viernes, 9 de noviembre de 2018

Matemáticas de Dios: por Santiago Agrelo

Cuando decimos ‘poco’, estamos diciendo ‘escaso’ o ‘corto’ en cantidad o en calidad. En la aldea de Sarepta, corta de vecinos y de renombre, aquel día escaseaba todo lo que cuenta en la vida de una persona: era poca el agua, un puñado la harina y exiguo el aceite, era poca la leña, era corto el futuro, y era tasado, por no decir mezquino, el amparo de que podían gozar aquella mujer y su hijo, pues ella era sólo una pobre viuda.
Aquel mismo día, andaba Dios ocupado en buscar a alguien que amparase a un profeta, y para esa misión -¡cosas de Dios!- escogió a la viuda pobre, a una mujer desvalida que, agotados el pan y la esperanza, se disponía a morir.
En realidad, aquel día, andaba Dios ocupado en abrir caminos para salvar la vida de los desamparados: la de la viuda y su hijo, la del profeta… la de todos aquellos que en esta historia están representados y prefigurados.
La viuda, su necesidad, su fe, representa y recuerda la peregrinación de Israel por el desierto, un camino de penuria recorrido con la fuerza de un pan que bajaba del cielo y un agua que brotaba de la roca. En aquella viuda, en su necesidad, en su fe, puedes ver prefigurada la historia de Jesús de Nazaret, historia de un pobre que, tomando en sus manos el último pan, nos entregó con él su vida entera.  En la viuda de Sarepta, en su necesidad, en su fe, puedes ver prefigurada tu propia historia de Iglesia amada de Dios, de Iglesia pobre, de comunidad creyente, a quien su Señor pide el último panecillo, ese puñado de harina, ese poco de aceite, de los que todavía puedes disponer, y que entregados –entregado con ellos todo lo que tenías para vivir-, hacen posible el milagro de que nunca falte en tu casa pan para los pobres: ¡Nunca tu “orza de harina se vació ni la alcuza de aceite se agotó”!
¡Matemáticas de Dios!: Cuando lo das todo, ganas lo que pierdes, sumas lo que restas, y te dispones a vivir, no a morir…
Hoy se unen a tu oración todos los que comparten tu necesidad y tu fe, todos los que viven por tu pobreza entregada. Es un coro innumerable para un único canto de alabanza: “Alaba, alma mía, al Señor”, que mantiene su fidelidad perpetuamente”.

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