A la Iglesia de Dios que peregrina en Tánger: Paz y bien.
Las circunstancias pudieran tentarme a decir palabras de despedida, puede incluso que palabras tristes, pero la fe pide ser sencillamente compartida, y hoy celebramos el más humano de los misterios de la fe: La Santísima Trinidad.
Hoy no habrá despedida sino confesión de fe, comunión en la fe y agradecimiento por la fe recibida. Esta es la fe que nos une:
Creo en Dios, amor creador que hizo brillar la luz en la tiniebla y señaló caminos a los astros para hacer posible la vida de sus hijos, ¡para hacer posible nuestra vida!
Creo en Dios, amor liberador, que nos ha visitado y nos ha redimido.
Si digo: «creo en Dios», la fe evoca la nube de la presencia divina sobre las tiendas de su pueblo, la ley y la alianza, el pan del cielo y el agua de la roca.
Si digo «creo en Dios», la memoria de la fe va repitiendo: creo en el que es «mi luz y mi salvación, mi paz y mi alegría, mi rey y mi pastor, la roca de mi refugio, baluarte donde me pongo a salvo, mi escudo protector».
En realidad, cuando en nuestra vida, de cualquier modo, resuena el nombre del Señor nuestro Dios, la fe, bajo la acción del Espíritu Santo, evoca «el nombre de Cristo Jesús», sabiduría de Dios que habita entre nosotros, Palabra de Dios hecha carne, en quien el amor de Dios se nos ha revelado amor sin medida, nos ha recreado, nos ha iluminado, nos ha visitado y redimido.
Cristo Jesús, ungido por el Espíritu Santo y enviado a los pobres, es la plenitud de las bendiciones que de Dios que los pobres podemos recibir: ¡él es nuestra paz!, ¡nuestro bien!, ¡nuestro todo bien!
Y allí donde él es acogido, allí se hace presente el reino de Dios: la luz para los ciegos, la libertad para los cautivos, la salud para los enfermos. Con Jesús la vida irrumpe en el lugar de los muertos, se transforman en días de fiesta los días de luto, y lo que antes era amargo se nos vuelve dulzura del alma y del cuerpo.
Y necesito añadir: Con vosotros y por Cristo Jesús estoy en el corazón de Dios; con vosotros y por Cristo Jesús he entrado en el seno de la Trinidad Santa; con vosotros y por Cristo Jesús soy familia de Dios: somos el cuerpo del Hijo único de Dios, y aun siendo muchos, somos uno, como uno es nuestro Dios.
Queridos: A este día de confesión de fe, de comunión en la fe, y de fiesta por lo que somos para Dios, no puede faltarle la confesión de mi gratitud:
“Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador”, porque se ha fijado en mi debilidad y me ha llevado de la mano, como un padre, una madre, llevan de la mano o en brazos a su hijo pequeño.
Doy gracias al Papa Benedicto que me otorgó confianza y me pidió servir como obispo a esta comunidad eclesial.
Doy gracias al Papa Francisco con quien me he sentido siempre en una comunión tan plena que sólo en el Espíritu del Señor puede tener su fuente.
No soy capaz de pensar esta Iglesia sin los institutos de vida consagrada, congregaciones y órdenes religiosas, sin los numerosos laicos, mujeres y hombres de asombrosa generosidad, que aquí estáis al servicio del reino de Dios: vosotros sois el rostro de esta Iglesia, un rostro bellísimo.
Doy gracias al pueblo marroquí, a sus autoridades, que no sólo han tratado siempre con respeto a esta comunidad eclesial, sino que han hecho posible, normal y sostenida nuestra misión de llevar el evangelio a los pobres.
Y doy gracias a los pobres, de modo muy especial a los emigrantes, a los llamados irregulares o clandestinos o sin papeles, porque vosotros nos acercasteis a la verdad del evangelio, nos llevasteis al corazón mismo del reino de Dios, pusisteis a Cristo en el centro de nuestra vida.
Y al agradecimiento quiero añadir un deseo, el mismo que expresaba hace doce años ante la comunidad reunida en esta catedral:
Como cristiano, mi deseo es que todos llevemos a Cristo en nuestra vida: que él mire desde nuestros ojos, que él evangelice a los pobres con nuestras palabras, que él se acerque a los enfermos con nuestros pasos, que él continúe amando a la humanidad entera con nuestro amor;
Por decirlo con palabras de mi lema episcopal, mi deseo es que todos llevemos a Cristo en el corazón, ¡siempre! Y eso sólo puede ser fruto de la acción del Espíritu Santo en nuestra vida.
Éste es el mandato que hoy hemos escuchado: “Que os améis unos a otros como él os ha amado”; “que seáis uno, como Jesús y el Padre son uno”; “que os améis tanto que a todos resulte manifiesto que Jesús es el Señor”.
En ese: “que os améis unos a otros” entran los que se van y los que llegan y los que aquí permanecen; rezad por vuestro hermano Santiago que se va; amad a vuestro hermano Cristóbal que llega como Administrador Apostólico de esta diócesis; amad al obispo que el Señor, en su misericordia, llamará a acompañar vuestro camino de fe; y amad a cuantas personas encontréis en vuestro camino: el pueblo marroquí, los pobres, y de modo muy especial, los emigrantes que Cristo Jesús ha declarado cuerpo suyo real entre nosotros.
Y vuelvo a recordar palabras que, por haber sido primeras en el día de mi ordenación como obispo para vosotros, pueden muy bien desempeñar hoy el papel de últimas palabras como obispo entre vosotros:
El mismo Señor que desde el comienzo de mi vida me llamó a ser cristiano con vosotros, me llamó un día a ser obispo para vosotros; al decirle “sí” a él, a su llamada, aquel día y para siempre os dije “sí” a vosotros; al escoger como lema de mi servicio episcopal “siempre en el corazón Cristo”, entendía expresado también en esas palabras: “siempre en el corazón su cuerpo que es la Iglesia”, “siempre en mi corazón la Iglesia de Tánger”.
Queridos: con Cristo os llevo para siempre en el corazón.
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