[Chiesa/Testi/Bioética/EutanasiaValorDignidadVidaTerminal]
El valor y la dignidad de
la vida terminal.
Prolegómenos filosóficos
para una crítica de la eutanasia.
Escrito
por Ignacio Sánchez Cámara - Publicado: 08 Enero 2020
La actitud que se adopte
sobre la licitud de la eutanasia depende de la posición que se mantenga acerca
del valor y la dignidad de la vida humana terminal
Los debates morales en
nuestro tiempo adolecen de una anomalía derivada de la falta de posiciones
básicas compartidas por los que intervienen en ellos. Sin embargo, no es
imposible, aunque sí difícil, mantenerlos. Sobre la dignidad de la vida humana
disputan, al menos, dos actitudes. Para una, la dignidad de la vida depende del
mantenimiento de alguna cualidad decisiva, como la autonomía, la
autodeterminación o la ausencia de sufrimientos intensos. Para otra, la
dignidad, inherente a la persona desde su nacimiento hasta su muerte, no
depende de ninguna cualidad o propiedad. Para ella, el sufrimiento no
constituye una negación de la dignidad de la vida. Esta última resulta
filosóficamente más correcta. En cualquier caso, no debe dejarse de lado la
distinción entre la moral y el derecho.
o 1. Introducción
El objeto de este trabajo es la
consideración acerca del valor y dignidad de la vida humana terminal. Su
perspectiva es, pues, filosófica. Desde luego, no trata de imponer lo que uno
debe o no hacer ni juzgar, ni menos condenar a nadie. Sólo aspira a un poco de
claridad y, si acaso, a proponer lo que su autor considera mejor o menos malo.
Cualquier decisión ante el sufrimiento humano previo a la muerte, ya sea de
quien lo sufre, de sus familiares o de los profesionales de la sanidad que lo
atienden, tendrían, en cualquier caso, atenuantes morales. Quien trata de
evitar un mal y obra de buena fe puede, sin duda, equivocarse, pero no merece
una condena incondicional. Si se participa en un debate hay que presuponer la
buena fe en los intervinientes y, si no fuera el caso, lo mejor es abstenerse.
Tampoco es buen principio la descalificación o el insulto.
Aunque no trato de entrar en
los debates sobre la eutanasia y sólo permanecer en los preámbulos filosóficos
sobre la dignidad de la vida humana en su etapa terminal, convendrá, quizá,
hacer una mínima precisión conceptual. La eutanasia consiste en poner fin,
intencionadamente, por acción o por omisión de medios ordinarios de
mantenimiento, a la vida del paciente. Cabe hablar de eutanasia activa o
pasiva. Pero evitar el encarnizamiento terapéutico o la utilización de
procedimientos extraordinarios no tiene nada que ver con la eutanasia, ni
activa ni pasiva, sino con la ortotanasia[1].
o 2. Anomalía de los debates morales contemporáneos
Los debates morales en nuestro
tiempo padecen, como afirma Alasdair MacIntyre, una profunda anomalía. Nuestras
discrepancias son radicales, pero lo más grave es que, con frecuencia,
ignoramos la naturaleza de nuestras discrepancias. Utilizamos los mismos
términos, pero les otorgamos sentidos diferentes y, en ocasiones, antagónicos.
Según él, la crisis moral de nuestro tiempo se manifiesta en la
inconmensurabilidad de las posiciones morales de quienes intervienen en los
debates. Este hecho conduce a la imposibilidad de justificar las elecciones
morales de cada persona frente a su interlocutor. Los debates morales contemporáneos
serían, por esta razón, arbitrarios. No existen criterios comunes que permitan
ordenar racionalmente las discusiones. La primacía la tiene, de hecho, el
emotivismo (relativista), aunque los argumentos de (casi) todos los
intervinientes apelen a la existencia de criterios objetivos. Según MacIntyre,
las ex-presiones morales que utilizamos conservan la huella de una época
anterior en la que sí existían pautas y criterios objetivos. Realiza un
sugestivo análisis del proceso que ha conducido a que la cultura moderna haya
llegado a ser emotivista, una cultura moderna cuyos personajes más expresivos
son el esteta, el gerente y el terapeuta. El emotivismo es la consecuencia del
fracaso del ideal ilustrado a la hora de justificar racionalmente la moral. El
liberalismo contemporáneo no sería sino una manifestación, un síntoma más, de
la moderna enfermedad emotivista.
La explicación se encuentra en
el olvido y declive del aristotelismo, en la muerte de la teleología. Los
preceptos de la moralidad sólo tienen sentido cuando se admite la idea de una
naturaleza humana no educada y la idea de un telos o fin inherente a ella, que
ésta deba alcanzar o cumplir. Pero al eliminar la modernidad la idea de un fin
propio del hombre, todo el edificio moral clásico de raíz aristotélica se viene
abajo.
“Los filósofos morales del
siglo XVIII se enzarzaron en lo que era un proyecto destinado inevitablemente
al fracaso. Por ello intentaron encontrar una base racional para sus creencias
morales en un modo peculiar de entender la naturaleza humana, dado que, de una
parte, eran herederos de un conjunto de mandatos morales, y, de otra, heredaban
un concepto de naturaleza humana, lo uno y lo otro expresamente diseñados para
que discrepasen entre sí. Sus creencias revisadas acerca de la naturaleza
humana no alteraron esta discrepancia. Heredaron fragmentos incoherentes de lo
que una vez fue un esquema coherente de pensamiento y acción y, como no se
daban cuenta de su peculiar situación histórica y cultural, no pudieron
reconocer el carácter imposible y quijotesco de la tarea a la que se obligaban”[2].
El análisis es inteligente y
sugestivo, aunque acaso no haya que renunciar a seguir entablando debates, ya
que aunque en ocasiones se diría que los intervinientes viven en mundos
extraños e incomunicados, al fin no dejan de pertenecer a una misma tradición
filosófica, aunque sus caminos se hayan separado hasta llegar a tener
dificultad para encontrase y entenderse. Las discrepancias radicales no son lo
mismo que un diálogo de sordos. Tal vez podamos comprobarlo a propósito de la
eutanasia. Quizá quepa la posibilidad de encontrar argumentos comprensibles, e
incluso, atendibles para las dos partes.
o 3. Los Derechos Humanos: fundamento y contenido
Es cierto que el contenido de
los derechos humanos depende de la posición que se adopte sobre su fundamento
(o, en su caso, sobre su falta de fundamento). No pueden coincidir en cuanto al
contenido del derecho a la vida quienes, por ejemplo, entienden la vida como un
don de Dios, indisponible para el hombre, que quienes la consideran como una
propiedad de ciertos seres llamados vivos, debida al azar y, por ello,
disponible para el hombre. Ello da lugar a posiciones divergentes en asuntos
como el aborto o la eutanasia. Como ha expuesto José María Rodríguez Paniagua,
el consenso acerca de los derechos humanos se sustenta bajo dos condiciones: la
omisión de la cuestión de su fundamento y la eliminación del problema de la
determinación del contenido.
Por mucho que se intente
ocultar, la teoría de los derechos, que dista de ser el fruto de la modernidad
sino que tiene raíces medievales, obtiene su fundamento genuino de una
determinada concepción metafísica que sustenta una idea teleológica de la
naturaleza humana. Los intentos de fundamentarlos en concepciones sociológicas,
historicistas y positivistas fracasan. Una cosa es la explicación histórica del
surgimiento de un valor o idea, y otra la cuestión del fundamento. No se debe
confundir el problema de la genealogía con el del fundamento. Por otra parte,
si sólo se trata de convicciones jurídicas o morales compartidas, basta con que
algunos no las compartan para que se vengan abajo. Además, esta concepción
omite que la verdadera cuestión moral no consiste en que algo, una acción, un
principio, un valor, sean compartidos de hecho, sino en que deban ser
compartidos. La cuestión del deber es la cuestión moral por excelencia. La
claridad y coherencia de la concepción clásica de los derechos humanos, que los
fundamenta en una concepción −religiosa o metafísica− teleológica de la
naturaleza humana contrasta con la oscuridad y confusión actuales.
Como ha escrito Rodríguez
Paniagua, “sólo Dios, en la concepción religiosa, sólo la moralidad, en la
concepción subrogada o paralela, pueden contar como puntos de referencia
definitiva para determinar lo que corresponde al hombre en cuanto hombre, al
margen y por encima del Estado o de cualquier otra instancia”[3]. Los verdaderos fundamentos de la dignidad
de la persona y de sus derechos son Dios o la metafísica. El resto, como la
mayoría social, la lucha contra el dolor, la autodeterminación o la
autoconsciencia, inevitablemente fracasan.
o 4. El valor y la dignidad de la vida humana terminal
El valor y la dignidad de la
vida humana terminal dependerán de la idea que se tenga acerca del sentido de
la vida en general, de su valor y dignidad y, con ellas, la idea de la
moralidad[4]. No me referiré, al menos en principio, a
la concepción religiosa en general o cristiana en particular. Kant y el
utilitarismo gozan de elevado prestigio entre algunos de los más admirados
filósofos contemporáneos, como Rawls y Habermas y, por lo tanto, entre la
mayoría de quienes intervienen en los debates morales y jurídicos actuales.
Pero Kant y los utilitaristas pueden llegar a conclusiones opuestas acerca de
la licitud moral de la eutanasia. Jeremy Bentham afirmó que el criterio de la
moralidad, de lo que está bien o mal en el orden moral, reside en el principio
de utilidad, y ésta debe ser entendida como la tendencia “a producir un
beneficio, ventaja, placer, bien o felicidad”, o a prevenir un daño, dolor, mal
o desgracia”[5]. De esta manera asume, siguiendo la
tradición hedonista del epicureísmo, la identificación entre el bien moral y el
placer, y entre el mal moral y el dolor. A quien acepte esta premisa, no le
será difícil argumentar en favor de la eutanasia. Suprimir el dolor, eliminando
la vida sufriente y terminal, podría calificarse como un bien moral. En
definitiva, dos son los argumentos principales que se esgrimen: la autonomía y
la piedad[6].
Kant, por el contrario, no
asume una ética consecuencialista, como la del utilitarismo, sino que entiende
que el criterio de la moralidad se encuentra no en la acción ni en sus
consecuencias ni en la intención o fin que se espera conseguir, no se encuentra
en nada empírico, porque nada empírico puede proporcionar un imperativo
categórico, es decir, absoluto e incondicionado, que pueda fundamentar el deber
moral, sino en la actitud o disposición de ánimo de quien obra. Y piensa que
quitarse la vida nunca puede ser conforme al deber y que quien, pese a no tener
ya apego a la vida o incluso desea quitársela, si no lo hace y sólo por deber,
entonces su máxima (el principio subjetivo del obrar) sí tiene un contenido
moral[7]. Más adelante, examina Kant algunos
ejemplos de deberes. Uno de ellos se refiere a la licitud del suicidio en el
caso de padecer desgracias lindantes con la desesperación y niega toda
posibilidad de que una máxima tal pueda ser conforme al deber, ya que “sería
contradictoria y no podría subsistir como naturaleza”[8]. La idea del suicidio tampoco puede
compadecerse con la idea de la “humanidad como fin en sí”.
“Si, para escapar a una
situación dolorosa, se destruye él a sí mismo, hace uso de una persona como
mero medio para conservar una situación tolerable hasta el fin de la
vida. Mas el hombre no es una cosa; no es, pues, algo que pueda usarse
como simple medio; debe ser considerado, en todas las acciones,
como fin en sí. No puedo, pues, disponer del hombre, en mi persona, para
mutilarle, estropearle, matarle”[9]
Sobre la inmoralidad del
suicidio basada en la indisponibilidad de la vida humana argumenta santo Tomás
de Aquino así:
“Pues en las cosas que no son
del dominio de la voluntad, como las naturales y los bienes espirituales, es
mayor pecado inferirse a sí mismo un daño: pues se peca más gravemente el que
se mata a sí mismo que el que mata a otro”[10].
Peter Bieri entiende la
dignidad humana bajo distintos aspectos, como encuentro, respeto, veracidad,
autoestima, integridad moral, sentido de lo importante, reconocimiento de la
finitud, para él, pero, sobre todo, como autonomía[11]. En realidad, el verdadero fundamento de
la dignidad del hombre se encuentra en su autonomía. Siguiendo a Epicuro,
afirma que “si la muerte es el final de todas las vivencias, no debemos
temerla, pues solo se puede temer lo que se puede vivir”[12]. En el mismo sentido, escribió
Wittgenstein: “Al igual que en la muerte el mundo no cambia sino que cesa. La
muerte no es un acontecimiento de la vida. No se vive la muerte”[13].
En su último capítulo, se ocupa
Bieri de la dignidad ante la muerte y ofrece un posible diálogo entre las dos
posiciones, favorable y opuesta a la eutanasia. Aunque su posición se acerca,
probablemente, más a la primera, no queda del todo claro ya que crea cuatro
personajes: un enfermo terminal, su mujer y dos médicos. En realidad, lo
fundamental de la argumentación a favor consiste en la defensa de la autonomía
y la autodeterminación y, en definitiva, a la idea de que la pérdida de las
capacidades y el sufrimiento socavan la dignidad. El breve debate entre los
cuatro interlocutores es claro e instructivo. En cualquier caso, el autor
apunta una posible paradoja:
“He comenzado el libro con el
pensamiento: la dignidad de un ser humano es su autonomía como sujeto, su
capacidad de decidir él mismo sobre su propia vida. Respetar su dignidad es
respetar esta capacidad. El morir es el acontecer en cuyo trascurso se pierde
la autonomía de un ser humano. ¿En qué sentido podemos, a pesar de ello,
decidir nosotros mismos sobre este acontecer? ¿No es contradictorio hablar de
una pérdida autónoma de la autonomía, de querer decidir nosotros mismos sobre
la pérdida de la autodeterminación?”[14].
No puedo compartir su premisa
de que el fundamento de la dignidad se encuentre en la autonomía y
autodeterminación sin más. Por un lado, esa pretensión entrañaría la negación
de la dignidad de todas las personas que carecen de autonomía, y no sólo de los
enfermos terminales. Por otra, cabría invocar aquí la distinción kantiana entre
libertad y arbitrio. La dignidad del hombre reside, para Kant, en su libertad,
pero la libertad no es la pura indeterminación de la voluntad o el arbitrio
sino la posibilidad de obrar confirme al deber, conforme a la ley moral. Desde
luego, pienso que aunque alguien no pudiera ya hacer uso de su libertad, no
perdería por ello su dignidad. ¿Dónde reside ésta, pues?
En el diálogo entre las cuatro
personas antes mencionadas se reflejan las posiciones enfrentadas,
fundamentalmente dos. Para una, la dignidad reside en la autodeterminación y la
autonomía y obliga a respetar la voluntad del enfermo terminal por dos motivos:
porque una vida sin autodeterminación es indigna y porque hay que respetar,
ante todo, la voluntad del paciente. Con estas palabras lo expresa Sarah, la
mujer del paciente:
“El bien supremo, inviolable,
es la dignidad de un ser humano. El núcleo de esta dignidad no es la protección
de la vida sino la autodeterminación. Usted pretende escatimar a mi marido el
proceso de la muerte natural, que él deseaba para la situación actual”[15].
Para otra, la dignidad no
depende del estado de la persona y al médico o enfermero no le está permitido
acabar con la vida del paciente. En suma, aparecen dos concepciones divergentes
de la dignidad. El médico que se opone a quitarle la vida afirma que “nuestra
tarea es proteger la vida y no ponerle fin” y que “para mí, que he hecho el
juramento hipocrático, el bien supremo es la protección de la vida”[16].
La vida humana terrena empieza
en la concepción y termina con la muerte. Por lo tanto, la dignidad de la persona
comienza en la concepción y concluye con la muerte, con independencia de la
continuidad de la vida personal y su dignidad más allá de la muerte. Y no hay
vidas más o menos dignas de ser vividas. No hay ninguna vida indigna ni carente
de sentido.
Es curioso cómo la aceptación
social del aborto, uno de los dos peores errores morales del siglo XX, según
Julián Marías, ha sido muy superior a la de la eutanasia, acaso por la mayor
visibilidad de la persona a la que se suprime la vida, y a pesar de que en el caso
del aborto no existe el consentimiento de la víctima. Todo lo que precisa del
eufemismo, declara por ello su indigencia moral. Así, se prefiere hablar de
“muerte digna” o de “interrupción voluntaria del embarazo”. La eutanasia goza
de algunos argumentos aparentes y prejuicios a su favor. Se cobija bajo la
protección de la libertad y la autonomía. Si un hombre no desea continuar
viviendo, habría que respetar su voluntad. Seríamos absolutamente libres para
hacer todo aquello que no entrañe ningún daño a otro. Además, no se impone nada
a nadie. Todos permanecemos libres. Quien la quiera, la tendrá a su
disposición, y quien no, a nada estará obligado. Perfecta libertad. Y acaso el
más extendido argumento sea la piedad, el cese del sufrimiento, el supremo mal,
al parecer en nuestro tiempo[17].
Pero la realidad no favorece a
sus defensores. La aceptación de la eutanasia niega la condición personal del
hombre, y entiende que la vida no vale en sí misma, sino que se acepta a
beneficio de inventario. Cuando el balance es negativo, se repudia. El dolor es
un mal, pero no todo en el dolor es un mal. Ni tampoco es el único ni el peor
mal. Cuando todos los valores superiores se niegan, sólo quedan el placer y la
supresión del dolor. Muchos contemporáneos pretenden que la vida sea una
permanente noche de juerga o un eterno jardín de infancia.
No hay ninguna vida humana
indigna, ni la del joven sano y fuerte, ni la que se extingue por la edad y la
enfermedad. Si no de otras fuentes, al menos deberíamos aprender de los
horrores del nazismo. Eutanasia y eugenesia suelen ir de la mano. Frente a la
eutanasia, se levanta el precepto “no matarás”, nunca, ni siquiera por
compasión. La idea de un médico o enfermero homicidas constituye, en sí misma,
un sinsentido. El fin de las profesiones sanitarias es la curación y la
supresión, hasta donde es posible, del dolor. Y esto último es, cada vez, más
real. Lo que necesita la vida que se acaba es amor, compañía y cuidados
paliativos, no la inyección letal.
Estamos ante otro episodio de
la equivocada relación entre medios y fines. La legalización de la eutanasia
pretende que el fin de suprimir el dolor justifica el medio de acabar con la
vida. Pero sabemos que esto no es así. Gregorio Marañón afirmó que ser liberal
consiste en negar que el fin justifique los medios, sino que, por el contrario,
son los medios los que justifican el fin[18]. Y aquí, el medio es matar. Algo parecido
podría decirse sobre la pena de muerte o la tortura. No es posible que el bien
surja del mal.
En la valoración de la vida, no
caben medias tintas. Nietzsche dijo: “¿Era esto la vida? Bien, que venga otra
vez”. Sí a la vida, a toda vida, también a la vida terminal.
o 5. La dignidad de la persona
La dignidad pertenece a la
persona, no a las especiales condiciones de su vida. Es legítimo buscar uno o
varios elementos que definen la especificidad del hombre, ya sea la
racionalidad, el lenguaje, la libertad, la auto-consciencia, el saberse mortal,
la sociabilidad o la risa.
Decimos que el hombre es una
realidad personal, que es persona. ¿Qué significa ser persona? ¿En qué consiste
la personalidad? La idea de persona entraña la de la posesión de una especial
dignidad. El hombre sería el único ser del mundo consistente en realidad
personal. El resto de los animales y de los demás seres no son personas. Se
trata de una realidad difícil de definir. Entre sus características
fundamentales podemos mencionar la individualidad, la unidad,
la intimidad, la apertura a la realidad social,
la dimensión cultural e histórica, el conocimiento de sí
misma, la vocación, el perfeccionamiento y la
búsqueda y realización del ideal, la exigencia de autenticidad,
la apertura a la trascendencia, la autonomía,
la libertad y la responsabilidad.
La personalidad está vinculada
a la inmortalidad, al destino eterno del hombre. La persona aspira a la vida
perdurable y es ininteligible sin ella. A esta cuestión dedica Julián Marías
los últimos capítulos de su libro La felicidad humana[19].
Sobre la persona son
fundamentales las investigaciones de la fenomenología, y especialmente de Max
Scheler, en obras como El puesto del hombre en el cosmos o De
lo eterno en el hombre. El filósofo alemán considera al hombre como ens
amans. Este aspecto de su obra lo ha analizado, con profundidad y acierto,
Marta Albert[20].
Una persona puede haber perdido
la mayoría de estos rasgos, pero nunca perderá su condición personal. Otra cosa
conduciría a posiciones nihilistas y antihumanistas[21].
Tampoco el sufrimiento extremo
y la desesperanza hacen perder al hombre su condición personal. Por el
contrario, la capacidad de soportar el dolor y hacerle frente aumenta la
dignidad de una vida. Lo que la hace menguar es, por el contrario, la cobardía.
La dignidad procede de la
condición personal y, por ello, es igual para todas las personas. Todas poseen
la misma dignidad. Lo que establece rangos y jerarquías es la forma en que cada
uno vive. Hay formas más o menos valiosas de vida, pero no personas más o menos
dignas que otras. Es preciso distinguir entre la dignidad de la vida y la
dignidad de la persona[22].
La persona es digna porque es
un fin en sí y nunca un medio. En este sentido, la eutanasia podría entrañar
una despersonalización y deshumanización.
Existen dos concepciones sobre
la dignidad. Para una, es algo condicionado por alguna circunstancia, como la
salud o la autonomía. Para la otra, es absoluta e incondicionada y no puede
perderse nunca.
o 6. El sentido del dolor
¿Puede el sufrimiento anular la
dignidad de la vida? ¿Es indigna una vida extremadamente sufriente?
El dolor es una de las más profundas
y misteriosas experiencias humanas. Ante el dolor, físico o espiritual,
levantamos la vista hacia Dios. Y solo esto ya otorga un gran valor al
sufrimiento humano. Sin embargo, es frecuente referirse al silencio de Dios
ante el dolor de los inocentes, ante los campos de exterminio, ante la muerte
de los niños, ante la enfermedad, la tortura y el hambre. ¿Por qué calló? ¿Por
qué permitió? ¿Por qué calla? ¿Por qué permite? ¿Puede ser ese un Dios
omnipotente y, a la vez, absolutamente bueno? Dolor humano y silencio de Dios.
Tal vez la primera observación
que quepa hacer consista en negar que todo sea malo en el sufrimiento. Miguel
de Unamuno decía que en el dolor nos hacemos y en el placer nos gastamos. Y
Beethoven, creo que en la partitura de la Novena, escribió: A la alegría por el
dolor. Al final de la Barcarola de los cuentos de Hoffmann, de
Offenbach, se canta: “El amor nos hace grandes, y el llanto aún más”. La verdad
nos hace libres, y el dolor grandes. Nadie ha sido más grande que Jesús
abandonado en Getsemaní y luego clavado en lo alto del Gólgota.
El dolor ajeno nos mueve a la
compasión, nos conmueve. El propio nos modela. El dolor es la forja del alma.
No se puede esculpir sin dar golpes con el cincel. Cabría decir, parafraseando
a Nietzsche, que un hombre vale en la medida de la cantidad de dolor que es
capaz de soportar. Nada de esto significa que debamos buscar el dolor. No.
Debemos evitarlo. Es un mal, pero repleto de cosas buenas. El dolor es un mal,
pero sus consecuencias son casi siempre beneficiosas.
En este sentido, debe leerse el
excelente ensayo El problema del dolor de C. S. Lewis, si
estoy en lo cierto, uno de los más grandes escritores del siglo XX. Su tesis
central es que Dios nos grita en el dolor. Dios no calla mientras sufrimos. Habla,
incluso grita, precisamente a través de nuestro dolor. Lo que nos duele es la
voz aguda de Dios que nos llama. Y nosotros, ignorantes, soberbios y sordos,
aún hablamos de silencio de Dios... El dolor es el grito de Dios. Y habría que
decirle a Él: Gracias, Dios mío, por el dolor que me envías, pues con él me has
salvado. Él nos salvó con su dolor y nos continúa salvando con el nuestro.
El bien del hombre consiste en
entregarse a Dios. Pero esto resulta extraordinariamente difícil. Sólo el bien
puede proporcionar la felicidad. Por eso la desgra-cia es tan frecuente. Los
felices son siempre pocos, pues pocos son los capaces de entregarse totalmente
a Dios. Escribe Lewis: “No somos meras criaturas imperfectas que deban ser
enmendadas. Somos, como ha señala-do Newman, rebeldes que deben deponer las
armas. La primera respuesta a la pregunta de por qué nuestra curación debe ir
acompañada necesariamente de dolor es, pues, que someter la voluntad reclamada
durante tanto tiempo como propia entraña, no importa dónde ni cómo se haga, un
dolor desgarrador”.
El primer principio de la
educación consiste en “quebrar la voluntad del niño”. Esto se puede hacer bien
o mal, con suave firmeza o con sórdida crueldad. Pero debe hacerse, pues sin
ello no hay educación. El hombre no se ve obligado a quebrar su voluntad para
entregarla a Dios mientras las cosas le van bien. El error moral viaja
enmascarado y muchas veces no lo advertimos. El dolor, por el contrario, es
transparente, nos asalta sin careta, nunca engaña. Nada apresa nuestra atención
y absorbe nuestra conciencia como el dolor; ni siquiera el amor.
Escribe Lewis: “El dolor no es
sólo un mal inmediatamente reconocible, sino una ignominia imposible de
ignorar. Podemos descansar satisfechos en nuestros pecados y estupideces;
cualquiera que haya observado a un glotón engullendo los manjares más
exquisitos como si no apreciara realmente lo que come, deberá admitir la
capacidad humana de ignorar incluso el placer. Pero el dolor, en cambio,
reclama insistentemente nuestra atención. Dios susurra y habla a la conciencia
a través del placer, pero le grita mediante el dolor: es su megáfono para
despertar a un mundo sordo. El hombre malo y feliz no tiene la menor sospecha
de que sus acciones no “responden”, de que no están en armonía con las leyes
del universo”.
El dolor puede ser también el
despertador de la fe. Dice un personaje del Cuento de invierno de
Shakespeare: “Es necesario que despiertes tu fe. Entonces todo queda en calma”.
En el fondo, la posibilidad de perfeccionarse a través de las tribulaciones
forma parte de la vieja doctrina cristiana.
Es cierto, como reconoce Lewis,
que el dolor como megáfono de Dios puede ser algo terrible y conducir a la
rebelión definitiva y a la desesperación, pero también puede ser la única oportunidad
del malvado para en-mendarse y, por lo tanto, salvarse. San Agustín nos enseñó
que el alma sólo puede ser feliz cuando descansa en Dios, porque Él nos ha
hecho para sí. En eso consiste ser criatura. Dice también san Agustín que Dios
nos quiere dar cosas pero no podemos tomarlas porque tenemos las manos llenas
de otras cosas. En este sentido el dolor es el manotazo que nos arrebata lo que
más queremos, pero para que podamos recibir lo único que puede hacernos
felices: la entrega total a Dios. Y esta entrega total no es posible sin el
dolor. Así, tenía razón Beethoven: A la alegría, por el dolor. Y si alguien
piensa que todo esto es una apología del dolor y del masoquismo, sólo le
pediría que pensara un poco más.
Por otra parte, imaginémonos un
mundo sin dolor. Un mundo así se vería privado de la mayor parte de las cosas
buenas. Para empezar sería un mundo sin compasión y sin heroísmo, probablemente
un mundo sin mérito moral. Pensemos en acciones realmente ejemplares. ¿Cuántas
de ellas se habrían realizado en un mundo sin dolor? Como afirma Lewis, “el
dolor proporciona una oportunidad para el heroísmo que es aprovechada con
asombrosa frecuencia”.
El dolor no testimonia en
contra de la bondad divina. A veces podemos tener la impresión de que a Dios se
le ha ido la mano y de que tal vez hubiera bastado con una terapia más suave,
pero para que tengamos las manos vacías debe quitarnos todo o, al menos, lo que
más amamos. Una vez cumplida su función terapéutica, Dios nos puede devolver
algo o mucho de lo que teníamos, incluso todo. Pero entonces ya lo poseeremos
de otra manera, a la manera de la criatura, a la manera feliz. La ilusión de la
autosuficiencia humana sólo puede quebrarse mediante el sufrimiento. El dolor
es el último recurso de Dios para hacernos verdaderamente felices, es decir,
buenos y sabios, y salvarnos. El dolor es el grito de Dios[23].
En absoluto, es correcto
identificar el dolor con el sufrimiento físico. “Hay dolor verdadero cuando lo
que el hombre experimenta es la presencia auténtica del mal, y los restantes
dolores y sufrimientos y molestias son sólo signos, ecos o preámbulos del
dolor”[24]. El dolor es el sentimiento de la
presencia del mal.
Al final, se trata de elegir lo
mejor, no tanto de juzgar y condenar. La moral consistiría así en la búsqueda
del ideal, de lo mejor. Según Brentano, la respuesta a cuál es el fin justo
consiste en elegir “lo mejor entre lo accesible”. Pero se trata de una
respuesta oscura, pues hay que preguntar ¿qué significa eso de “lo mejor”?[25]. Entre nosotros, Julián Marías ha
insistido en la relevancia moral del concepto de “lo mejor”[26].
o 7. Breve referencia al debate jurídico sobre la eutanasia
No entraré en el debate
jurídico, pero sí haré una brevísima referencia a él. Una evaluación moral
negativa de la eutanasia, derivada de la aceptación de la tesis de la dignidad
incondicionada de toda vida humana con independencia de sus condiciones
concretas, no entrañaría necesariamente la exigencia de su tipificación como
delito. El ámbito de la moral no coincide con el jurídico. No todo lo inmoral
ha de ser prohibido por el derecho.
El derecho ha de tener en
cuenta la moral dominante, la llamada moral social. Cuando la opinión pública
está dividida, el derecho ha de buscar, si es posible un término medio. El caso
del aborto ha sido, en este sentido paradigmático. Para unos, es un crimen;
para otros, un derecho. Las leyes deberían buscar, quizá, una vía media. Tal
vez, suceda algo parecido con la eutanasia. Pero no hay que olvidar que cuando
se trata de bienes jurídicos fundamentales, como la protección de la vida
humana, la solución correcta parece clara.
Las posiciones divergentes
sobre la eutanasia derivan de actitudes antagónicas sobre el hombre y la vida.
No pueden coincidir quienes, por ejemplo, conciben la vida como un don de Dios,
indisponible, por tanto, para el hombre, que quienes la consideran una mera
propiedad inherente a ciertos seres. Si hay un derecho a la vida, no puede
haber un deber de matar. Entre una concepción religiosa o metafísica y otra
materialista o hedonista, es muy difícil encontrar un acuerdo. ¿Existe una vía
media conciliadora? No parece que lo sea dejar la solución en manos de médicos,
familiares y pacientes. En cualquier caso, los médicos no son meros servidores
de la arbitrariedad del cliente o de un familiar en quien, eventualmente, haya
podido delegar. Los médicos tienen obligaciones derivadas de la moral general y
de la deontología profesional, incompatibles con la idea mercantil de que el
cliente, es decir, el paciente, siempre tiene razón.
Otra cosa es que el Derecho
deba tener en cuenta la moral social y atenerse a las convicciones dominantes.
Pero la solución no es fácil cuando la opinión pública se encuentra
radicalmente escindida. La clave se encuentra, como siempre, en la educación, y
en la ejemplaridad de quienes poseen la autoridad espiritual, si es que hoy
queda algún residuo de tal cosa. Pero nada tiene que ver la oposición a la
eutanasia con la defensa del llamado encarnizamiento terapéutico, ni con la
adopción de medidas excepcionales para mantener a toda costa la vida que se
apaga.
El declive actual de la
protección jurídica de la vida tiene mucho que ver con la propagación de una
actitud antihumanista y, por tanto, antipersonalista. Lo que está en crisis no
es ya la dignidad de la persona, sino la condición personal del hombre.
Caminamos, tal vez y como mínimo, hacia una eutanasia sibilina y vergonzante. Y
puede que este diagnóstico sea optimista. La crisis intelectual y moral, en
suma, espiritual, de nuestro tiempo parece evidente. Pero no sólo de éste. Un
personaje de Pérez Galdós, en La corte de Carlos IV, afirma: “la
elevación de los tontos, ruines y ordinarios no es, como algunos creen,
desdicha peculiar de los modernos tiempos”. Cuando luchan la verdad y la
mentira, el bien y el mal, la belleza y la fealdad, lo justo no se encuentra en
el término medio. No deberíamos olvidar nunca, y menos en estos tiempos
extraviados, pero no desesperanzados, la vieja enseñanza de Antístenes: las
ciudades sucumben cuando dejan de distinguir entre el bien y el mal.
o 8. Conclusión
La eutanasia entraña la
asunción del principio de que hay vidas que no merecen ser vividas, que son,
por ello, indignas. La eutanasia voluntaria conduce lógicamente a la eutanasia
forzosa. ¿Es compatible la eutanasia, aun la voluntaria, con la dignidad de la
vida terminal?
Si el hombre es cosa sagrada
para el hombre, el hombre no puede matar al hombre ni cooperar a su suicidio,
aunque se trate de un enfermo terminal.
De las dos concepciones acerca
de la dignidad de la vida humana, una que la hace depender de ciertas
condiciones o propiedades como la autonomía, la autodeterminación o la ausencia
de intensos sufrimientos y otra que la estima absoluta e incondicionada, desde
el nacimiento hasta la muerte, hay que preferir esta última. Ni el dolor ni la
ausencia de ninguna otra cualidad inherente a la persona anulan su dignidad.
Las vidas humanas y las personas pueden ser más o menos valiosas, pero todas
poseen la misma dignidad. Estas consideraciones constituyen los prolegómenos
filosóficos a toda teoría, moral y jurídica, sobre la eutanasia. La dignidad de
la persona es incompatible con la licitud de la eutanasia.
o Referencias
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Ignacio Sánchez Cámara
Universidad Rey Juan Carlos
Madrid, España
Universidad Rey Juan Carlos
Madrid, España
Fuente: aebioetica.org.
[1] Serrano Ruiz-Calderón, J. M., La
eutanasia, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2007,
capítulo II. Ollero, A., Bioderecho. Entre la vida y la
muerte. Thomson Aranzadi, Cizur Menor (Navarra), 2006, p. 141 s.
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en F. J. ANSUÁTEGUI (coord..), Problemas de la eutanasia,
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Estudio filosófico-jurídico. Marcial Pons, Madrid, 1999, p.46 s.
[2] Macintyre,
A., After Virtue, University of Notre Dame Press, Notre Dame,
Indiana, 1981. Traducción española de
Valcárcel A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1987, 79.
[3] Rodríguez Paniagua, J. M., “Los
derechos humanos del individualismo a la ética de la responsabilidad”, Anuario
de Filosofía del Derecho, Nueva Época, Tomo XV, (1998), Ministerio de
Justicia-B.O.E., Madrid, 111-122.
[4] Bueno, G., El sentido de la
vida. Seis lecturas de filosofía moral, Penalfa, Oviedo, 1996, 200 s.
[5] Bentham,
J., An Introduction to the Principles of Morals and Legislation,
edición de J. H. Burns y H. L. A. Hart, The Atholon Press, Londres, 1970,11 s.
[6] Serrano Ruiz-Calderón, J. M., op.
cit., 150 s.
[7] “En cambio, conservar cada cual su
vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a hacerlo
así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los
hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima que rige ese
cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida conformemente
al deber, sí; pero no por deber. En cambio, cuando las
adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto
por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más indignación que
apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida, sin
amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí
tiene un contenido moral” (Kant, I., Grundlegung zur Metaphysik der
Sitten, edición de K. Vorländer, F. Meiner, Leipzig, 1906. Traducción
española de García Morente, M., Fundamentación de la metafísica de las
costumbres, Espasa Calpe, Madrid, 1977, 34).
[8] Kant, I., op.
cit., 73.
[9] Ibid., 85.
Sobre la distinción entre valor y dignidad,
afirma Robert Spaemann: “Cuando Kant dice que el hombre no tiene valor, sino
dignidad, la palabra dignidad significa lo inconmensurable, lo sublime, lo que
hay que respetar incondicionalmente. Esta condición absoluta, no relativa, se
puede interpretar de dos modos; o bien desde la perspectiva de la inclinación
instintiva, como algo que, careciendo en sí mismo de valor, adquiere
significado exclusivamente por su relación con otra cosa igualmente
insignificante, con lo que la conexión significativa en su conjunto queda
privada de significación (ésta es la posición del nihilismo); o bien como
descubrimiento del carácter radicalmente absoluto del sujeto finito, que le
permite aparecer con un resplandor que no es el suyo”, Spaemann, R., Felicidad
y benevolencia, Rialp, Madrid, 1991, 150.
[10] Santo Tomás de Aquino, Suma
de Teología, I-II, q. 73, art. 9, respuesta a la objeción 2. Traducción de
Antonio Sanchis Quevedo, B.A.C., Madrid, 1993, Tomo II, 582.
[11] Bieri, P., Eine Art zu Leben. Über
die Vielfalt menschlicher Würde, Carl Hanser Verlag, Múnich, 2013.
Traducción española de F. Pereña Blasi, La dignidad humana. Una manera
de vivir, Herder, Barcelona, 2017.
[12] Peter Bieri, op. cit.,
332.
[13] Wittgenstein, L., Tractatus
logico-philosophicus, edición de C. K. Ogden, Routledge&Kegan Paul
Ltd, Londres y Nueva York, 2000. Traducción española de J. Muñoz e I. Reguera,
Alianza, Madrid, 1987, 6.431 y 6.4311, 179.
[14] Bieri, P., op.
cit., 350 s.
[15] Ibid., 359.
[16] Ibid, 358 s. Sobre dignidad
y vida, Kass, L., Life, Liberty and the Defense of Dignity,
Encounter Books, San Francisco, 2002; y Recuero, J.R., En defensa de
la vida humana, Biblioteca Nueva, Madrid, 2011.
[17] Gilles Lipovetsky subtitula así su
libro El crepúsculo del deber: La ética indolora de los nuevos
tiempos democráticos, Anagrama, Barcelona, 1994.
[18] Marañón, G., Ensayos
liberales, Obras Completas, IX, Espasa-Calpe, Madrid, 1973, 197-269.
[19] Marías, J., La felicidad
humana, Alianza Editorial, Madrid, 1987.
[20] Albert, M., “Ordo amoris.
Una gramática de los sentimientos”, en Díaz del Rey, M., Esteve, A. et
altri, Reflexiones filosóficas sobre compasión y misericordia, Cuadernos
Scio, Valencia, 2016, 83-102, especialmente 86 ss.
[21] En este sentido, es incorrecto
atribuir dignidad a los animales y, con ella, derechos, como hace, entre otros,
Peter Singer.
[22] En su intervención ante la Comisión
del Senado el 26 de octubre de 1999, Eudaldo Forment afirma: “En este argumento
que hemos leído y oído todos muchas veces hay una grave confusión entre la
dignidad de la vida y la dignidad de la persona. La dignidad del hombre no está
en su modo de vivir, sino en su ser personal. La persona tiene siempre la misma
dignidad desde su inicio hasta su fin, esté en las condiciones que esté, de
salud, de enfermedad, de riqueza, de raza, de pensamiento. La dignidad personal
no se fundamenta nunca en aspectos, biológicos, éticos o de otro tipo. Podría
dar una profunda explicación metafísica, siguiendo la definición clásica de un
pensador romano, Boecio, que después asumió San Agustín y Santo Tomás (...)
pero simplemente les voy a decir que desde una metafísica del ser, desde una
metafísica de lo más profundo de la realidad, del último sentido de las cosas,
la persona, a diferencia de todo lo demás, expresa directamente este núcleo
esencial, este acto que explica racionalmente la realidad, por cierto
misterioso, y que este ser propio de cada persona es lo que le da su carácter
permanente. Siempre se es una persona actual, nunca se es persona en potencia,
siempre en acto, además siempre se es persona en el mismo grado” (citado por
Serrano Ruiz-Calderón, J. M., La eutanasia, Ediciones
Internacionales Universitarias, Madrid, 2007, 220 s.).
[23] Estos últimos párrafos sobre el
dolor reproducen un artículo, titulado “El grito de Dios”, que publiqué en el
diario ABC de Madrid en junio de 2014.
[24] García-Baró, M., Del dolor,
la verdad y el bien, Sígueme, Salamanca, 2006, 41.
[25] Brentano, F., El origen del
conocimiento moral, traducción española de García Morente, M., Tecnos,
Madrid, 2002, 20.
[26] Marías, J., Tratado de lo
mejor, Alianza, Madrid, 1995.
Vida Cristiana
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