martes, 18 de julio de 2017
Jueves Santo (2010). Homilía de Benedicto XVI en la misa de la Cena del Señor. La oración sacerdotal de Jesús. La vida eterna es conocer a Dios y a su enviado Jesucristo. Dios entra en el tejido de las relaciones con los hombres. Jesús pide por la unidad de sus discípulos, de los de entonces y de los que vendrán.
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Jueves Santo (2010). Homilía de Benedicto XVI en la misa de la Cena del Señor. La oración
sacerdotal de Jesús. La vida eterna es conocer a Dios y a su enviado Jesucristo. Dios entra en el
tejido de las relaciones con los hombres. Jesús pide por la unidad de sus discípulos, de los de entonces
y de los que vendrán.
Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Misa In coena Domini.
Basílica de San Juan de Letrán - Jueves Santo 1 de abril de 2010
Queridos hermanos y hermanas
o En la oración sacerdotal de Jesús se hace visible el nuevo sacerdocio de
Jesucristo. Tres palabras.
San Juan, de modo más amplio que los otros evangelistas y con un estilo propio, nos ofrece en su
evangelio los discursos de despedida de Jesús, que son casi como su testamento y síntesis del núcleo esencial
de su mensaje. Al inicio de dichos discursos aparece el lavatorio de los pies, gesto de humildad en el que se
resume el servicio redentor de Jesús por la humanidad necesitada de purificación. Al final, las palabras de
Jesús se convierten en oración, en su Oración sacerdotal, en cuyo trasfondo, según los exegetas, se halla el
ritual de la fiesta judía de la expiación. El sentido de aquella fiesta y de sus ritos -la purificación del mundo,
su reconciliación con Dios-, se cumple en el rezar de Jesús, un rezar en el que, al mismo tiempo, se anticipa
la pasión, y la transforma en oración. Así, en la Oración sacerdotal, se hace visible también de un modo
particular el misterio permanente del Jueves santo: el nuevo sacerdocio de Jesucristo y su continuación en la
consagración de los apóstoles, en la participación de los discípulos en el sacerdocio del Señor. De este texto
inagotable, quisiera ahora escoger tres palabras de Jesús que pueden introducirnos más profundamente en el
misterio del Jueves santo.
o 1. La vida eterna.
«Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).
Qué se entiende por vida eterna: la vida que merece ser vivida, no
simplemente la vida después de la muerte.
En primer lugar tenemos aquella frase: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios
verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Todo ser humano quiere vivir. Desea una vida verdadera,
llena, una vida que valga la pena, que sea gozosa. Al deseo de vivir, se une al mismo tiempo, la resistencia a
la muerte que, no obstante, es ineludible. Cuando Jesús habla de la vida eterna, entiende la vida auténtica,
verdadera, que merece ser vivida. No se refiere simplemente a la vida que viene después de la muerte. Piensa
en el modo auténtico de la vida, una vida que es plenamente vida y por esto no está sometida a la muerte,
pero que de hecho puede comenzar ya en este mundo, más aún, debe comenzar aquí: sólo si aprendemos
desde ahora a vivir de forma auténtica, si conocemos la vida que la muerte no puede arrebatar, tiene sentido
la promesa de la eternidad.
La vida es conocimiento. Esta es la vida verdadera, que te conozcan a ti, Dios,
y a tu enviado, Jesucristo. Ante todo, significa que la vida es relación. La
relación con Aquel que en sí mismo es la Vida.
Pero, ¿cómo acontece esto? ¿Qué es realmente esta vida verdaderamente eterna, a la que la muerte
no puede dañar? Hemos escuchado la respuesta de Jesús: Esta es la vida verdadera, que te conozcan a ti,
Dios, y a tu enviado, Jesucristo. Para nuestra sorpresa, allí se nos dice que vida es conocimiento. Esto
significa, ante todo, que vida es relación. Nadie recibe la vida de sí mismo ni sólo para sí mismo. La
recibimos de otro, en la relación con otro. Si es una relación en la verdad y en el amor, un dar y recibir,
entonces da plenitud a la vida, la hace bella. Precisamente por esto, la destrucción de la relación que causa la
muerte puede ser particularmente dolorosa, puede cuestionar la vida misma. Sólo la relación con Aquel que
es en sí mismo la Vida, puede sostener también mi vida más allá de las aguas de la muerte, puede
conducirme vivo a través de ellas. Ya en la filosofía griega existía la idea de que el hombre puede encontrar
una vida eterna si se adhiere a lo que es indestructible, a la verdad que es eterna. Por decirlo así, debía
llenarse de verdad, para llevar en sí la sustancia de la eternidad. Pero solamente si la verdad es Persona,
puede llevarme a través de la noche de la muerte. Nosotros nos aferramos a Dios, a Jesucristo, el Resucitado.
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Y así somos llevados por Aquel que es la Vida misma. En esta relación vivimos mientras atravesamos
también la muerte, porque nunca nos abandona quien es la Vida misma.
Por conocimiento se entiende aquí algo más que un saber exterior, según la
sagrada escritura es llegar a ser interiormente un sola cosa con el otro.
Pero volvamos a las palabras de Jesús. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti y a tu enviado. El
conocimiento de Dios se convierte en vida eterna. Obviamente, por “conocimiento” se entiende aquí algo
más que un saber exterior, como, por ejemplo, el saber cuándo ha muerto un personaje famoso y cuándo se
ha inventado algo. Conocer, según la sagrada escritura, es llegar a ser interiormente una sola cosa con el otro.
Conocer a Dios, conocer a Cristo, siempre significa también amarlo, llegar a ser de algún modo una sola cosa
con él en virtud del conocer y del amar. Nuestra vida, pues, llega a ser una vida auténtica, verdadera y
también eterna, si conocemos a Aquel que es la fuente de la existencia y de la vida. De este modo, la palabra
de Jesús se convierte para nosotros en una invitación: seamos amigos de Jesús, intentemos conocerlo cada
vez más. Vivamos en diálogo con él. Aprendamos de él la vida recta, seamos sus testigos. Entonces seremos
personas que aman y actúan de modo justo. Entonces viviremos de verdad.
o 2. La comunicación del nombre de Dios (revelación). Significa entrar en
relación con el otro: Dios entra en el tejido de la relaciones con los hombres.
«He manifestado tu Nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo» (v. 6); «Les he dado a
conocer y les daré a conocer tu Nombre, para que el amor que me tenían esté en ellos, como también yo
estoy en ellos» (v. 26).
El estar de Dios con su pueblo (el ser-con-nosotros de Dios) se cumple en la
Encarnación y en la Eucaristía
En la Oración sacerdotal, Jesús habla dos veces de la revelación del nombre de Dios: «He
manifestado tu Nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo» (v. 6); «Les he dado a conocer
y les daré a conocer tu Nombre, para que el amor que me tenían esté en ellos, como también yo estoy en
ellos» (v. 26). El Señor se refiere aquí a la escena de la zarza ardiente, cuando Dios, respondiendo a la
pregunta de Moisés, reveló su nombre. Jesús quiso decir, por tanto, que él lleva a cumplimiento lo que había
comenzado junto a la zarza ardiente; que en él Dios, que se había dado a conocer a Moisés, ahora se revela
plenamente. Y que con esto él lleva a cabo la reconciliación; que el amor con el que Dios ama a su Hijo en el
misterio de la Trinidad, llega ahora a los hombres en esa circulación divina del amor. Pero, ¿qué significa
exactamente que la revelación de la zarza ardiente llega a su término, alcanza plenamente su meta? Lo
esencial de lo sucedido en el monte Horeb no fue la palabra misteriosa, el “nombre”, que Dios, por así decir,
había entregado a Moisés como signo de reconocimiento. Comunicar el nombre significa entrar en relación
con el otro. La revelación del nombre divino significa, por tanto, que Dios, que es infinito y subsiste en sí
mismo, entra en el tejido de relaciones de los hombres; que él, por decirlo así, sale de sí mismo y llega a ser
uno de nosotros, uno que está presente en medio de nosotros y para nosotros.
Por esto, el nombre de Dios en Israel no se ha visto sólo como un término rodeado de misterio, sino
como el hecho del ser-con-nosotros de Dios. El templo, según la sagrada escritura, es el lugar en el que
habita el nombre de Dios. Dios no está encerrado en ningún espacio terreno; él está infinitamente por encima
del mundo. Pero en el templo está presente para nosotros como Aquel que puede ser llamado, como Aquel
que quiere estar con nosotros. Este estar de Dios con su pueblo se cumple en la encarnación del Hijo. En ella,
se completa realmente lo que había comenzado ante la zarza ardiente: a Dios, como hombre, lo podemos
llamar y él está cerca de nosotros. Es uno de nosotros y, sin embargo, es el Dios eterno e infinito. Su amor
sale, por así decir, de sí mismo y entra en nosotros. El misterio eucarístico, la presencia del Señor bajo las
especies del pan y del vino es la mayor y más alta condensación de este nuevo ser-con-nosotros de Dios.
«Realmente, tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel», rezaba el profeta Isaías (45,15). Esto es siempre
verdad. Pero también podemos decir: realmente tú eres un Dios cercano, tú eres el Dios-con-nosotros. Tú nos
has revelado tu misterio y nos has mostrado tu rostro. Te has revelado a ti mismo y te has entregado en
nuestras manos… En este momento, debemos dejarnos invadir por la alegría y la gratitud, porque él se nos
ha mostrado; porque él, el infinito e inabarcable para nuestra razón, es el Dios cercano que ama, el Dios al
que podemos conocer y amar.
o 3. La petición de Jesús por la unidad de sus discípulos - de los de entonces y
de los que vendrán -, por la Iglesia.
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«No sólo por ellos ruego –la comunidad de los discípulos reunida en el cenáculo- sino también por los que
crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos
también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (v. 20; cf. vv. 11 y 13).
Esta oración es justamente un acto fundacional de la Iglesia. El Señor pide la
Iglesia al Padre.
La petición más conocida de la Oración sacerdotal es la petición por la unidad de sus discípulos, los
de entonces y los que vendrán: «No sólo por ellos ruego –la comunidad de los discípulos reunida en el
cenáculo- sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú,
Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has
enviado» (v. 20; cf. vv. 11 y 13). ¿Qué pide aquí el Señor? Ante todo, reza por los discípulos de aquel tiempo
y de todos los tiempos venideros. Mira hacia delante en la amplitud de la historia futura. Ve sus peligros y
encomienda esta comunidad al corazón del Padre. Pide al Padre la Iglesia y su unidad. Se ha dicho que en el
evangelio de Juan no aparece la Iglesia. Aquí, en cambio, aparece con sus características esenciales: como la
comunidad de los discípulos que, mediante la palabra apostólica, creen en Jesucristo y, de este modo, son
una sola cosa. Jesús pide la Iglesia como una y apostólica. Así, esta oración es justamente un acto
fundacional de la Iglesia. El Señor pide la Iglesia al Padre. Ella nace de la oración de Jesús y mediante el
anuncio de los apóstoles, que dan a conocer el nombre de Dios e introducen a los hombres en la comunión de
amor con Dios. Jesús pide, pues, que el anuncio de los discípulos continúe a través de los tiempos; que dicho
anuncio reúna a los hombres que, gracias a este anuncio, reconozcan a Dios y a su Enviado, el Hijo
Jesucristo. Reza para que los hombres sean llevados a la fe y, mediante la fe, al amor. Pide al Padre que estos
creyentes «lo sean en nosotros» (v. 21); es decir, que vivan en la íntima comunión con Dios y con Jesucristo
y que, a partir de este estar en comunión con Dios, se cree la unidad visible. Por dos veces dice el Señor que
esta unidad debería llevar a que el mundo crea en la misión de Jesús. Por tanto, debe ser una unidad que se
vea, una unidad que, yendo más allá de lo que normalmente es posible entre los hombres, llegue a ser un
signo para el mundo y acredite la misión de Jesucristo. La oración de Jesús nos garantiza que el anuncio de
los apóstoles continuará siempre en la historia; que siempre suscitará la fe y congregará a los hombres en
unidad, en una unidad que se convierte en testimonio de la misión de Jesucristo.
o 4. Pero esta oración es siempre también un examen de conciencia para
nosotros.
¿Vives gracias a la fe, en comunión conmigo y, por tanto, en comunión con
Dios? O, ¿acaso no vives más bien para ti mismo, alejándote así de la fe?
Pero esta oración es siempre también un examen de conciencia para nosotros. En este momento, el
Señor nos pregunta: ¿vives gracias a la fe, en comunión conmigo y, por tanto, en comunión con Dios? O,
¿acaso no vives más bien para ti mismo, alejándote así de la fe? Y ¿no eres así tal vez culpable de la división
que oscurece mi misión en el mundo, que impide a los hombres el acceso al amor de Dios? Haber visto y ver
todo lo que amenaza y destruye la unidad, ha sido un elemento de la pasión histórica de Jesús, y sigue siendo
parte de su pasión que se prolonga en la historia.
Cuando meditamos la pasión del Señor, debemos también percibir el dolor de Jesús porque estamos
en contraste con su oración; porque nos resistimos a su amor; porque nos oponemos a la unidad, que debe ser
para el mundo testimonio de su misión.
En este momento, en el que el Señor en la Santísima Eucaristía se da a sí mismo, su cuerpo y su
sangre, y se entrega en nuestras manos y en nuestros corazones, queremos dejarnos alcanzar por su oración.
Queremos entrar nosotros mismos en su oración, y así le pedimos: Sí, Señor, danos la fe en ti, que eres uno
solo con el Padre en el Espíritu Santo. Concédenos vivir en tu amor y así llegar a ser uno como tú eres uno
con el Padre, para que el mundo crea. Amén.
www.parroquiasantamonica.com
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