EL
CORAZÓN QUE NUNCA OLVIDA
Antonio
Orozco
Arvo.net,
19.06.2009
En el mes de junio, el pueblo cristiano dedica especial
culto y veneración al Sagrado Corazón de Jesús. El lenguaje bíblico no tiene
nuestra palabra persona. Sin embargo,
“corazón” es un término frecuente y riquísimo de contenido, con el que se puede
elaborar una antropología muy ajustada a la realidad humana, material e
inmaterial a un tiempo, inmanente y trascendente al mundo. Unidad de cuerpo
corruptible y alma inmortal.
San Josemaría, después de salir al paso de críticas y
desviaciones en torno a la tradicional devoción católica al Sagrado Corazón,
resume su contenido bíblico, teológico y antropológico, sobre la base de la
Escritura: «Tengamos presente, dice, toda la riqueza que se encierra en estas
palabras: Sagrado Corazón de Jesús. Cuando hablamos de corazón humano no nos
referimos sólo a los sentimientos, aludimos a toda la persona que quiere, que
ama y trata a los demás. Y, en el modo de expresarse los hombres, que han
recogido las Sagradas Escrituras para que podamos entender así las cosas
divinas, el corazón es considerado como el resumen y la fuente, la expresión y
el fondo último de los pensamientos, de las palabras, de las acciones. Un
hombre vale lo que vale su corazón, podemos decir con lenguaje nuestro.» (Es Cristo que pasa, n. 164).
Juan Pablo II lo dice así: « El corazón decide de la profundidad
del hombre. Y, en todo caso, indica la medida de esa profundidad, tanto en la
experiencia interior de cada uno de nosotros, como en la comunicación
interhumana». Sigamos con San
Josemaría: «Al corazón pertenecen la alegría: que se alegre mi corazón en tu socorro; el arrepentimiento: mi corazón
es como cera que se derrite dentro de mi pecho (Ps 21, 15); la alabanza a Dios: de
mi corazón brota un canto hermoso (Ps
44, 2) ; la decisión para oír al Señor: está
dispuesto mi corazón (Ps 56, 8); la vela amorosa: yo duermo, pero mi corazón vigila (Cant 5, 2). Y también la duda y
el temor: no se turbe vuestro corazón,
creed en mí (Ioh 14, 1). El corazón
no sólo siente; también sabe y entiende. La ley de Dios es recibida en el
corazón (Cfr. Ps 39, 9)., y en él permanece escrita (Cfr. Prov 7, 3). Añade
también la Escritura: de la abundancia del corazón habla la boca (Mt 12, 34) .
El Señor echó en cara a unos escribas: ¿por qué pensáis mal en vuestros
corazones? ( Mt 9, 4). Y, para resumir todos los pecados que el hombre puede
cometer, dijo: del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios,
adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias (Mt 15, 19).
Cuando en la Sagrada Escritura se habla del corazón, no se trata
de un sentimiento pasajero, que trae la emoción o las lágrimas. Se habla del
corazón para referirse a la persona que, como manifestó el mismo Jesucristo, se
dirige toda ella -alma y cuerpo- a lo que considera su bien: porque donde está tu tesoro, allí estará
también tu corazón (Mt 15, 19. Por eso al tratar ahora del Corazón de
Jesús, ponemos de manifiesto la certidumbre del amor de Dios y la verdad de su
entrega a nosotros. Al recomendar la devoción a ese Sagrado Corazón, estamos
recomendando que debemos dirigirnos íntegramente -con todo lo que somos:
nuestra alma, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestras palabras y
nuestras acciones, nuestros trabajos y nuestras alegrías- a todo Jesús » . (Es Cristo que pasa, num.164).
Es a toda la Persona de Cristo a quien se dirige el culto amoroso
del cristiano, agradecido a su Dios hecho carne,
hombre de carne y hueso, para rescatarnos del pecado y de la «segunda muerte»,
en palabras de la Escritura. Suele decirse que el Espíritu Santo, tercera
persona divina, es el Amor en Persona, y es verdad. Pero las tres Personas son
una unidad, un solo Dios, una comunión de Amor. Cada una de ellas es Amor.
Jesucristo es el Amor encarnado. Toda su realidad humana, cada momento de su
existencia terrena es expresión de su amor de Dios eterno. Así se explica, por
su amor sin límite, su anonadamiento en Belén, en Nazaret, en la Pasión, en el
Calvario, en la Eucaristía. Y por el amor que contiene, una sola gota de su
sangre encierra un valor salvador infinito. Todo ello se plasma de algún modo
en el símbolo del corazón.
El Corazón abierto físicamente por una lanza en el Gólgota, del
que manó sangre y agua, es también símbolo de la apertura universal de su amor
inmenso. Quien no entienda esto, aunque sea solo de un modo teórico,
seguramente jamás ha estado enamorado. O lo ha olvidado. Tampoco puede entender
las pegatinas con el ingenuo símbolo aludido, las hipérboles amorosas, un elevado
tanto por ciento de las canciones populares. En fin, no puede entender casi
nada de lo más importante que sucede en este mundo.
«En esto se concreta la verdadera devoción al Corazón de Jesús –
dice san Josemaría-: en conocer a Dios y conocernos a nosotros mismos, y en
mirar a Jesús y acudir a El, que nos anima, nos enseña, nos guía. No cabe en
esta devoción más superficialidad que la del hombre que, no siendo íntegramente
humano, no acierta a percibir la realidad de Dios encarnado. Jesús en la Cruz,
con el corazón traspasado de Amor por los hombres, es una respuesta elocuente
-sobran las palabras- a la pregunta por el valor de las cosas y de las
personas. Valen tanto los hombres, su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de
Dios se entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos. ¿Quién no
amará su Corazón tan herido?, preguntaba ante eso un alma contemplativa. Y
seguía preguntando: ¿quién no devolverá amor por amor? ¿Quién no abrazará
un Corazón tan puro? Nosotros, que somos de carne, pagaremos amor por amor,
abrazaremos a nuestro herido, al que los impíos atravesaron manos y pies, el
costado y el Corazón. Pidamos que se digne ligar nuestro corazón con el vínculo
de su amor y herirlo con una lanza, porque es aún duro e impenitente. Son
pensamientos, afectos, conversaciones que las almas enamoradas han dedicado a
Jesús desde siempre. Pero, para entender ese lenguaje, para saber de verdad lo
que es el corazón humano y el Corazón de Cristo y el amor de Dios, hace falta
fe y hace falta humildad.» (nn. 164-165)
«Creadores» de «sentido»
Los símbolos son un medio humano de expresión y comunicación,
equivalen a una síntesis, a veces, de elevados conceptos. Dios los ha utilizado
a lo largo de la Historia de la salvación para comunicarse con los hombres y sigue
haciéndolo. La sagrada liturgia está compuesta de palabras y símbolos, ritos y
ceremonias que entran por los sentidos y nos elevan a las realidades más
espirituales. Las apariencias del pan y del vino consagrados esconden la
Presencia Real del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. La
separación de ambas especies simboliza la realidad de la presencia del
sacrificio de Cristo en la Cruz. «Cuando el centurión en el Gólgota, traspasó
con una lanza el Crucificado, de su costado salió sangre y agua. Este es el
signo de la muerte. El signo de la muerte humana del Dios Inmortal.» (Juan
Pablo II). Hay símbolos que, por voluntad de Dios, son signos de una realidad
sobrenatural, como el agua del bautismo, que nos indica el amor de Dios que se
derrama, purifica y eleva al bautizado a la participación en la vida divina.
En sentido estricto sólo Dios puede crear «de la nada».
También es verdad que nos ha hecho partícipes de su poder creador. Podemos
«crear» desde algo previo. No nos limitamos a emitir sonidos, interjecciones,
gritos de pánico o rabia, suspiros de bienestar… Las palabras son sonidos a los
que hemos conferido una significación, comunican no solo sentimientos y
emociones, también pensamientos, argumentos, discursos… No construimos nidos o
madrigueras, hacemos casas y las convertimos en hogares, decoradas - con decoro
- por múltiples objetos «inútiles» dotados de sentido evocador. Una fotografía
en un marco, una flores, una reliquia familiar... Tienen sentido más que material. Lo hemos creado nosotros.
Alguien toma una flor bonita y se la da a otra persona
diciendo: «mira, es como tú». Entonces, todos los elementos materiales de la
flor, la forma, el color, el aroma... cobran una nueva significación, se humanizan, adquieren un poder
evocador, son origen y causa de profundos sentimientos humanos. Esa flor ha
adquirido un poder conmovente.
Cambian el rumbo de una vida, o de dos, o de muchas. La flor ha sido dotada de
sentido por quien la ofrece de ese modo y ha adquirido un sentido para quien la
recibe. El sentido es algo que
ponemos y produce efectos reales en las personas. He ahí el sentido de los sacrificios religiosos, presentes en
todas las culturas.
El sacrificio religioso es ante todo el reconocimiento de
la soberanía de Dios. No es humillación para el hombre. Saberse criatura de
Dios es reconocer que sin Dios nada somos, tanto como que con Él somos llamados
a la existencia por una razón de amor infinito, y destinados al infinito Amor.
Con el misterio de la Encarnación del Verbo, nos sabemos llamados a ser hijos en el Hijo, y lo somos, dice san
Juan. Por eso, le adoramos, le glorificamos, le damos gracias. Nos reconocemos
de Él y para Él en el Amor de su Espíritu, donde se halla la felicidad
completa.
Así la existencia humana se convierte en una historia de
amor humano a lo divino. El Hijo se ha entregado gustosamente al sacrificio de
la Cruz. Ha dado su vida humana glorificando al Padre en nuestro nombre y el
Padre glorifica al Hijo otorgando a su Humanidad todo el poder y la gloria
divinas. Un hombre es Dios y, tras su anonadamiento, es exaltado por encima de
todo lo creado. Con una vida nueva que nos transmite mediante la comunión
eucarística. Dicho todo ello muy en breve. La muerte de cruz era la ejecución
de un ser maldito. Cristo antes de entregarse a aquella tortura, en la Última
Cena, le confiere un sentido distinto: Este
es mi Cuerpo que se entrega por vosotros… Esta es mi Sangre que se derrama para
el perdón de los pecados…
Es la más grande declaración de amor habida y que habrá a
lo largo y ancho de la Historia. Mediante el Corazón de Jesús el amor ha
entrado en la historia de la humanidad como Amor subsistente: «porque tanto amó
Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo» (Ioh 3, 16) (cfr. JP II). El amor del Corazón de Cristo transforma
el odio de los verdugos en sacrificio de adoración, acción de gracias,
expiación por los pecados del mundo, impetración de mercedes para la salvación
de todos los que quieran ser salvados.
El Corazón de Cristo es horno
ardiente de amor, rezan las Letanías del Sagrado Corazón. Horno, porque ese
amor es como el fuego, tan intenso que, el hombre, si pudiera captarlo tal como
es, no podría soportarlo. Moriría al instante… ¡de Amor! Nadie puede ver a Dios sin morir. No porque sea terrible y
espantoso, sino por que es, para la criatura, un exceso de Luz y de Amor. Nadie
puede entrar en la plenitud del amor de Dios sin una completa purificación y
elevación de todo su ser a lo que la teología llama bienaventuranza eterna y visión
beatífica. Será la vida de amor activo eterna y perfectamente poseído,
interminable, todo de una vez. ¿No vale la pena pasar un poco de tiempo «de
cruz», siempre es breve el tiempo, para gozar eternamente del Corazón de Dios?
Entretanto, mientras caminamos, el «Horno de caridad» arde
a nuestra medida. El Corazón de Jesús, el Corazón humano de Dios-Hombre, está
abrazado por la «llama viva» del Amor trinitario, que jamás se extingue. Al
arder, quema las impurezas con el amor que lo colma. El Corazón de Jesús es
horno ardiente de caridad, porque el amor posee algo de la naturaleza del
fuego, que arde y quema para iluminar y calentar. El Corazón de Jesús, horno
ardiente de caridad, mientras arde, ilumina las tinieblas de la noche y
calienta los cuerpos de los caminantes ateridos (cfr. JP II,). Nos va disponiendo para entrar en el
gran «incendio».
Tiene además la bondad de hacernos partícipes de su Amor
para poder conmoverle… ¡a Él!. Hacemos un pequeño sacrificio, un
trabajo bien hecho, acabado y le decimos: «¡Es por Ti!». Y Dios se
conmueve, y nos aprieta contra su Corazón de Padre, de Hermano, de Amigo, de
Enamorado. Esto es unirse a Dios, y por tanto, santificar el trabajo y
santificarse en el trabajo, en todo momento: «Es por Ti». Damos sentido divino
a todo lo humano que acerca a Dios. Por eso, San Josemaría consideraba que un
trozo de madera o de hierro trabajado por un hijo de Dios es una cosa muy
«espiritual», y que es propio de los hijos de Dios hacer «endecasílabos de la
prosa de cada día». Decimos «Es por Ti»... y espiritualizamos todo lo material.
Así todo puede y debe llevar a Dios, las pequeñas o grandes
peripecias de los hombres -y, si fuera preciso decirlo explícitamente, de las
mujeres- dejan de ser intrascendentes y todo proyecto humano puede convertirse
en un modo de relacionarse amorosamente con Dios, es decir, en oración. El
trabajo es medio de santificación, la acción misma del trabajo tiene vibración de eternidad.
El Corazón de
Cristo no olvida un detalle de amor
¿Cuántos ejemplos tenemos en lo humano, en la vida real, en
las películas, héroes que mueren con un pañuelo en la mano, donado por la
criatura amada un montón de años atrás, pero llevado siempre consigo como
fuente de energía inagotable e incontenible, para todos los combates, para
superar peligros, amenazas, desfallecimientos. Cómo no recordar al bravo
escocés William Wallace -Braveheard,
Mel Gibson- aferrado a un pedazo de tela deshilachado por el tiempo, empapado
en sangre y sudores: es su fuerza en la tortura que le propina el tirano inglés
de la película; gracias al pañuelo no capitula, no cede a la facilidad de una
muerte rápida; asume el tormento, hasta que – tras un grandioso grito
desgarrador de ¡¡libertad!! - su brazo desmayado se recorta en el azul, se
abren lentamente los dedos de la mano izquierda y se desprende el pañuelo de la
amada. Como hoja de otoño cae mansamente, cámara lenta, al suelo, entre la
muchedumbre estupefacta por el poderío resistente del héroe que no supo, no
pudo, no quiso olvidar.
Una pequeña cosa, un trozo de tela deshilachada,
impresentable de sudor y sangre, cuánto vale. No se olvida ni en el momento de
la muerte. Vence el tormento del tirano. Enardece y libera a un pueblo oprimido
por el malo. Cosas semejantes pasan en la vida cotidiana. Incluso tras un largo
y penoso alzheimer, cuando la mente se ha olvidado de todo y se va a exhalar el
último suspiro, los labios exangües se mueven al ritmo del Ave María que se
reza al oído de aquél que todos imaginaban ya en la otra orilla.
Enigmas maravillosos de la memoria del corazón enamorado.
Dios es Amor. Dios no tiene memoria, todo en Él es presente, nada puede
olvidar, ni detalle alguno escapar de su mente. Él es EL QUE VE… ¿Cómo podrá
caérsele de la memoria un «es por Ti», o un «te amo», o un «Señor, perdóname,
ayúdame más», o tantas cosas, pequeñas o grandes, que le podemos ofrecer a lo
largo de los días que Él nos da de vida en esta tierra? ¿Cómo no ver que todos
esos detalles, que nosotros mismos vamos olvidando casi siempre, Él jamás
olvidará. ¡No tiene memoria! No la necesita! Es eterno su conocer. Tiene cada
uno de nuestros detalles siempre presentes para siempre. ¿No tenemos
experiencia sobrada del primer amor? ¿No sabemos cómo afectan detalles
insignificantes para otros, pero extremadamente conmovedores para los que se
aman?
Horno ardiente de amor, porque da luz y caldea. Protege el
hogar de los fríos, de las soledades, de las indigencias, de las
incomprensiones, de los desamores. «Este Corazón es la maravillosa Condescendencia de Dios: el Corazón
humano que late con la vida divina: la vida divina que late en el corazón
humano» (JPII). El Corazón de Cristo es corazón de hombre
abrazado por Dios y corazón de hombre que abraza a Dios y así abraza a todo
hombre que viene a este mundo. Es el Corazón humano de Dios, en el se
encuentran infinitos tesoros de amor y de sabiduría.
Bajo el
Corazón de la Virgen de Nazaret
Junto al Corazón de Jesús, mejor, en el Corazón de Jesús, se
encuentra el Corazón inmaculado de María. Concluyamos esta ya larga meditación
con Juan Pablo II, cuando a la hora del Ángelus invita a «venerar ese momento
único en la historia del universo en el que Dios-Hijo se hace hombre bajo el
Corazón de la Virgen de Nazaret.¨ Es el momento de la Anunciación que refleja
la oración del "Angelus Domini". "Concebirás en tu seno y darás
a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será... llamado Hijo del
Altísimo" (Lc 1, 31-32). María dice: "Hágase en mí según tu
palabra" (Lc 1, 38). Y desde aquel momento su Corazón se prepara a acoger
al Dios-Hombre: ¡"Corazón de Jesús, dignísimo de toda alabanza"! Nos
unimos con la Madre de Dios para adorar a este Corazón del Hombre que, mediante
el misterio de la unión hipostática (unión de las naturalezas), es al mismo
tiempo el Corazón de Dios. Tributamos a Dios la adoración debida al Corazón de
Cristo Jesús, desde el primer momento de su concepción en el seno de la Virgen.
Junto con María le tributamos la misma adoración en el momento del nacimiento:
cuando vino al mundo en la extrema pobreza de Belén. Le tributamos la misma
adoración, junto con María, durante todos los días y los años de su vida oculta
en Nazaret, durante todos los días y los años en los que cumple su servicio
mesiánico en Israel. Y cuando llega el tiempo de la pasión, del despojamiento, de
la humillación y del oprobio de la cruz, nos unimos todavía más ardientemente
al Corazón de la Madre para gritar: ¡"Corazón de Jesús, dignísimo de toda
alabanza"! Sí. ¡Dignísimo de toda alabanza precisamente a causa de este
oprobio y humillación! En efecto, entonces el Corazón del Redentor alcanza el
culmen del amor de Dios. ¡Y precisamente el Amor es digno de toda alabanza!
Nosotros "no nos gloriaremos a no ser en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo" (cf. Gál 6, 14), escribirá San Pablo, mientras San Juan
enseña: "Dios es amor" (1 Jn 4, 8). Jesucristo está en la gloria de
Dios Padre. De esta gloria el Padre rodeó en el Espíritu Santo, el Corazón de
su Hijo glorificado. Esta gloria anuncia en los siglos la asunción al cielo del
Corazón de su Madre. Y todos nosotros nos unimos con Ella para confesar:
"Corazón de Jesús, dignísimo de toda alabanza, ten piedad de
nosotros".
©Arvo Net, 25 de Julio de 2004-19 de junio de 2009
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