Ø La vida eterna. Domingo 4º de Cuaresma, Ciclo B (11 de marzo de 2018). ¿De qué vida se trata? Dios quiere comunicar su propia vida divina a los hombres libremente creados por él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos adoptivos. La vida divina en nosotros es la capacidad de una relación personal con Dios, como «yo» y «tú». La vida según el Espíritu no es otra cosa que participar en la vida misma de Cristo. El carácter dramático que caracteriza la existencia del cristiano en el mundo. La lucha entre la carne y el espíritu El sentido de la mortificación cristiana. Entramos en la nueva vida a través de la Palabra y los sacramentos
v
Cfr. IV
domingo de Cuaresma (ciclo B) 30/03/2003
11
de marzo de 2018.
2 Cronicas 36, 14-16.19-23;
Efesinos 2, 4-10; Juan 3, 14-21
Cf.
Raniero Cantalamessa, El canto del
Espíritu, PPC 1999, Capítulo VI; Cf. Comité para el Jubileo del año
2000, El Espíritu del Señor, BAC, Madrid 1997, Cap. III y VIII.
Juan 3, 14-21: En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: - 14 «Lo mismo
que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo
del hombre, 15 para que todo el que cree
en él tenga vida eterna. 16 Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo
único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. 17 Porque Dios no mandó su Hijo al
mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.18 El que cree en él no será juzgado; el que no
cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. 19
El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron
la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. 20 Pues todo el que obra
perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por
sus obras. 21 En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que
se vea que sus obras están hechas según Dios.»
Tanto amó Dios al mundo
que le entregó a su Hijo Unigénito,
para que todo el que
cree en él [en Cristo] no perezca
sino que tenga vida
eterna.
1. La
vida eterna
v
Algunos textos con palabras de Jesús
-
Juan 3, 14-16: Evangelio de hoy: “En aquel tiempo, dijo
Jesús a Nicodemo: - 14 «Lo mismo que
Moisés elevó la serpiente en
el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, 15 para que todo el que cree en él tenga vida
eterna. 16 Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no
perezca ninguno de los que creen en él, sino
que tengan vida eterna”.
-
Juan 17, 3:
Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a
Jesucristo, a
quien Tú has enviado. [De la
oración sacerdotal de Jesús]
·
“Nadie se libera
del pecado por sí mismo y por sus propias fuerzas ni se eleva sobre sí mismo;
nadie
se libera completamente de su
debilidad, o de su soledad, o de su esclavitud. Todos necesitan a Cristo,
modelo, maestro, liberador, salvador, vivificador” (Conc. Vaticano II, Ad
gentes, n. 8)
v
En el Catecismo de la Iglesia Católica
-
n. 52: Dios, que «habita una luz inaccesible» (1 Tm 6, 16),
quiere comunicar su propia vida
divina a los hombres libremente creados por él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos
adoptivos (Cf Efesios l, 4-5). Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los
hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que
ellos serían capaces por sus propias fuerzas.
-
n. 541:
(...) la voluntad del Padre es «elevar a los hombres a la participación de la
vida divina»
(Lumen gentium, 2). Lo hace
reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo.
-
n. 759:
(...) «El Padre eterno creó el mundo por una decisión totalmente libre y
misteriosa de su
sabiduría y bondad. Decidió
elevar a los hombres a la participación de la vida divina» a la cual llama a
todos los hombres en su Hijo: «Dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la
santa Iglesia»
-
n. 760:
(...) Dios creó el mundo en orden a la comunión en su vida divina, «comunión»
que se
realiza mediante la «convocación»
de los hombres en Cristo, y esta «convocación» es la Iglesia.
-
n. 163 La
fe, comienzo de la vida eterna. 163 La fe, comienzo de la vida eterna. La fe
nos hace
gustar de antemano el gozo y
la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces
veremos a Dios "cara a cara" (1Co 13, 12), "tal cual es"
(1Jn 3, 2). La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna. (…)
v
El hombre es un ser viviente capaz de ser
divinizado
-
Cuando
los Padres de la Iglesia definen la naturaleza del hombre, no dicen que «el
hombre es un ser
racional»
(Aristóteles), sino que «es un ser viviente capaz de ser divinizado» (San
Gregorio Nacianceno, Discursos, XLV,7). (En “El Espíritu del Señor”, BAC
Madrid 1997, Cap. III)
2.
¿De qué vida se trata?
·
Es la vida divina
que, en el Bautismo, se comunica al creyente, y que se expresa en las
antítesis:
hombre viejo/hombre nuevo, carne/Espíritu, vida terrena/vida
eterna.
·
Ciertamente no se trata de la vida biológica. Y no se trata del dono de
la inmortalidad en cuanto tal, ni de
la
vida larga en esta tierra, sino la participación en la existencia de Dios, en
su intimidad. Se trata de un futuro que ya ahora ha comenzado, cuando adherimos
plenamente a la gracia y al amor de Dios, mediante la fe y la caridad.
v
Cf. Raniero Cantalamessa, El Canto del Espíritu, PPC 1999, Capítulo VI, pp. 110-113:
o
La diversidad de la vida
nueva, según el Espíritu, es fruto de una nueva y distinta intervención de
Dios, con respecto a la creación.
§ El alma ora sigue al Espíritu y, gracias a él, vuela; ora obedece a la carne y cae en deseos
terrenales.
La diversidad se debe a que esta vida
nueva, según el Espíritu, es fruto de una nueva y distinta intervención de
Dios, con respecto a la creación; el
contraste se debe a que el pecado ha hecho que la vida natural esté
«encerrada» en sí misma, y se resista a acoger la vida según el Espíritu.
Pero la razón del contraste no está
sólo en el pecado del hombre, esto es, en un accidente que se ha producido a lo
largo de la historia. Es algo mucho más
profundo; hunde sus raíces en la misma naturaleza compuesta del hombre, que
está hecho de un elemento material y de otro inmaterial, de algo que lo lleva
hacia la multiplicidad y de algo que, en cambio, tiende hacia la unidad. No hay ninguna necesidad de pensar (como han
hecho los gnósticos, los maniqueos y muchos otros) que los dos elementos se
remontan a dos «creadores» rivales, uno bueno que ha creado el alma y otro malo
que ha creado la materia y el cuerpo. Es
el mismo Dios quien ha creado ambas cosas juntas, en una unidad profunda,
«sustancial». Pero no las ha dejado en
una situación estática, para que el hombre se quedara tranquilamente en una
postura intermedia, con las dos fuerzas equilibrándose o neutralizándose
mutuamente: al contrario, ha querido que el hombre, en el ejercicio concreto de
su libertad, decidiera libremente en qué dirección desarrollarse y realizarse:
o bien «hacia arriba», es decir, hacia lo que está «por encima» de él, o bien
«hacia abajo», o sea, hacia lo que está «por debajo» de él.
«El alma se
encuentra entre ambas cosas: ora sigue al Espíritu y, gracias a él, vuela; ora
obedece a la carne y cae en deseos terrenales» [1]. (...)
o
El carácter dramático que
caracteriza la existencia del cristiano en el mundo.
§ La lucha entre la carne y el espíritu
Eso explica la lucha
entre la carne y el espíritu, y por tanto el carácter dramático que caracteriza
la existencia del cristiano en el mundo.
Si «elegir es renunciar», no se puede elegir la vida según el Espíritu,
sin sacrificar algo de la vida según la carne.
«Los que viven según sus
apetitos, a ellos subordinan su sentir; mas los que viven según el Espíritu,
sienten lo que es propio del Espíritu.
Ahora bien, sentir según los propios apetitos lleva a la muerte; sentir
conforme al Espíritu conduce a la vida y a la paz. Y es que nuestros desordenados apetitos están
enfrentados a Dios, puesto que ni se someten a su ley ni pueden someterse» (Rom
8,5-7).
El contraste entre
ambas vidas llega a configurarse como contraste entre vida y muerte: «Si vivís según vuestros apetitos,
ciertamente moriréis; en cambio, si
mediante el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis» (Rom 8,13).
(…)
Esto ha sido siempre
considerado como el fundamento de la ascesis que, por lo demás, no es
exclusiva del cristianismo, sino que está presente, bajo distintas
formas, en casi todas las grandes religiones: no se puede vivir según el espíritu,
sin mortificar el cuerpo y sus infinitas exigencias. En cualquier caso, es injusto atribuir a san
Agustín la «responsabilidad» de lo que se ha dado en llamar «odio al cuerpo»,
porque eso (si se puede hablar de odio) está presente en igual medida en el
cristianismo oriental, empezando por los Padres del desierto, que son ajenos a
todo influjo agustiniano.
No se puede negar que
el ascetismo ha ido acompañado de excesos.
Me bastaría un santo como
Francisco de Asís para demostrar que la «mortificación» y la renuncia
más radical pueden conjugarse con el amor más grande por la vida, por las
cosas, y un gozo desmesurado ante las criaturas de Dios.
v Necesidad de la lucha ascética
Cf. «El espíritu del Señor»,
cap. VIII:
En el hombre, aunque
ha sido redimido y le ha sido dado el Espíritu, permanece la triste posibilidad
de volver a ser «carne», es decir, hombre natural y decaído que puede ser
dominado por el egoísmo y que pone todo, por la idolatría, alrededor de sí
mismo. Por ello, la necesidad de la
lucha ascética, ya que la acción del Espíritu Santo no es automática y el
cristiano debe colaborar eliminando lo que puede impedir la obra del Espíritu.
Este proceso de purificación es llamado, en las cartas a los Gálatas (Cf. 5,
13.16-18) y a los Romanos (Cf 8, 1-12), la lucha
contra la carne. Ello implica la
mortificación cristiana, de la que se hablará más adelante..
v
El sentido de la mortificación cristiana
Cfr.
Raniero Cantalamessa, El Canto del
Espíritu, PPC 1991, capítulo VI, pp. 113-117
La
mortificación nunca debería ser un fin en sí misma, sino que debería tener
siempre como objetivo también la promoción de la vida ajena, tanto física como
espiritual. El máximo modelo, al
respecto, es Cristo, que murió para dar la vida al mundo, y renunció a su gozo
de vivir, para que el gozo de los demás fuera completo [2]. Los
cristianos verdaderamente «espirituales» son los que en esto han seguido a
Cristo. A menudo los ascetas más
implacables a la hora de afligir su cuerpo, han sido los más tiernos cuando han
tenido que aliviar el sufrimiento del cuerpo de sus hermanos, en todas sus
formas: minusvalía, enfermedad, hambre, lepra, etc. Nadie ha respetado, defendido y cultivado la
vida más que ellos. La experiencia
demuestra, por lo demás, que nadie puede decir «sí» a sus hermanos, si no está
dispuesto a decir «no» a sí mismo.
Las dos vidas suscitadas por el Espíritu - la
natural y la sobrenatural- no se tienen, por tanto, que separar, y mucho menos
contraponer entre sí, pero tampoco se han de confundir y reducir a una única
vida que no conoce solución de continuidad.
Es cierto que el Espíritu promueve la vida en todas sus manifestaciones,
naturales y sobrenaturales, haciéndola apta para recibir la forma a la que Dios
la ha destinado, que es la «conformidad» a Cristo. Fomenta la vida física en todo aquello que la
ennoblece y la orienta hacia su fin eterno (¡sin excluir nada!); la «mortifica»
en lo que se opone a ello.
3.
La vida del Espíritu
v
La vida según el
Espíritu no es otra cosa que participar en la vida misma de Cristo. Toda
la realidad cristiana (Iglesia, sacramentos, ascesis) tiene como finalidad
transformar cada vez más al hombre en imagen de Cristo, hacerle «nueva
criatura» en Cristo.
Cf. Raniero Cantalamessa, El Canto del Espíritu, PPC 1999, Capítulo VI, pp. 117-119
-
(...) Pablo escribe: «Ya no pesa, por tanto, condenación alguna
sobre los que viven en Cristo Jesús. La
ley
del Espíritu vivificador me ha liberado por
medio de Cristo Jesús de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8,1-2).
(...) La cosa más importante que emerge del texto
es la siguiente: el Espíritu da la vida, y la vida que el Espíritu da no es
otra cosa que la vida de Cristo, la vida que brota de la Pascua. Vivir según el Espíritu significa, por tanto,
participar en la vida misma de Cristo, compartir sus disposiciones internas,
hacerse «un solo espíritu» con él (1 Cor 6,17).
Estar, o vivir, «en el Espíritu» equivale, en la práctica, a estar, o
vivir, «en Cristo». (...)
Vista
desde el lado de quien la recibe, la vida del Espíritu es una vida voluntaria, a diferencia de la natural,
que es involuntaria. Nadie puede decidir
si nacer o no, mientras que cada uno puede decidir si renacer o no. En efecto, la nueva vida supone el acto de
fe; se obtiene «por medio del Espíritu que nos consagra y de la verdad en que
creemos» (2 Tes 2,13). En cierto
sentido, por la fe nos hacemos padres de nosotros mismos.
4.
La vida en Cristo se expresa en una vida filial,
en oración y obediencia filiales
Cf. «El Espíritu del Señor»,
cap. VIII: pp. 144-146
v
a) El Espíritu hace «hijos en el Hijo» y concede
sentimientos filiales.
El Espíritu
no sólo hace «hijos en el Hijo», sino que favorece tal experiencia concediendo
los sentimientos filiales expresados sobre todo en la oración: «Los
que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis
recibido no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un
espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: "¡Abbá!" (Padre).
Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de
Dios» (Rom 8,14-16; cf. también. Gál 4,4- 7). Para San Pablo, por tanto, el
Espíritu, además de hacer a los hombres hijos de Dios, gratificándolos con el
don de la adopción, da también la experiencia de serlo, llevándolos a invocarlo
dulcemente como Padre y dando testimonio de la adopción divina: «Con el
Espíritu Santo, que hace espirituales, está la readmisión al cielo, el retorno
a la condición de hijo, el atrevimiento de llamar a Dios Padre, el llegar a ser
partícipes de la gracia de Cristo, el ser llamado hijo de la luz y compartir la
gloria eterna» (SAN BASILIO, El Espíritu
Santo, XV, 36).
El cristiano
está verdaderamente redimido cuando deja que el Espíritu infunda dentro de él
el espíritu filial –espíritu de libertad y de incondicional confidencia -; es
decir, cuando se siente como un niño que
tiene absoluta necesidad del padre
a quien dirigir su plegaria filial, y que por sí solo no puede decir ni
siquiera «papá». Entonces será el mismo
Espíritu quien, como una madre presurosa, le ayudará a gritar con inmensa
ternura: «¡Abbá, Padre!». En efecto, si en Rom 8, 15 se dice que son los hijos
los que «gritan: Abbá», en Gál 4,6 se dice: «y por ser hijos envió Dios a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: Abbá, Padre».
v
b) La disposición de ánimo filial brota del
descubrimiento de la paternidad de Dios: el Espíritu revela al hombre a sí
mismo como «criatura nueva», haciéndole acoger con estupor el sentido
radicalmente nuevo de su existencia de
creyente.
Esta disposición de ánimo
filial no es, por tanto, algo superficial que toca sólo la esfera emotiva, sino
que brota de lo íntimo de la persona y es originada por el descubrimiento de la
paternidad de Dios, tal como fue revelada por Cristo: paternidad divina no en
sentido metafórico, sino real y auténtico. De este modo, el Espíritu hace tomar
viva conciencia de la condición de hijos de Dios, un descubrimiento éste que
implica las energías más íntimas del Espíritu, haciendo crecer y transformar a
toda la persona. En la experiencia de la filiación divina, el Espíritu revela
al hombre a sí mismo como «creatura nueva» (Gál 6,15; 2 Cor 5,17), haciéndole
acoger con estupor el sentido radicalmente
nuevo de su existencia de creyente.
v
c) La disposición filial se expresa en la
oración filial y en la obediencia filial.
Tal disposición filial se expresa, existencialmente,
además de en la oración filial, también y sobre todo en la obediencia filial.
Al seguimiento de Jesús, cuya existencia coincide con el ser hijo, y esto en la
identificación con la voluntad del Padre («mi comida es hacer la voluntad de
aquel que me ha enviado y llevar a cabo su obra», Jn 4,34; 6,38), la vida
filial del cristiano bajo la guía del Espíritu será una constante búsqueda de
la voluntad del Padre para conformarse con ella, por amor y no por temor,
porque el Espíritu es Aquel que libera del temor del esclavo e introduce en la
gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rom 8,14-16; Gál 4,4-7). Así, en esta
continua conformación con el Hijo crece la imagen del Hijo y, paralelamente,
también los sentimientos filiales: «El Señor es Espíritu, y donde está el
Espíritu del Señor está la libertad. Todos nosotros, a cara descubierta,
reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos transformarnos en la misma
imagen, de gloria en gloria, como movidos por el Espíritu del Señor» (2 Cor
3,17-18).
v
d) Entramos en la nueva vida a través de la
Palabra y los sacramentos
¿Cómo se entra, de
hecho, en esta nueva vida? A través de
dos medios fundamentales: la Palabra y los sacramentos. Las palabras de Jesús son «espíritu y vida» (Juan
6,63).
La Palabra no sólo está «inspirada» por el Espíritu Santo, sino que
también «espira» al Espíritu Santo. Sin
el Espíritu Santo es letra muerta; en cambio, con el Espíritu Santo da vida
(cfr. 2 Cor 3,6). Es un dato de la
experiencia: las Escrituras, leídas «espiritualmente» - es decir, con la luz y
la unción del Espíritu -, transmiten luz, consuelo, esperanza; en una palabra,
vida.
Junto
con la Palabra, los sacramentos. El
bautismo es el momento en que nacemos del Espíritu (cfr. Jn 3,5) y empezamos a
«llevar una vida nueva» (Rom 6,4). El
bautismo no es sólo el comienzo de la
vida nueva; es también su forma, su
modelo. La misma manera en que se lleva
a cabo (inmersión/emersión) indica que somos sepultados y resurgimos, morimos y
volvemos a vivir. Escribe san Basilio:
«La regeneración, como la misma
palabra indica, es el comienzo de una segunda vida. Pero para empezar una nueva vida, hay que
poner fin a la anterior... El Señor, al otorgarnos la vida, ha establecido con
nosotros la alianza del bautismo, símbolo de muerte y de vida: el agua
simboliza la muerte y el Espíritu ofrece la prenda de la vida» [3]. (…)
o
Algunos números del Catecismo
de la Iglesia Católica que se refieren a que recibimos la vida eterna o divina por medio de
los sacramentos
·
n. 1130:
(...) En los sacramentos de Cristo, la
Iglesia recibe ya las arras de su herencia, participa ya
en la vida eterna, aunque «aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria
del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tt 2, 13). «El Espíritu y la
Esposa dicen: ¡Ven ! . . ¡Ven, Señor Jesús ! « (Ap 22, 17.20).
S. Tomás
resume así las diferentes dimensiones del signo sacramental: «Por eso el sacramento
es un signo que rememora lo que sucedió, es decir, la pasión de Cristo; es un
signo que demuestra lo que se realiza en nosotros en virtud de la pasión de
Cristo, es decir, la gracia; y es un
signo que anticipa, es decir, que preanuncia la gloria venidera» (S. Tomás de A. s. th. 3, 60, 3).
·
n. 1212: (...) Los fieles renacidos en el Bautismo se
fortalecen con el sacramento de la Confirmación y,
finalmente, son alimentados
en la Eucaristía con el manjar de la vida eterna, y, así por medio de estos sacramentos
de la iniciación cristiana, reciben cada vez con mas abundancia los tesoros de
la vida divina y avanzan hacia la perfección de la caridad» (Pablo VI const.
apost. «Divinae consortium naturae»; cf OICA, praen. 1-2).
·
n. 1131: Los sacramentos son signos eficaces de la gracia,
instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por
los cuales nos es dispensada la vida
divina. (..)
5.
La vida divina en nosotros es la capacidad de
una relación personal con Dios, como «yo» y «tú»
Cf. Juan Pablo II, Enc. Dominum et vivificantem, 18.V.1986, nn. 34, 60:
·
n. 34: El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios: “Esto significa no sólo racionalidad
y
libertad
como propiedades constitutivas de la naturaleza humana, sino además, desde el
principio, capacidad de una relación
personal con Dios, como « yo » y « tú » y, por consiguiente, capacidad de alianza que tendrá lugar
con la comunicación salvífica de Dios al hombre. En el marco de la « imagen y
semejanza » de Dios, « el don del Espíritu » significa, finalmente, una llamada a la amistad, en la que las
trascendentales « profundidades de Dios » están abiertas, en cierto modo, a la
participación del hombre. El Concilio Vaticano II enseña: « Dios invisible (cf.
Col 1, 15; 1 Tim 1, 17) movido de amor, habla a los hombres como amigos,
trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para
invitarlos y recibirlos en su compañía ».( Const. dogm. Dei Verbum, sobre la
divina revelación, 2.)”
o
Esta dimensión divina del ser
y de la vida del hombre, obra del Espíritu Santo, le hace capaz de liberarse de
los diversos determinismos -
condicionamientos y mecanismos - que
dominan en la sociedad y que no favorecen el desarrollo y la expansión del
espíritu humano; es una contribución al bien de la sociedad, es una liberación
y afirmación de la grandeza del hombre ....
·
n. 60: Cuando, bajo el influjo del
Paráclito, los hombres descubren esta dimensión divina de
su ser y de su vida, ya sea como personas ya sea
como comunidad, son capaces de liberarse de los diversos determinismos
derivados principalmente de las bases materialistas del pensamiento, de la
praxis y de su respectiva metodología. En nuestra época estos factores han
logrado penetrar hasta lo más íntimo del hombre, en el santuario de la
conciencia, donde el Espíritu Santo infunde constantemente la luz y la fuerza
de la vida nueva según la libertad de los hijos de Dios. La madurez del hombre
en esta vida está impedida por los condicionamientos y las presiones que
ejercen sobre él las estructuras y los mecanismos dominantes en los diversos sectores
de la sociedad. Se puede decir que en muchos casos los factores sociales, en
vez de favorecer el desarrollo y la expansión del espíritu humano, terminan por
arrancarlo de la verdad genuina de su ser y de su vida, —sobre la que vela el
Espíritu Santo— para someterlo así al « Príncipe de este mundo ».
o
....... cuando se da un
estado de persecución y en situaciones normales de la sociedad.
(...) El Espíritu Santo “es el único que puede ayudar
a las personas y a las comunidades a liberarse de los viejos y nuevos
determinismos, guiándolos con la « ley del espíritu que da la vida en Cristo
Jesús »1, descubriendo y realizando la plena dimensión de la verdadera libertad
del hombre. En efecto —como escribe San Pablo— « donde está el Espíritu del
Señor, allí está la libertad » 2. Esta revelación de la libertad y, por
consiguiente, de la verdadera dignidad del hombre adquiere un significado
particular para los cristianos y para la Iglesia en estado de persecución —ya
sea en los tiempos antiguos, ya sea en la actualidad—, porque los testigos de
la verdad divina son entonces una verificación viva de la acción del Espíritu
de la verdad, presente en el corazón y en la conciencia de los fieles, y a
menudo sellan con su martirio la glorificación suprema de la dignidad humana.
También en las situaciones
normales de la sociedad los cristianos, como testigos de la auténtica dignidad
del hombre, por su obediencia al Espíritu Santo, contribuyen a la múltiple «
renovación de la faz de la tierra », colaborando con sus hermanos a realizar y
valorar todo lo que el progreso actual de la civilización, de la cultura, de la
ciencia, de la técnica y de los demás sectores del pensamiento y de la
actividad humana, tiene de bueno, noble y bello 3. Esto lo hacen como discípulos de Cristo,
—como escribe el Concilio— « constituido Señor por su resurrección ... obra ya
por virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el
anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también
con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana
intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin » 4.
De esta manera, afirman aún más la grandeza del hombre, hecho a imagen y
semejanza de Dios; grandeza que es iluminada por el misterio de la encarnación
del Hijo de Dios, el cual, « en la plenitud de los tiempos », por obra del
Espíritu Santo, ha entrado en la historia y se ha manifestado como verdadero
hombre, primogénito de toda criatura, « del cual proceden todas las cosas y para
el cual somos »5.
1. Romanos 8, 2
2. 2 Corintios 3, 17
3.
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Gaudium et spes, nn. 53-59
4.
Ibid. 38
5.
I Corintios 8, 6
6.
Caminar en una vida nueva, en la vida divina: la
compenetración con Cristo es necesaria para que se dé una auténtica existencia
cristiana, y no solamente devociones y prácticas.
·
Forja, n.
97: Renueva cada jornada el deseo eficaz de anonadarte, de abnegarte, de
olvidarte de ti mismo, de
caminar “in novitate sensus, con una vida nueva,
cambiando esta miseria nuestra por toda la grandeza oculta y eterna de Dios.
·
Forja, n.
452: Necesitas imitar a Jesucristo, y darlo a conocer con tu conducta. No
me olvides que
Cristo asumió nuestra naturaleza, para introducir a todos
los hombres en la vida divina, de modo que —uniéndonos a El— vivamos individual
y socialmente los mandatos del Cielo.
·
Amigos de Dios, n. 206: No olvidemos jamás que
para todos —para cada uno de nosotros, por tanto— sólo
hay dos modos de estar en la tierra: se vive vida divina,
luchando para agradar a Dios; o se vive vida animal, más o menos humanamente
ilustrada, cuando se prescinde de El.
·
Es Cristo que pasa, n.134: Vivir según el Espíritu
Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que
Dios
tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a
su medida. Una vida cristiana madura, honda y recia, es algo que no se
improvisa, porque es el fruto del crecimiento en nosotros de la gracia de Dios.
En los Hechos de los Apóstoles, se
describe la situación de la primitiva comunidad cristiana con una frase breve,
pero llena de sentido: perseveraban todos
en las instrucciones de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del
pan y en la oración.
Fue así como vivieron aquellos primeros, y como
debemos vivir nosotros: la meditación de la doctrina de la fe hasta hacerla
propia, el encuentro con Cristo en la Eucaristía, el diálogo personal —la
oración sin anonimato— cara a cara con Dios, han de constituir como la
substancia última de nuestra conducta. Si eso falta, habrá tal vez reflexión
erudita, actividad más o menos intensa, devociones y prácticas. Pero no habrá
auténtica existencia cristiana, porque faltará la compenetración con Cristo, la
participación real y vivida en la obra divina de la salvación.
Vida Cristiana
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