Ø La alegría. La razón más profunda: Dios tiene un plan de
misericordia para su pueblo. Homilía
de Benedicto XVI, en el
4º Domingo de Cuaresma, Ciclo B. (26 d marzo de 2006). Dios
sigue amándonos incluso a través de los castigos. Los designios de Dios, también
cuando pasan por la prueba y el castigo, se orientan siempre a un final de
misericordia y de perdón. "Dios, rico en misericordia, por el
gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha
hecho vivir con Cristo". Esa "entrega" por parte del Padre tuvo
un desenlace dramático: llegó hasta el sacrificio de su Hijo en la cruz. Todo
cristiano está llamado a comprender, vivir y testimoniar con su existencia la
gloria del Crucificado. La cruz es, en definitiva, el "signo" por
excelencia que se nos ha dado para comprender la verdad del hombre y la verdad
de Dios. En la cruz "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al
entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma
más radical".
v
Cfr. Benedicto XVI, Homilía, 4º Domingo de
Cuaresma
26 de marzo de 2006 – Visita
Pastoral a la parroquia romana «Dios, Padre Misericordioso»
Queridos hermanos y hermanas:
o
La alegría.
La razón más profunda de nuestra alegría.
§ Las
Lecturas de hoy nos recuerdan que, a pesar de nuestra indignidad, somos los
destinatarios de la misericordia infinita de Dios. Dios nos ama de un modo que
podríamos llamar "obstinado", y nos envuelve con su inagotable
ternura.
Dios tiene un plan de misericordia para su pueblo, también cuando experimenta
el castigo de Dios como consecuencia de su comportamiento rebelde.
Este IV domingo de
Cuaresma, tradicionalmente designado como "domingo Laetare",
está impregnado de una alegría que, en cierta medida, atenúa el clima
penitencial de este tiempo santo: "Alégrate Jerusalén —dice la
Iglesia en la antífona de entrada—, (...) gozad y alegraos vosotros, que por
ella estabais tristes". De esta invitación se hace eco el estribillo del
salmo responsorial: "El recuerdo de ti, Señor, es nuestra alegría".
Pensar en Dios da alegría.
Surge espontáneamente la pregunta: pero ¿cuál es el motivo por el que debemos alegrarnos? Desde luego, un motivo es la cercanía de la Pascua, cuya previsión nos hace gustar anticipadamente la alegría del encuentro con Cristo resucitado. Pero la razón más profunda está en el mensaje de las lecturas bíblicas que la liturgia nos propone hoy y que acabamos de escuchar. Nos recuerdan que, a pesar de nuestra indignidad, somos los destinatarios de la misericordia infinita de Dios. Dios nos ama de un modo que podríamos llamar "obstinado", y nos envuelve con su inagotable ternura.
Esto es lo que resalta ya en la primera lectura, tomada del libro de las Crónicas del Antiguo Testamento (cf. 2 Cr 36, 14-16. 19-23): el autor sagrado propone una interpretación sintética y significativa de la historia del pueblo elegido, que experimenta el castigo de Dios como consecuencia de su comportamiento rebelde: el templo es destruido y el pueblo, en el exilio, ya no tiene una tierra; realmente parece que Dios se ha olvidado de él. Pero luego ve que a través de los castigos Dios tiene un plan de misericordia.
Como hemos dicho, la destrucción de la ciudad santa y del templo, y el exilio, tocarán el corazón del pueblo y harán que vuelva a su Dios para conocerlo más a fondo. Y entonces el Señor, demostrando el primado absoluto de su iniciativa sobre cualquier esfuerzo puramente humano, se servirá de un pagano, Ciro, rey de Persia, para liberar a Israel.
En el texto que hemos escuchado, la ira y la misericordia del Señor se confrontan en una secuencia dramática, pero al final triunfa el amor, porque Dios es amor. ¿Cómo no recoger, del recuerdo de aquellos hechos lejanos, el mensaje válido para todos los tiempos, incluido el nuestro? Pensando en los siglos pasados podemos ver cómo Dios sigue amándonos incluso a través de los castigos. Los designios de Dios, también cuando pasan por la prueba y el castigo, se orientan siempre a un final de misericordia y de perdón.
Surge espontáneamente la pregunta: pero ¿cuál es el motivo por el que debemos alegrarnos? Desde luego, un motivo es la cercanía de la Pascua, cuya previsión nos hace gustar anticipadamente la alegría del encuentro con Cristo resucitado. Pero la razón más profunda está en el mensaje de las lecturas bíblicas que la liturgia nos propone hoy y que acabamos de escuchar. Nos recuerdan que, a pesar de nuestra indignidad, somos los destinatarios de la misericordia infinita de Dios. Dios nos ama de un modo que podríamos llamar "obstinado", y nos envuelve con su inagotable ternura.
Esto es lo que resalta ya en la primera lectura, tomada del libro de las Crónicas del Antiguo Testamento (cf. 2 Cr 36, 14-16. 19-23): el autor sagrado propone una interpretación sintética y significativa de la historia del pueblo elegido, que experimenta el castigo de Dios como consecuencia de su comportamiento rebelde: el templo es destruido y el pueblo, en el exilio, ya no tiene una tierra; realmente parece que Dios se ha olvidado de él. Pero luego ve que a través de los castigos Dios tiene un plan de misericordia.
Como hemos dicho, la destrucción de la ciudad santa y del templo, y el exilio, tocarán el corazón del pueblo y harán que vuelva a su Dios para conocerlo más a fondo. Y entonces el Señor, demostrando el primado absoluto de su iniciativa sobre cualquier esfuerzo puramente humano, se servirá de un pagano, Ciro, rey de Persia, para liberar a Israel.
En el texto que hemos escuchado, la ira y la misericordia del Señor se confrontan en una secuencia dramática, pero al final triunfa el amor, porque Dios es amor. ¿Cómo no recoger, del recuerdo de aquellos hechos lejanos, el mensaje válido para todos los tiempos, incluido el nuestro? Pensando en los siglos pasados podemos ver cómo Dios sigue amándonos incluso a través de los castigos. Los designios de Dios, también cuando pasan por la prueba y el castigo, se orientan siempre a un final de misericordia y de perdón.
o
"Dios, rico en misericordia, por el gran
amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho
vivir con Cristo"
§ Esa
"entrega" por parte del Padre tuvo un desenlace dramático: llegó
hasta el sacrificio de su Hijo en la cruz.
Eso mismo nos lo ha
confirmado, en la segunda lectura, el apóstol san Pablo, recordándonos que
"Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando
nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo" (Ef 2,
4-5). Para expresar esta realidad de salvación, el Apóstol, además del término
"misericordia", eleos, utiliza también la palabra
"amor", agape, recogida y amplificada ulteriormente en la
bellísima afirmación que hemos escuchado en la página
evangélica: "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único,
para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida
eterna" (Jn 3, 16).
Sabemos que esa "entrega" por parte del Padre tuvo un desenlace dramático: llegó hasta el sacrificio de su Hijo en la cruz. Si toda la misión histórica de Jesús es signo elocuente del amor de Dios, lo es de modo muy singular su muerte, en la que se manifestó plenamente la ternura redentora de Dios. Por consiguiente, siempre, pero especialmente en este tiempo cuaresmal, la cruz debe estar en el centro de nuestra meditación; en ella contemplamos la gloria del Señor que resplandece en el cuerpo martirizado de Jesús. Precisamente en esta entrega total de sí se manifiesta la grandeza de Dios, que es amor.
Sabemos que esa "entrega" por parte del Padre tuvo un desenlace dramático: llegó hasta el sacrificio de su Hijo en la cruz. Si toda la misión histórica de Jesús es signo elocuente del amor de Dios, lo es de modo muy singular su muerte, en la que se manifestó plenamente la ternura redentora de Dios. Por consiguiente, siempre, pero especialmente en este tiempo cuaresmal, la cruz debe estar en el centro de nuestra meditación; en ella contemplamos la gloria del Señor que resplandece en el cuerpo martirizado de Jesús. Precisamente en esta entrega total de sí se manifiesta la grandeza de Dios, que es amor.
o
Todo cristiano está llamado a comprender, vivir
y testimoniar con su existencia la gloria del Crucificado. La cruz es, en
definitiva, el "signo" por excelencia que se nos ha dado para
comprender la verdad del hombre y la verdad de Dios.
§ En
la cruz "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para
dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical".
Todo cristiano está
llamado a comprender, vivir y testimoniar con su existencia la gloria del
Crucificado. La cruz —la entrega de sí mismo del Hijo de Dios— es, en
definitiva, el "signo" por excelencia que se nos ha dado para
comprender la verdad del hombre y la verdad de Dios: todos hemos sido
creados y redimidos por un Dios que por amor inmoló a su Hijo único. Por eso,
como escribí en la encíclica Deus caritas est, en la cruz "se
realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al
hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical" (n. 12).
o
La respuesta nuestra al amor radical del Señor.
§ La
búsqueda de la misericordia: esperamos un “signo” que toque la mente y el
corazón.
El único “signo” es Jesús elevado en la cruz.
¿Cómo responder a este
amor radical del Señor? El evangelio nos presenta a un personaje de nombre
Nicodemo, miembro del Sanedrín de Jerusalén, que de noche va a buscar a Jesús.
Se trata de un hombre de bien, atraído por las palabras y el ejemplo del Señor,
pero que tiene miedo de los demás, duda en dar el salto de la fe. Siente la
fascinación de este Rabbí, tan diferente de los demás, pero no logra superar
los condicionamientos del ambiente contrario a Jesús y titubea en el umbral de
la fe.
¡Cuántos, también en nuestro tiempo, buscan a Dios, buscan a Jesús y a su Iglesia, buscan la misericordia divina, y esperan un "signo" que toque su mente y su corazón! Hoy, como entonces, el evangelista nos recuerda que el único "signo" es Jesús elevado en la cruz: Jesús muerto y resucitado es el signo absolutamente suficiente. En él podemos comprender la verdad de la vida y obtener la salvación. Este es el anuncio central de la Iglesia, que no cambia a lo largo de los siglos. Por tanto, la fe cristiana no es ideología, sino encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado. De esta experiencia, que es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de pensar y de actuar: como testimonian los santos, nace una existencia marcada por el amor.
(…)
¡Cuántos, también en nuestro tiempo, buscan a Dios, buscan a Jesús y a su Iglesia, buscan la misericordia divina, y esperan un "signo" que toque su mente y su corazón! Hoy, como entonces, el evangelista nos recuerda que el único "signo" es Jesús elevado en la cruz: Jesús muerto y resucitado es el signo absolutamente suficiente. En él podemos comprender la verdad de la vida y obtener la salvación. Este es el anuncio central de la Iglesia, que no cambia a lo largo de los siglos. Por tanto, la fe cristiana no es ideología, sino encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado. De esta experiencia, que es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de pensar y de actuar: como testimonian los santos, nace una existencia marcada por el amor.
(…)
Vida Cristiana
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