Esas palabras –“Señor, sálvame”- resuenan de muchas
maneras en la vida de un creyente.
Pedro las gritó llorando mientras se hundía en su
mar de negaciones.
Yo las he gritado tantas veces que he perdido la
cuenta de mis naufragios.
Mi fe es siempre demasiado pequeña para impedir
que me hunda, pero es suficiente, Señor, para que aún te llame cuando empiezo a
hundirme.
Al oír el evangelio de este día, no es el grito de
Pedro lo que oigo, no es tampoco el mío: es el grito de los pobres, de los
arrojados al mar por la codicia de unos, la legalidad de otros, la indiferencia
de todos.
Hoy, dentro de mí, el evangelio no evoca el mar de
Galilea, ni la imagen entrañable del mar de Arousa que me vio nacer, sino que
evoca aguas que son de muerte para una humanidad sacudida por las olas de la
desesperación.
Miles de manos tendidas en busca de pan, miles de
miradas clavadas en la mía en busca de piedad, miles de palabras de humildes
cuentacuentos, miles de esperanzas concentradas en una súplica, eso evoca hoy
en mí el relato evangélico, eso entiendo que es un sencillo, creyente y
sobreentendido: “Señor, sálvame”.
Entonces
recuerdo, necesito recordarlo, cuántas veces has extendido tu mano, me has
agarrado y de nuevo me has subido contigo a la barca. Y me asombro de que hoy
seas tú el que tiende la mano para que yo te agarre, para que yo te dé
esperanza, para que yo te suba a la barca y puedas vivir.
Hoy tú y yo
llevaremos a la Eucaristía nuestro grito y nuestro amor. Y volveremos a
agarrarnos fuertemente: asombrado tú de mi poca fe, asombrado yo de poder
amarte en tu cuerpo, en tu Iglesia, en tus pobres.
Yo sé que mañana sólo me
preguntarás: “¿Me amas?”
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