Queridos: La celebración eucarística de este domingo tercero del tiempo pascual se abre con tres imperativos de fiesta: Aclamad, tocad, cantad.
Si me pregunto quién es quien así nos incita, pienso que es la madre Iglesia, reunida en torno a Cristo resucitado, iluminada por la gloria que envuelve el cuerpo del Señor, admirada por la victoria de la Vida sobre la muerte, gozosa por la gracia de sus hijos, animada por la efusión del Espíritu que la purifica y la llena de gracia y la embellece con hermosura divina.
En verdad, es cada uno de nosotros quien dice a sus hermanos: Aclamad, tocad, cantad; pues uno por uno hemos sido iluminados por Cristo, hemos contemplado su victoria, todos habéis gozado con vuestro nuevo nacimiento y habéis experimentado la acción del Espíritu de Dios que ha hecho de vosotros una nueva creación, un pueblo de sacerdotes, profetas y reyes al modo de Cristo Jesús.
Por eso, unos a otros nos decimos: Aclamad, tocad, cantad.
Ahora, Iglesia amada del Señor, Iglesia en familia, recógete, escucha y contempla a Aquel por quien aclamas y tocas y cantas.
Escucha su voz: “Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré”. El Resucitado, el hombre primero de la nueva humanidad, Cristo Jesús, te habla de su Padre, de su Dios, y te dice: Lo tengo siempre presente, lo tengo siempre a mi lado, él es mi escudo protector, mi gloria, la fuerza de mi salvación, mi ciudadela y mi refugio; con él junto a mí, no vacilaré.
Escucha tu propia voz unida a la suya: “Por eso se me alegra el corazón y mi carne descansa serena: porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción”.
En Cristo Jesús has conocido al Dios de la vida; con Cristo Jesús te has acercado a la fuente de la alegría; por Cristo Jesús se te han llenado de gozo las entrañas, ya que, unida a él por la fe, sabes que tu Dios te ha mostrado el sendero de la vida, y que tu destino es la alegría perpetua a la derecha de tu Señor.
Son muchos los motivos que tienes ya para la aclamación y el canto; pero he de pedir que mantengas todavía el silencio, y recuerdes las palabras del Apóstol: “Ya sabéis con qué os rescataron: no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha”.
No temas, Iglesia en familia, no apartes de tu memoria el recuerdo de lo que eras: esclava de un proceder inútil, esclava de la ley, esclava del pecado, esclava del miedo, esclava de la muerte.
No olvides nunca lo que eras, para que puedas gozar siempre de lo que eres: eras deudora por la culpa cometida, eres deudora por la gracia recibida; tenías una deuda de temor que te oprimía, tienes una deuda de amor que te hace libre.
No olvides lo que eras; y a Cristo, que te ha rescatado para que seas suya, que te ha redimido para que seas libre, que te ha salvado para que tengas la abundancia de su paz, págale tu deuda de amor: escucha con amor su palabra, recíbele con amor en tu vida; reconoce su mano tendida en el pobre y acúdele con amor; reconoce su cuerpo herido en los que sufren, y cúralo con tu amor; dale de comer, dale de beber, apaga su ansia eterna de amor y de ti. Y a mis hermanos y hermanas contemplativos les recuerdo que ellos, de modo muy especial, están llamados a pagar su deuda de amor, protegiendo a los pobres con el escudo de la oración, y envolviendo con un manto de gracia y de inocencia la vida de todos los miembros de Cristo.
Ahora también yo os digo: Aclamad, tocad, cantad, porque Cristo, nuestra vida, ha resucitado, y estáis resucitados con él. Feliz domingo.
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