A la Iglesia de Dios que peregrina en Tánger: Paz y bien.
Hermanos míos muy queridos:
Mi tiempo se ha cumplido.
Para vuestro pastor ha llegado la hora del regreso a la quietud de la vida conventual. Para vosotros llegará otro pastor, llamado a guiar –lo hará con sabiduría y amor- esta Iglesia humilde y hermosa.
En esta carta quiero dejaros algo así como una memoria personal, una mirada afectuosa al camino que he tenido la dicha y el privilegio de recorrer con vosotros, un pequeño mundo de palabras que os ayuden a guardar en el corazón un recuerdo amable de este hermano menor que fue vuestro obispo durante casi doce años.
Una travesura de niño fue la ocasión de la que se sirvió el Señor para llevarme al Seminario –nosotros lo llamamos Colegio Seráfico- de la Provincia Franciscana de Santiago. Allí los hermanos me enseñaron todo lo que sé, también a buscar al Señor, a amarle; me enseñaron a amar a los pobres, amar a la Iglesia.
Luego, en el Pontificio Instituto Litúrgico San Anselmo, de Roma, aprendí veneración por la Palabra de Dios.
El Señor se ocupó siempre de mí, como se ocupa de un niño pequeño una madre cariñosa.
Cuando el Papa Benedicto me llamó a este ministerio en Tánger, lo acepté confiadamente. Lo acepté con una súplica en el corazón al Dios de mi vida: ayúdame, Señor, a amar a tu Iglesia con el amor con que tú la amas, ayúdame a servirte en los pobres, ayúdame a ser fiel a tu santa voluntad.
En aquel momento me sentí como el patriarca Abrahán, que en la ancianidad había sido llamado a dejar casa y patria, y a ponerse en camino, llevando como único tesoro en el corazón las palabras de la promesa divina. Me sentí como Sara, visitada a la puerta de su tienda por un ángel con un anuncio de hijos, que siempre son para una madre gozos y trabajos. Me sentí turbado y confiado, gozoso y esperanzado, dispuesto a caminar y a cuidar hijos para el Señor. Me sentí profundamente agradecido al Señor, a la Iglesia, al Papa, a quien prometí obediencia y reverencia, y a quien pedí que me ayudase a vivir y morir como hijo en la santa Iglesia.
Ahora, como obispo ya emérito y como Hermano Menor, quiero expresar obediencia y reverencia, gratitud y cariño al Papa Francisco, pues en todo momento de mi servicio en esta Iglesia, como si hubiese sido a él a quien pedí ayuda, me he sentido confortado por su palabra, por el ejemplo de su vida, por su amor a la Iglesia, por su solicitud con los emigrantes, por su amor a los pobres.
Hermanos míos muy queridos: Terminado mi servicio como obispo de esta Iglesia, vuelvo gozoso a la obediencia de mis superiores religiosos, vuelvo rico del amor que Dios me tiene, amor del que ha sido sacramento real la caridad que vosotros habéis tenido conmigo, el amor con que habéis dulcificado mi camino durante estos años.
Si en el cielo hubiere primeros y últimos puestos, estoy seguro de que todos allí me precederíais, pues habéis derrochado tanto amor con los pobres, que, considerada la pobreza del mío, ni siquiera seré digno de desataros las sandalias. Pero seré dichoso, inmensamente dichoso de vuestra dicha, aunque sólo pudiere verla desde lejos y desde abajo.
Vosotros habéis hecho posible el cumplimiento del compromiso de servicio a la Iglesia y a los pobres que asumí cuando acepté el nombramiento de obispo.
Por mi parte, a lo largo de estos años he compartido con vosotros lo que he vivido en la fe, y os he comunicado, sin guardarme nada –el menos eso he intentado-, cuanto he recibido del Señor.
A él y a vosotros pido perdón por la atención que no os haya prestado, por cuanto haya perdido de lo que el Señor quiso que os diese, por cuanto no haya sabido amaros.
Con vosotros, con los pobres, con la Iglesia, resonarán en mi corazón las palabras del cántico de Nuestra Madre la Virgen María: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador”. En verdad, él se ha fijado en su Iglesia, en los pobres y en mí para bendecirnos como jamás hubiese podido soñar.
Vosotros habéis sido bendición de Dios sobre mi vida, sois mi alegría y mi corona, y con Cristo os llevo guardados para siempre en el corazón.
El Papa Francisco ha encomendado a mi hermano Cristóbal López, arzobispo de Rabat, la administración apostólica de la archidiócesis de Tánger, hasta que la Santa Sede pueda nombrar a mi sucesor. Estoy seguro de que, lo mismo a él que a mi sucesor, los acogeréis como me habéis acogido a mí, con la misma familiaridad, con la misma confianza, con el mismo respeto, con el mismo cariño.
En esta carta, de agradecimiento más que de despedida, entran también con todo derecho el pueblo marroquí y las autoridades de este país que me han acogido durante estos doce años, me han tratado siempre con respeto, con cordialidad, con familiaridad, y me han permitido sentirme uno más en esta tierra bendecida por Dios.
El Señor os bendiga, hermanos míos muy queridos: El Señor os guarde en su paz, os colme de esperanza y de alegría, os llene de su Espíritu, os mantenga siempre unidos, y a todos nos reúna un día en su casa del cielo.
Tánger, 24 de mayo de 2019.
Fr. Santiago Agrelo
Obispo emérito
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