hace crecer su Reino —por eso pedimos tanto que venga tu Reino: es Él quien lo hace crecer—, y el hombre es su humilde colaborador, que contempla y goza la acción creadora divina y espera con paciencia los frutos.
La palabra de Dios hace crecer, da vida. Y yo quisiera recordaros otra vez la importancia de tener el Evangelio y la Biblia al alcance de la mano —el Evangelio pequeño en el bolso, en el bolsillo—, y alimentarnos cada día con esa Palabra viva de Dios: leer cada día un trozo del Evangelio, un trozo de la Biblia. No lo olvidéis nunca, por favor. Porque esa es la fuerza que hace brotar en nosotros la vida del Reino de Dios.

o   El grano de mostaza.

La segunda parábola utiliza la imagen del grano de mostaza. Aun siendo la más pequeña de todas las semillas, está llena de vida y crece hasta volverse más grande que todas las plantas del huerto. Así es el Reino de Dios: una realidad humanamente pequeña y aparentemente irrelevante. Para entrar a formar parte hay que ser pobres de corazón; no confiar en las propias capacidades, sino en el poder del amor de Dios; no actuar para ser importantes a los ojos del mundo, sino valiosos a los ojos de Dios, que prefiere a los sencillos y humildes. Cuando vivimos así, a través de nosotros irrumpe la fuerza de Cristo y trasforma lo que es pequeño y modesto en una realidad que hace fermentar toda la masa del mundo y de la historia.

o   Enseñanza de las dos parábolas: el Reino de Dios requiere nuestra colaboración, pero es sobre todo iniciativa y don del Señor.

De estas dos parábolas nos viene una enseñanza importante: el Reino de Dios requiere nuestra colaboración, pero es sobre todo iniciativa y don del Señor. Nuestra débil labor, aparentemente pequeña ante la complejidad de los problemas del mundo, si se inserta en la de Dios, no tiene miedo de las dificultades. La victoria del Señor es segura: su amor hará despuntar y hará crecer cada semilla de bien presente en la tierra. Esto nos abre a la confianza y a la esperanza, a pesar de los dramas, injusticias y sufrimientos que encontramos. La semilla del bien y de la paz brota y se desarrolla, porque la hace madurar el amor misericordioso de Dios.

2. La semilla que crece por sí misma y la del grano de mostaza

    Cfr. Benedicto XVI, Angelus, 17 de junio de 2012

v  Razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso

La liturgia de hoy nos propone dos breves parábolas de Jesús: la de la semilla que crece por sí misma y la del grano de mostaza (cf. Mc 4, 26-34). A través de imágenes tomadas del mundo de la agricultura, el Señor presenta el misterio de la Palabra y del reino de Dios, e indica las razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso.

v  La semilla que crece por sí misma

o   Todo cristiano sabe bien que debe hacer todo lo que esté a su alcance, pero que el resultado final depende de Dios.

§  Esta convicción lo sostiene en el trabajo diario, especialmente en las situaciones difíciles.
En la primera parábola la atención se centra en el dinamismo de la siembra: la semilla que se echa en la tierra, tanto si el agricultor duerme como si está despierto, brota y crece por sí misma. El hombre siembra con la confianza de que su trabajo no será infructuoso. Lo que sostiene al agricultor en su trabajo diario es precisamente la confianza en la fuerza de la semilla y en la bondad de la tierra. Esta parábola se refiere al misterio de la creación y de la redención, de la obra fecunda de Dios en la historia. Él es el Señor del Reino; el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se alegra de la acción creadora divina y espera pacientemente sus frutos. La cosecha final nos hace pensar en la intervención conclusiva de Dios al final de los tiempos, cuando él realizará plenamente su reino. Ahora es el tiempo de la siembra, y el Señor asegura su crecimiento. Todo cristiano, por tanto, sabe bien que debe hacer todo lo que esté a su alcance, pero que el resultado final depende de Dios: esta convicción lo sostiene en el trabajo diario, especialmente en las situaciones difíciles. A este propósito escribe san Ignacio de Loyola: «Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios» (cf. Pedro de Ribadeneira, Vida de san Ignacio de Loyola).

v  El grano de mostaza  

o   La semilla de mostaza  es la más pequeña de las semillas

§  Pero crece hasta llegar a ser más alta que las demás hortalizas.
El reino de Dios está compuesto por los que no confían sólo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios.
La segunda parábola utiliza también la imagen de la siembra. Aquí, sin embargo, se trata de una semilla específica, el grano de mostaza, considerada la más pequeña de todas las semillas. Pero, a pesar de su pequeñez, está llena de vida, y al partirse nace un brote capaz de romper el terreno, de salir a la luz del sol y de crecer hasta llegar a ser «más alta que las demás hortalizas» (cf. Mc 4, 32): la debilidad es la fuerza de la semilla, el partirse es su potencia. Así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña, compuesta por los pobres de corazón, por los que no confían sólo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios, por quienes no son importantes a los ojos del mundo; y, sin embargo, precisamente a través de ellos irrumpe la fuerza de Cristo y transforma aquello que es aparentemente insignificante.

v  En la imagen de las dos semillas hay un mensaje claro: el reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras.

La imagen de la semilla es particularmente querida por Jesús, ya que expresa bien el misterio del reino de Dios. En las dos parábolas de hoy ese misterio representa un «crecimiento» y un «contraste»: el crecimiento que se realiza gracias al dinamismo presente en la semilla misma y el contraste que existe entre la pequeñez de la semilla y la grandeza de lo que produce. El mensaje es claro: el reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura. Es el milagro del amor de Dios, que hace germinar y crecer todas las semillas de bien diseminadas en la tierra. Y la experiencia de este milagro de amor nos hace ser optimistas, a pesar de las dificultades, los sufrimientos y el mal con que nos encontramos. La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios. Que la Virgen María, que acogió como «tierra buena» la semilla de la Palabra divina, fortalezca en nosotros esta fe y esta esperanza.

3. Cuatro Catequesis de Juan Pablo II comentando la parábola de la semilla echada en tierra.


v  Catequesis del 18 de marzo de 1987

§  El reino no es obra humana, sino únicamente don del amor de Dios que actúa en el corazón de los creyentes.
  • «La parábola de la semilla que crece por sí sola (Mc 4, 26-29) subraya que el reino no es obra
humana, sino únicamente don del amor de Dios que actúa en el corazón de los creyentes y guía la historia humana hacia su realización definitiva en la comunión eterna con el Señor».

v  Catequesis del 15 junio de 1988

§  Es el poder de Dios el que hace crecer.
  • «Pero he aquí otra parábola que nos pone frente al misterio del desarrollo de la semilla por obra de
Dios: " El reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma, primero, hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga" (Marcos 4,26-28). Es el poder de Dios el que "hace crecer", dirá San Pablo (1Corintios 3,6 ss.) y, como escribe el Apóstol, es Él quien da "el querer y el obrar" (Filipenses 2,13)».

v  Catequesis del 25 de septiembre de 1991

§  El reino de Dios crece en virtud de una fundación que viene de Dios, y de un obrar misterioso de Dios mismo que la Iglesia sigue cultivando a lo largo de los siglos.
 “Por tanto, el reino de Dios crece aquí en la tierra, en la historia de la humanidad, en virtud de una siembra inicial, es decir, de una fundación que viene de Dios, y de un obrar misterioso de Dios mismo, que la Iglesia sigue cultivando a lo largo de los siglos. En la acción de Dios en relación con el Reino también está presente la «hoz» del sacrificio: el desarrollo del Reino no se realiza sin sufrimiento. Éste es el sentido de la parábola que narra el evangelio de Marcos”.

v  Catequesis del 6 de diciembre del 2000

§  “Con todo, el hombre no es un testigo inerte del ingreso de Dios en la historia. Jesús nos invita a "buscar" activamente "el reino de Dios y su justicia" y a considerar esta búsqueda como nuestra preocupación principal”.
  • Después de afirmar que «el Reino es gracia, amor de Dios al mundo, para nosotros fuente de
serenidad y confianza», añadía: «“Con todo, el hombre no es un testigo inerte del ingreso de Dios en la historia. Jesús nos invita a "buscar" activamente "el reino de Dios y su justicia" y a considerar esta búsqueda como nuestra preocupación principal».

4. El Reino de Dios en la oración de Jesús: el «Padre nuestro».

    Cfr. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret 1

v  Venga a nosotros tu reino   pp. 180-182

o   La primacía de Dios. Se establece un orden de prioridades para el obrar humano. No se nos promete a los devotos un mundo utópico que funciona automáticamente. Reino de Dios quiere decir soberanía de Dios: asumir su voluntad como criterio.

Al reflexionar sobre esta petición acerca del Reino de Dios, recordaremos lo que hemos considerado antes acerca de la expresión «Reino de Dios». Con esta petición reconocemos en primer lugar la primacía de Dios; donde El no está, nada puede ser bueno. Donde no se ve a Dios, el hombre decae y decae también el mundo. En este sentido, el Señor nos dice; «Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura» (M 6,33). Con estas palabras se establece un orden de prioridades para el obrar humano, para nuestra actitud en la vida diaria.
En modo alguno se nos promete un mundo utópico en el caso de que seamos devotos y de algún modo deseosos del Reino de Dios. No se nos presenta automáticamente un mundo que funciona como lo propuso la utopía de la sociedad sin clases, en la que todo debía salir bien sólo porque no existía la propiedad privada. Jesús no nos da recetas tan simples, pero establece - como se ha dicho -  una prioridad determinante para todo: «Reino de Dios» quiere decir «soberanía de Dios», y eso significa asumir su voluntad como criterio. Esa voluntad crea justicia, lo que implica que reconocemos a Dios su derecho y en él encontramos el criterio para medir el derecho entre los hombres.

o   La primera oración de Salomón: pide a Dios un corazón dócil (para que sea Dios quien reine y no nosotros); pide la capacidad de discernir el bien del mal, para gobernar.

El orden de prioridades que Jesús nos indica aquí nos recuerda el relato veterotestamentario de la primera oración de Salomón tras ser entronizado. En él se narra que el Señor se apareció al joven rey en sueños, asegurándole que le concedería lo que le pidiera. ¡Un tema clásico en los sueños de la humanidad! ¿Qué pidió Salomón? «Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el bien y el mal» (1 R 3, 9). Dios lo alaba porque no ha pedido — como hubiera sido más natural — riqueza, bienes, honores o la muerte de sus enemigos, ni siquiera una vida más larga (cf 2 Cr 1, 11), sino algo verdaderamente esencial: un corazón dócil, la capacidad de distinguir entre el bien y el mal. Y por eso Salomón recibió también todo lo demás como añadidura.
Con la petición «venga tu reino» (¡no el nuestro!), el Señor nos quiere llevar precisamente a este modo de orar y de establecer las prioridades de nuestro obrar. Lo primero y esencial es un corazón dócil, para que sea Dios quien reine y no nosotros. El Reino de Dios llega a través del corazón que escucha. Ese es su camino. Y por eso nosotros hemos de rezar siempre.

o   Jesús es el Reino de Dios en persona: la petición se convierte, por tanto, en petición de la  comunión con Jesucristo.

§  Rezar por el Reino de Dios significa decir a Jesús: ¡Déjanos ser tuyos, Señor! Empápanos, vive en nosotros.
A partir del encuentro con Cristo esta petición asume un valor aún más profundo, se hace aún más concreta. Hemos visto que Jesús es el Reino de Dios en persona; donde Él está, está el «Reino de Dios». Así, la petición de un corazón dócil se ha convertido en petición de la comunión con Jesucristo, la petición de que cada vez seamos más «uno» con El (cf. Gálatas 3,28). Es la petición del seguimiento verdadero, que se convierte en comunión y nos hace un solo cuerpo con Él. Reinhold Schneider lo ha expresado de modo penetrante: «La vida en este reino es la continuación de la vida de Cristo en los suyos; en el corazón que ya no es alimentado por la fuerza vital de Cristo se acaba el reino; en el corazón tocado y transformado por esa fuerza, comienza... Las raíces del árbol que no se puede arrancar buscan penetrar en cada corazón. El reino es uno; subsiste sólo por el Señor, que es su vida, su fuerza, su centro...» (pp. 3 Is). Rezar por el Reino de Dios significa decir a Jesús: ¡Déjanos ser tuyos, Señor! Empápanos, vive en nosotros; reúne en tu cuerpo a la humanidad dispersa para que en ti todo quede sometido a Dios y Tú puedas entregar el universo al Padre, para que «Dios sea todo para todos» (1 Corintios 15, 28).

5. El reino de Dios es un don, no podemos merecerlo del mismo modo que ser amados nunca es algo «merecido».

    Cfr. Benedicto XVI, Spe salvi, n. 35

v  Pero sigue siendo siempre verdad que nuestro obrar no es indiferente ante Dios: podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien.

o   Es lo que han hecho los santos, «colaboradores de Dios», que han contribuido a la salvación del mundo.

§  Podemos liberar nuestra vida y el mundo de las intoxicaciones y contaminaciones que podrían destruir el presente y el futuro.
“Ciertamente, no « podemos construir » el reino de Dios con nuestras fuerzas, lo que construimos es siempre reino del hombre con todos los límites propios de la naturaleza humana. El reino de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza. Y no podemos –por usar la terminología clásica– « merecer » el cielo con nuestras obras. Éste es siempre más de lo que merecemos, del mismo modo que ser amados nunca es algo « merecido », sino siempre un don. No obstante, aun siendo plenamente conscientes de la « plusvalía » del cielo, sigue siendo siempre verdad que nuestro obrar no es indiferente ante Dios y, por tanto, tampoco es indiferente para el desarrollo de la historia. Podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien. Es lo que han hecho los santos que, como « colaboradores de Dios », han contribuido a la salvación del mundo (cf. 1 Co 3,9; 1 Ts 3,2). Podemos liberar nuestra vida y el mundo de las intoxicaciones y contaminaciones que podrían destruir el presente y el futuro. Podemos descubrir y tener limpias las fuentes de la creación y así, junto con la creación que nos precede como don, hacer lo que es justo, teniendo en cuenta sus propias exigencias y su finalidad. Eso sigue teniendo sentido aunque en apariencia no tengamos éxito o nos veamos impotentes ante la superioridad de fuerzas hostiles. Así, por un lado, de nuestro obrar brota esperanza para nosotros y para los demás; pero al mismo tiempo, lo que nos da ánimos y orienta nuestra actividad, tanto en los momentos buenos como en los malos, es la gran esperanza fundada en las promesas de Dios”.

Vida Cristiana




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