Ø «Estad siempre alegres en el Señor».
Dios ha entrado en la historia para liberarnos de la esclavitud
del pecado; ha puesto
su tienda en medio de nosotros para compartir nuestra existencia, curar
nuestras llagas, vendar nuestras heridas y darnos la vida nueva. La alegría es
el fruto de esa intervención de salvación y de amor de Dios.
Ángelus del Papa Francisco
Domingo, 11 de diciembre de 2016
Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Hoy celebramos el tercer domingo de Adviento,
caracterizada por la invitación de san Pablo: «Estad siempre alegres en el Señor: os lo repito, estad alegres,
el Señor está cerca» (Fil 4,4-5).
No es una alegría superficial o puramente emotiva, a la que nos exhorta el
Apóstol, y mucho menos la mundana o la alegría del consumismo. No, no es esa,
sino que se trata de una alegría más auténtica, de la que estamos llamados a
descubrir su sabor. El sabor de la verdadera alegría. Es una alegría que toca
lo íntimo de nuestro ser, mientras esperamos a Jesús que ya vino a traer la
salvación al mundo, el Mesías prometido, nacido en Belén de la Virgen María. La
liturgia de la Palabra nos ofrece el contexto adecuado para comprender y vivir
esta alegría. Isaías habla de desierto, de tierra árida, de estepa (cfr. 35,1);
el profeta tiene ante sí manos débiles, rodillas vacilantes, corazones
cobardes, ciegos, sordos y mudos (cfr. vv. 3-6). Es el cuadro de una situación
de desolación, de un destino inexorable sin Dios.
Pero finalmente la salvación
es anunciada: «Ánimo, no
temáis —dice el Profeta— […] Mirad a vuestro Dios […] que viene a
salvaros» (cfr. Is 35,4).
Y en seguida todo se transforma: el desierto florece, el consuelo y la alegría
invaden los corazones (cfr. vv. 5-6). Estas señales anunciadas por Isaías como
reveladoras de la salvación ya presente, se realizan en Jesús. Él mismo lo
afirma respondiendo a los mensajeros enviados por Juan Bautista. ¿Qué dice
Jesús a esos mensajeros? «Los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los
sordos oyen; los muertos resucitan» (Mt 11,5).
No son palabras, son hechos que demuestran que la salvación, traída por Jesús,
llega a todo ser humano y lo regenera. Dios ha entrado en la historia para
liberarnos de la esclavitud del pecado; ha puesto su tienda en medio de
nosotros para compartir nuestra existencia, curar nuestras llagas, vendar
nuestras heridas y darnos la vida nueva. La alegría es el fruto de esa
intervención de salvación y de amor de Dios.
Estamos llamados a dejarnos
involucrar por el sentimiento de exultación. Ese alborozo, esa alegría…
Pero un cristiano que no esté alegre, algo le falta a ese cristiano, ¡o no es
cristiano! La alegría del corazón, la alegría dentro que nos lleva adelante y
nos da el valor. El Señor viene, viene a nuestra vida como liberador, viene
a liberarnos de todas las esclavitudes interiores y externas. Es Él quien
nos indica la senda de la fidelidad, de la paciencia y de la perseverancia
porque, a su vuelta, nuestra alegría será plena. La Navidad está cerca, las
señales de su aproximarse son evidentes por nuestras calles y en nuestras
casas; también aquí en la Plaza se ha puesto el pesebre con el árbol al lado. Esas
señales externas nos invitan a acoger al Señor que siempre viene y llama a
nuestra puerta, llama a nuestro corazón, para estar con nosotros; nos invitan a
reconocer sus pasos entre los hermanos que nos pasan al lado, especialmente los
más débiles y necesitados.
Hoy estamos invitados a
gozar por la venida inminente de nuestro Redentor; y estamos llamados a
compartir esa alegría con los demás, dando consuelo y esperanza a los pobres, a
los enfermos, a las personas solas e infelices. Que la Virgen María, la “sierva del Señor”, nos ayude a escuchar
la voz de Dios en la oración y a servirle con compasión en los hermanos, para
llegar dispuestos a la cita con la Navidad, preparando nuestro corazón para
acoger a Jesús.
Vida Cristiana
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