Ø La familia. Es escuela de fe, y también y no menos importante, escuela del más rico humanismo.
v Cfr. Domingo de la S. Familia 31 de diciembre de 2017,
Ciclo B
Eclesiástico 3, 2-6.12-14;
Sal 127, 1-2.3.4-5; Colosenses 3, 12-21;
Lucas 2,22-40
Lucas 2, 22-40: 22 Cuando llegó el tiempo de la
purificación, según la ley de Moisés, los
padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, 23 de
acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será
consagrado al Señor», 24 y para entregar
la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.»
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso,
que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había
recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al
Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Cuando entraban con
el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo
tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: - «Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador,
a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones
y gloria de tu pueblo Israel.» Su padre y su madre estaban admirados por lo que
se decía del niño. Simeón los bendijo,diciendo a María, su madre: - «Mira, éste
está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una
bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti,
una espada te traspasará el alma.» Había también una profetisa, Ana, hija de
Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había
vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se
apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones.
Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos
los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que
prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. 40 El niño iba creciendo y robusteciéndose,
y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
“El hogar es
la primera escuela de la vida cristiana
y «escuela
del más rico humanismo»”
(Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 1657)
1. El
horizonte de la fe en la familia.
v A modo de introducción.
o ¿Es posible creer hoy y cultivar hoy una idea de
la familia alta, sin parecer ilusos que viven fuera del tiempo?
Cfr. Raniero Cantalamessa, La Parola e la Vita,
Anno B, Città Nuova, 9ª Edizione
Junio 2001, pp. 40-45
·
“Es posible
que dos jóvenes se conozcan, se den cuenta de que se quieren, un bien
especial, diverso de
cualquier otro sentimiento que han experimentado hasta hoy. Es posible que su amor madure hasta tomar
posesión de su ser y transformarles , como el fuego que hace incandescente lo
que penetra. Es posible que lleguen un día ante el altar para pedir a Dios, con
la confianza de hijos, que consagre su amor que, a pesar de la fragilidad de su
carne, se han esforzado por mantenerse castos, o hacer de modo que, caminando,
puedan presentarlo para consagrar toda su vida. Es posible que a su alrededor,
o mejor de ellos, broten otras vidas, que pasen los años, que llamen a la
puerta los más profundos dolores, sin que su familia y su amor se endurezcan.
Todo esto es posible, por la sencilla razón de que de hecho existe, y todos
nosotros hemos conocido algún ejemplo” .
[Para que suceda esto] El secreto real es éste: no perder
jamás el contacto y no separarse de la raíz de la que nace un día la familia,
es decir del amor. (pp. 42-43).
Esto parece imposible
(…) pero no lo es si tal amor es “elevado” progresivamente por la
caridad (…) que constituye “el primero y más grande mandamiento” donde
encontrar el primer y principal campo de acción en la familia. Es extraño que
por amor al prójimo se entienda el amor por los pobres del tercer mundo, por
los leprosos, por los lejanos, y no se
entienda, normalmente, por el amor del prójimo más próximo, es decir, aquél que
está cercano, aquel que es vecino.
Cuando la caridad (aquella que la Escritura llama ágape) completa el amor humano (lo que los griegos llamaban eros), entonces los frutos son
maravillosos. San Pablo los enumera en una Carta suya: la caridad, dice, es
paciente, es amable, no es envidiosa, no se irrita, no busca lo suyo, no se
irrita … (Cf. 1 Corintios 13, 4ss.). Lo recuerda bajo la forma de consejo
también en la Lectura de hoy: revestíos
de entrañas de misericordia, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de
paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos
cuando alguno tenga queja contra otro; como el Señor os ha perdonado,
hacedlo así también vosotros. (p. 43).
Sólo este tipo de amor, que ya no es pura atracción
física, ni sentimentalismo, sino verdadero don de sí mismo al otro, puede hacer
superar la contraposición que hoy destroza tantas familia y divide una
generación de la otra, es decir, los hijos de los padres. Estos, en efecto, no
hacen otra cosa que hablar de obediencia;
aquellos, los jóvenes, no entienden otra palabra que libertad. Una antítesis que crea con frecuencia fosos de
incomprensión, de amargura y desilusión, y hace que se pierda el amor entre
unos y otros en la vida de familia, y que induce a los jóvenes a buscar en otra
parte, por ejemplo en la doga, una evasión. (pp. 43-44).
Según la palabra de Dios, hay una salida a esa
alternativa entre obediencia y libertad, que es, precisamente, la caridad. (…)
¿Cómo se adquiere
la disposición que sabe perdonar, dar en silencio u olvidar? (…) sobre todo es fruto de la gracia y de la
ayuda de Dios. Hay un himno que cantamos frecuentemente en la comunión que
dice: «Donde hay caridad y amor aquí está Dios». También lo contrario es verdad
profundamente: «Donde está Dios, hay caridad y amor». En la familia en la que
Dios está presente por la fe de los padres, por la escucha de la palabra, por
la oración hecha en común y por la observancia de su ley, no faltará el amor, o
podrá renacer después de las crisis. (p. 44).
o Las familias creyentes tienen una importancia primordial en cuanto
faros de una fe viva e irradiadora.
·
Es
muy importante que la familia viva su vida en la fe, de modo que a la luz de
ésta los miembros
de la familia
interpreten todas las etapas y los sucesos que miden la misma vida. “Las
familias creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una fe
viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama a la familia, con una
antigua expresión, «Ecclesia doméstica»
(Lumen Gentium, 11; cf Familiaris
consortio, 21)”. (Cfr. CEC 1656).
o
Fe, esperanza, caridad
·
“La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se
enfocan los problemas,
pequeños o grandes,
que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el
cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a
compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose
de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro
cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a
pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en
montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta
la convivencia diaria
(Es Cristo que pasa, n. 23).
v Los hijos aprenden en la familia a descubrir su
vocación, lo que Dios quiere de ellos: los padres han de fomentar la vocación
personal de cada hijo (cfr. CEC 1656; Lumen gentium, 11 [1]).
·
Familiaris consortio, n. 53: “La familia debe formar a los hijos para
la vida, de manera que
cada uno cumpla en plenitud su
cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios. (…).
o
Las diversas circunstancias
de la vida de familia son vistas como vocación/llamada de Dios y son realizadas
como respuesta filial a su llamada.
·
Familiaris consortio, n. 59: La vida de oración en la familia
“tiene como contenido original la
misma
vida de familia que en las
diversas circunstancias es interpretada como vocación de Dios y es actuada como
respuesta filial a su llamada: alegrías y dolores, esperanzas y tristezas,
nacimientos y cumpleaños, aniversarios de la boda de los padres, partidas,
alejamientos y regresos, elecciones importantes y decisivas, muerte de personas
queridas, etc., señalan la intervención del amor de Dios en la historia de la
familia, como deben también señalar el momento favorable de acción de gracias,
de imploración, de abandono confiado de la familia al Padre común que está en
los cielos.”
2. Familia y sociedad: el hogar
es «escuela del más rico humanismo» (Cfr. Gaudium et spes, 52,1; Catecismo de
la Iglesia Católica, nn. 1657. 2207)
v En la familia se aprenden los valores morales; la
vida de familia es iniciación a la vida de la sociedad. La familia es escuela
del más rico humanismo.
·
Catecismo
de la …, n. 1657: “El hogar es así la
primera escuela de la vida cristiana y «escuela
del más rico humanismo» (Gaudium et spes
52, 1). Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno,
el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio
de la oración y la ofrenda de su vida.”
·
Catecismo de la … , n. 2207: “La familia es la «célula
original de la vida social». Es la sociedad
natural en que el hombre y la mujer son
llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la
estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los
fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la
sociedad. La familia es la comunidad en la que, desde la infancia, se pueden
aprender los valores morales, se comienza a honrar a Dios y a usar bien de la
libertad. La vida de familia es iniciación a la vida en sociedad”.
·
San Juan Pablo II, Familiaris
consortio, 64:
“Animada y sostenida por el mandamiento nuevo
del amor, la familia cristiana vive la
acogida, el respeto, el servicio a cada hombre, considerado siempre en su
dignidad de persona y de hijo de Dios.”
v La tarea educativa de los padres es esencial,
original y primaria, insustituible e inalienable
·
Familiaris
consortio, 36. “La
tarea educativa tiene sus raíces en la vocación primordial de los
esposos a participar en la obra
creadora de Dios; ellos, engendrando en el amor y por amor una nueva persona,
que tiene en sí la vocación al crecimiento y al desarrollo, asumen por eso
mismo la obligación de ayudarla eficazmente a vivir una vida plenamente humana.
Como ha recordado el Concilio Vaticano II: «Puesto que los padres han dado la
vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole, y por
tanto hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de sus
hijos. Este deber de la educación familiar es de tanta transcendencia que,
cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, deber de los padres crear
un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia
los hombres, que favorezca la educación íntegra personal y social de los hijos.
La familia es, por tanto, la primera escuela de las virtudes sociales, que
todas las sociedades necesitan» (Declaración sobre la educación cristiana de la
juventud, Gravissimum educationis,
3).
El derecho-deber educativo de los padres se califica
como esencial, relacionado como está con la transmisión de la vida humana; como
original y primario, respecto al deber educativo de los demás, por la unicidad
de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como insustituible e
inalienable y que, por consiguiente, no puede ser totalmente delegado o
usurpado por otros.”
v Valores esenciales de la vida humana en los que
hay que educar a los hijos cfr. Familiaris consortio, 37
o
Justa libertad ante los
bienes materiales.
“Aun en
medio de las dificultades, hoy a menudo agravadas, de la acción educativa, los
padres deben formar a los hijos con confianza y valentía en los valores
esenciales de la vida humana. Los hijos deben crecer en una justa libertad ante
los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo y austero,
convencidos de que «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene»
(Conc. Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium
et spes, 35)”.
o
b) Los hijos deben
enriquecerse no sólo con el sentido de la verdadera justicia sino, más aún, del
verdadero amor.
“En
una sociedad sacudida y disgregada por tensiones y conflictos a causa del
choque entre los diversos individualismos y egoísmos, los hijos deben
enriquecerse no sólo con el sentido de la verdadera justicia, que lleva al
respeto de la dignidad personal de cada uno, sino también y más aún del sentido
del verdadero amor, como solicitud sincera y servicio desinteresado hacia los
demás, especialmente a los más pobres y necesitados. La familia es la primera y
fundamental escuela de socialidad; como comunidad de amor, encuentra en el don
de sí misma la ley que la rige y hace crecer. El don de sí, que inspira el amor
mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí que debe haber
en las relaciones entre hermanos y hermanas, y entre las diversas generaciones
que conviven en la familia. La comunión y la participación vivida
cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de dificultad,
representa la pedagogía más concreta y eficaz para la inserción activa,
responsable y fecunda de los hijos en el horizonte más amplio de la sociedad.”
o
c) Los padres están llamados
a ofrecer a los hijos una educación sexual clara y delicada. Es una riqueza de
toda la persona – cuerpo, sentimiento y espíritu – que lleva a la persona hacia
el don de sí misma en el amor, frente a una cultura que «banaliza» en gran parte la sexualidad humana.
§ Esta educación llevará a los hijos
a conocer y estimar las normas morales como garantía necesaria y
preciosa para un crecimiento personal y responsable en la sexualidad humana.
“La
educación para el amor como don de sí mismo constituye también la premisa
indispensable para los padres, llamados a ofrecer a los hijos una educación sexual clara y delicada. Ante
una cultura que «banaliza» en gran parte la sexualidad humana, porque la
interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola
únicamente con el cuerpo y el placer egoísta, el servicio educativo de los
padres debe basarse sobre una cultura sexual que sea verdadera y plenamente
personal. En efecto, la sexualidad es una riqueza de toda la persona —cuerpo,
sentimiento y espíritu— y manifiesta su significado íntimo al llevar la persona
hacia el don de sí misma en el amor.
La
educación sexual, derecho y deber fundamental de los padres, debe realizarse
siempre bajo su dirección solícita, tanto en casa como en los centros
educativos elegidos y controlados por ellos. En este sentido la Iglesia
reafirma la ley de la subsidiaridad, que la escuela tiene que observar cuando
coopera en la educación sexual, situándose en el espíritu mismo que anima a los
padres.
En
este contexto es del todo irrenunciable la educación
para la castidad, como virtud que desarrolla la auténtica madurez de la
persona y la hace capaz de respetar y promover el «significado esponsal» del
cuerpo. Más aún, los padres cristianos reserven una atención y cuidado especial
—discerniendo los signos de la llamada de Dios— a la educación para la
virginidad, como forma suprema del don de uno mismo que constituye el sentido
mismo de la sexualidad humana.
Por
los vínculos estrechos que hay entre la dimensión sexual de la persona y sus
valores éticos, esta educación debe llevar a los hijos a conocer y estimar las
normas morales como garantía necesaria y preciosa para un crecimiento personal
y responsable en la sexualidad humana.
Por
esto la Iglesia se opone firmemente a un sistema de información sexual separado
de los principios morales y tan frecuentemente difundido, el cual no sería más
que una introducción a la experiencia del placer y un estímulo que lleva a
perder la serenidad, abriendo el camino al vicio desde los años de la
inocencia.”
Vida Cristiana
[1] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 11: «(…) Por
fin, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el
que manifiestan y participan del misterio de la unidad y del fecundo amor entre
Cristo y la Iglesia (Efesios, 5, 32), se ayudan mutuamente a santificarse en la
vida conyugal y en la procreación y educación de los hijos, y, de esta manera,
tienen en su condición y estado de vida su propia gracia en el Pueblo de Dios
(cf. 1 Corintios, 7, 7) [1 Cor., 7, 7: "Cada uno recibe del Señor su propio don: uno de una manera y otro
de otra". Cf. S. Agustín, De Dono
Persev., 14, 37]».
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