lunes, 10 de julio de 2017
La oración cristiana (15). Los salmos (5). El salmo 126/125. Un salmo con tono festivo, que canta las maravillas que Dios ha obrado con su pueblo y con cada creyente. En nuestra oración deberíamos mirar con más frecuencia el modo como Dios nos ha protegido, guiado, ayudado en los sucesos de nuestra vida, y debemos permanecer - en Jesucristo - abiertos a la esperanza y firmes en la fe, aunque con frecuencia nuestra historia está marcada por el dolor, por las crisis.
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La oración cristiana (15). Los salmos (5). El salmo 126/125. Un salmo con tono festivo, que
canta las maravillas que Dios ha obrado con su pueblo y con cada creyente. En nuestra oración
deberíamos mirar con más frecuencia el modo como Dios nos ha protegido, guiado, ayudado en los
sucesos de nuestra vida, y debemos permanecer - en Jesucristo - abiertos a la esperanza y firmes en la
fe, aunque con frecuencia nuestra historia está marcada por el dolor, por las crisis.
Cfr. Benedicto XVI, Audiencia General, Salmo 126/125, 12 de octubre de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
o Un salmo con tonalidad festiva, que canta las maravillas que Dios ha obrado
con su pueblo y con cada creyente.
Parte de una situación de sufrimiento y de necesidad a la cual Dios
responde obrando la salvación y conduciendo nuevamente al orante a la
condición de antes, más aún, enriquecida y mejorada.
En las catequesis anteriores hemos meditado sobre algunos Salmos de lamentación y de
confianza. Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre un Salmo con tonalidad festiva, una oración
que, en la alegría, canta las maravillas de Dios. Es el Salmo 126 —según la numeración grecolatina,
125—, que celebra las maravillas que el Señor ha obrado con su pueblo y que continuamente
obra con cada creyente.
El salmista, en nombre de todo Israel, comienza su oración recordando la experiencia
exaltadora de la salvación:
«Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos
llenaba de risas, la lengua de cantares» (vv. 1-2a).
El regreso del exilio es paradigma de toda intervención divina de
salvación porque la caída de Jerusalén y la deportación a Babilonia
fueron experiencias devastadoras para el pueblo elegido, no sólo en el
plano político y social, sino también y sobre todo en el ámbito religioso y
espiritual.
El Salmo habla de una «situación restablecida», es decir restituida al estado originario, en
toda su positividad precedente. O sea, se parte de una situación de sufrimiento y de necesidad a la
cual Dios responde obrando la salvación y conduciendo nuevamente al orante a la condición de
antes, más aún, enriquecida y mejorada. Es lo que sucede a Job, cuando el Señor le devuelve todo lo
que había perdido, duplicándolo y dispensando una bendición aún mayor (cf. Jb 42, 10-13), y es
cuanto experimenta el pueblo de Israel al regresar a su patria tras el exilio en Babilonia.
Este Salmo se ha de interpretar precisamente en relación a la deportación en tierra
extranjera: la tradición lee y comprende la expresión «restablecer la situación de Sión» como «hacer
volver a los cautivos de Sión». En efecto, el regreso del exilio es paradigma de toda intervención
divina de salvación porque la caída de Jerusalén y la deportación a Babilonia fueron experiencias
devastadoras para el pueblo elegido, no sólo en el plano político y social, sino también y sobre todo
en el ámbito religioso y espiritual. La pérdida de la tierra, el fin de la monarquía davídica y la
destrucción del Templo aparecen como una negación de las promesas divinas, y el pueblo de la
Alianza, disperso entre los paganos, se interroga dolorosamente sobre un Dios que parece haberlo
abandonado.
El fin de la deportación y el regreso a la patria se experimentan como un
maravilloso regreso a la fe, a la confianza, a la comunión con el Señor; es
un «restablecimiento de la situación anterior» que implica también
conversión del corazón, perdón, amistad con Dios recuperada,
conciencia de su misericordia y posibilidad renovada de alabarlo
Por ello, el fin de la deportación y el regreso a la patria se experimentan como un
maravilloso regreso a la fe, a la confianza, a la comunión con el Señor; es un «restablecimiento de
la situación anterior» que implica también conversión del corazón, perdón, amistad con Dios
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recuperada, conciencia de su misericordia y posibilidad renovada de alabarlo (cf. Jr 29, 12-14; 30,
18-20; 33, 6-11; Ez 39, 25-29). Se trata de una experiencia de alegría desbordante, de sonrisas y
gritos de júbilo, tan hermosa que «parecía soñar». Las intervenciones divinas con frecuencia tienen
formas inesperadas, que van más allá de cuanto el hombre pueda imaginar. He aquí entonces la
maravilla y la alegría que se expresa en la alabanza: «El Señor ha hecho maravillas». Es lo que
dicen las naciones, y es lo que proclama Israel:
«Hasta los gentiles decían: “El Señor ha estado grande con ellos”. El Señor ha estado grande
con nosotros, y estamos alegres» (vv. 2b-3).
Dios hace maravillas en la historia de los hombres. Actuando la salvación, se revela a todos
como Señor potente y misericordioso, refugio del oprimido, que no olvida el grito de los pobres (cf.
Sal 9, 10.13), que ama la justicia y el derecho, y de cuyo amor está llena la tierra (cf. Sal 33, 5). Por
ello, ante la liberación del pueblo de Israel, todas las naciones reconocen las cosas grandes y
estupendas que Dios realiza por su pueblo y celebran al Señor en su realidad de Salvador. E Israel
hace eco a la proclamación de las naciones, y la retoma repitiéndola, pero como protagonista, como
destinatario directo de la acción divina: «El Señor ha estado grande con nosotros»; «para nosotros»,
o más precisamente, «con nosotros», en hebreo “immanû”, afirmando de este modo la relación
privilegiada que el Señor mantiene con sus elegidos y que en el nombre Emmanuel, «Dios con
nosotros», con el que se llama a Jesús, encontrará su culmen y su manifestación plena (cf. Mt 1, 23).
o En nuestra oración deberíamos mirar con más frecuencia el modo como el
Señor nos ha protegido, guiado, ayudado en los sucesos de nuestra vida, y
alabarlo por cuanto ha hecho y hace por nosotros. Debemos estar más
atentos a las cosas buenas que el Señor nos da.
Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración deberíamos mirar con más frecuencia el
modo como el Señor nos ha protegido, guiado, ayudado en los sucesos de nuestra vida, y alabarlo
por cuanto ha hecho y hace por nosotros. Debemos estar más atentos a las cosas buenas que el
Señor nos da. Siempre estamos atentos a los problemas, a las dificultades, y casi no queremos
percibir que hay cosas hermosas que vienen del Señor. Esta atención, que se convierte en gratitud,
es muy importante para nosotros y nos crea una memoria del bien que nos ayuda incluso en las
horas oscuras. Dios realiza cosas grandes, y quien tiene experiencia de ello —atento a la bondad del
Señor con la atención del corazón— rebosa de alegría. Con esta tonalidad festiva concluye la
primera parte del Salmo.
Ser salvados y regresar a la patria desde el exilio es como haber vuelto a la vida: la
liberación abre a la sonrisa, pero también a la espera de una realización plena que se ha de desear y
pedir. Esta es la segunda parte de nuestro Salmo, que dice así:
«Recoge, Señor, a nuestros cautivos como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con
lágrimas cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve
cantando, trayendo sus gavillas» (vv. 4-6).
o Más allá de haber sido salvado el pueblo de Israel con el regreso del exilio, el
salmista solicita una ulterior intervención divina que hace referencia a la
redención que es la realización plena de la salvación.
Si al comienzo de su oración el salmista celebraba la alegría de una situación ya restablecida
por el Señor, ahora en cambio la pide como algo que todavía debe realizarse. Si se aplica este Salmo
al regreso del exilio, esta aparente contradicción se explicaría con la experiencia histórica, vivida
por Israel, de un difícil regreso a la patria, sólo parcial, que induce al orante a solicitar una ulterior
intervención divina para llevar a plenitud la restauración del pueblo.
Pero el Salmo va más allá del dato puramente histórico para abrirse a dimensiones más
amplias, de tipo teológico. De todos modos, la experiencia consoladora de la liberación de
Babilonia todavía está incompleta, «ya» se ha realizado, pero «aún no» está marcada por la plenitud
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definitiva. De este modo, mientras celebra en la alegría la salvación recibida, la oración se abre a
la espera de la realización plena.
El Salmo utiliza imágenes especiales que remiten a la realidad misteriosa
de la redención.
Por ello el Salmo utiliza imágenes especiales, que, con su complejidad, remiten a la realidad
misteriosa de la redención, en la cual se entrelazan el don recibido y que aún se debe esperar, vida y
muerte, alegría soñada y lágrimas de pena.
Primera imagen: los torrentes secos del desierto del Negueb y las lluvias
La primera imagen hace referencia a los torrentes secos del desierto del Negueb, que con las
lluvias se llenan de agua impetuosa que vuelve a dar vida al terreno árido y lo hace reflorecer. La
petición del salmista es, por lo tanto, que el restablecimiento de la suerte del pueblo y el regreso del
exilio sean como aquella agua, arrolladora e imparable, y capaz de transformar el desierto en una
inmensa superficie de hierba verde y de flores.
Segunda imagen: el momento difícil y fatigoso de la siembra y la alegría
desbordante de la cosecha.
La segunda imagen se traslada desde las colinas áridas y rocosas del Negueb hasta los
campos que los agricultores cultivan para obtener de él el alimento. Para hablar de la salvación, se
evoca aquí la experiencia que cada año se renueva en el mundo agrícola: el momento difícil y
fatigoso de la siembra y luego la alegría desbordante de la cosecha.
Una siembra que va acompañada de lágrimas, porque se tira aquello que todavía podría
convertirse en pan, exponiéndose a una espera llena de incertidumbres: el campesino trabaja,
prepara el terreno, arroja la semilla, pero, como ilustra bien la parábola del sembrador, no sabe
dónde caerá esta semilla, si los pájaros se la comerán, si arraigará, si echará raíces, si llegará a ser
espiga (cf. Mt 13, 3-9; Mc 4, 2-9; Lc 8, 4-8).
Arrojar la semilla es un gesto de confianza y de esperanza; es necesaria la laboriosidad del
hombre, pero luego se debe entrar en una espera impotente, sabiendo bien que muchos factores
determinarán el éxito de la cosecha y que siempre se corre el riesgo de un fracaso. No obstante eso,
año tras año, el campesino repite su gesto y arroja su semilla.
Y cuando esta semilla se convierte en espiga, y los campos abundan en la cosecha, llega la
alegría de quien se encuentra ante un prodigio extraordinario. Jesús conocía bien esta experiencia y
hablaba de ella a los suyos: «Decía: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa la semilla en
la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él
sepa cómo”» (Mc 4, 26-27). Es el misterio escondido de la vida, son las extraordinarias
«maravillas» de la salvación que el Señor obra en la historia de los hombres y de las que los
hombres ignoran el secreto.
La intervención divina, cuando se manifiesta en plenitud, muestra una dimensión
desbordante, como los torrentes del Negueb y como el trigo en los campos, este último evocador
también de una desproporción típica de las cosas de Dios: desproporción entre la fatiga de la
siembra y la inmensa alegría de la cosecha, entre el ansia de la espera y la tranquilizadora visión de
los graneros llenos, entre las pequeñas semillas arrojadas en la tierra y los grandes cúmulos de
gavillas doradas por el sol. En el momento de la cosecha, todo se ha transformado, el llanto ha
cesado, ha dado paso a los gritos de júbilo.
A todo esto hace referencia el salmista para hablar de la salvación, de la liberación, del
restablecimiento de la situación anterior, del regreso del exilio. La deportación a Babilonia, como
toda otra situación de sufrimientos y de crisis, con su oscuridad dolorosa compuesta de dudas y de
una aparente lejanía de Dios, en realidad, dice nuestro Salmo, es como una siembra. En el Misterio
de Cristo, a la luz del Nuevo Testamento, el mensaje resulta todavía más explícito y claro: el
creyente que atraviesa esa oscuridad es como el grano de trigo que muere tras caer en la tierra, pero
para dar mucho fruto (cf. Jn 12, 24); o bien, retomando otra imagen utilizada por Jesús, es como la
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mujer que sufre por los dolores del parto para poder llegar a la alegría de haber dado a luz una
nueva vida (cf. Jn 16, 21).
o En nuestra oración debemos permanecer abiertos a la esperanza y firmes en
la fe, aunque con frecuencia nuestra historia está marcada por el dolor, por
las crisis.
Nuestra historia es una historia de salvación: en Jesús acaban todos
nuestros exilios, y toda lágrima se enjuga en el misterio de su cruz. La
gratitud por el descubrimiento de Jesucristo que es la gran alegría del sí
de Dios.
Después del gran descubrimiento de Jesucristo —nuestro
camino, verdad y vida—, al entrar en el terreno de la fe, en
la «tierra de la fe», encontramos también con frecuencia una
vida oscura, dura, difícil, una siembra con lágrimas, pero
seguros de que la luz de Cristo nos dará, al final, realmente,
la gran cosecha. Y tenemos que aprender esto incluso en las
noches oscuras; no olvidar que la luz existe, que Dios ya está
en medio de nuestra vida y que podemos sembrar con la gran
confianza de que el «sí» de Dios es más fuerte que todos
nosotros.
Queridos hermanos y hermanas, este Salmo nos enseña que, en nuestra oración, debemos
permanecer siempre abiertos a la esperanza y firmes en la fe en Dios. Nuestra historia, aunque con
frecuencia está marcada por el dolor, por las incertidumbres, a veces por las crisis, es una historia de
salvación y de «restablecimiento de la situación anterior». En Jesús acaban todos nuestros exilios, y
toda lágrima se enjuga en el misterio de su cruz, de la muerte transformada en vida, como el grano
de trigo que se parte en la tierra y se convierte en espiga.
También para nosotros este descubrimiento de Jesucristo es la gran alegría del «sí» de Dios,
del restablecimiento de nuestra situación. Pero como aquellos que, al regresar de Babilonia llenos
de alegría, encontraron una tierra empobrecida, devastada, con la dificultad de la siembra, y
sufrieron llorando sin saber si realmente al final tendría lugar la cosecha, así también nosotros,
después del gran descubrimiento de Jesucristo —nuestro camino, verdad y vida—, al entrar en el
terreno de la fe, en la «tierra de la fe», encontramos también con frecuencia una vida oscura, dura,
difícil, una siembra con lágrimas, pero seguros de que la luz de Cristo nos dará, al final, realmente,
la gran cosecha. Y tenemos que aprender esto incluso en las noches oscuras; no olvidar que la luz
existe, que Dios ya está en medio de nuestra vida y que podemos sembrar con la gran confianza de
que el «sí» de Dios es más fuerte que todos nosotros. Es importante no perder este recuerdo de la
presencia de Dios en nuestra vida, esta alegría profunda porque Dios ha entrado en nuestra vida,
liberándonos: es la gratitud por el descubrimiento de Jesucristo, que ha venido a nosotros. Y esta
gratitud se transforma en esperanza, es estrella de la esperanza que nos da confianza; es la luz,
porque precisamente los dolores de la siembra son el comienzo de la nueva vida, de la grande y
definitiva alegría de Dios.
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