La familia, en la espiral del silencio
Aceprensa - JUAN MESEGUER - 8.NOV.2017
La diversidad se ha convertido en un aliado del relativismo en
cuestiones de familia: para equiparar todos los estilos de vida, es preciso
acabar con la idea de una mejor forma de familia y lograr que se hable mucho de
la variedad de “modelos familiares”. Aunque esta sea más limitada de lo que se
cree y aunque compita en recursos y estima social con lo que vive la mayoría.
Desde hace unos años, se dice que estamos
asistiendo a una revolución familiar. La familia ya no es una institución
monolítica –con unos rasgos objetivos bien definidos–, sino una realidad
flexible en la que caben distintos estilos de vida en común.
Para quienes piensan así, la revolución consiste en la
equivalencia de todas las formas de convivencia y de sexualidad. Todavía se
reconoce el peso de la familia de base matrimonial, pero junto a ese modelo
“tradicional” se ponen otros en condiciones de igualdad. Este es el sustrato
ideológico de la proposición de ley de igualdad LGTBI
impulsada en España por Unidos Podemos y admitida a trámite en el Congreso de
los Diputados el pasado septiembre. “Existen diferentes formas de amar y de
relacionarse, y (…) todas son respetables e igual de válidas”, explica una de las
promotoras de la iniciativa, Charo Alises, abogada de la Federación Estatal de
Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales (FELGTB).
A los
partidarios de igualar todas las formas de convivencia les conviene el
relativismo. Por eso, rechazan la idea de una mejor forma de familia
En consecuencia, nadie tiene derecho a afirmar la superioridad
de un estilo de vida sobre otro. Es más: se llega a afirmar que, si desapruebas
mi estilo de vida, me estás desaprobando a mí e, incluso, me estás odiando. Por
eso, a quienes niegan el valor igual de todos los “modelos familiares” se les
presenta a menudo como unos extremistas o unos malvados movidos por el odio.
Como es lógico, el resultado de este modo de entender las cosas
es el cierre del debate sobre el concepto de familia: si no podemos cuestionar
la visión del mundo de una persona o de un colectivo sin que se sientan
ofendidos u odiados, lo más probable es que terminemos metidos en un proceso
de “espiral del silencio”.
La experta en opinión pública Elisabeth Noelle-Neumann llama así a una dinámica
en la que quienes están convencidos de que sus ideas son populares en una
controversia de valores se expresan abiertamente, mientras que quienes
mantienen la posición contraria tienden a callarse. Esta inhibición hace que la
opinión con un apoyo explícito parezca más fuerte de lo que realmente es, y la
otra más débil. El desenlace de este proceso es que un punto de vista llega “a
dominar la escena pública”, aunque no sea el más representativo.
o
Óptimos y pésimos familiares
A los partidarios de igualar todas las formas de convivencia les
conviene el relativismo. Por eso, rechazan la idea de una mejor forma de
familia, estrechamente unida a la de institución social.
Como
explica el sociólogo Enrique Martín López en su libro Familia y sociedad, “un
comportamiento social o una determinada forma de organización de las relaciones
sociales se institucionalizan
como resultado de un proceso, en virtud del cual se define, se fija y se
protege frente a otras alternativas, aquello que una sociedad dada considera
como la mejor forma de realizar, de satisfacer una determinada necesidad,
individual y/o colectiva, o de realizar un valor”.
“De entre las diversas formas posibles de actuar para conseguir
una meta, la sociedad elige una en concreto, considerándola como preferente
frente a las demás o, en el caso extremo, confiriéndola exclusividad”. De modo
que la mejor forma se convierte en “la medida de lo normal y de lo desviado”.
Esto explica por qué, aunque la familia es una realidad
antropológica, su articulación en un contexto sociocultural concreto, puede
variar. Así ocurre, por ejemplo, con el desigual valor que las distintas
culturas dan a la familiar nuclear y a la familia extensa, o con el reparto de
roles familiares entre mujeres y hombres asociado a unas condiciones
históricas.
“Que una sociedad considere algo como la ‘mejor forma’ no quiere
decir que necesariamente acierte”, añade Martín López. En general, una buena
“demostración empírica del acierto de una presunta ‘mejor forma
institucionalizada’ consistirá en que sus resultados (…) sean coincidentes con
los valores/fines que originaron su puesta en marcha”.
Por los
mismos motivos, el también sociólogo José Pérez Adán propone abandonar los
conceptos de familia “tradicional” y “moderna”. A su juicio, el calificativo
que mejor acompaña al sustantivo familia es el de “funcional”. Una familia es
funcional –escribe en Repensar la familia– cuando “cumple
las funciones que la sociedad espera de ella”, lo que permite distinguir “entre
óptimos y pésimos”; entre realidades que han de ser promovidas y otras que
deben ser toleradas o desincentivadas.
o
Para qué sirve una institución
Este
enfoque ayuda a entender cómo ha surgido el modelo matrimonial de Occidente.
“Lo característico de las instituciones (…) –sostiene Francisco J. Contreras,
catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla– es su
‘objetividad’: una institución no puede tener la estructura que caprichosamente
acuerden los participantes en ella; la institución posee siempre unas reglas
intrínsecas, una lógica propia, determinada por las necesidades sociales a cuyo
servicio está”. Los rasgos del matrimonio son, por tanto, “requisitos objetivos
de la institución, lógicamente derivables de la función social que cumple” (Debate sobre el concepto de familia).
A través de un proceso institucionalizador que dura siglos, la
cultura occidental reconoce que la heterosexualidad es necesaria para asegurar
la procreación y la socialización en los modos de ser –varón y mujer– que
expresan la riqueza de lo humano; que la expresión pública de la voluntad
matrimonial, basada en el consentimiento libre, sirve para otorgar
reconocimiento social (la Iglesia, además, lo celebra como sacramento); que la
monogamia permite establecer la filiación con certeza y responsabilizar a los
adultos del cuidado y de la educación de sus hijos; que la vocación de
permanencia para toda la vida conviene a la estabilidad de los cónyuges, de los
hijos y de la sociedad…
El hecho de que este modelo esté “mejor dotado para cumplir las
funciones estratégicas de la familia” –en palabras del jurista Carlos Martínez
de Aguirre– es lo que justifica su blindaje jurídico frente a otras
alternativas (ver Aceprensa, 11-06-2008).
Durante los últimos años, este modelo matrimonial se ha ido
desdibujando a marchas forzadas en el Derecho de familia occidental. Rafael
Navarro-Valls, catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad
Complutense, alertó de ello hace años: “Después de vaciada la nota de
estabilidad a través del llamado ‘divorcio exprés’, debilitada la finalidad
procreativa del matrimonio por la denominada ‘medicalización de la sexualidad’
vía píldora, o alterada la nota de ‘formalidad’ a través de la desformalización
formalizadora en que se han instalado las uniones de hecho, los vientos de
fronda han soplado tempestuosos contra la nota de heterosexualidad”.
“Lo
políticamente correcto es celebrar la diversidad, conceder protagonismo a lo
minoritario”
Ahora bien, es importante subrayar que este modelo sigue muy
arraigado en la mayoría de parejas en Europa. También en aquellos países –como
los nórdicos– donde la cohabitación ha alcanzado porcentajes elevados, el marco
de referencia sigue siendo la estructura padre-madre-hijos. Y lo mismo cabe
decir de aquellos que han prescindido de la diferencia de sexos y de la
referencia a la procreación para redefinir el matrimonio como una simple
relación afectiva.
o
Diversidad limitada
Un caso paradigmático es España, que aprobó las bodas gais en
2005. Pese a que el Tribunal Constitucional avaló en 2012la ley de
matrimonio entre personas del mismo sexo alegando que era posible interpretar
la Constitución de una manera que se adaptara “a las realidades de la vida
moderna”, lo cierto es que los modelos familiares en España siguen siendo
bastante tradicionales.
Así lo muestra la Encuesta Continua de Hogares, realizada por el
Instituto Nacional de Estadística (INE) con datos de 2016. De los 11,1 millones
de parejas que hay en España, las casadas representan el 85,8% y las parejas de
hecho el 14,2%. Es verdad que las parejas de hecho van en aumento: un 3,1%
respecto a 2015, mientras que las casadas descienden un 0,2%. Y que los hogares
monoparentales también están creciendo (ya son el 10,7% del total).
Pero es
inútil aspirar a entender el cambio familiar si solo nos fijamos en ciertos
indicadores, como el aumento del divorcio o de la cohabitación. “Quien da mucha
importancia a los fenómenos de desintegración o de descomposición de la familia
–sostiene el sociólogo italiano Pierpaolo Donati–, solo dirige su atención a
una parte, y no la mayoritaria, de la población” (Manual de sociología de la familia).
Otro dato del INE: el 99,1% de las parejas en España –casadas o
no– son de distinto sexo y solo el 0,9% son homosexuales. Sin embargo, desde
hace unos años vemos cómo el número de personajes homosexuales en los programas
de entretenimiento y series de televisión va creciendo, hasta el punto de
estar sobrerrepresentadosrespecto
a otros grupos sociales.
También en Alemania, que aprobó las bodas gais el pasado junio,
se observa un patrón similar. Como explica la
periodista Birgit Kelle, es cierto que el porcentaje de matrimonios con hijos
ha descendido, mientras ha aumentado el de familias monoparentales (20%) y el
de parejas de hecho con hijos (10%). Sin embargo, se pasa por alto que el
modelo que algunos dan por “liquidado” sigue siendo mayoritario: el 70% de las
parejas están casadas y muchas tienen hijos.
Y si
trascendemos las estadísticas para intentar comprender las conductas
familiares, veremos algo más. De entre las familias monoparentales, dice Kelle,
muchas “comenzaron su vida de pareja con la ambición de que fuera para siempre”. Y entre las
parejas de hecho con hijos, todas –menos las homosexuales– “corresponden
también al esquema padre-madre-niños, aunque no tengan vínculo matrimonial”.
o
Al dictado de la minoría
España y Alemania son dos de los 15 países europeos que han
legalizado el matrimonio entre personas del mismo sexo. Otros 13 contemplan
alguna forma de unión civil para las parejas homosexuales, pero no el
matrimonio. Y 22 no reconocen ni las uniones civiles ni el matrimonio
(ver Aceprensa, 14-07-2017).
La visión del matrimonio como unión entre un hombre y una mujer
está fuertemente asentada en la mayor parte de Europa central y oriental, como
muestra una encuesta del Pew
Research Center realizada a 25.000 adultos de 18 países de la región. En todos,
salvo la Republica Checa, la mayoría de la población se opone a legalizar las
bodas gais. El apoyo al matrimonio entre personas del mismo sexo es
particularmente bajo en los países excomunistas de tradición ortodoxa: Armenia
y Georgia (solo lo respalda el 3% de la población), Rusia y Moldavia (5%)
Ucrania (9%)… En los de tradición católica, oscila entre el mínimo de Lituania
(12%) y el máximo de Polonia (32%). En los de tradición religiosa mixta,
también es minoritario: Bosnia (13%), Letonia (16%) y Estonia (23%).
Parece
que, al menos de momento, la verdadera revolución familiar en Europa no está en
la variedad empírica o real de formas de convivencia, sino en el éxito del
activismo a favor de la diversidad como nueva “mejor forma” de familia. El
cambio radical es que, pese a que el modelo vivido por la mayoría sigue siendo
la familia de un hombre y una mujer casados y con hijos, “lo políticamente
correcto es celebrar la diversidad, conceder protagonismo a lo minoritario,
reforzando muchas veces imágenes sociales que responden poco a la realidad
sociológica de la vida en pareja”, como afirma una estudio realizado en
España (cfr. Julio Iglesias de Ussel [dir.], Pau Marí-Klose, Margarita
Marí-Klose y Pedro González Blasco [coords.], Matrimonios y parejas jóvenes. España 2009,
Cuadernos de la Fundación SM, nº 16, Madrid, 2009).
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