“¡Desfallezco de ansias en mi pecho!”
Pudieras pensar que ésas son palabras del esposo, del mismo que dice: “¡Toda eres bella, amada mía, no hay defecto en ti! ¡Ven del Líbano, esposa, ven del Líbano, acércate!… Me has robado el corazón”.
Pudieran ser por la misma razón palabras de la esposa: “Yo soy de mi amado, y él me busca con pasión. Ven, amado mío, salgamos al campo, pernoctemos entre los cipreses; amanezcamos entre las viñas… allí te daré mis amores”.
Pero son palabras de Job, palabras que ahondan sus raíces en la tierra atroz del sufrimiento humano, son palabras del hombre que, sentado en el polvo, experimenta que “Dios le ha hecho daño y que lo ha copado en sus redes, le ha vallado el camino para que no pase, le ha velado la senda con densa oscuridad”.
“¡Desfallezco de ansias en mi pecho!”: Son palabras de un hombre que implora piedad de sus amigos, porque “lo ha herido la mano de Dios”.
Pero su canto de esperanza no es para los amigos por su piedad, sino para Dios por su inquebrantable fidelidad: “Yo sé que mi redentor vive”, y desfallezco de ansias por encontrarme con él.
Ése es el canto que resuena silencioso en los caminos de los emigrantes, en la no patria de los desterrados, en el corazón de los que habitan en tierra y sombras de muerte. Ése es el canto misterioso de los pobres, de los amados de Dios. Ése es el canto de los que mueren en la fe, ése es tu canto, Iglesia esposa de Cristo: un canto de esperanza, que ahonda sus raíces en el amor eterno de tu Redentor.
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