El
pasado miércoles, día 25, presenté en Madrid, en la sede de la editorial
Perpetuo Socorro, el libro «Desacato al silencio», una mirada desde la fe al
mundo de los emigrantes.
La
liturgia de la palabra del próximo Domingo se abre con una declaración solemne,
inapelable: “Así dice el Señor: «No oprimirás al forastero, porque forasteros
fuisteis vosotros en Egipto». Y, en el evangelio, oirás, saliendo de los mismos
labios, las palabras del mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todo tu ser… Amarás a tu prójimo como a ti
mismo”.
Esta
vez, servirá de comentario a la liturgia dominical la nota que utilicé en la
presentación del libro. Fue ésta:
«A las páginas de este libro –Desacato
al silencio- se asoma una humanidad condenada, no por un destino
fatal ni por una providencia descuidada
sino por nosotros, a sufrimientos atroces que, si alguien los procurase a un
animal, a cualquier animal, sería señalado como inhumano por toda la sociedad.
Sobre esa humanidad, además de la condena al
sufrimiento –intemperie, hambre, vejaciones, enfermedades, esclavitud,
explotación, miedo-, pesa la condena al silencio, al aislamiento, a la
invisibilidad. Si quieren aparecerse –como fantasmas-, habrán de arriesgarse a morir.
Cada página de este libro quiere ser un acto de
desacato al silencio en que la crueldad ha enclaustrado la desdicha de los
pobres.
Fe contra silencio:
La legalidad ha declarado la guerra a los pobres
y pone cerco de día y de noche a sus míseros refugios. Esa legalidad es un
monstruo, que burla las exigencias de la justicia e impide el ejercicio de la
caridad.
Todo mi ser se presenta entonces en rebeldía
delante de Dios: “Levanto mis ojos a los
montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?”
Y dado que mi fe calla, me responde la fe de los emigrantes: “El auxilio me viene del Señor, que hizo el
cielo y la tierra”. Ellos, a su manera, aun sin conocer esas palabras del
salmo, las han pronunciado muchas veces en mi presencia: “Dios nos ayudará”; “confiamos
en Dios”… Que es como decir: “¡El
auxilio me viene del Señor!”
Los que “se
hacen llamar bienhechores” de las naciones, los que ejercen la autoridad
sobre ellas, tienen poder para privar de pan y de abrigo a los pobres, pero no
pueden quitarles la fe. Y eso significa que ellos, los pobres, serán los
vencedores aunque parezcan ser siempre los vencidos.
Para ser más fuertes que un ejército, más
fuertes que el frío, la lluvia y el viento, más fuertes que el hambre y las
enfermedades, más fuertes que la desdicha y la muerte, a los pobres les basta
la fe. Esa fe mantiene en alto los brazos para la lucha. Esa fe hace
perseverante la palabra que reclama justicia. Esa fe mueve montañas. Y puede
que esa fe les permita vislumbrar sufrimiento también en la cara de los
soldados que los persiguen, pues “no
existen fronteras entre la gente que sufre” (Etty Hillesum).
Y si todavía me pregunto: “¿de dónde me vendrá el auxilio?”, alguien –el salmista, los
emigrantes, la comunidad eclesial, mi propio yo, Cristo resucitado- alguien
pronunciará un oráculo de respuesta: “No
permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme… El Señor te guarda a su
sombra, está a tu derecha… El Señor te guarda de todo mal”….
Y el que ha cruzado ya la frontera del enigma,
añadirá: “¡Dios les hará justicia sin
tardar!”
Aprendiendo
a amarlos:
Aprendiendo
de Simone Weil:
“El benefactor de Cristo, en presencia de
un desdichado, no siente ninguna distancia entre la persona que tiene delante y
él mismo; proyecta hacia el otro todo su ser; y desde ese momento el impulso a
dar de comer es tan instintivo, tan inmediato, como el de comer uno mismo
cuando tiene hambre. Y cae enseguida en el olvido, como caen en el olvido las
comidas de días pasados.
A quien
así actúa no se le ocurriría decir que se ocupa de los desdichados por el
Señor: esto le parecería tan absurdo como decir que come por el Señor. Se come
porque no se puede no comer. Aquellos a quienes Cristo mostrará su
agradecimiento son los que dan de la misma forma que comen”.
Aprendiendo
de San Vicente de Paúl –recomendaciones a una aspirante a Hija de la Caridad-: “Ámalos tanto (a los pobres) que te perdonen
la escudilla de sopa que les das”.
Amar a alguien, servirlo, hacerse pobre por él,
dar la vida por él, es darle consistencia, es
decirle que existe, es darle vida.”
Y aquí quiero traer otra cita –de Eduardo
Galeano, El libro de los abrazos- que
nos ayudará a entrar en esta dimensión del servicio de la caridad:
“Fernando
Silva dirige el hospital de niños en Managua. En vísperas de Navidad, se quedó
trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los
fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En
su casa lo esperaban para festejar. Hizo una última recorrida por las salas, viendo
si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo
seguían… se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba detrás. En
la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su
cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían
permiso. Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano: _Decile a… -susurró el niño-, decile a alguien que yo estoy aquí”.
Recaudadores y descreídos, mujeres conocidas en
la ciudad como pecadoras, adúlteras, mujeres con flujo impuro de sangre,
leprosos que llevan en la piel la evidencia de la corrupción interior, sordos
que no podrán oír la palabra de Dios, ciegos que lo son por sus pecados,
ladrones y asesinos a quienes sólo se puede asignar una cruz para que mueran en
ella, todos ellos, al lado de Jesús de Nazaret, se sabrán reconocidos por Dios,
acogidos, interpelados y respetados, porque todos se sabrán amados de Dios.
Este reconocimiento divino redime de la humillación; la acogida aleja la violencia;
el abrazo anula la clandestinidad.”
Conclusión:
Si no vemos a los pobres, no veremos a Dios. La
ceguera –la indiferencia- ante el dolor humano es una forma radical de negar a
Dios, pues es negación de lo que Dios dice de sí mismo, de lo que Dios es: amor
compasivo, amor misericordioso, simplemente amor.
Señor, “que pueda ver”, sólo por la dicha de
cuidar de ti.»
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