Ø Rezo del Ángelus, Benedicto XVI, en los años
del 2005 al 2012. El cuarto domingo de
Adviento.
v Domingo 18 de diciembre de 2005
Queridos
hermanos y hermanas:
En estos últimos días del Adviento, la liturgia nos
invita a contemplar de modo especial a la Virgen María y
a san José, que vivieron con intensidad única el
tiempo de la espera y de la preparación del nacimiento de Jesús. Hoy deseo
dirigir mi mirada a la figura de san José. En la página evangélica de hoy san Lucas presenta a la Virgen María
como “desposada con un hombre llamado José, de la
casa de David” (Lc 1, 27).
Sin embargo, es el evangelista san Mateo quien
da mayor relieve al padre putativo de Jesús, subrayando que, a través de él, el Niño resultaba legalmente insertado en la
descendencia davídica y así daba cumplimiento a las Escrituras, en las que el
Mesías había sido profetizado como “hijo de David”.
Desde luego, la función de san José no puede reducirse a
este aspecto legal. Es modelo del hombre “justo” (Mt 1, 19), que en perfecta sintonía con su esposa acoge al
Hijo de Dios hecho hombre y vela por su crecimiento humano. Por eso, en los días que preceden a la Navidad, es muy oportuno entablar
una especie de coloquio espiritual con san José, para que él nos ayude a vivir
en plenitud este gran misterio de la fe.
El silencio de san José:
gracias al cual, al unísono con María
guarda la palabra de Dios conocida
a través de la Escrituras;
silencio entretejido de oración
constante, de adoración de su santísima voluntad
y de confianza sin reservas en
su providencia.
El amado Papa
Juan Pablo II, que era muy devoto de san José, nos ha dejado una
admirable meditación dedicada a él en la exhortación apostólica Redemptoris Custos, “Custodio del Redentor”. Entre los muchos aspectos
que pone de relieve, pondera en especial el silencio de san José. Su silencio
estaba impregnado de contemplación del misterio de Dios, con una actitud de
total disponibilidad a la voluntad divina. En otras palabras, el silencio de san
José no manifiesta un vacío interior, sino, al contrario, la plenitud de fe que
lleva en su corazón y que guía todos sus pensamientos y todos sus actos. Un silencio gracias al cual san
José, al unísono con María, guarda la palabra de Dios, conocida a través de las
sagradas Escrituras, confrontándola continuamente con los acontecimientos de la
vida de Jesús; un silencio entretejido de oración constante, oración de
bendición del Señor, de adoración de su santísima voluntad y de confianza sin
reservas en su providencia.
Nos
es muy necesario el silencio de san José, en un mundo a menudo ruidoso,
que
no favorece la escucha de la voz de Dios.
No se exagera si se piensa que, precisamente de su “padre” José, Jesús aprendió, en el plano humano,
la fuerte interioridad que es presupuesto de la auténtica justicia, la “justicia superior”, que él un día enseñará a
sus discípulos (cf. Mt 5, 20).
Dejémonos “contagiar” por el silencio
de san José. Nos es muy necesario, en un mundo a menudo demasiado ruidoso, que
no favorece el recogimiento y la escucha de la voz de Dios. En este tiempo de
preparación para la Navidad cultivemos el recogimiento interior, para acoger y
tener siempre a Jesús en nuestra vida.
v Domingo 24 de
diciembre de 2006, víspera de Navidad
Queridos
hermanos y hermanas:
La celebración de la santa Navidad ya es inminente. La vigilia de hoy nos prepara para vivir intensamente
el misterio que esta noche la liturgia nos invitará a contemplar con los ojos
de la fe.
En
el Niño divino recién nacido, acostado en el pesebre,
se
manifiesta nuestra salvación.
El
nacimiento de Cristo nos ayuda a tomar conciencia del valor de la vida humana,
de la vida de todo ser humano,
desde
su primer instante hasta su ocaso natural.
Ese
niño brinda la posibilidad de mirar de un modo nuevo
las
realidades de cada día.
En el Niño divino recién nacido, acostado en el pesebre, se manifiesta
nuestra salvación. En el Dios que se hace hombre por nosotros, todos nos sentimos amados y
acogidos, descubrimos que somos valiosos y únicos a los ojos del Creador. El
nacimiento de Cristo nos ayuda a tomar conciencia del valor de la vida humana,
de la vida de todo ser humano, desde su primer instante hasta su ocaso natural.
A quien abre el corazón a este “niño envuelto en pañales” y acostado “en un
pesebre” (cf. Lc 2, 12), él le brinda la posibilidad de mirar de un modo nuevo las realidades
de cada día. Podrá gustar la fuerza de la fascinación interior del amor de
Dios, que logra transformar en alegría incluso el dolor.
Preparémonos, queridos amigos, para encontrarnos con
Jesús, el Emmanuel, Dios con nosotros. Al nacer en la pobreza de Belén, quiere hacerse compañero de viaje de
cada uno. En este mundo, desde que él mismo quiso poner aquí su “tienda”, nadie es extranjero.
Es verdad, todos estamos de paso, pero es precisamente Jesús quien nos hace
sentir como en casa en esta tierra santificada por su presencia. Pero nos pide que la convirtamos en una casa acogedora para todos.
Este es precisamente el don sorprendente de la Navidad: Jesús ha venido por
cada uno de nosotros y en él nos ha hecho hermanos. De ahí deriva el compromiso de superar cada vez más
los recelos y los prejuicios, derribar las barreras y eliminar las
contraposiciones que dividen o, peor aún, enfrentan a las personas y a los
pueblos, para construir juntos un mundo de justicia y de paz.
En el corazón de la noche vendrá por nosotros.
Pero su deseo es también venir a nosotros,
es decir, a habitar en el corazón de cada uno de nosotros.
Con estos sentimientos, queridos hermanos y hermanas,
vivamos las últimas horas que nos separan de la Navidad, preparándonos
espiritualmente para acoger al Niño Jesús. En el corazón de la
noche vendrá por nosotros. Pero su deseo es también venir a nosotros, es decir,
a habitar en el corazón de cada uno de nosotros. Para que esto sea
posible, es indispensable que estemos disponibles y nos preparemos para
recibirlo, dispuestos a dejarlo entrar en nuestro interior, en nuestras
familias, en nuestras ciudades. Que su nacimiento no nos encuentre ocupados en
festejar la Navidad, olvidando que el protagonista de la fiesta es precisamente
él. Que María nos ayude a mantener el recogimiento interior
indispensable para gustar la alegría profunda que trae el nacimiento del
Redentor. A ella nos dirigimos ahora con nuestra oración,
pensando de modo especial en los que van a pasar la Navidad en la tristeza y la
soledad, en la enfermedad y el sufrimiento. Que la Virgen dé a todos fortaleza
y consuelo.
v IV Domingo de Adviento, 23 de
diciembre de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Dios se hizo Hijo del hombre
para que nosotros nos
convirtiéramos en hijos de Dios.
La Evangelización: “¡Ven, Señor, a transformar nuestros corazones,
para que en el mundo se difundan la justicia y la paz!”.
Sólo un día separa a este cuarto domingo de Adviento de
la santa Navidad. Mañana por la noche nos reuniremos para celebrar el gran
misterio del amor, que nunca termina de sorprendernos. Dios se hizo Hijo del
hombre para que nosotros nos convirtiéramos en hijos de Dios. Durante el Adviento, del
corazón de la Iglesia se ha elevado con frecuencia una imploración: “Ven, Señor, a visitarnos con tu paz; tu presencia nos llenará de
alegría”. La misión evangelizadora de la Iglesia es la
respuesta al grito “¡Ven, Señor Jesús!”,
que atraviesa toda la historia de la salvación y que sigue brotando de los
labios de los creyentes. “¡Ven, Señor, a transformar
nuestros corazones, para que en el mundo se difundan la justicia y la paz!”.
Esto es
lo que pretende poner de relieve la Nota doctrinal acerca de algunos aspectos
de la evangelización, que acaba de publicar la Congregación para la
Doctrina de la Fe. Este documento quiere recordar a todos los
cristianos —en una situación en la que con frecuencia ya no queda claro ni
siquiera a muchos fieles la razón misma de la evangelización— que “acoger la buena nueva en la fe impulsa de por sí” (n. 7) a comunicar la salvación
recibida como un don.
En efecto, “la Verdad que salva la
vida —que se hizo carne en Jesús—, enciende el corazón de quien la recibe con
un amor al prójimo que mueve la libertad a comunicar lo que se ha recibido
gratuitamente” (ib.). Ser
alcanzados por la presencia de Dios, que viene a nosotros en Navidad, es un don
inestimable, un don capaz de hacernos “vivir en el abrazo universal
de los amigos de Dios” (ib.), en la “red de amistad con Cristo, que une el cielo y la tierra” (ib., 9), que orienta la libertad humana hacia
su realización plena y que, si se vive en su verdad, florece “con un amor gratuito y enteramente solícito por el bien de todos
los hombres” (ib., 7).
La
alegría de la Navidad, que ya experimentamos anticipadamente,
al
llenarnos de esperanza,
nos
impulsa al mismo tiempo
a
anunciar a todos la presencia de Dios en medio de nosotros.
No hay nada más hermoso, urgente e importante que volver a dar
gratuitamente a los hombres lo que hemos recibido gratuitamente de Dios. No hay
nada que nos pueda eximir o dispensar de este exigente y fascinante compromiso.
La alegría de la Navidad, que ya experimentamos anticipadamente, al llenarnos
de esperanza, nos impulsa al mismo tiempo a anunciar a todos la presencia de
Dios en medio de nosotros.
La Virgen María, que no
comunicó al mundo una idea, sino a Jesús mismo,
el Verbo encarnado,
es modelo incomparable de
evangelización.
Invoquémosla con confianza,
para que la Iglesia anuncie también en nuestro tiempo a Cristo
Salvador.
La Virgen María, que no comunicó al mundo una idea, sino a Jesús
mismo, el Verbo encarnado, es modelo incomparable de evangelización. Invoquémosla con confianza, para que la Iglesia anuncie
también en nuestro tiempo a Cristo Salvador. Que cada cristiano y cada
comunidad experimenten la alegría de compartir con los demás la buena
nueva de que Dios “tanto amó al mundo que le
entregó a su Hijo unigénito para que el mundo se salve por medio de él” (Jn 3, 16-17). Este es el auténtico sentido de
la Navidad, que debemos siempre redescubrir y vivir intensamente.
v IV domingo de Adviento, 21 de
diciembre de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
El evangelio de este cuarto
domingo de Adviento
nos vuelve a proponer el relato de la Anunciación,
misterio al que volvemos cada
día al rezar el Ángelus.
El evangelio de este cuarto domingo de Adviento nos
vuelve a proponer el relato de la Anunciación (Lc 1, 26-38), el misterio al que volvemos
cada día al rezar el Ángelus. Esta oración nos hace revivir el
momento decisivo en el que Dios llamó al corazón de María y, al recibir
su “sí”, comenzó a tomar carne en ella y de ella. La
oración “Colecta” de la misa de hoy es la misma que
se reza al final del Ángelus: “Derrama, Señor, tu
gracia sobre nosotros, que por el anuncio del ángel hemos conocido la
encarnación de tu Hijo, para que lleguemos por su pasión y su cruz a la gloria
de la resurrección”.
Dios se hace hombre, y su muerte y resurrección:
dos ejes inseparables de un
único plan divino.
A pocos días ya de la fiesta de Navidad, se nos invita a dirigir
la mirada al misterio inefable que María llevó durante nueve meses en su seno
virginal: el misterio de Dios que se hace hombre. Este es el primer eje de la redención. El segundo
es la muerte y resurrección de Jesús, y estos dos ejes inseparables manifiestan
un único plan divino: salvar a la humanidad y su historia asumiéndolas hasta el fondo al
hacerse plenamente cargo de todo el mal que las oprime.
Este misterio de salvación, además de su dimensión
histórica, tiene también una dimensión cósmica: Cristo es el sol de gracia que, con su luz, “transfigura y enciende el universo en espera” (Liturgia). La misma colocación de la
fiesta de Navidad está vinculada al solsticio de invierno, cuando las jornadas,
en el hemisferio boreal, comienzan a alargarse. A este respecto, tal vez no
todos saben que la plaza de San Pedro es también una meridiana; en efecto, el
gran obelisco arroja su sombra a lo largo de una línea que recorre el empedrado
hacia la fuente que está bajo esta ventana, y en estos días la sombra es la más
larga del año. Esto nos recuerda la función de la astronomía para marcar los
tiempos de la oración. El Ángelus, por ejemplo, se recita por la mañana, a
mediodía y por la tarde, y con la meridiana, que en otros tiempos servía
precisamente para conocer el “mediodía verdadero”,
se regulaban los relojes.
El hecho de que precisamente hoy, 21 de diciembre, a esta
misma hora, caiga el solsticio de invierno me brinda la oportunidad de saludar
a todos aquellos que van a participar de varias maneras en las iniciativas del
año mundial de la astronomía, el 2009, convocado en el cuarto centenario de las
primeras observaciones de Galileo Galilei con el telescopio.
Entre mis predecesores de venerada memoria ha habido
cultivadores de esta ciencia, como
·
Silvestre II, que la enseñó,
·
Gregorio XIII, a quien debemos nuestro calendario, y
·
san Pío X, que sabía construir relojes de sol.
Si los cielos, según
las bellas palabras del salmista, “narran la gloria de Dios” (Sal 19, 2), también las leyes
de la naturaleza, que en el transcurso de los siglos tantos hombres y mujeres
de ciencia nos han ayudado a entender cada vez mejor, son un gran estímulo para
contemplar con gratitud las obras del Señor.
Volvamos ahora nuestra mirada a María y José, que esperan
el nacimiento de Jesús, y aprendamos de ellos el secreto del recogimiento para
gustar la alegría de la Navidad. Preparémonos para acoger con fe al Redentor
que viene a estar con nosotros, Palabra de amor de Dios para la humanidad de
todos los tiempos.
v IV Domingo de Adviento, 20 de diciembre de 2009
Queridos hermanos y
hermanas:
Hay un designio divino que comprende y explica
los tiempos y los lugares de la venida del Hijo de Dios al
mundo.
Es un designio de paz, como anuncia también el profeta hablando
del Mesías.
No se trata de una paz lograda y
estable,
sino una paz fatigosamente buscada y
esperada.
Con el IV domingo de Adviento, la Navidad del Señor está ya ante nosotros. La
liturgia, con las palabras del profeta Miqueas,
invita a mirar a Belén, la pequeña ciudad de Judea testigo del gran
acontecimiento: “Pero tú, Belén de Efratá, la
más pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen
es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial” (Mi 5, 1).
Mil años antes de Cristo, en Belén había nacido el gran rey David, al que las Escrituras concuerdan en
presentar como antepasado del Mesías. El Evangelio de san Lucas narra que Jesús nació en Belén porque José, el esposo de María, siendo de la
“casa de David”, tuvo que dirigirse a esa aldea para el censo, y precisamente
en esos días María dio a luz a Jesús (cf. Lc 2, 1-7). En efecto, la misma profecía de
Miqueas prosigue aludiendo precisamente a un nacimiento misterioso: “Dios los abandonará -dice- hasta el tiempo en que la madre dé a
luz. Entonces el resto de sus hermanos volverá a los hijos de Israel” (Mi 5, 2).
Así pues, hay un designio divino que comprende y explica
los tiempos y los lugares de la venida del Hijo de Dios al mundo. Es un
designio de paz, como anuncia también el profeta hablando del Mesías: “En pie pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso
del Señor su Dios. Habitarán tranquilos porque se mostrará grande hasta los
confines de la tierra. Él mismo será nuestra paz” (Mi 5, 3-4).
Precisamente este último aspecto de la profecía, el de la
paz mesiánica, nos lleva naturalmente a subrayar que Belén es también una
ciudad-símbolo de la paz, en Tierra Santa y en el mundo entero. Por desgracia,
en nuestros días, no se trata de una paz lograda y estable, sino una paz
fatigosamente buscada y esperada. Dios, sin embargo, no se resigna nunca a este
estado de cosas; por ello, también este año, en Belén y en todo el mundo, se
renovará en la Iglesia el misterio de la Navidad, profecía de paz para cada
hombre, que compromete a los cristianos a implicarse en las cerrazones, en los
dramas, a menudo desconocidos y ocultos, y en los conflictos del contexto en el
que viven, con los sentimientos de Jesús, para ser en todas partes instrumentos
y mensajeros de paz, para llevar amor donde hay odio, perdón donde hay ofensa,
alegría donde hay tristeza y verdad donde hay error, según las bellas
expresiones de una conocida oración franciscana.
Hoy, como en tiempos de Jesús,
la Navidad no es un cuento para niños,
sino la respuesta de Dios al
drama de la humanidad que busca la paz verdadera.
A nosotros nos toca abrir de par en par las puertas para
acogerlo.
Hoy, como en tiempos
de Jesús, la Navidad no es un cuento para niños, sino la respuesta de Dios al
drama de la humanidad que busca la paz verdadera. “Él mismo será nuestra
paz”, dice el profeta refiriéndose al Mesías. A nosotros nos toca abrir de par
en par las puertas para acogerlo. Aprendamos de María y José: pongámonos con fe
al servicio del designio de Dios. Aunque no lo comprendamos plenamente,
confiemos en su sabiduría y bondad. Busquemos ante todo el reino de Dios, y la
Providencia nos ayudará. ¡Feliz Navidad a todos!
v IV Domingo de Adviento, 19 de
diciembre de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
En este cuarto domingo de Adviento el evangelio de san Mateo narra cómo sucedió el nacimiento de
Jesús situándose desde el punto de vista de san José. Él era el prometido de María, la
cual «antes de empezar a estar juntos ellos, se
encontró encinta por obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 18). El Hijo de Dios, realizando una
antigua profecía (cf. Is 7, 14), se hace hombre en
el seno de una virgen, y ese misterio manifiesta a la vez el amor, la sabiduría
y el poder de Dios a favor de la humanidad herida por el pecado. San José se
presenta como hombre «justo» (Mt 1, 19), fiel a la ley de Dios, disponible a
cumplir su voluntad. Por eso entra en el misterio de la Encarnación después de
que un ángel del Señor, apareciéndosele en sueños, le anuncia: «José, hijo de David, no temas
tomar contigo a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu
Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a
su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 20-21).
Abandonando el pensamiento de repudiar en secreto a María, la toma consigo,
porque ahora sus ojos ven en ella la obra de Dios.
San Ambrosio comenta
que «en José se dio la amabilidad y la figura del
justo, para hacer más digna su calidad de testigo» (Exp. Ev. sec. Lucam II, 5: ccl 14, 32-33). Él
—prosigue san Ambrosio— «no habría podido contaminar el
templo del Espíritu Santo, la Madre del Señor, el seno fecundado por el
misterio» (ib., II, 6: CCL 14, 33).
A pesar de haber experimentado turbación, José actúa «como le había ordenado el ángel del Señor»,
seguro de hacer lo que debía. También poniendo el nombre de «Jesús» a ese Niño que rige todo el universo,
él se inserta en el grupo de los servidores humildes y fieles, parecido a los
ángeles y a los profetas, parecido a los mártires y a los apóstoles, como
cantan antiguos himnos orientales. San José anuncia los prodigios
del Señor, dando testimonio de la virginidad de María, de la acción gratuita de
Dios, y custodiando la vida terrena del Mesías. Veneremos, por
tanto, al padre legal de Jesús (cf. Catecismo de la
Iglesia católica, n. 532), porque en él se perfila el
hombre nuevo, que mira con fe y valentía al futuro, no sigue su propio
proyecto, sino que se confía totalmente a la infinita misericordia de Aquel que
realiza las profecías y abre el tiempo de la salvación.
A san José, patrono
universal de la Iglesia, deseo confiar a todos los pastores,
exhortándolos a ofrecer «a los fieles cristianos y al mundo entero
la humilde y cotidiana
propuesta de las palabras y de los gestos de Cristo».
Que nuestra vida se adhiera cada vez más a la Persona de Jesús.
Queridos amigos, a san José, patrono universal de la Iglesia, deseo confiar a
todos los pastores, exhortándolos a ofrecer «a los fieles cristianos y al mundo entero la humilde y cotidiana
propuesta de las palabras y de los gestos de Cristo» (Carta de convocatoria del Año sacerdotal). Que
nuestra vida se adhiera cada vez más a la Persona de Jesús, precisamente
porque «el que es la Palabra asume él mismo un
cuerpo; viene de Dios como hombre y atrae a sí toda la existencia humana, la
lleva al interior de la palabra de Dios» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 387).
Invoquemos con confianza a la Virgen María, la llena de gracia «adornada de Dios», para que, en la Navidad ya
inminente, nuestros ojos se abran y vean a Jesús, y el corazón se alegre en
este admirable encuentro de amor.
v IV Domingo de Adviento, 18 de
diciembre de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
La importancia de la virginidad de María.
La Virgen María no sólo concibió, sino que lo hizo por obra del
Espíritu Santo,
es decir, de Dios mismo. El ser humano que comienza a
vivir en su seno
toma la carne de María, pero su
existencia deriva totalmente de Dios.
En este cuarto y último domingo de Adviento la liturgia
nos presenta este año el relato del anuncio del ángel a María. Contemplando el estupendo icono de la Virgen santísima, en el
momento en que recibe el mensaje divino y da su respuesta, nos ilumina
interiormente la luz de verdad que proviene, siempre nueva, de ese misterio. En
particular, quiero reflexionar brevemente sobre la importancia de la virginidad
de María, es decir, del hecho de que ella concibió a Jesús permaneciendo
virgen.
En el trasfondo del acontecimiento de Nazaret se halla la
profecía de Isaías. «Mirad: la virgen está encinta
y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emanuel» (Is 7, 14). Esta antigua promesa encontró
cumplimiento superabundante en la Encarnación del Hijo de Dios.
De hecho, la Virgen María no sólo concibió, sino que lo
hizo por obra del Espíritu Santo, es decir, de Dios mismo. El ser humano que comienza
a vivir en su seno toma la carne de María, pero su existencia deriva totalmente
de Dios. Es plenamente hombre,
hecho de tierra —para usar el símbolo bíblico—, pero viene de lo alto, del
cielo. El hecho de que María conciba permaneciendo virgen es, por consiguiente,
esencial para el conocimiento de Jesús y para nuestra fe, porque atestigua que
la iniciativa fue de Dios y sobre todo revela quién es el concebido. Como dice
el Evangelio: «Por eso el Santo que va a nacer será
llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35).
En este sentido, la virginidad de María y la divinidad de Jesús se garantizan
recíprocamente.
«¿Cómo
será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1, 34).
En su sencillez, María es muy sabia: no duda del poder de Dios,
pero quiere entender mejor su voluntad,
para adecuarse completamente a esa voluntad.
Por eso es tan importante aquella única pregunta que
María, «turbada grandemente», dirige
al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1, 34). En su sencillez, María es muy sabia:
no duda del poder de Dios, pero quiere entender mejor su voluntad, para
adecuarse completamente a esa voluntad. María es superada
infinitamente por el Misterio, y sin embargo ocupa perfectamente el lugar que
le ha sido asignado en su centro. Su
corazón y su mente son plenamente humildes, y, precisamente por su singular
humildad, Dios espera el «sí» de
esa joven para realizar su designio. Respeta su dignidad y su libertad. El «sí» de María implica a la vez la
maternidad y la virginidad, y desea que todo en ella sea para gloria de Dios, y
que el Hijo que nacerá de ella sea totalmente don de gracia.
Quien confía profundamente en
el amor de Dios,
acoge en sí a Jesús, su vida
divina, por la acción del Espíritu Santo.
Queridos amigos, la virginidad de María es única e
irrepetible; pero su significado espiritual atañe a todo cristiano. En
definitiva, está vinculado a la fe: de hecho, quien confía profundamente en el amor de Dios, acoge en sí a
Jesús, su vida divina, por la acción del Espíritu Santo. ¡Este es el misterio
de la Navidad! A todos os deseo que lo viváis con íntima alegría.
v IV Domingo de Adviento, 23 de
diciembre de 2012
(Vídeo
en Italiano)
Queridos hermanos y hermanas:
La visita de María a su
pariente Isabel.
La anciana Isabel simboliza a
Israel que espera al Mesías,
mientras que la joven María
lleva en sí la realización de tal espera,
para beneficio de toda la
humanidad.
En las dos mujeres se encuentran y se reconocen, ante todo,
los frutos de su seno, Juan y Cristo.
En este IV domingo de Adviento, que precede en poco
tiempo al Nacimiento del Señor, el Evangelio narra la visita de
María a su pariente Isabel. Este episodio no representa un
simple gesto de cortesía, sino que reconoce con gran sencillez el encuentro del
Antiguo con el Nuevo Testamento. Las dos mujeres, ambas
embarazadas, encarnan, en efecto, la espera y el Esperado. La anciana Isabel
simboliza a Israel que espera al Mesías, mientras que la joven María lleva en
sí la realización de tal espera, para beneficio de toda la humanidad. En las dos mujeres se encuentran y se reconocen,
ante todo, los frutos de su seno, Juan y Cristo.
Comenta el poeta cristiano Prudencio: «El niño contenido
en el vientre anciano saluda, por boca de su madre, al Señor hijo de la Virgen» (Apotheosis, 590: PL 59, 970). El júbilo de Juan en el seno de Isabel es el signo del
cumplimiento de la espera: Dios está a punto de visitar a su pueblo. En
la Anunciación el arcángel Gabriel había hablado
a María del embarazo de Isabel (cf. Lc 1, 36) como
prueba del poder de Dios: la esterilidad, a pesar de la edad avanzada, se había
transformado en fertilidad.
Isabel, acogiendo a María, reconoce que se está
realizando la promesa de Dios a la humanidad y exclama: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1, 42-43). La expresión «bendita tú entre las mujeres» en el Antiguo
Testamento se refiere a Yael (Jue 5, 24) y
a Judit (Jdt 13, 18), dos mujeres guerreras que se
ocupan de salvar a Israel. Ahora, en cambio, se dirige a María, joven pacífica
que va a engendrar al Salvador del mundo. Así también el estremecimiento de
alegría de Juan (cf. Lc 1, 44) remite a la
danza que el rey David hizo cuando acompañó el ingreso del Arca de la Alianza en Jerusalén (cf. 1 Cro 15, 29). El Arca, que contenía las
tablas de la Ley, el maná y el cetro de Aarón (cf. Hb
9, 4), era el signo de la presencia de Dios
en medio de su pueblo. El que está por
nacer, Juan, exulta de alegría ante María, Arca de la nueva Alianza, que lleva
en su seno a Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre.
La escena de la Visitación
expresa también la belleza de la acogida:
donde hay acogida recíproca,
escucha, espacio para el otro,
allí está Dios y la alegría que
viene de Él.
En el tiempo de Navidad imitemos a María,
visitando a cuantos viven en dificultad,
en especial a los enfermos, los presos, los ancianos y los
niños.
E imitemos también a Isabel que acoge al huésped como a Dios
mismo:
sin desearlo, no conoceremos
nunca al Señor;
sin esperarlo, no lo
encontraremos; sin buscarlo, no lo encontraremos.
La escena de la Visitación expresa también la belleza de la
acogida: donde hay acogida recíproca, escucha, espacio para el otro, allí está
Dios y la alegría que viene de Él. En
el tiempo de Navidad imitemos a María, visitando a cuantos viven en dificultad,
en especial a los enfermos, los presos, los ancianos y los niños. E imitemos
también a Isabel que acoge al huésped como a Dios mismo: sin desearlo, no conoceremos nunca al Señor; sin esperarlo, no lo
encontraremos; sin buscarlo, no lo encontraremos. Con la
misma alegría de María que va deprisa donde Isabel (cf. Lc 1, 39),
también nosotros vayamos al encuentro del Señor que viene. Oremos para que todos los hombres busquen a Dios,
descubriendo que es Dios mismo quien viene antes a visitarnos.
A María, Arca de la Nueva y Eterna Alianza, confiamos nuestro corazón, para que
lo haga digno de acoger la visita de Dios en el misterio de su Nacimiento.
Vida Cristiana
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