Ø Cfr. Domingo
4 de Pascua, Año C, llamado del «buen pastor». (2019). Cfr. San Josemaría
Escrivá, «Es Cristo que pasa», La lucha
interior, Responsabilidad de los pastores
(Homilía
pronunciada el 4-IV-1971, Domingo de Ramos)
n. 81.
o
Responsabilidad de los pastores
En la Iglesia de Dios, el tesón constante por ser siempre
más leales a la doctrina de Cristo, es obligación de todos. Nadie está exento.
Si los pastores no luchasen personalmente para adquirir finura de conciencia,
respeto fiel al dogma y a la moral -que constituyen el depósito de la fe y el
patrimonio común-, cobrarían realidad las proféticas palabras de Ezequiel: Hijo
del hombre, profetiza contra los pastores de Israel. Profetiza, diciéndoles:
así habla el Señor Yavé: ¡ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí
mismos! ¿Los pastores no son para apacentar el rebaño? Vosotros comíais la
grosura de las ovejas, os vestíais de su lana... No confortasteis a las flacas,
no curasteis a las enfermas, no vendasteis a las heridas, no redujisteis a las
descarriadas, no buscabais a las que se habían perdido, sino que dominabais a
todas con violencia y dureza [Ezequiel 34, 2-4].
Son reprensiones fuertes, pero más grave es la ofensa que
se hace a Dios cuando, habiendo recibido el encargo de velar por el bien
espiritual de todos, se maltrata a las almas, privándoles del agua limpia del
Bautismo, que regenera al alma; del aceite balsámico de la Confirmación, que la
fortalece; del tribunal que perdona, del alimento que da la vida eterna.
¿Cuándo puede suceder esto? Cuando se abandona esta guerra
de paz. Quien no pelea, se expone a cualquiera de las esclavitudes, que saben
aherrojar los corazones de carne: la esclavitud de una visión exclusivamente
humana, la esclavitud del deseo afanoso de poder y de prestigio temporal, la
esclavitud de la vanidad, la esclavitud del dinero, la servidumbre de la
sensualidad...
Si alguna vez, porque Dios puede permitir esa prueba,
tropezáis con pastores indignos de este nombre, no os escandalicéis. Cristo ha
prometido asistencia infalible e indefectible a su Iglesia, pero no ha
garantizado la fidelidad de los hombres que la componen. A estos no les faltará
la gracia -abundante, generosa- si ponen de su parte lo poco que Dios pide:
vigilar atentamente empeñándose en quitar, con la gracia de Dios, los
obstáculos para conseguir la santidad. Si no hay lucha, también el que parece
estar alto puede estar muy bajo a los ojos de Dios. Conozco tus acciones, tu
conducta; sé que tienes nombre de viviente y estás muerto. Está atento y
consolida lo que queda de tu grey, que está para morir, pues no he hallado tus
obras cabales en presencia de mi Dios. Recuerda, qué cosas has recibido y
oíste, y guárdalas y arrepiéntete [Apocalipisis 3, 1-3].
Son exhortaciones del apóstol San Juan, en el siglo
primero, dirigidas a quien tenía la responsabilidad de la Iglesia en la ciudad
de Sardis. Porque el posible decaimiento del sentido de la responsabilidad en
algunos pastores no es un fenómeno moderno; surge ya en tiempos de los
apóstoles, en el mismo siglo en el que había vivido en la tierra Jesucristo
Nuestro Señor. Y es que nadie está seguro, si deja de pelear consigo mismo.
Nadie puede salvarse solo. Todos en la Iglesia necesitamos de esos medios
concretos que nos fortalecen: de la humildad, que nos dispone a aceptar la
ayuda y el consejo; de las mortificaciones, que allanan el corazón, para que en
él reine Cristo; del estudio de la Doctrina segura de siempre, que nos conduce a conservar en nosotros la fe y a
propagarla.
n. 34.
o
Buen pastor, buen guía.
Si la vocación es lo primero, si la estrella luce de
antemano, para orientarnos en nuestro camino de amor de Dios, no es lógico
dudar cuando, en alguna ocasión, se nos oculta. Ocurre en determinados momentos
de nuestra vida interior, casi siempre por culpa nuestra, lo que pasó en el
viaje de los Reyes Magos: que la estrella desaparece. Conocemos ya el
resplandor divino de nuestra vocación, estamos persuadidos de su carácter
definitivo, pero quizá el polvo que levantamos al andar -nuestras miserias-
forma una nube opaca, que impide el paso de la luz.
¿Qué hacer, entonces? Seguir los pasos de aquellos hombres
santos: preguntar. Herodes se sirvió de la ciencia para comportarse
injustamente; los Reyes Magos la utilizan para obrar el bien. Pero los cristianos
no tenemos necesidad de preguntar a Herodes o a los sabios de la tierra. Cristo
ha dado a su Iglesia la seguridad de la doctrina, la corriente de gracia de los
Sacramentos; y ha dispuesto que haya personas para orientar, para conducir,
para traer a la memoria constantemente el camino. Disponemos de un tesoro
infinito de ciencia: la Palabra de Dios, custodiada en la Iglesia; la gracia de
Cristo, que se administra en los Sacramentos; el testimonio y el ejemplo de
quienes viven rectamente junto a nosotros, y que han sabido construir con sus
vidas un camino de fidelidad a Dios.
Permitidme un consejo: si alguna vez perdéis la claridad de
la luz, recurrid siempre al buen pastor. ¿Quién es el buen pastor? El que entra
por la puerta de la fidelidad a la doctrina de la Iglesia; el que no se
comporta como el mercenario que viendo venir el lobo, desampara las ovejas y
huye; y el lobo las arrebata y dispersa el rebaño [103]. Mirad que la palabra
divina no es vana; y la insistencia de Cristo -¿no veis con qué cariño habla de
pastores y de ovejas, del redil y del rebaño?- es una demostración práctica de
la necesidad de un buen guía para nuestra alma.
Si no hubiese pastores malos, escribe San Agustín, El no
habría precisado, hablando del bueno. ¿Quién es el mercenario? El que ve el
lobo y huye. El que busca su gloria, no la gloria de Cristo; el que no se
atreve a reprobar con libertad de espíritu a los pecadores. El lobo coge una
oveja por el cuello, el diablo induce a un fiel a cometer adulterio. Y tú,
callas, no repruebas. Tú eres mercenario; has visto venir al lobo y has huido.
Quizá él diga: no; estoy aquí, no he huido. No, respondo, has huido porque te
has callado; y has callado, porque has tenido miedo [104].
La santidad de la Esposa de Cristo se ha demostrado siempre
-como se demuestra también hoy- por la abundancia de buenos pastores. Pero la
fe cristiana, que nos enseña a ser sencillos, no nos induce a ser ingenuos. Hay
mercenarios que callan, y hay mercenarios que hablan palabras que no son de
Cristo. Por eso, si el Señor permite que nos quedemos a oscuras, incluso en
cosas pequeñas; si sentimos que nuestra fe no es firme, acudamos al buen
pastor, al que entra por la puerta ejercitando su derecho, al que, dando su
vida por los demás, quiere ser, en la palabra y en la conducta, un alma
enamorada: un pecador quizá también, pero que confía siempre en el perdón y en
la misericordia de Cristo.
Si vuestra conciencia os reprueba por alguna falta -aunque
no os parezca grave-, si dudáis, acudid al Sacramento de la Penitencia. Id al
sacerdote que os atiende, al que sabe exigir de vosotros fe recia, finura de
alma, verdadera fortaleza cristiana. En la Iglesia existe la más plena libertad
para confesarse con cualquier sacerdote, que tenga las legítimas licencias;
pero un cristiano de vida clara acudirá -¡libremente!- a aquel que conoce como
buen pastor, que puede ayudarle a levantar la vista, para volver a ver en lo
alto la estrella del Señor.
Vida
Cristiana
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