viernes, 14 de julio de 2017
La belleza del don del sacerdocio y los abusos contra menores. Discurso de Benedicto XVI con ocasión de la Navidad. (2010). El rostro de la Iglesia, cubierto de polvo. El contexto de nuestro tiempo en el que hemos visto estos sucesos. Una llamada a la renovación y una mirada a sus fundamentos ideológicos.
1 La belleza del don del sacerdocio y los abusos contra menores. Discurso de Benedicto XVI con ocasión de la Navidad. (2010). El rostro de la Iglesia, cubierto de polvo. El contexto de nuestro tiempo en el que hemos visto estos sucesos. Una llamada a la renovación y una mirada a sus fundamentos ideológicos. Cfr. Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana con ocasión de la Navidad, 20 de diciembre de 2020 Lunes 20 de diciembre de 2010 Señores Cardenales, Venerados hermanos en el Episcopado y el Presbiterado, Queridos hermanos y hermanas Me alegra mucho estar con vosotros en este tradicional encuentro, queridos miembros del Colegio Cardenalicio, Representantes de la Curia Romana y del Governatorato. Dirijo un cordial saludo a cada uno de vosotros, y en primer lugar al Cardenal Angelo Sodano, al que agradezco las palabras de afecto y comunión, así como la sentida felicitación que me ha dirigido en nombre de todos. Prope est jam Dominus, venite, adoremus! Como una sola familia contemplamos el misterio del Emmanuel, el Dios con nosotros, como ha dicho el Cardenal Decano. También yo os felicito con agrado y deseo dar las gracias a todos, también a los Representantes Pontificios diseminados por el mundo, por la colaboración competente y generosa que cada uno presta al Vicario de Cristo y a la Iglesia. o Hay numerosos motivos, también hoy, para invocar que venga el poder de Dios para proteger a los hombres. Excita, Domine, potentiam tuam, et veni! La liturgia de la Iglesia ora incesantemente en los días de Adviento con éstas o parecidas palabras. Son invocaciones formuladas probablemente en el período del declive del Imperio Romano. La disolución de los ordenamientos que sustentaban en derecho y de las actitudes morales de fondo, que les daban fuerza, provocaron la ruptura de los muros que hasta ese momento habían protegido la convivencia pacífica entre los hombres. Un mundo estaba llegando a su ocaso. Además, frecuentes calamidades naturales aumentaban esta experiencia de inseguridad. No se veía ninguna fuerza capaz de frenar dicho declive. Se hacía cada vez más insistente la invocación del poder de Dios: que venga y proteja a los hombres de todas estas amenazas. Excita, Domine, potentiam tuam, et veni! También hoy tenemos numerosos motivos para unirnos a esta oración de Adviento de la Iglesia. El mundo, con todas sus nuevas esperanzas, está, al mismo tiempo, angustiado por la impresión de que el consenso moral se está disolviendo, un consenso sin el cual no funcionan las estructuras jurídicas y políticas; por consiguiente, las fuerzas movilizadas para defender dichas estructuras parecen estar destinadas al fracaso. Excita: la oración recuerda el grito dirigido al Señor, que estaba durmiendo en la barca de los discípulos sacudida por la tempestad y a punto de hundirse. Pidámosle que nos despierte del sueño de una fe que se ha cansado y que devuelva a esa fe la fuerza de mover montañas, es decir, de dar el justo orden a las cosas del mundo. Excita: la oración recuerda el grito dirigido al Señor, que estaba durmiendo en la barca de los discípulos sacudida por la tempestad y a punto de hundirse. Cuando su palabra poderosa apaciguó la tempestad, Él echó en cara a los discípulos su poca fe (cf. Mt 8,26 par.). Quería decir: en vosotros mismos, la fe se ha adormecido. Lo mismo quiere decirnos también a nosotros. Con mucha frecuencia, también en nosotros la fe está dormida. Pidámosle, pues, que nos despierte del sueño de una fe que se ha cansado y que devuelva a esa fe la fuerza de mover montañas, es decir, de dar el justo orden a las cosas del mundo. o La belleza del don del sacerdocio y la turbación de los abusos contra menores. Excita, Domine, potentiam tuam, et veni! Esta oración de Adviento me ha venido una y otra vez a la mente y a los labios en las grandes angustias que durante este año nos han afectado. Con mucha alegría comenzamos el Año Sacerdotal y, gracias a Dios, pudimos concluirlo también con mucha gratitud, no obstante su desarrollo fuera tan distinto a como habíamos esperado. En nosotros, sacerdotes, y en los laicos, precisamente en los jóvenes, se ha renovado la convicción del don que representa el sacerdocio de la Iglesia católica, que el Señor nos ha confiado. Nos hemos dado cuenta nuevamente de lo bello que es el que seres humanos tengan la facultad de pronunciar en nombre de Dios y con pleno poder la palabra del perdón, y así puedan cambiar el mundo, la vida; qué hermoso el que seres humanos estén autorizados a pronunciar las palabras de la consagración, con las que el Señor atrae a sí una parte del mundo, transformándola en 2 sustancia suya en un determinado lugar; qué bello poder estar, con la fuerza del Señor, cerca de los hombres en sus gozos y desventuras, en los momentos importantes y en aquellos oscuros de la vida; qué bello tener como cometido en la propia existencia no esto o aquello, sino sencillamente el ser mismo del hombre, para ayudarlo a que se abra a Dios y sea vivido a partir de Dios. Por eso nos hemos visto tan turbados cuando, precisamente en este año hemos venido a saber de abusos contra menores, en unas dimensiones inimaginables para nosotros, cometidos por sacerdotes, que convierten el Sacramento en su contrario y, bajo el manto de lo sagrado, hieren profundamente a la persona humana en su infancia y le provocan daños para toda la vida. La visión de santa Hildegarda de Bingen: el rostro de la Iglesia cubierto de polvo. En este contexto, me ha venido a la memoria una visión de santa Hildegarda de Bingen, que describe de manera impresionante lo que hemos vivido en este año: «En el año 1170 después de Cristo estuve en cama, enferma durante mucho tiempo. Entonces, física y mentalmente despierta, vi una mujer de una tal belleza que la mente humana no es capaz de comprender. Su figura se erguía de la tierra hasta el cielo. Su rostro brillaba con un esplendor sublime. Sus ojos miraban al cielo. Llevaba un vestido luminoso y radiante de seda blanca y con un manto cuajado de piedras preciosas. En los pies calzaba zapatos de ónix. Pero su rostro estaba cubierto de polvo, su vestido estaba rasgado en la parte derecha. También el manto había perdido su belleza singular y sus zapatos estaban sucios por encima. Con gran voz y lastimera, la mujer alzó su grito al cielo: “Escucha, cielo: mi rostro está embadurnado. Aflígete, tierra: mi vestido está rasgado. Tiembla, abismo: mis zapatos están ensuciados”. Y prosiguió: “Estuve escondida en el corazón del Padre, hasta que el Hijo del hombre, concebido y dado a luz en la virginidad, derramó su sangre. Con esta sangre, como dote, me tomó como esposa. Los estigmas de mi esposo permanecen frescos y abiertos mientras estén abiertas las heridas de los pecados de los hombres. El que permanezcan abiertas las heridas de Cristo es precisamente culpa de los sacerdotes. Ellos rasgan mi vestido porque son transgresores de la Ley, del Evangelio y de su deber sacerdotal. Quitan el esplendor de mi manto, porque descuidan totalmente los preceptos que tienen impuestos. Ensucian mis zapatos, porque no caminan por el camino recto, es decir por el duro y severo de la justicia, y también porque no dan un buen ejemplo a sus súbditos. Sin embargo, encuentro en algunos el esplendor de la verdad”. Hemos de acoger esta humillación como una exhortación a la verdad y una llamada a la renovación. Solamente la verdad salva. Y escuché una voz del cielo que decía: “Esta imagen representa a la Iglesia. Por esto, oh ser humano que ves todo esto y que escuchas los lamentos, anúncialo a los sacerdotes que han de guiar e instruir al pueblo de Dios y a los que, como a los apóstoles, se les dijo: ‘Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación’” (Mc 16,15)» (Carta a Werner von Kirchheim y a su comunidad sacerdotal: PL 197, 269ss) En la visión de santa Hildegarda, el rostro de la Iglesia está cubierto de polvo, y así es como lo hemos visto. Su vestido está rasgado por culpa de los sacerdotes. Tal como ella lo ha visto y expresado, así lo hemos visto este año. Hemos de acoger esta humillación como una exhortación a la verdad y una llamada a la renovación. Solamente la verdad salva. Hemos de preguntarnos qué podemos hacer para reparar lo más posible la injusticia cometida. Hemos de preguntarnos qué había de equivocado en nuestro anuncio, en todo nuestro modo de configurar el ser cristiano, de forma que algo así pudiera suceder. Hemos de hallar una nueva determinación en la fe y en el bien. Hemos de ser capaces de penitencia. Debemos esforzarnos en hacer todo lo posible en la preparación para el sacerdocio, para que algo semejante no vuelva a suceder jamás. También éste es el lugar para dar las gracias de corazón a todos los que se esfuerzan por ayudar a las víctimas y devolverles la confianza en la Iglesia, la capacidad de creer en su mensaje. En mis encuentros con las víctimas de este pecado, siembre he encontrado también personas que, con gran dedicación, están al lado del que sufre y ha sufrido daño. Ésta es la ocasión para dar las gracias también a tantos buenos sacerdotes que transmiten con humildad y fidelidad la bondad del Señor y, en medio de la devastación, son testigos de la belleza permanente del sacerdocio. Pero tampoco podemos callar sobre el contexto de nuestro tiempo en el que hemos visto estos sucesos. Una mirada a sus fundamentos ideológicos. Somos conscientes de la especial gravedad de este pecado cometido por sacerdotes, y de nuestra correspondiente responsabilidad. Pero tampoco podemos callar sobre el contexto de nuestro tiempo en el que hemos visto estos sucesos. Existe un mercado de la pornografía referente a los niños, que de algún modo parece ser considerado cada vez más por la sociedad como algo normal. La devastación psicológica de los niños, en la que personas humanas quedan reducidas a artículos de mercado, es un espantoso signo de los 3 tiempos. Oigo decir una y otra vez a Obispos de Países del Tercer Mundo, cómo el turismo sexual amenaza a toda una generación, dañándola en su libertad y dignidad humana. El Apocalipsis de san Juan incluye entre los grandes pecados de Babilonia —símbolo de las grandes ciudades irreligiosas del mundo— el comercio de los cuerpos y las almas, convirtiéndolos en una mercancía (cf. Ap 18,13). En este contexto se coloca también el problema de la droga, que con una fuerza creciente extiende sus tentáculos sobre todo el globo terrestre: expresión elocuente de la dictadura de la riqueza y el placer que pervierte al hombre. Cualquier placer es insuficiente y el exceso en el engaño de la embriaguez se convierte en una violencia que destruye regiones enteras, y todo en nombre de una fatal tergiversación de la libertad, en la que precisamente la libertad del hombre es la que se ve amenazada y, al final, completamente anulada. Para oponerse a estas fuerzas debemos echar una mirada a sus fundamentos ideológicos. En los años setenta, se teorizó que la pedofilia era algo completamente conforme con el hombre e incluso con el niño. Sin embargo, esto formaba parte de una perversión de fondo del concepto de ethos. Se afirmaba —incluso en el ámbito de la teología católica— que no existía ni el mal ni el bien en sí mismos. Existía sólo un «mejor que» y un «peor que». No habría nada bueno o malo en sí mismo. Todo dependía de las circunstancias y de los fines que se pretendían. Dependiendo de los objetivos y las circunstancias, todo podría ser bueno o malo. La moral fue sustituida por un cálculo de las consecuencias, y por eso mismo deja existir. Los efectos de tales teorías saltan hoy a la vista. En contra de ellas, el Papa Juan Pablo II, en su Encíclica Veritatis splendor, de 1993, señaló con fuerza profética que las bases esenciales y permanentes del actuar moral se encuentran en la gran tradición racional del ethos cristiano. Este texto se ha de poner hoy nuevamente en el centro de atención como camino en la formación de la conciencia. Toca a nosotros hacer que estos criterios sean escuchados y comprendidos por los hombres como caminos de verdadera humanidad, en el contexto de la preocupación por el hombre, en la que estamos inmersos. (…)
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