Palabras de anunciación:
“Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad al Justo; ábrase la tierra y brote al Salvador”.
Con este texto del profeta Isaías empieza la liturgia eucarística de este domingo. Lo leí, lo pronuncié delante del Señor como si fuese algo mío. Las palabras del profeta se me hicieron de inmediato súplica en los labios. Me pregunto el porqué de esa transformación repentina.
“Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad al Justo; ábrase la tierra y brote al Salvador”.
Mi oración era expresión dolorosa de necesidad y de fe, de pobreza y de esperanza. Nacía en la oscuridad interior, allí donde Dios es deseo y ausencia, allí donde la fe es siempre pregunta y la esperanza es siempre abandono, el único lugar donde el hombre es radicalmente libre y siente al mismo tiempo el vértigo de la libertad.
“Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad al Justo; ábrase la tierra y brote al Salvador”.
¡Qué extraña petición! Para el hombre al que la soledad se le hace impertinente compañera de camino yo estaba pidiendo “el rocío”, “la justicia”, “la salvación”.
“El rocío” evoca sensaciones de alivio y refrigerio, y es signo de bendición divina y de abundancia.
“La justicia” es para el hombre una tierra de promisión siempre añorada, siempre deseada, siempre buscada, nunca alcanzada, siempre más allá de nuestro pobre horizonte. Al decir: “nubes, derramad la justicia”, en realidad estoy pidiendo la irrupción de la “fidelidad misericordiosa de Dios” en la aridez de mi desierto interior.
“¡La salvación!” Nada que no sea Dios mismo podrá ser llamado «salvación». ¡Nada! Y yo estaba pidiendo a la tierra que me diese a Dios.
Entonces caí en la cuenta de que las palabras del profeta no eran palabras para una oración, sino un mandato divino; no eran expresión del deseo del hombre, sino revelación del designio de Dios; no era yo quien pedía a los cielos o a las nubes o a la tierra un don que no podían hacerme; era Dios quien anunciaba lo que se disponía a realizar a favor de su pueblo. Aquel texto profético no era una oración, ¡era una anunciación! Y eso me pareció que era también en su conjunto la liturgia de este domingo de adviento: Una anunciación al rey David: “Te pondré en paz con todos tus enemigos, te haré grande y te daré una dinastía. Tu casa y tu reino durarán para siempre en mi presencia”. Una anunciación del misterio de Dios a los gentiles, misterio “dado a conocer para traer a todas las naciones a la obediencia de la fe”. Una anunciación a una virgen, que se llamaba María, y estaba desposada con un hombre llamado José: “No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús”. Una anunciación a la comunidad reunida en asamblea de fe para la celebración dominical: “Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad al Justo; ábrase la tierra y brote al Salvador”.
Una anunciación interpela necesariamente la fe de quien la recibe: Dios no entra en una casa sin llamar a la puerta y pedir permiso. Una anunciación interpela siempre la libertad: Dios no entrará en nuestra casa si no le decimos, «adelante».
Se lo podré decir con palabras de agradecimiento aprendidas en la escuela de los salmos: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades”.
Se lo puedo decir también con las palabras sencillas y austeras de la Virgen María: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”.
La respuesta, nuestra respuesta de fe, ésa sí que es verdadera oración, humilde y eficaz. Nosotros decimos, “hágase”, y el rocío de Dios refrigera el desierto del alma, la justicia de Dios alcanza la oscuridad de nuestra vida, la salvación nos envuelve como nos envuelve Dios mismo, “en quien vivimos, nos movemos y somos”. Nosotros decimos, “hágase”, y abrimos la puerta de nuestra vida a Cristo Jesús, el Justo, el Salvador. Nosotros decimos, “hágase”, y decimos sí a la esperanza y el abandono, a la fe y a la pregunta, al abrazo y a la ausencia.
“Hágase”. “¡Ven, Señor Jesús!”
Feliz domingo.
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