martes, 27 de junio de 2017

Algunos aspectos de la soberanía de Cristo según el Apocalipsis, visto por Romano Guardini.


Algunos aspectos de la soberanía de Cristo según el Apocalipsis, visto por Romano Guardini. Antonio Orozco Arvo.net, noviembre 2011 • El que reina • Cristo, primero y último • Puede parecer que «Dios ha muerto» • El verdadero Señor es Cristo • Es digno de recibir el honor, la gloria y el poder Romano Guardini, en su obra El Señor, ofrece una introducción magistral al más difícil de los libros del Nuevo Testamento, el Apocalipsis. Palabra que no significa “catástrofes”, sino “revelación”. Dios se ha revelado de muchos modos, como señala el autor de la Carta a los Hebreos 1, 1. El universo es una primera revelación divina ya que por las obras se conoce al hacedor. Después se reveló a los patriarcas y profetas y finalmente por medio del mismo Dios humanado, Jesucristo Señor Nuestro (Hbr 1,1). Como rezamos en el Credo, Jesús, perfecto Dios y perfecto hombre, nació de María Virgen, murió en la cruz, bajo el poder de Poncio Pilato y resucitó al tercer día. Los testigos son numerosos y fidedignos. Cualquier historiador sin prejuicios puede comprobarlo. Dios se hizo hombre para salvar lo que estaba perdido, para librarnos del poder del pecado, del poder del demonio, del poder de la muerte y elevarnos a la condición de hijos adoptivos de Dios, consortes de la divina naturaleza y participes de la misma gloria de Cristo resucitado que habita en el seno del Padre. Basta reflexionar un poco para darse cuenta de que ahí la felicidad ha ser inmensa y que Stefano Borgognone ahora ni siquiera podemos imaginarla. Va más allá de cualquier imagen o concepto. Sin embargo, no cabe decir que no sabemos nada del futuro que aguarda a los hijos de Dios en Cristo. Él no solo se manifestó en su existencia terrena en los años de su vida llamada “pública”, también se manifestó durante cuarenta días después de resucitar a los apóstoles, a las mujeres que le siguieron y hasta a quinientas personas, que sepamos. Finalmente, tenemos un testimonio precioso, muy poco conocido y de gran riqueza de detalles. Los eruditos lo han estudiado mucho. Muchos confiesan que han entendido poco. El problema es que se trata no de un discurso desarrollado con una lógica racional, académica, ni tampoco al modo de una conversación llana. Consiste en una «visión», es decir, un conjunto de imágenes y palabras de estilo metafórico y aun onírico. Dios puede revelarse como considere oportuno y con el método que prefiera. En el Apocalipsis de Juan nos habla por medio de lo que vio el discípulo amado sufriendo el destierro en la isla de Patmos, mientras la primera cristiandad andaba en medio de graves tribulaciones y martirios. El Señor quiso consolarlos y urgirlos a ser fieles; mostrarles que valía la pena porque Él estaba en medio de ellos y era el Señor de la Historia. Su triunfo era ya una realidad actual aunque solo al final de los tiempos alcanzará su plenitud. El que reina El libro del Apocalipsis se abre con una visión espectacular: «Yo, Juan, hermano vuestro, que por amor a Jesús comparto con vosotros la tribulación y la espera impaciente del reino, me encontraba desterrado en la isla de Patmos por haber anunciado la palabra de Dios y haber dado testimonio de Jesús. Un domingo, me arrebató el Espíritu y oí a mis espaldas una voz vibrante como una trompeta que decía: -Lo que vas a ver escríbelo en un libro y envíalo e estas siete iglesias: Efeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea. Me volví para ver de quién era la voz que me hablaba; y, al volverme, vi siete candelabros de oro y en medio de los candelabros una figura como de hijo de hombre, vestida de túnica talar y con una banda de oro ceñida a la altura del pecho. Los cabellos de su cabeza eran blancos como la lana, como la nieve; sus ojos eran como llamas de fuego; sus pies parecían bronce incandescente en la fragua, y su voz como el estruendo del océano. Con su mano derecha sostenía siete estrellas; de su boca salía una espada muy aguda de dos fílos, y su semblante resplandecía como el sol cuando brilla con toda su fuerza. Al verlo, caí a sus pies como muerto. Pero él puso su diestra sobre mí y me dijo: -No temas; yo soy el primero y el último, el que vive. Estuve muerto; pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo. Tú escribe lo que has visto: lo que está sucediendo y lo que va a suceder después. El simbolismo de las siete estrellas que viste en mi mano derecha y de los siete candelabros de oro es el siguiente: las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias, y los siete candelabros son las siete iglesias» (Ap 1,9-20). Guardini comenta: «¡Imagen grandiosa! Un domingo por la mañana, el vidente, desterrado en la rocosa isla de Patmos a causa de la persecución, es arrebatado por el Espíritu, que lo saca de sí mismo y lo eleva a una contemplación y a una vivencia provocada directamente por Dios. Y entonces, oye una voz a sus espaldas... Nosotros nos vemos invadidos por esa sensación de algo repentino, imprevisto, misterioso, que encierra el ámbito visionario... El vidente se vuelve «para ver la voz» del que le habla, y lo que ve son siete candelabros de oro, entre los cuales está «una figura como de hijo de hombre». [...] La figura es «como de un hijo de hombre», un ser «semejante» a un hombre, pero completamente indescriptible. Su cabeza y sus cabellos son blancos, «como lana, como nieve». Las imágenes se confunden y nos hacen presentir una pureza y un brillo sobrenaturales. Los pies de esa figura son «como bronce incandescente en la fragua». Nos vienen a la memoria los cuadros de aquel pintor que fue uno de los pocos artistas que gozaron del don de reproducir visiones, Matthias Grünewald. En el retablo del altar mayor de la catedral de Isenheim, los miembros del Resucitado despiden una luz sobrecogedora, y su rostro no está iluminado, sino que irradia un potente resplandor. Ante ese espectáculo, el vidente se desploma «como muerto», se llena de temor, y toda su existencia se conmociona; pero la visión misma le da fuerza para aguantar la situación. La figura «como de hijo de hombre» se inclina hacia el visionario, pone su mano derecha, poderosa y dominadora, sobre ese ser impotente y casi exánime, lo pone en pie, y le habla: «¡No temas!». Y, al mismo tiempo, le revela quién es. [...] «¡Yo soy!». Todo es una sola y única realidad: la que se revela, el resplandor en el que aparece, el ojo que la contempla, la fuerza para soportar la revelación. Un todo, absoluto e indisoluble.» Cristo, primero y último »El que se revela en la visión es Cristo. El es el que se presenta como «el primero y el último». El existía antes de toda creación. Surge aquí de nuevo la imagen de Cristo, como se presenta tanto en el prólogo del evangelio según Juan: el Logos, que ya existía desde el principio, como en el himno inicial de la carta de Pablo a los Colosenses, donde se presenta a Cristo como «primogénito de toda creatura». Y Cristo seguirá existiendo, aun después de que toda realidad haya desaparecido. Más aún, Cristo es «último» en su actuación, igual que fue el «primero». Todo lo creado se creó por él y para él; y en él tendrá fin todo lo que está abocado a desaparecer. El fin de todas las cosas no se producirá por sí mismo, o por causas meramente naturales, sino por intervención de aquel que también les dio su principio... Y Cristo es «el que está vivo», por encima de la vida y de la muerte. «Vida y muerte» son los dos polos de su realidad omnipotente; por eso, él «tiene las llaves de la muerte y del abismo». Él es más poderoso que cualquier poder ilimitado. Su experiencia es absoluta; todo lo que se cobija en el arco de la vida y de la muerte lo ha experimentado él. Y lo ha superado todo, porque él es el que vive por siempre y para siempre, porque él es el amor.» ¿No es impresionante y magnífico? Tener a nuestro alcance estas imágenes, que no debemos tomar al pie de la letra, sino intentar penetrar en su profundo significado? ¿Qué es lo que resplandece de un modo fascinante? Los clásicos dicen: ¡la belleza! Cristo se manifiesta con una belleza cuyo resplandor solo puede compararse con la luz del sol. Puede parecer que «Dios ha muerto» «El que se revela en esta visión es el mismo Cristo que vivió en esta tierra, que murió y resucitó, y ahora vive, simplemente, en la eternidad. Pero todo lo que sucede, es «en él». El pasa entre los siete candelabros, por encima de las realidades terrestres, por encima de los tumultos y las ansiedades de la existencia. Pero es el mismo que vive en medio de la tribulación, y ve cómo las potencias del mundo sólo buscan su propio interés. La existencia humana parece abandonada. Da la impresión de que Dios no existe. El hombre puede actuar contra la voluntad de Dios, y no le pasa nada. El hombre puede blasfemar de Dios, afirmar que «Dios ha muerto», y no cae del cielo un rayo que lo fulmine. Podría dar la sensación de que, fuera del mundo, no existe nada; como si lo único que hiciera hablar de Dios fuera la nostalgia del hombre insatisfecho, el consuelo del indigente, o la autodefensa del débil. Pero el Apocalipsis muestra la supremacía absoluta de Dios; por más que no se trata de una especie de trascendencia olímpica, en la que Dios, ufano de su propia gloria, se limitara a caminar sobre las nubes, despreciando el mísero hormiguero de aquí abajo. ¡No, no es así! Donde está Dios, también están los candelabros de las iglesias. Los que en la tierra creen en él, y por ello son tenidos por necios, poseen allá arriba, en el reino de la eternidad, sus propios candelabros, siempre en la presencia de Dios.» El verdadero Señor es Cristo «Las potencias del mundo pueden parecer completamente autónomas; e incluso se podría pensar que la historia no es más que el resultado de la voluntad del hombre. Pero, en realidad, el verdadero Señor es Cristo. Igualmente, la existencia cristiana podría parecer entregada a su propia ruina; pero, en realidad, está protegida por Cristo. Aunque pudiera dar la impresión de que es juguete del azar, en todo lo que le sucede, aunque amenace con su misma destrucción, se cumple un designio eterno que nada puede torcer, ni siquiera la propia infidelidad del hombre. No hay nada que pueda dañar el candelabro: ningún enemigo, ningún acontecimiento, ninguna casualidad. El Señor lo protege. No hay nadie que tenga poder sobre el candelabro de oro; pero, si resulta que alguien cuya existencia depende del candelabro se vuelve infiel, entonces «vendrá el Señor y arrancará el candelabro de su sitio». Ahí se manifiesta la soberanía de Dios.» Cristo sabe lo que les está sucediendo a los suyos y ve lo que hacen; nada escapa a su mirada, ni sus más ocultos pensamientos. Por mediación de un vidente, les envía un mensaje. Cristo dice a los suyos que los tiene muy presentes, los exhorta a aguantar y perseverar, y les promete que van a tener parte en la plenitud eterna. Con el capítulo cuarto entramos en el acontecimiento verdaderamente apocalíptico, la historia de las últimas realidades. Juan ve en la visión que aparece una puerta abierta en el cielo. ¿Es necesario que haya puertas en el cielo? Obviamente no. Cristo se expresa mediante imágenes familiares con significación trascendente: «En la visión apareció después una puerta abierta en el cielo. Y la voz con timbre de trompeta, que me había hablado al principio, decía: "Sube acá, y te mostraré lo que va a suceder en adelante". Al momento me arrebató el Espíritu y caí en éxtasis. Y vi un trono en el cielo y a alguien sentado en el trono. El que estaba sentado en el trono parecía de jaspe y granate, y el trono irradiaba alrededor un halo que parecía de esmeralda. En círculo, y alrededor del trono, había otros veinticuatro tronos y, sentados en ellos, capas blancas y coronas de oro en la cabeza. Del trono salían relámpagos y truenos retumbantes. Ante el trono ardían siete lámparas de fuego, que son los siete espíritus de Dios, y por delante se extendía una especie de mar, transparente como cristal. En el centro, y alrededor del trono, había cuatro vivientes llenos de ojos por delante y por detrás. El primero parecía un león, el segundo un novillo, el tercero tenía cara de hombre, y el cuarto parecía un águila en vuelo. Cada uno de los cuatro vivientes tenía seis alas y estaban llenos de ojos por un lado y por otro. Es digno de recibir el honor, la gloria y el poder Y día y noche proclamaban sin cesar: —Santo, santo, santo, Señor, Dios todopoderoso, el que era, el que es, y el que está a punto de llegar. Y cada vez que los cuatro vivientes gritaban: ¡Gloria y honor y gracias al que está sentado en el trono, que vive por los siglos de los siglos!, los veinticuatro ancianos se postraban ante el que estaba sentado en el trono, para rendir homenaje al que vive por los siglos de los siglos, y arrojaban sus coronas ante el trono diciendo: —Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder. Túhas creado todas las cosas; en tu designio existían, y según él fueron creadas» (Ap 4,1-11). Guardini explica que lo que Juan ve no es igual que lo que cualquiera podría percibir con sus ojos corpóreos, como tampoco procede de sus propios pensamientos o de su imaginación. Lo que aparece en la visión viene de Dios. Y el vidente es transportado por el Espíritu Santo a una situación especial de clarividencia, en la que se le concede una agudeza visual específica, y en la que se presenta ante sus ojos lo que tiene que ver. Eso es una «visión». El vidente está «en el cielo». Ya hemos expuesto en otro sitio lo que es el cielo: no un espacio entre los cuerpos astrales, y tampoco una sensación intrínseca del espíritu, sino la sagrada trascendencia de Dios. El cielo es esa magnitud en la que Dios está a solas consigo mismo, esa luz inaccesible a toda creatura. Ahí, precisamente, en esa dimensión, es donde la visión introduce al destinatario. En ese cielo aparece «una puerta abierta». No tiene ningún sentido esforzarse por comprender racionalmente lo que «significa» esta imagen. Más bien, habrá que preguntárselo al que haya tenido alguna experiencia de esa clase. Y nos dirá que sí, que existe esa experiencia: una puerta en el espíritu; y un muro que separa los diferentes ámbitos del espíritu, y puertas que, desde lo ya conocido, dan acceso a nuevos espacios ocultos hasta ese momento. El que camina puede abrir por sí mismo muchas puertas, por ejemplo, con la práctica de la paciencia, con la purificación de sus deseos, con la concentración de sus facultades, con el esfuerzo continuo. En cambio, otras puertas sólo podrán abrirse, si hay quien las abra... En esta visión hay «una puerta abierta» y una «voz» que invita al vidente a entrar por ella. «Una voz»... con timbre como de trompeta. Pero no se dice quién habla. Es sólo «la voz», la llamada en el Espíritu... La voz dice: «Sube acá». También eso existe: altura en el Espíritu; igual que existe lo profundo de su intimidad y la amplitud de su anchura. El Espíritu es viviente, sagrado, creador, transformador. En él subsiste la infinita multiplicidad de poderes, de acontecimientos, de diferencias, mucho más que en cualquiera otra realidad terrena. Y a continuación, con la llamada misma, el vidente «es arrebatado», «cae en éxtasis». Fuera de sí, es transportado a un conocimiento más alto y se ve confrontado con lo que hasta ese momento era inaccesible. Es esa «subida» a la que invita la voz, al mismo tiempo que capacita al vidente para el movimiento ascensional. En el cielo, en la trascendencia, aparece un trono. Y el que está sentado en el trono es como una piedra preciosa centelleante. No se dice nada más sobre el personaje; nada sobre su figura, nada sobre su aspecto. Todo está sumido en su resplandor. Lo único que se nos dice es que en ese trono hay alguien sentado, en pleno despliegue de su gloria. Y alrededor del trono —difícil precisar si a modo de bóveda encima de él—, se curva un arco iris, «un halo que parecía una esmeralda». Las imágenes se mezclan aquí para dar la impresión de algo inexpresable. En círculo, alrededor del trono, el vidente ve otros veinticuatro tronos en los que se sientan veinticuatro ancianos vestidos de blanco y con coronas de oro en la cabeza. El que está sentado en el trono es Dios, creador y Padre. Los veinticuatro ancianos son una personificación de la humanidad en presencia de Dios. Y se dice, expresamente: «ancianos». La humanidad, en sí misma, no está personificada en la juventud. La expresión suprema de lo humano es la ancianidad, como acreditada plenitud, como experiencia de los altibajos de la vida, como consolidada madurez. Del trono «salían relámpagos y truenos retumbantes», revelación del poder de Dios que destruye, manda y convulsiona. Delante del trono ardían siete lámparas de fuego. Ya hemos encontrado antes esos mismos elementos, que son «los siete espíritus de Dios» y, a la vez, «las siete iglesias», es decir, la realidad del reino de Dios diseminado por el mundo. Y delante del trono se extendía «una especie de mar, transparente como cristal», es decir, todo un derroche de esplendor y magnificencia. En el centro y alrededor del trono, cuatro vivientes misteriosos, semejantes a los que ya aparecen en el Antiguo Testamento, en concreto, en la visión inaugural de la profecía de Ezequiel (Ez 1,5). Se trata de seres celestes, «llenos de ojos»; lo ven todo, porque son todo mirada, agudeza visual, nitidez y profundidad de penetración. Son «querubines», esos seres cuya terrible y extraña figura no se sabe por qué ha llegado a convertirse en los angélicos seres sentimentales de nuestro catecismo. Tienen forma de animales. Más tarde tendremos ocasión de exponer lo que significa la figura del animal en el ámbito de lo divino. El primero es un león; o más exactamente, «parecía un león», porque, en realidad, no hay nombre que cuadre con esa figura imaginativa. El segundo parecía un novillo. El tercero tenía cara de hombre. El cuarto parecía un águila en pleno vuelo. Y cada uno tenía seis alas, símbolo de potencia y de fuerza para elevarse a las alturas del espíritu y mensurar su amplitud. Las alas estaban llenas de ojos. Y, por fin, ese espectáculo, que supera todas las alturas, todas las anchuras, y todas las profundidades, rompe en un himno grandioso, infinito, de admiración y de adoración: «¡ San to, santo, santo, Señor, Dios todopoderoso, el que era, el que es y el que está a punto de llegar!». Un clamor que rebasa toda dimensión humana. Seressobrehumanos, prendidos en la realidad eterna. El que es todo en todos los invade y los convulsiona con su potencia, hasta el punto de que el ser entero de los cuatro vivientes estalla en un clamor sin término. Cada vez que los vivientes gritan ese himno de triunfo, los ancianos se inclinan y se postran ante el que está sentado en el trono, adoran la eternidad de su vida, y depositan a sus pies las coronas de oro, símbolo de su propia dignidad. ¡Vana ilusión, la de poder captar todo el sentido de ese cántico! De hecho, se dice que los vivientes cantaban el himno sin cesar, día y noche. Y cada vez que los vivientes entonaban este cántico, los ancianos se postraban y depositaban sus coronas a los pies del trono. ¡Algo realmente infinito late en esta visión! Un acontecimiento siempre repetido y siempre nuevo, pero que se realiza en la limpia sencillez y el sagrado silencio de la eternidad. De la inconmensurable plenitud de esta visión destacaríamos uno de sus rasgos: hay un trono, en el que está sentado un personaje. Quizá se haya perdido el significado de la escena, porque el hombre de hoy ya no sabe qué es un trono, ni qué significa estar entronizado... Esa es la imagen de Dios que domina el libro del Apocalipsis. Surge desde el comienzo mismo de la presentación y todo lo que sucede después está bajo el dominio de su mirada. Ese Dios no habla; pero en él está el sentido de la realidad entera. En el capítulo quinto se dice que él tiene en su mano un libro sellado con siete sellos, y nadie puede abrirlo sino el Cordero. Dios no actúa, pero es la fuente de todo poder. Todo ha sido creado por él; y todo lo que sucede, obedece a un decreto de su voluntad. Jamás se hace visible su figura; sólo destellos fugaces de un esplendor que la vista no puede precisar. Pero todo lo que refleja la variedad de imágenes cobra de él su forma y su sentido. Da la impresión que él no es más que pura presencia; pero el vidente veraz, los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos se estremecen ante su realidad absoluta, reconocen su trascendencia, y le rinden el homenaje que sólo a él le corresponde: la adoración. Las acciones que se realizan tienen lugar en su presencia, pero el que actúa es el Hijo. Ya lo hemos encontrado anteriormente: «El que anda entre los siete candelabros de oro» y dirige toda la historia (Ap 2,1). Enseguida se nos presentará como el Cordero que realizó la redención y, por ello, tiene poder sobre el sentido de la existencia, el Cordero que se ofreció a sí mismo como víctima y, por eso, atrae a todo lo creado a la unión de la vida eterna. Lo veremos como jinete que monta un caballo blanco y guía a sus huestes a la victoria; lo veremos como juez, sentado en un trono blanco para juzgar el curso de la historia; lo veremos como aquél al que el autor, al final del libro, dirige la urgente invocación: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20). Por su parte, el que está sentado en el trono ha enviado a su Hijo, que actúa en nombre del que lo envía, cumple su voluntad, regresa a su presencia, y le entrega toda la creación.» Hasta aquí una pequeña muestra de las sugerencias de Guardini que pueden excitar nuestra curiosidad para conocer más de lo revelado en uno de los libros que la Iglesia tiene en el canon bíblico, como escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo. Digno es el Señor Jesucristo de poseer todo el poder, el honor y la gloria que le ha otorgado el Padre celestial, porque es el Hombre-Dios que ha derramado su Sangre para el perdón de nuestros pecados, mostrando así su infinita misericordia, su amor infinito. ¿Dónde mejor puede estar mejor el poder que en el Amor encarnado, que es Verdad viviente a la derecha del Padre? Venga a nosotros tu Reino La Solemnidad de Cristo Rey del Universo debería darnos una paz inmensa, al tiempo que urgencia de oración y de obras: ¡venga a nosotros tu Reino!, nos enseñó a rezar el Maestro. Reino de justicia, de amor y de paz. Reino que habita en los corazones de los fieles. Fieles, que se comportarán con libertad y responsabilidad en las distintas opciones que se presenten en la vida personal y en la social. Obedeciendo antes a Dios que a los hombres, porque el Reino de Dios hallará su plenitud más allá de este mundo, pero este mundo es preparación de aquel. Este es un mundo creado. La autoridad civil no depende de la eclesiástica. Esto sería clericalismo. Pero la eclesiástica y la civil habrán de dar cuenta a Dios de cómo han administrado su respectiva autoridad. Por así decirlo, sus instancias son penúltimas. La última instancia pertenece al Juez Supremo, Jesucristo. Los primeros cristianos deseaban ardientemente su Segunda venida. Hay mucho que aprender y meditar (Cf. p.e. Benedicto XVI, Enc. Spe salvi) Antonio Orozco Arvo.net, noviembre 2011

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.

Imprimir

Printfriendly