lunes, 10 de julio de 2017
La oración cristiana (13). Los salmos (3). El Salmo 22/21. Es un Salmo con fuertes implicaciones cristológicas, que continuamente aparece en los relatos de la pasión de Jesús, con su doble dimensión de humillación y de gloria, de muerte y de vida. Presenta la figura de un inocente perseguido y circundado por los adversarios que quieren su muerte; y él recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza de la fe, se abre misteriosamente a la alabanza. El grito inicial del Salmo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», es citado por los evangelios de san Mateo y de san Marcos como el grito lanzado por Jesús moribundo en la cruz (cf. Mt 27, 46; Mc 15, 34). En su Pasión, en obediencia al Padre, el Señor Jesús pasa por el abandono y la muerte para alcanzar la vida y donarla a todos los creyentes.
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La oración cristiana (13). Los salmos (3). El Salmo 22/21. Es un Salmo con fuertes
implicaciones cristológicas, que continuamente aparece en los relatos de la pasión de Jesús, con su
doble dimensión de humillación y de gloria, de muerte y de vida. Presenta la figura de un inocente
perseguido y circundado por los adversarios que quieren su muerte; y él recurre a Dios en un lamento
doloroso que, en la certeza de la fe, se abre misteriosamente a la alabanza. El grito inicial del
Salmo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», es citado por los evangelios de san
Mateo y de san Marcos como el grito lanzado por Jesús moribundo en la cruz (cf. Mt 27, 46; Mc
15, 34). En su Pasión, en obediencia al Padre, el Señor Jesús pasa por el abandono y la muerte
para alcanzar la vida y donarla a todos los creyentes.
Cfr. Benedicto XVI, Audiencia General, 14 de septiembre de 2011. El salmo
22/21.
Queridos hermanos y hermanas:
o El salmo 22: un salmo con fuertes implicaciones cristológicas
La primera parte se centra en el lamento de un inocente perseguido y
circundado por los adversarios que quieren su muerte.
Él recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza
de la fe, se abre misteriosamente a la alabanza.
En la catequesis de hoy quiero afrontar un Salmo con fuertes implicaciones cristológicas,
que continuamente aparece en los relatos de la pasión de Jesús, con su doble dimensión de
humillación y de gloria, de muerte y de vida. Es el Salmo 22, según la tradición judía, 21 según la
tradición greco-latina, una oración triste y conmovedora, de una profundidad humana y una riqueza
teológica que hacen que sea uno de los Salmos más rezados y estudiados de todo el Salterio. Se
trata de una larga composición poética, y nosotros nos detendremos en particular en la primera
parte, centrada en el lamento, para profundizar algunas dimensiones significativas de la oración de
súplica a Dios.
Este Salmo presenta la figura de un inocente perseguido y circundado por los adversarios
que quieren su muerte; y él recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza de la fe, se abre
misteriosamente a la alabanza. En su oración se alternan la realidad angustiosa del presente y la
memoria consoladora del pasado, en una sufrida toma de conciencia de la propia situación
desesperada que, sin embargo, no quiere renunciar a la esperanza. Su grito inicial es un llamamiento
dirigido a un Dios que parece lejano, que no responde y parece haberlo abandonado:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te
alcanza. Dios mío, de día te grito, y no me respondes; de noche, y no me haces caso» (vv. 2-
3).
Dios calla, y este silencio lacera el ánimo del orante, que llama incesantemente, pero sin
encontrar respuesta. Los días y las noches se suceden en una búsqueda incansable de una palabra,
de una ayuda que no llega; Dios parece tan distante, olvidadizo, tan ausente. La oración pide
escucha y respuesta, solicita un contacto, busca una relación que pueda dar consuelo y salvación.
Pero si Dios no responde, el grito de ayuda se pierde en el vacío y la soledad llega a ser
insostenible. Sin embargo, el orante de nuestro Salmo tres veces, en su grito, llama al Señor «mi»
Dios, en un extremo acto de confianza y de fe. No obstante toda apariencia, el salmista no puede
creer que el vínculo con el Señor se haya interrumpido totalmente; y mientras pregunta el por qué
de un supuesto abandono incomprensible, afirma que «su» Dios no lo puede abandonar.
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o El grito inicial del Salmo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?», es citado por los evangelios de san Mateo y de san Marcos
como el grito lanzado por Jesús moribundo en la cruz.
En su Pasión, en obediencia al Padre, el Señor Jesús pasa por el
abandono y la muerte para alcanzar la vida y donarla a todos los
creyentes.
Como es sabido, el grito inicial del Salmo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?», es citado por los evangelios de san Mateo y de san Marcos como el grito lanzado
por Jesús moribundo en la cruz (cf. Mt 27, 46; Mc 15, 34). Ello expresa toda la desolación del
Mesías, Hijo de Dios, que está afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente
contrapuesta al Señor de la vida. Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y negado por los
discípulos, circundado por quien lo insulta, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que
debe pasar por la humillación y la aniquilación. Por ello grita al Padre, y su sufrimiento asume las
sufridas palabras del Salmo. Pero su grito no es un grito desesperado, como no lo era el grito del
salmista, en cuya súplica recorre un camino atormentado, desembocando al final en una perspectiva
de alabanza, en la confianza de la victoria divina. Puesto que en la costumbre judía citar el
comienzo de un Salmo implicaba una referencia a todo el poema, la oración desgarradora de Jesús,
incluso manteniendo su tono de sufrimiento indecible, se abre a la certeza de la gloria. «¿No era
necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?», dirá el Resucitado a los
discípulos de Emaús (Lc 24, 26). En su Pasión, en obediencia al Padre, el Señor Jesús pasa por el
abandono y la muerte para alcanzar la vida y donarla a todos los creyentes.
A este grito inicial de súplica, en nuestro Salmo 22, responde, en doloroso contraste, el
recuerdo del pasado:
«En ti confiaban nuestros padres, confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban
libres, en ti confiaban, y no los defraudaste» (vv. 5-6).
Aquel Dios que al salmista parece hoy tan lejano, es, sin embargo, el
Señor misericordioso que Israel siempre experimentó en su historia. El
pueblo al cual pertenece el orante fue objeto del amor de Dios y puede
testimoniar su fidelidad.
La situación del salmista parece desmentir toda la historia
de la salvación, haciendo todavía más dolorosa la realidad
presente.
Aquel Dios que al salmista parece hoy tan lejano, es, sin embargo, el Señor misericordioso
que Israel siempre experimentó en su historia. El pueblo al cual pertenece el orante fue objeto del
amor de Dios y puede testimoniar su fidelidad. Comenzando por los patriarcas, luego en Egipto y en
la larga peregrinación por el desierto, en la permanencia en la tierra prometida en contacto con
poblaciones agresivas y enemigas, hasta la oscuridad del exilio, toda la historia bíblica fue una
historia de clamores de ayuda por parte del pueblo y de respuestas salvíficas por parte de Dios. Y el
salmista hace referencia a la fe inquebrantable de sus padres, que «confiaron» —por tres veces se
repite esta palabra— sin quedar nunca decepcionados. Ahora, sin embargo, parece que esta cadena
de invocaciones confiadas y respuestas divinas se haya interrumpido; la situación del salmista
parece desmentir toda la historia de la salvación, haciendo todavía más dolorosa la realidad
presente.
La oración vuelve a describir la triste situación del orante,
para inducir al Señor a tener piedad e intervenir, come
siempre había hecho en el pasado.
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Pero Dios no se puede retractar, y es entonces que la oración vuelve a describir la triste
situación del orante, para inducir al Señor a tener piedad e intervenir, come siempre había hecho en
el pasado. El salmista se define «gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del
pueblo» (v. 7), se burlan, se mofan de él (cf. v. 8), y herido precisamente en la fe: «Acudió al Señor,
que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere» (v. 9), dicen. Bajo los golpes socarrones de la
ironía y del desprecio, parece que el perseguido casi pierde los propios rasgos humanos, como el
siervo sufriente esbozado en el Libro de Isaías (cf. Is 52, 14; 53, 2b-3). Y como el justo oprimido
del Libro de la Sabiduría (cf. 2, 12-20), como Jesús en el Calvario (cf. Mt 27, 39-43), el salmista ve
puesta en tela de juicio la relación con su Señor, con relieve cruel y sarcástico de aquello que lo está
haciendo sufrir: el silencio de Dios, su ausencia aparente.
Dios ha estado presente en la existencia del orante con una
cercanía y una ternura incuestionables.
Sin embargo, Dios ha estado presente en la existencia del orante con una cercanía y una
ternura incuestionables. El salmista recuerda al Señor: «Tú eres quien me sacó del vientre, me
tenías confiado en los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus manos» (vv. 10-11a). El Señor
es el Dios de la vida, que hace nacer y acoge al neonato, y lo cuida con afecto de padre. Y si antes
se había hecho memoria de la fidelidad de Dios en la historia del pueblo, ahora el orante evoca de
nuevo la propia historia personal de relación con el Señor, remontándose al momento
particularmente significativo del comienzo de su vida. Y ahí, no obstante la desolación del presente,
el salmista reconoce una cercanía y un amor divinos tan radicales que puede ahora exclamar, en una
confesión llena de fe y generadora de esperanza: «desde el vientre materno tú eres mi Dios» (v.
11b).
El lamento se convierte ahora en súplica afligida: «No te
quedes lejos, que el peligro está cerca y nadie me socorre».
El lamento se convierte ahora en súplica afligida: «No te quedes lejos, que el peligro está
cerca y nadie me socorre» (v. 12). La única cercanía que percibe el salmista y que le asusta es la de
los enemigos. Por lo tanto, es necesario que Dios se haga cercano y lo socorra, porque los enemigos
circundan al orante, lo acorralan, y son como toros poderosos, como leones que abren de par en par
la boca para rugir y devorar (cf. vv. 13-14). La angustia altera la percepción del peligro,
agrandándolo. Los adversarios se presentan invencibles, se han convertido en animales feroces y
peligrosísimos, mientras que el salmista es como un pequeño gusano, impotente, sin defensa alguna.
Pero estas imágenes usadas en el Salmo sirven también para decir que cuando el hombre se hace
brutal y agrede al hermano, algo de animalesco toma la delantera en él, parece perder toda
apariencia humana; la violencia siempre tiene en sí algo de bestial y sólo la intervención salvífica de
Dios puede restituir al hombre su humanidad. Ahora, para el salmista, objeto de una agresión tan
feroz, parece que ya no hay salvación, y la muerte empieza a posesionarse de él: «Estoy como agua
derramada, tengo los huesos descoyuntados [...] mi garganta está seca como una teja, la lengua se
me pega al paladar [...] se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica» (vv. 15.16.19). Con imágenes
dramáticas, que volvemos a encontrar en los relatos de la pasión de Cristo, se describe el
desmoronamiento del cuerpo del condenado, la aridez insoportable que atormenta al moribundo y
que encuentra eco en la petición de Jesús «Tengo sed» (cf. Jn 19, 28), para llegar al gesto definitivo
de los verdugos que, como los soldados al pie de la cruz, se repartían las vestiduras de la víctima,
considerada ya muerta (cf. Mt 27, 35; Mc 15, 24; Lc 23, 34; Jn 19, 23-24).
Y el lamento deja lugar a la alabanza, se abre a la acción de
gracias.
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He aquí entonces, imperiosa, de nuevo la petición de ayuda: «Pero tú, Señor, no te quedes
lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme [...] Sálvame» (vv. 20.22a). Este es un grito que abre
los cielos, porque proclama una fe, una certeza que va más allá de toda duda, de toda oscuridad y de
toda desolación. Y el lamento se transforma, deja lugar a la alabanza en la acogida de la salvación:
«Tú me has dado respuesta. Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré»
(vv. 22c-23). De esta forma, el Salmo se abre a la acción de gracias, al gran himno final que implica
a todo el pueblo, los fieles del Señor, la asamblea litúrgica, las generaciones futuras (cf. vv. 24-32).
El Señor acudió en su ayuda, salvó al pobre y le mostró su rostro de misericordia. Muerte y vida se
entrecruzaron en un misterio inseparable, y la vida ha triunfado, el Dios de la salvación se mostró
Señor invencible, que todos los confines de la tierra celebrarán y ante el cual se postrarán todas las
familias de los pueblos. Es la victoria de la fe, que puede transformar la muerte en don de la vida, el
abismo del dolor en fuente de esperanza.
o Dejémonos invadir por la luz del misterio pascual incluso en la aparente
ausencia de Dios, también en el silencio de Dios. Aprendamos a discernir la
realidad verdadera más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la
exaltación precisamente en la humillación, y la manifestación plena de la vida
en la muerte, en la cruz.
Hermanos y hermanas queridísimos, este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz de
Jesús, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos, por
tanto, invadir por la luz del misterio pascual incluso en la aparente ausencia de Dios, también en el
silencio de Dios, y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la realidad verdadera
más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación precisamente en la humillación,
y la manifestación plena de la vida en la muerte, en la cruz. De este modo, volviendo a poner toda
nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia también
nosotros le podremos rezar con fe, y nuestro grito de ayuda se transformará en canto de alabanza.
Gracias.
www.parroquiasantamonica.com
Vida Cristiana
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