[Chiesa/Omelie1/Lepra/6B18LeprosoCuraciónCompasiónJesúsAnteMarginaciónVoluntaDeIntegraciónHomilíaFrancisco]
Ø Curación del leproso. Homilía de Papa Francisco (Domingo 6 del tiempo ordinario, ciclo B). La compasión de Jesús ante la marginación y su voluntad de integración.
v
Cfr. Homilía de Papa Francisco, en San Pedro,
Santa Misa.
Domingo 15 de febrero de 2015 – Domingo 6º del tiempo ordinario. Ciclo B
«Señor, si quieres,
puedes limpiarme…» Jesús, sintiendo lástima; extendió la mano y lo tocó
diciendo: «Quiero: queda limpio» (cf. Mc 1,40-41). La
compasión de Jesús. Ese padecer con que lo acercaba a cada
persona que sufre. Jesús, se da completamente, se involucra en el dolor y la
necesidad de la gente… simplemente, porque Él sabe y quiere padecer con,
porque tiene un corazón que no se avergüenza de tener compasión.
«No podía entrar
abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado» (Mc 1,
45). Esto significa que, además de curar al leproso, Jesús ha tomado sobre sí
la marginación que la ley de Moisés imponía (cf. Lv 13,1-2.
45-46). Jesús no tiene miedo del riesgo que supone asumir el sufrimiento de
otro, pero paga el precio con todas las consecuencias (cf. Is 53,4).
La compasión lleva
a Jesús a actuar concretamente: a reintegrar al marginado. Y éstos
son los tres conceptos claves que la Iglesia nos propone hoy en la liturgia de
la palabra: la compasión de Jesús ante la marginación y
su voluntad de integración.
Marginación: Moisés, tratando jurídicamente la cuestión de los leprosos,
pide que sean alejados y marginados por la comunidad, mientras dure su mal, y
los declara: «Impuros» (cf. Lv 13,1-2. 45.46).
Imaginad cuánto
sufrimiento y cuánta vergüenza debía de sentir un leproso: físicamente,
socialmente, psicológicamente y espiritualmente. No es sólo víctima de una
enfermedad, sino que también se siente culpable, castigado por sus pecados. Es
un muerto viviente, como «si su padre le hubiera escupido en la cara» (Nm 12,14).
Además, el leproso
infunde miedo, desprecio, disgusto y por esto viene abandonado por los propios
familiares, evitado por las otras personas, marginado por la sociedad, es más,
la misma sociedad lo expulsa y lo fuerza a vivir en lugares alejados de los
sanos, lo excluye. Y esto hasta el punto de que si un individuo sano se hubiese
acercado a un leproso, habría sido severamente castigado y, muchas veces,
tratado, a su vez, como un leproso.
Es verdad, la finalidad
de esa norma era la de salvar a los sanos, proteger a los
justos y, para salvaguardarlos de todo riesgo, marginar el
peligro, tratando sin piedad al contagiado. De aquí, que el Sumo Sacerdote
Caifás exclamase: «Conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la
nación entera» (Jn 11,50).
Integración: Jesús revoluciona y sacude fuertemente aquella mentalidad
cerrada por el miedo y recluida en los prejuicios. Él, sin embargo, no deroga
la Ley de Moisés, sino que la lleva a plenitud (cf. Mt 5, 17),
declarando, por ejemplo, la ineficacia contraproducente de la ley del talión;
declarando que Dios no se complace en la observancia del Sábado que desprecia
al hombre y lo condena; o cuando ante la mujer pecadora, no la condena, sino
que la salva de la intransigencia de aquellos que estaban ya preparados para
lapidarla sin piedad, pretendiendo aplicar la Ley de Moisés. Jesús revoluciona
también las conciencias en el Discurso de la montaña (cf. Mt 5)
abriendo nuevos horizontes para la humanidad y revelando plenamente la lógica
de Dios. La lógica del amor que no se basa en el miedo sino en la libertad, en
la caridad, en el sano celo y en el deseo salvífico de Dios, Nuestro Salvador,
«que quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4).
«Misericordia quiero y no sacrificio» (Mt 12,7; Os 6,6).
Jesús, nuevo Moisés, ha
querido curar al leproso, ha querido tocar, ha querido reintegrar en la
comunidad, sin autolimitarse por los prejuicios; sin
adecuarse a la mentalidad dominante de la gente; sin preocuparse para nada del
contagio. Jesús responde a la súplica del leproso sin dilación y sin los consabidos
aplazamientos para estudiar la situación y todas sus eventuales consecuencias.
Para Jesús lo que cuenta, sobre todo, es alcanzar y salvar a los lejanos, curar
las heridas de los enfermos, reintegrar a todos en la familia de Dios. Y eso
escandaliza a algunos.
Y Jesús no tiene miedo de
este tipo de escándalo. Él no piensa en las personas obtusas que se
escandalizan incluso de una curación, que se escandalizan de cualquier
apertura, a cualquier paso que no entre en sus esquemas mentales o espirituales,
a cualquier caricia o ternura que no corresponda a su forma de pensar y a su
pureza ritualista. Él ha querido integrar a los marginados, salvar a los que
están fuera del campamento (cf. Jn 10).
Son dos lógicas de
pensamiento y de fe: el miedo de perder a los salvados y el deseo de salvar a
los perdidos. Hoy también nos encontramos en la encrucijada de estas dos
lógicas: a veces, la de los doctores de la ley, o sea, alejarse del peligro
apartándose de la persona contagiada, y la lógica de Dios que, con su misericordia,
abraza y acoge reintegrando y transfigurando el mal en bien, la condena en
salvación y la exclusión en anuncio.
Estas dos lógicas
recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar. San
Pablo, dando cumplimiento al mandamiento del Señor de llevar el anuncio del
Evangelio hasta los extremos confines de la tierra (cf. Mt 28,19),
escandalizó y encontró una fuerte resistencia y una gran hostilidad sobre todo
de parte de aquellos que exigían una incondicional observancia de la Ley mosaica,
incluso a los paganos convertidos. También san Pedro fue duramente criticado
por la comunidad cuando entró en la casa de Cornelio, el centurión pagano
(cf. Hch 10).
El camino de la Iglesia,
desde el concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el
de la misericordia y de la integración. Esto no quiere decir menospreciar los
peligros o hacer entrar los lobos en el rebaño, sino acoger al hijo pródigo
arrepentido; sanar con determinación y valor las heridas del pecado; actuar
decididamente y no quedarse mirando de forma pasiva el sufrimiento del mundo.
El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la
misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero; el
camino de la Iglesia es precisamente el de salir del propio recinto para ir a
buscar a los lejanos en las “periferias” esenciales de la existencia; es el de
adoptar integralmente la lógica de Dios; el de seguir al Maestro que dice: «No
necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los
justos, sino a los pecadores» (Lc5,31-32).
Curando al leproso, Jesús
no hace ningún daño al que está sano, es más, lo libra del miedo; no lo expone
a un peligro sino que le da un hermano; no desprecia la Ley sino que valora al
hombre, para el cual Dios ha inspirado la Ley. En efecto, Jesús libra a los
sanos de la tentación del «hermano mayor» (cf. Lc 15,11-32) y
del peso de la envidia y de la murmuración de los trabajadores que han
soportado el peso de la jornada y el calor (cf. Mt 20,1-16).
En consecuencia: la
caridad no puede ser neutra, aséptica, indiferente, tibia o imparcial. La
caridad contagia, apasiona, arriesga y compromete. Porque la caridad verdadera
siempre es inmerecida, incondicional y gratuita (cf. 1Cor 13).
La caridad es creativa en la búsqueda del lenguaje adecuado para comunicar con
aquellos que son considerados incurables y, por lo tanto, intocables. Encontrar
el lenguaje justo… El contacto es el auténtico lenguaje que transmite, fue el
lenguaje afectivo, el que proporcionó la curación al leproso. ¡Cuántas
curaciones podemos realizar y transmitir aprendiendo este lenguaje del
contacto! Era un leproso y se ha convertido en mensajero del amor de Dios. Dice
el Evangelio: «Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el
hecho» (Mc 1,45).
(…) Esta es la lógica de
Jesús, éste es el camino de la Iglesia: no sólo acoger y integrar, con valor
evangélico, aquellos que llaman a la puerta, sino salir, ir a buscar, sin
prejuicios y sin miedos, a los lejanos, manifestándoles gratuitamente aquello
que también nosotros hemos recibido gratuitamente. «Quien dice que permanece en
Él debe caminar como Él caminó» (1Jn 2,6). ¡La disponibilidad total
para servir a los demás es nuestro signo distintivo, es nuestro único título de
honor!
(…) Invoquemos la
intercesión de María, Madre de la Iglesia, que sufrió en primera persona la
marginación causada por las calumnias (cf. Jn 8,41) y el
exilio (cf. Mt 2,13-23), para que nos conceda el ser siervos
fieles de Dios. Ella, que es la Madre, nos enseñe a no tener miedo de acoger
con ternura a los marginados; a no tener miedo de la ternura. Cuántas veces
tenemos miedo de la ternura. Que Ella nos enseñe a no tener miedo de la ternura
y de la compasión; nos revista de paciencia para acompañarlos en su camino, sin
buscar los resultados del éxito mundano; nos muestre a Jesús y nos haga caminar
como Él.
(…) Mirando a Jesús y a
nuestra Madre, os exhorto a servir a la Iglesia, en modo tal que los cristianos
–edificados por nuestro testimonio– no tengan la tentación de estar con Jesús
sin querer estar con los marginados, aislándose en una casta que nada tiene de
auténticamente eclesial. Os invito a servir a Jesús crucificado en toda persona
marginada, por el motivo que sea; a ver al Señor en cada persona excluida que
tiene hambre, que tiene sed, que está desnuda; al Señor que está presente
también en aquellos que han perdido la fe, o que, alejados, no viven la propia
fe, o que se declaran ateos; al Señor que está en la cárcel, que está enfermo,
que no tiene trabajo, que es perseguido; al Señor que está en el leproso – de
cuerpo o de alma -, que está discriminado. No descubrimos al Señor, si no
acogemos auténticamente al marginado. Recordemos siempre la imagen de san
Francisco que no tuvo miedo de abrazar al leproso y de acoger a aquellos que
sufren cualquier tipo de marginación. En realidad, queridos hermanos, sobre el
evangelio de los marginados, se juega y se descubre y se revela nuestra credibilidad.
Vida Cristiana
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