lunes, 10 de julio de 2017
La oración cristiana (26). La oración de Jesús (7) en la inminencia de la muerte. Jesús reza en el momento del último rechazo de los hombres, en el momento del abandono; reza con el Salmo 22, consciente de la presencia de Dios Padre también en esta hora en la que siente el drama humano de la muerte. En nuestra relación con el Señor: ante las situaciones más difíciles y dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no debemos temer confiarle a él el peso que llevamos en nuestro corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento. Recemos con amor por tantos hermanos y hermanas que sienten el peso de la vida cotidiana, que viven momentos difíciles, que atraviesan situaciones de dolor, que no cuentan con una palabra de consuelo.
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La oración cristiana (26). La oración de Jesús (7) en la inminencia de la muerte. Jesús reza en el
momento del último rechazo de los hombres, en el momento del abandono; reza con el Salmo 22,
consciente de la presencia de Dios Padre también en esta hora en la que siente el drama humano de
la muerte. En nuestra relación con el Señor: ante las situaciones más difíciles y dolorosas, cuando
parece que Dios no escucha, no debemos temer confiarle a él el peso que llevamos en nuestro corazón,
no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento. Recemos con amor por tantos hermanos y
hermanas que sienten el peso de la vida cotidiana, que viven momentos difíciles, que atraviesan
situaciones de dolor, que no cuentan con una palabra de consuelo.
Cfr. Benedicto XVI, Catequesis, La oración cristiana (26), La oración de Jesús
(7), La oración de Jesús en la inminencia de la muerte. Marcos 15, 33-34;
Mateo 27,46.
8 de febrero de 2012.
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre la oración de Jesús en la inminencia de la muerte,
deteniéndome en lo que refieren san Marcos y san Mateo. Los dos evangelistas nos presentan la oración de
Jesús moribundo no sólo en lengua griega, en la que está escrito su relato, sino también, por la importancia
de aquellas palabras, en una mezcla de hebreo y arameo. De este modo, transmitieron no sólo el contenido,
sino hasta el sonido que esa oración tuvo en los labios de Jesús: escuchamos realmente las palabras de Jesús
como eran. Al mismo tiempo, nos describieron la actitud de los presentes en el momento de la crucifixión,
que no comprendieron —o no quisieron comprender— esta oración.
Como hemos escuchado, escribe san Marcos: «Llegado el mediodía toda la región quedó en tinieblas
hasta las tres de la tarde. Y a las tres, Jesús clamó con voz potente: “Eloí, Eloí, lemá sabactaní?”, que
significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”» (15, 33-34). En la estructura del relato, la
oración, el grito de Jesús se eleva en el culmen de las tres horas de tinieblas que, desde el mediodía hasta las
tres de la tarde, cubrieron toda la tierra. Estas tres horas de oscuridad son, a su vez, la continuación de un
lapso de tiempo anterior, también de tres horas, que comenzó con la crucifixión de Jesús. El evangelista san
Marcos, en efecto, nos informa que: «Eran las nueve de la mañana cuando lo crucificaron» (cf. 15, 25). Del
conjunto de las indicaciones horarias del relato, las seis horas de Jesús en la cruz están articuladas en dos
partes cronológicamente equivalentes.
o Las burlas de diversos grupos de personas ante Jesús crucificado, y las
tinieblas que cubrían toda la tierra.
En la tradición bíblica, la oscuridad tiene un significado ambivalente: es
signo de la presencia y de la acción del mal, pero también de una
misteriosa presencia y acción de Dios, que es capaz de vencer toda
tiniebla.
En la escena de la crucifixión de Jesús, las tinieblas
envuelven la tierra y son tinieblas de muerte en las que el
Hijo de Dios se sumerge para traer la vida con su acto de
amor.
En las tres primeras horas, desde las nueve hasta el mediodía, tienen lugar las burlas por parte de
diversos grupos de personas, que muestran su escepticismo, afirman que no creen. Escribe san Marcos: «Los
que pasaban lo injuriaban» (15, 29); «de igual modo, también los sumos sacerdotes, con los escribas, entre
ellos se burlaban de él» (15, 31); «también los otros crucificados lo insultaban» (15, 32). En las tres horas
siguientes, desde mediodía «hasta las tres de la tarde», el evangelista habla sólo de las tinieblas que cubrían
toda la tierra; la oscuridad ocupa ella sola toda la escena, sin ninguna referencia a movimientos de personajes
o a palabras. Cuando Jesús se acerca cada vez más a la muerte, sólo está la oscuridad que cubre «toda la
tierra». Incluso el cosmos toma parte en este acontecimiento: la oscuridad envuelve a personas y cosas, pero
también en este momento de tinieblas Dios está presente, no abandona. En la tradición bíblica, la oscuridad
tiene un significado ambivalente: es signo de la presencia y de la acción del mal, pero también de una
misteriosa presencia y acción de Dios, que es capaz de vencer toda tiniebla. En el Libro del Éxodo, por
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ejemplo, leemos: «El Señor le dijo a Moisés: “Voy a acercarme a ti en una nube espesa”» (19, 9); y también:
«El pueblo se quedó a distancia y Moisés se acercó hasta la nube donde estaba Dios» (20, 21). En los
discursos del Deuteronomio, Moisés relata: «La montaña ardía en llamas que se elevaban hasta el cielo entre
nieblas y densas nubes» (4, 11); vosotros «oísteis la voz que salía de la tiniebla, mientras ardía la montaña»
(5, 23). En la escena de la crucifixión de Jesús, las tinieblas envuelven la tierra y son tinieblas de muerte en
las que el Hijo de Dios se sumerge para traer la vida con su acto de amor.
o Jesús, en el momento en que se encuentra ante la muerte, con el grito de su
oración muestra que, junto al peso del sufrimiento y de la muerte donde
parece haber abandono, la ausencia de Dios, él tiene la plena certeza de la
cercanía del Padre.
¿Qué significado tiene aquel grito que eleva al Padre «Dios mío, Dios
mío, por qué me has abandonado»?
Volviendo a la narración de san Marcos, Jesús, ante los insultos de las diversas categorías de
personas, ante la oscuridad que lo cubre todo, en el momento en que se encuentra ante la muerte, con el grito
de su oración muestra que, junto al peso del sufrimiento y de la muerte donde parece haber abandono, la
ausencia de Dios, él tiene la plena certeza de la cercanía del Padre, que aprueba este acto de amor supremo,
de donación total de sí mismo, aunque no se escuche, como en otros momentos, la voz de lo alto. Al leer los
Evangelios, nos damos cuenta de que Jesús, en otros pasajes importantes de su existencia terrena, había visto
cómo a los signos de la presencia del Padre y de la aprobación a su camino de amor se unía también la voz
clarificadora de Dios. Así, en el episodio que sigue al bautismo en el Jordán, al abrirse los cielos, se escuchó
la palabra del Padre: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1, 11). Después, en la
Transfiguración, el signo de la nube estuvo acompañado por la palabra: «Este es mi Hijo amado;
escuchadlo» (Mc 9, 7). En cambio, al acercarse la muerte del Crucificado, desciende el silencio; no se
escucha ninguna voz, aunque la mirada de amor del Padre permanece fija en la donación de amor del Hijo.
Significado del grito que Jesús eleva al Padre:
Pero, ¿qué significado tiene la oración de Jesús, aquel grito que eleva al Padre: «Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado», la duda de su misión, de la presencia del Padre? En esta oración, ¿no se
refleja, quizá, la consciencia precisamente de haber sido abandonado? Las palabras que Jesús dirige al Padre
son el inicio del Salmo 22, donde el salmista manifiesta a Dios la tensión entre sentirse dejado solo y la
consciencia cierta de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El salmista reza: «Dios mío, de día te grito,
y no respondes; de noche, y no me haces caso. Porque tú eres el Santo y habitas entre las alabanzas de Israel»
(vv. 3-4). El salmista habla de «grito» para expresar ante Dios, aparentemente ausente, todo el sufrimiento de
su oración: en el momento de angustia la oración se convierte en un grito.
En nuestra relación con el Señor: ante las situaciones más difíciles y
dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no debemos temer
confiarle a él el peso que llevamos en nuestro corazón, no debemos
tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento.
Y esto sucede también en nuestra relación con el Señor: ante las situaciones más difíciles y
dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no debemos temer confiarle a él el peso que llevamos en
nuestro corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento; debemos estar convencidos de que
Dios está cerca, aunque en apariencia calle.
Jesús reza en el momento del último rechazo de los hombres, en el
momento del abandono; reza con el Salmo, consciente de la presencia de
Dios Padre también en esta hora en la que siente el drama humano de la
muerte.
Al repetir desde la cruz precisamente las palabras iniciales del Salmo, —«Elí, Elí, lemá
sabactaní?»— «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46), gritando las palabras del
Salmo, Jesús reza en el momento del último rechazo de los hombres, en el momento del abandono; reza, sin
embargo, con el Salmo, consciente de la presencia de Dios Padre también en esta hora en la que siente el
drama humano de la muerte. Pero en nosotros surge una pregunta: ¿Cómo es posible que un Dios tan
poderoso no intervenga para evitar esta prueba terrible a su Hijo? Es importante comprender que la oración
de Jesús no es el grito de quien va al encuentro de la muerte con desesperación, y tampoco es el grito de
quien es consciente de haber sido abandonado. Jesús, en aquel momento, hace suyo todo el Salmo 22, el
Salmo del pueblo de Israel que sufre, y de este modo toma sobre sí no sólo la pena de su pueblo, sino
también la pena de todos los hombres que sufren a causa de la opresión del mal; y, al mismo tiempo, lleva
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todo esto al corazón de Dios mismo con la certeza de que su grito será escuchado en la Resurrección: «El
grito en el extremo tormento es al mismo tiempo certeza de la respuesta divina, certeza de la salvación, no
solamente para Jesús mismo, sino para “muchos”» (Jesús de Nazaret II, p. 251). En esta oración de Jesús se
encierran la extrema confianza y el abandono en las manos de Dios, incluso cuando parece ausente, cuando
parece que permanece en silencio, siguiendo un designio que para nosotros es incomprensible. En el
Catecismo de la Iglesia católica leemos: «En el amor redentor que le unía siempre al Padre, Jesús nos
asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro
nombre en la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"» (n. 603). Su sufrimiento es un
sufrimiento en comunión con nosotros y por nosotros, que deriva del amor y ya lleva en sí mismo la
redención, la victoria del amor.
Jesús deja que su corazón exprese el dolor, pero deja emerger, al mismo
tiempo, el sentido de la presencia del Padre y el consenso a su designio
de salvación de la humanidad.
Las personas presentes al pie de cruz de Jesús no logran entender y piensan que su grito es una
súplica dirigida a Elías. En una escena agitada, buscan apagarle la sed para prolongarle la vida y verificar si
realmente Elías venía en su ayuda, pero un fuerte grito puso fin a la vida terrena de Jesús y al deseo de los
que estaban al pie de la cruz. En el momento extremo, Jesús deja que su corazón exprese el dolor, pero deja
emerger, al mismo tiempo, el sentido de la presencia del Padre y el consenso a su designio de salvación de la
humanidad. También nosotros nos encontramos siempre y nuevamente ante el «hoy» del sufrimiento, del
silencio de Dios —lo expresamos muchas veces en nuestra oración—, pero nos encontramos también ante el
«hoy» de la Resurrección, de la respuesta de Dios que tomó sobre sí nuestros sufrimientos, para cargarlos
juntamente con nosotros y darnos la firme esperanza de que serán vencidos (cf. Carta enc. Spe salvi, 35-40).
o En la oración llevamos a Dios nuestras cruces de cada día, con la certeza de
que él está presente y nos escucha.
Recemos con amor por tantos hermanos y hermanas que sienten el peso
de la vida cotidiana, que viven momentos difíciles, que atraviesan
situaciones de dolor, que no cuentan con una palabra de consuelo.
Para que también ellos puedan sentir el amor de Dios que no
nos abandona nunca.
Queridos amigos, en la oración llevamos a Dios nuestras cruces de cada día, con la certeza de que él
está presente y nos escucha. El grito de Jesús nos recuerda que en la oración debemos superar las barreras de
nuestro «yo» y de nuestros problemas y abrirnos a las necesidades y a los sufrimientos de los demás. La
oración de Jesús moribundo en la cruz nos enseña a rezar con amor por tantos hermanos y hermanas que
sienten el peso de la vida cotidiana, que viven momentos difíciles, que atraviesan situaciones de dolor, que
no cuentan con una palabra de consuelo. Llevemos todo esto al corazón de Dios, para que también ellos
puedan sentir el amor de Dios que no nos abandona nunca. Gracias.
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