Miércoles, 28 de agosto de 2019
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La guerra entre sus padres marcó la vida de Bettina
Ø Prostituta de lujo tras una infancia rota, vivía sin Dios y lo halló por caminos sorprendentes
Dios nunca nos abandona y aparece en nuestra vida de formas inesperadas: Bettina ha podido comprobarlo.
ReL - 28 agosto 2019
Bettina di
Fiore intentó suicidarse dos veces. Lo
contó en antena, hace año y medio, al periodista católico Patrick
Madrid en su programa en Relevant
Radio. Su interlocutora, una mujer joven, recomendaba ahora
como argumentos disuasorios tanto la oración como consultar con aquellas
personas que sentirían de verdad si esa decisión se llevase a cabo.
Como contó
en su día ReL, Bettina vive en el área de la bahía de San Francisco
(California, Estados Unidos) y se licenció en filología inglesa en 2008. Tiene
un blog, Watching
the Whirlwind, donde ha contado también la historia dramática
de los dos abortos a los que se sometió cuando tenía 16 y 20 años.
"Tengo dos hijos, pero están muertos. Nunca tuve oportunidad de cogerles
de la mano. Ni siquiera llegaron a respirar. Porque los aborté. Y son los dos
mayores errores de mi vida", confiesa desolada: "Cada día desde su
muerte he sentido los dos agujeros en mi vida donde deberían estar mi hijo y mi
hija. No permitáis que nadie os diga que vuestra vida será más completa
tras un aborto, porque es mentira. Durante el resto de vuestra vida
sentiréis que algo se ha perdido".
En un
reciente artículo en One Peter
Five, Bettina di Fiore ha contado la historia de su vida y
de su conversión, que incluye momentos terribles antes, durante y después de
esas experiencias de aborto e intento de suicidio. Una historia que
gira en torno a la figura de su padre, en torno al hombre que le descubrió,
sin él serlo, todo el sentido de la palabra padre, y en torno al Padre
celestial, quien salió a su encuentro de formas singulares, desde
una clase de química a la pegatina de un programa de radio, pasando por su
misma experiencia como prostituta:
ENCONTRAR A MI PADRE
En algunos
de mis mejores recuerdos de infancia estoy sentada en la parte
de atrás del coche de mi padre, escuchando la música que a él le gusta. Él
solía venir a recogerme a la guardería a última hora de la tarde, y yo cerraba
mis ojos y me sumergía en la canción que sonara en ese momento: tal vez Dear Prudence, de los
Beatles, o Through the
Long Night, de Billy Joel, o Don't Let It Bring You Down, de Neil
Young. En estado de ensoñación y con los ojos medio cerrados, levantaba la
mirada y veía a mi padre sonriéndome con complicidad a través
del espejo retrovisor.
"¿Te
estás durmiendo?", me preguntaba divertido.
"No,
papá" mascullaba yo, "estoy sólo descansando los ojos".
En esos
instantes llenos de ternura yo no tenía que planificar nada, ni tenía que
preocuparme o manejar la situación en mi propio provecho. Me sentía segura,
convencida de que estaba en las manos amorosas, capaces y protectoras de
quien me llevaría a donde tenía que ir.
He pasado
la mayor parte de mi vida intentando volver a sentirme así.
* * *
Mis padres
se divorciaron cuando aún era demasiado pequeña
para comprender el significado de esta palabra. Pero no tardé mucho en darme
cuenta que significaba el final del mundo tal como lo había conocido
hasta entonces.
Antes del
divorcio, era mi padre quien me cuidaba. Mi madre se pasaba las noches en
los night-clubs esnifando
cocaína, y los días durmiendo tras la juerga de la noche anterior, a menudo en
la cama de un extraño. Si mi madre era indiferente, mi padre, en cambio, estaba
siempre presente. Las ausencias de mi madre las llenaba mi padre.
Él cocinaba; los sandwiches de
queso caliente eran su especialidad. Él me bañaba. Él era quien me leía cuentos
antes de irme a dormir, sentado en mi mecedora favorita, y quien me enseñó a
leerle esas mismas historias.
Todo esto
cambió cuando mis padres se separaron. A mi madre le dieron mi custodia y me
llevó a la otra punta del país, alejándome de mi padre. Con ella nunca estaba
segura de que ese día comería; hubo ocasiones en las que tenía tanta hambre que
tuve que robar comida del supermercado. Con ella, no sólo tenía que
ocuparme de mis propias necesidades, sino también de las suyas: con 10 años
era yo quien se ocupaba de la casa. Y con ella ya no había cuentos para dormir.
Pero había
relatos fantásticos. Mi madre mentía tan a menudo, de manera tan flagrante y
con tanta inventiva que a menudo se engañaba a sí misma. Mentía porque se
aburría, mentía para esconder la poco halagüeña realidad... ¡caray, mentía
incluso para pasar el tiempo! Sobre todo mentía para manipular, y
la mayoría de la gente caía inmediatamente en su red de falacias.
Yo no era
una excepción. Cuando era pequeña debí ser para ella como lo que representa una
pequeña ciudad de provincias para un vendedor de crecepelo: inocente, crédula y
sin sentido del ridículo. En otras palabras, era una presa fácil.
La mayoría
de las mentiras que mi madre me dijo eran sobre mi padre. Cuando tenía que renunciar a algo por falta de dinero, le culpaba
a él. Me decía que no había mandado el dinero para mi manutención de ese mes
-no podía admitir que lo había dilapidado todo en drogas-, y decía de él que
era un tacaño, que lo único que amaba era su cartera. Me hacía hablar con él
para pedirle dinero, y los silencios incómodos y tensos que seguían parecían
apoyar su opinión. El hecho de que su situación económica estuviera mejorando
rápidamente al hacer carrera en la compañía petrolífera en la que trabajaba, y
el hecho de que pasara mucho tiempo en el trabajo, incluso cuando yo le
visitaba, parecía confirmar cuanto decía mi madre sobre su materialismo y su
ineptitud como padre.
Pero yo
necesitaba desesperadamente creer en él y no en lo que ella me decía,
por lo que me propuse conseguir su afecto y que sintiera orgulloso de mí. Me
metí en la cabeza que el modo era impresionarlo, que para que me amara debía
rendir más, por lo que conseguí tener las mejores notas del colegio y del
instituto y ser la primera de mi instrumento en la banda y la orquesta. Aprovechaba
cualquier oportunidad para demostrarle que yo era especial.
En 7º, por
ejemplo, luché para conseguir el permiso de la junta escolar para pasar a 8º
curso. Y lo logré. Pero cuando se lo dije, apenas levantó la mirada del
periódico que estaba leyendo. Era mi mayor logro, pero no pareció impresionarle
lo más mínimo.
Empecé a
creer que era verdad lo que decía mi madre de él: que era una persona fría,
indiferente y a la que sólo le interesaba el dinero. Empecé a creer que yo no
era una prioridad para él. Empecé a creer que, sencillamente, no me
quería.
* * *
En ese
mismo periodo empecé a perder la fe en Dios.
Crecí en
el Bible Belt [Cinturón
de la Biblia, extensa región de Estados Unidos donde el cristianismo evangélico
tiene un profundo arraigo social] y siempre había dado por sentada la
existencia de Dios, aunque mis padres no eran religiosos. Rezaba en
proporción inversa a la calidad de mi vida con mi madre: cuanto peor iban
las cosas, más rezaba yo. Recuerdo un sinfín de noches despierta, tumbada sobre
la pila de mantas que hacían las veces de colchón, con las manos juntas y mi
mirada fija en la luna, que brillaba a través de la ventana como un faro en la
oscuridad de la pradera. Recuerdo gritar con todo mi corazón: "Por
favor, por favor, sálvame del infierno. Querido Dios, ayúdame a buscar una
salida".
Los años
pasaban y la vida con mi madre iba de mal en peor; en la época en la que
conseguí irme de casa, ella y su novio del momento, un ex presidiario, iban
siempre puestos hasta las cejas de crack. Cuando no estaban discutiendo, me
amenazaban, y llevaban a cabo sus amenazas. Cada noche había en casa un circo
grotesco: o bien mi madre y su novio intentaban matarse a golpes, o el grupo de
yonquis, malhechores, camellos y todo tipo de facinerosos que formaban su
círculo de amistades aparecía por casa para improvisar una fiesta. Cada mañana
traía consigo botellas de cervezas rotas, ceniceros rebosantes, vómitos en la
alfombra, desconocidos desmayados y manchas de sangre en los muebles. Se
esperaba de mí que pusiera orden en todo este caos.
Los días
pasaban y mis peticiones llenas de angustia a un Dios en el que creía, pero del
que no sabía nada, crecían en intensidad y frecuencia. Nunca recibí respuesta.
Con el tiempo, empecé a sospechar que no había nadie al otro lado.
* * *
Llegué a
la adolescencia plenamente convencida de que ni mi padre celestial ni mi padre
terrenal se preocupaban por mí lo más mínimo. Dejé de rezar y mi
relación con mi padre se hundió. Los sandwiches de queso caliente y la mecedora
parecían algo de un pasado muy remoto. Cuando pude abandonar la casa de mi
madre a los catorce años, me fui a vivir con mi abuela, no con mi
padre.
La ruptura
llegó cuando yo tenía veintiún años. Tras
años de resentimiento oculto (por mi parte), finalmente tuvimos una enorme
discusión. Él me dijo que me sostendría económicamente si volvía a la
universidad. Yo había atravesado el país para ir a la facultad que quería, pero
cuando llegó la matrícula, él me dijo que me ayudaría ese semestre, pero que
después tenía que apañármelas sola.
Fue la
gota que colmó el vaso. Le ataqué verbalmente. Él hizo lo mismo. Ambos dijimos
cosas que nunca deberíamos haber dicho.
No
volvimos a decirnos absolutamente nada en quince años.
* * *
Pasé
enfadada los últimos años de mi adolescencia y los primeros de mi juventud. Me
pasaba el tiempo diciéndome, y diciendo a los demás, que no necesitaba a mis
padres, porque era claramente capaz de cuidar de mí misma. A menudo intentaba
convencerme de que no existía ninguna razón lógica por la que tuviera que
amarlos. Al mismo tiempo, me sentía furiosa porque mis padres me habían
abandonado, porque estaba segura de que mi vida como adulta no sería tan
difícil y caótica si hubiera sido amada de niña.
Estaba rabiosa
contra las instituciones, que deberían haber intervenido para sacarme del
ambiente de violencia que vivía en casa de mi madre mucho antes de que yo
consiguiera irme; sentía que mi vida no hubiera sido tan horrible si no hubiera
vivido ese infierno.
Estaba
cabreada con el universo y la vida misma por obligarme a existir, porque consideraba
mi existencia como algo despreciable.
La rabia
que sentía contra mi padre acabé proyectándola a todos los hombres.
Realmente creía que todos los problemas del mundo estaban causados por los
errores y las tendencias que normalmente se atribuyen a los hombres. Las
guerras, los genocidios y la violencia de todo tipo eran el resultado de
demasiada testosterona. Si se sacaba a los hombres de la foto, el mundo sería
mejor y habría más paz. Así pensaba yo.
No sólo
estaba enfadada con mi patriarca personal, y el patriarcado en general, también
estaba enfadada con el Patriarca Celestial. Llegué a despreciar la mera
idea de Dios; sentía que un ser así no podía existir, y que si lo hacía, no
quería tener nada que ver con Él. Cualquier deidad que permitía que los niños
sufrieran como yo había sufrido no merecía mi alabanza.
Poco a
poco, borré del guión de mi vida a mi padre, luego a los otros hombres
y, por último, a Dios.
* * *
Cuando era
una veinteañera, me convertí en una prostituta de lujo. Aquí empezó
el proceso que me hizo madurar. Mis clientes eran políticos, ejecutivos,
deportistas, periodistas, hombres que habían hecho una fortuna con la
tecnología y, de vez en cuando, hombres corrientes. Incluso tuve como cliente a
un joven estudiante universitario que venía a verme cada vez que recibía su
beca: una sola visita podía costarle más de lo que le sobraba después de pagar
la matrícula.
Todos
estos hombres tenían una cosa en común: eran todos aves heridas.
Solitarios, marginados, soportaban una pesada carga. Muchos de ellos buscaban
algo más que el placer físico, algún tipo de conexión que tuviera sentido. A la
mayoría le hubiera ido mejor con un terapeuta experto, pues este era el papel
que muchos de ellos me atribuían. Por la razón que sea, eligieron tumbarse en
mi sofá y no en el de un psiquiatra.
Tal vez la
ilusión del anonimato era el factor detonante. Ese mundo tiene una especie de
secreto de confesión: se sobreentiende que lo que se dicen una prostituta y su
cliente es confidencial. Estos hombres sabían que nunca se encontrarían conmigo
en sus vidas "reales", lo que me convertía en una persona más fiable
y segura para sus confidencias. En consecuencia mis clientes, sobre todos los
que eran clientes habituales, me abrían su corazón. En mi
habitación no sólo se quitaban la ropa, también dejaban de fingir, poniéndome
en la privilegiada y excepcional posición de ver a los hombres como realmente
son.
Por lo
general, todos ellos vivían matrimonios tristes, fracasados. Algunos tenían
mujeres que se negaban a tener relaciones sexuales o eran poco afectuosas,
otros tenían esposas que los utilizaban para lo que les convenía; había los que
no respetaban a sus mujeres, o las ninguneaban o las dominaban. Estos hombres
querían comprar, por horas y a un precio desorbitado, una copia
aproximada de la atención femenina tradicional que no tenían en casa.
Si sus
esposas decidían divorciarse, ellos normalmente lo perdían todo:
casa, ahorros y, sobre todo y lo más doloroso para mis clientes, sus hijos. Un
hombre que vino a verme había dejado de dormir hacía poco en su coche, porque
su ex esposa se había quedado con la casa y no pudo encontrar enseguida otro
lugar donde vivir. Otro no había visto a su hijo en más de un año porque su ex
mujer había dejado de enviar al niño para las visitas, y ni los tribunales ni
la ley intervinieron. Otro, debido a la desmesurada parcialidad que tenía el
tribunal en favor de las madres, no pudo obtener la custodia de su hija, que
vivía con la madre mentalmente enferma, a pesar de que tenía amplia
documentación sobre el comportamiento errático e irresponsable de su ex esposa.
Estos
hombres no eran los únicos. Conocí a muchos otros que vivían circunstancias
similares.
Siempre me
había considerado una mujer progresista y feminista. Pero tenía ante
mí, literalmente uno tras otro, casos que desafiaban mi punto de vista.
Estos hombres no eran tiranos crueles que despiadadamente sacaban partido de un
sistema que les favorecía gracias a generaciones de dominación masculina. Tampoco
eran competidores satisfechos rivalizando con sus iguales del otro sexo en
igualdad de condiciones. Eran prisioneros de guerra derrotados a quienes
mujeres despiadadas les hacían pagar no sólo sus crímenes, cualesquiera que
estos fueran, sino también los supuestos crímenes de sus antepasados
masculinos; mujeres que ya se estaban beneficiando del ilimitado e
incondicional apoyo de las instituciones. A estos hombres se les había dicho
docenas de veces en docenas de modos distintos que eran malos, y que estaban
equivocados por el mero hecho de ser hombres.
He visto
realmente a muchos hombres -buenos hombres, aunque débiles en la carne-
perseguidos y reducidos de manera injusta a una vida miserable. No
podía no mirar de frente la evidencia. Tenía que reconsiderar mi posición.
* * *
Dado que
me había equivocado sobre los hombres, tenía que aceptar la posibilidad de que
estuviera equivocada sobre otras cosas. Cuando, con casi treinta años, volví a
la universidad, descubrí que era así. Estaba en una facultad muy progresista,
pero esto no detuvo a mi profesora de química general, que dedicó
toda una clase a desafiar el ateísmo de sus estudiantes. ¿Cuál era el punto
esencial de su reflexión? Que no se consigue "algo" de la
nada, no importa la reacción que tenga lugar. Tienes que poner
"algo" para conseguir "algo". Si esto es así, ¿de dónde
surgió el "algo" que originó el universo?
Ahora me
suena sencillo y razonable, pero en aquel entonces hizo que mi mente diera
vueltas como un torbellino. Desafiaba todo lo que había creído durante mi edad
adulta. Pero, de nuevo, no podía negar la evidencia que tenía ante mí.
Ese día, mi identidad pasó de "atea" a "agnóstica". Al
poco tiempo empecé mi búsqueda de ese "algo" que había generado el
"algo" original.
Estudié en
profundidad todas las principales religiones. Incluso acudí a un
ritual vudú. La única religión que seriamente consideré en adoptar es el
judaísmo. Lo estudié e iba a una sinagoga. Pero cuando llegó el momento
del mikvah,
di marcha atrás. Algo, no sabía exactamente el qué, no acababa de convencerme.
Faltaba algo.
Tardé unos
ochos años en comprender qué era ese algo.
* * *
Estaba
viviendo con mi novio, llevábamos juntos unos cuatro años. Había
dejado la prostitución. Obviamente, lo había hecho por mi novio. Mi vida era
mejor de lo que había sido nunca; sin embargo, algo faltaba en ella.
Un día
estaba aparcando enfrente de nuestro apartamento en North Oakland cuando vi que
el coche que estaba aparcado delante tenía una pegatina de una emisora
de radio católica. "Vaya", pensé, "¿de qué podrán hablar
durante 24 horas al día?".
Empecé a
ver esas pegatinas por todas partes. Parecía que de cada tres coches que
veía, uno la tenía. Poco a poco me fue invadiendo la curiosidad y decidí
sintonizar la emisora. Lo que oí me sorprendió. Tenía sentido. Y
las personas no eran raras como la gente que está en los medios de comunicación
protestantes. Yo había crecido en la era de los predicadores evangelistas de la
televisión y del Trinity Broadcasting Network (TBN), y siempre había pensado
que estas personas eran, como mínimo, un poco escalofriantes. Pero
las personas que hablaban en la radio católica parecían realmente... normales.
Y razonables. Acabé escuchando la emisora católica mientras trabajaba -en esa
época limpiaba casas-, y los programas que oía me ayudaron a
soportar la rutina y la pesadez de mi trabajo.
Al cabo de
dos semanas, me desperté un domingo por la mañana con una convicción que ardía
dentro de mí: tenía que ir a misa. Sentía que no podría seguir
viviendo si no lo hacía. Me pasé el día dudando y, por fin, esa tarde fui a mi
primera misa.
No sería
la última.
* * *
Después de
buscar un poco, encontré una parroquia con misa tradicional en
la que me sentí como en casa. Conocí a un sacerdote con el que
hice las catequesis, y que acabó siendo la persona más influyente de mi vida.
Tenía una
enorme paciencia conmigo. Me escuchaba cuando daba rienda suelta a todo mi
escepticismo, basado en muchas experiencias. Entonces, de un modo claro y
exhaustivo, utilizaba la ciencia, la filosofía, la historia -todo lo que
considerara pertinente-, para demostrar la verdad de cualquier idea o doctrina
que me obsesionara. Cogió mis dudas y mis objeciones y las desmanteló
con una precisión de cirujano. En resumen, hizo lo que mi profesora de química
había hecho muchos años antes, sólo que él dio un paso más: me demostró que
Dios existía, e hizo que me identificara y familiarizara con Él. No
sólo respondió de manera satisfactoria a mis preguntas sobre qué, Quién, cuándo
y dónde, sino que fue capaz de decirme por qué. Esto es lo que necesitaba
para convencerme y convertirme al catolicismo.
Bettina
sostiene en brazos a su ahijada Zita, durante el bautizo de la pequeña.
Foto: @bettinadifiore.
Pero este
sacerdote hizo mucho más que llevarme a la conversión, me proporcionó
un modelo de lo que debe ser un padre.
A medida
que se acercaba la fecha de mi bautismo, empecé a sentir que la
guerra fría entre mi padre biológico y yo no sólo era estúpida, sino también un
impedimento a mi conversión total y verdadera. Este sacerdote estuvo de acuerdo
conmigo. Así que un día de otoño de 2013 cogí el teléfono y llamé a mi
padre por primera vez en quince años.
Se
emocionó de felicidad al oírme. Lloramos, reímos, y lloramos-reímos.
Tuvimos una larga conversación que incluyó pedir perdón, explicarse, expresar
nuestro arrepentimiento y comprometernos a construir una relación mejor en el
futuro.
* * *
La pérdida
y posterior redescubrimiento de mis padres han definido la historia de
mi vida. No creo que sea una coincidencia que los encontrara a ambos casi al mismo
tiempo, amorosamente ayudada por un hombre al que me dirijo llamándole
"padre".
No es una
historia acabada: el proceso de conocimiento de mis padres sigue en marcha.
Sigo aprendiendo, lentamente, a conocer a mis padres, quiénes son, cómo
amarlos y respetarlos, y qué significa ser una hija. Es el viaje más
maravilloso que he emprendido nunca.
Mi padre
lo ha resumido de manera perfecta: "Creo que el final, cuando llegue, será
maravilloso y espero que lo podamos escribir juntos".
Traducción
de Elena Faccia Serrano.
Publicado
en ReL el 19 de octubre de 2018.
www.parroquiasantamonica.com
Vida Cristiana
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