DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL
SEÑOR
Conmemoración de la entrada del Señor en Jerusalén:
Tal vez sea oportuno subrayar que la comunidad cristiana, en sus
celebraciones litúrgicas, no se limita a recordar cosas que pertenecen al
pasado de su historia, sino que vive lo que recuerda.
La palabra que escuchamos en nuestra asamblea dominical, es la palabra en
la que el Señor se nos comunica, se nos manifiesta, se nos entrega, porque, en
su amor, él quiere estar con nosotros, y, en nuestra fe, nosotros queremos
estar con él.
«Decid a la hija de Sión: “Mira a tu rey, que viene a ti”.» Decidle a la
Iglesia: Jesús de Nazaret, que entra en Jerusalén, “humilde, montado en un
asno”, es para ti el Hijo de David, el profeta de Nazaret, el que viene a ti en
el nombre del Señor. Detrás de él va nuestro corazón; con él se llena de fiesta
nuestra vida; a él rinden honor los ramos que agita nuestra esperanza, y los
cantos que entona nuestra fe.
Conmemoración de la pasión del Señor:
Aunque, según el ciclo litúrgico en que nos encontremos, se proclame cada
año una narración distinta de la pasión del Señor, el sentido que la Iglesia
quiere dar a la celebración eucarística del domingo de Ramos, está definido por
las primeras lecturas, que son las mismas para los tres ciclos litúrgicos del
Leccionario. Estas lecturas nos dan la perspectiva adecuada para escuchar el
relato de la pasión.
Aquel a quien contemplamos en el misterio de su muerte, es el discípulo a
quien el Señor “espabilaba el oído” para que escuchase como los iniciados.
Aquel a quien contemplamos en el misterio de su muerte, es el siervo de
Dios que rechazado no retrocede, agredido no se avergüenza, abandonado mantiene
intacta y firme la esperanza en el Señor.
Aquel a quien contemplamos en el misterio de su muerte, es Cristo Jesús, el
Hijo que, “a pesar de su condición divina tomó la condición de esclavo”, el
Hijo que, aun siendo igual a Dios, “se rebajó hasta someterse incluso a la
muerte, y una muerte de cruz”, el Hijo a quien Dios exaltó sobre todo, y a
quien “concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre».”
Aquel a quien contemplamos en el misterio de su muerte, es el primer hombre
de una humanidad de hijos de Dios, de siervos del Señor que escuchan cada día
su palabra “para saber decir al abatido una palabra de aliento”, para llevar a
los que viven en tinieblas una palabra de luz, para anunciar a los contritos de
corazón un evangelio de esperanza.
La palabra que nos revela quién es Cristo, esa misma palabra nos revela lo
que estamos llamados a ser nosotros, que somos de Cristo y que, por la fe,
estamos en Cristo Jesús.
Cristo,
el Rey humilde:
Con la liturgia de este domingo comienza la Semana Santa, la celebración
anual de la Pascua, la memoria solemne y festiva de la
pasión-muerte-resurrección de nuestro Señor Jesucristo.
Considerad el misterio que se nos concede revivir.
Nos lo revela la palabra del profeta, que dice a la Iglesia: “Mira a tu rey, que viene a ti, humilde,
montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila”. Eres pobre, y viene a
ti tu rey, el que es para ti el bien, todo bien, sumo bien. Necesitas paz, y
viene a ti tu rey, se acerca humilde a tu necesidad, trae la paz en su mirada,
y llena de paz los corazones de tus hijos. Esperas la salvación, y viene a ti
tu rey, Jesús de Nazaret, humanidad de Hijo, en la que Dios ha puesto la
salvación del mundo: nació de María, nació para ti en Belén, estuvo en brazos
de Simeón, y hoy viene a ti, humilde, tu rey, tu salvador. Y porque lo has
reconocido, porque lo has visto llegar humilde y venir a ti, lo has aclamado
con gritos de júbilo: “Bendito el que
viene en nombre del Señor”.
“He ahí a tu rey”: viene a ti,
humilde, el que un día ha de venir con gloria sobre las nubes del cielo.
“He ahí a tu rey”: escuchas el
Evangelio y ves a tu rey en el trono de la cruz; y aunque lo veas allí clavado
de pies y manos, sabes que está viniendo a ti, humilde, para quedarse contigo,
para traerte su paz, para ofrecerte su justicia, para hacer contigo una alianza
eterna de amor.
“He ahí a tu rey”: escuchas el
Evangelio, y ves a tu rey que combate por tu vida, por tu libertad, por tu
salvación; lo ves cubierto de heridas y abandonado; lo ves, y dejas de
aclamarlo con cantos para que lo aclame tu compasión y tu gratitud, dejas de
ofrecerle el homenaje de tus ramos para ofrecerle la ternura de tu abrazo, el
refugio de tu corazón.
“He ahí a tu rey”. Lo verás,
humilde como el pan, sobre el altar de la Eucaristía. Si aún no habías
entendido la palabra del profeta, que te decía, “mira a tu rey, que viene a ti”, ahora puedes entender que tu rey
viene para ti, para ser tuyo, para ser tu pan, para ser tu alimento, para ser
tu vida.
No dejes que se oscurezca la luz de la fe para reconocer a tu rey, pues
viene a ti en su palabra, en su Eucaristía, en sus hermanos, en sus pobres. Y
porque lo ves en todas partes, en todas partes lo aclamas, lo acoges, lo
sirves, lo amas.
Un día será la Pascua, y verás la gloria de aquel con quien has sufrido y a
quien has ayudado.
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