VISITA DEL SANTO PADRE FRANCISCO AL PARLAMENTO EUROPEO Y AL CONSEJO DE EUROPA
Estrasburgo,
Francia
Martes
25 de noviembre de 2014
Señor
Secretario General, Señora Presidenta,
Excelencias,
Señoras y Señores
Me
alegra poder tomar la palabra en esta Convención que reúne una
representación significativa de la Asamblea Parlamentaria del
Consejo de Europa, de representantes de los países miembros, de los
jueces del Tribunal Europeo de los derechos humanos, así como de las
diversas Instituciones que componen el Consejo de Europa. En efecto,
casi toda Europa está presente en esta aula, con sus pueblos, sus
idiomas, sus expresiones culturales y religiosas, que constituyen la
riqueza de este Continente. Estoy especialmente agradecido al Señor
Secretario General del Consejo de Europa, Sr. Thorbjørn Jagland, por
su amable invitación y las cordiales palabras de bienvenida que me
ha dirigido. Saludo también a la Sra. Anne Brasseur, Presidente de
la Asamblea Parlamentaria. Agradezco a todos de corazón su
compromiso y la contribución que ofrecen a la paz en Europa, a
través de la promoción de la democracia, los derechos humanos y el
estado de derecho.
En
la intención de sus Padres fundadores, el Consejo de Europa, que
este año celebra su 65 aniversario, respondía a una tendencia ideal
hacia la unidad, que ha animado en varias fases la vida del
Continente desde la antigüedad. Sin embargo, a lo largo de los
siglos, han prevalecido muchas veces las tendencias particularistas,
marcadas por reiterados propósitos hegemónicos. Baste decir que,
diez años antes de aquel 5 de mayo de 1949, cuando se firmó en
Londres el Tratado que estableció el Consejo de Europa, comenzaba el
conflicto más sangriento y cruel que recuerdan estas tierras, cuyas
divisiones han continuado durante muchos años después, cuando el
llamado Telón de Acero dividió en dos el Continente, desde el mar
Báltico hasta el Golfo de Trieste. El proyecto de los Padres
fundadores era reconstruir Europa con un espíritu de servicio mutuo,
que aún hoy, en un mundo más proclive a reivindicar que a servir,
debe ser la llave maestra de la misión del Consejo de Europa, en
favor de la paz, la libertad y la dignidad humana.
Por
otro lado, el camino privilegiado para la paz – para evitar que se
repita lo ocurrido en las dos guerras mundiales del siglo pasado –
es reconocer en el otro no un enemigo que combatir, sino un hermano a
quien acoger. Es un proceso continuo, que nunca puede darse por
logrado plenamente. Esto es precisamente lo que intuyeron los Padres
fundadores, que entendieron cómo la paz era un bien que se debe
conquistar continuamente, y que exige una vigilancia absoluta. Eran
conscientes de que las guerras se alimentan por los intentos de
apropiarse espacios, cristalizar los procesos avanzados y tratar de
detenerlos; ellos, por el contrario, buscaban la paz que sólo puede
alcanzarse con la actitud constante de iniciar procesos y llevarlos
adelante.
Afirmaban
de este modo la voluntad de caminar madurando con el tiempo, porque
es precisamente el tiempo lo que gobierna los espacios, los ilumina y
los transforma en una cadena de crecimiento continuo, sin vuelta
atrás. Por eso, construir la paz requiere privilegiar las acciones
que generan nuevo dinamismo en la sociedad e involucran a otras
personas y otros grupos que los desarrollen, hasta que den fruto en
acontecimientos históricos importantes.
Por
esta razón dieron vida a este Organismo estable. Algunos años más
tarde, el beato Pablo VI recordó que «las mismas instituciones que
en el orden jurídico y en el concierto internacional tienen la
función y el mérito de proclamar y de conservar la paz alcanzan su
providencial finalidad cuando están continuamente en acción, cuando
en todo momento saben engendrar la paz, hacer la paz». Es preciso un
proceso constante de humanización, y «no basta reprimir las
guerras, suspender las luchas (...); no basta una paz impuesta, una
paz utilitaria y provisoria; hay que tender a una paz amada, libre,
fraterna, es decir, fundada en la reconciliación de los ánimos».
Es decir, continuar los procesos sin ansiedad, pero ciertamente con
convicciones claras y con tesón.
Para
lograr el bien de la paz es necesario ante todo educar para
ella, abandonando una cultura del conflicto, que tiende al miedo del
otro, a la marginación de quien piensa y vive de manera diferente.
Es cierto que el conflicto no puede ser ignorado o encubierto, debe
ser asumido. Pero si nos quedamos atascados en él, perdemos
perspectiva, los horizontes se limitan y la realidad misma sigue
estando fragmentada. Cuando nos paramos en la situación conflictual
perdemos el sentido de la unidad profunda de la realidad, detenemos
la historia y caemos en desgastes internos y en contradicciones
estériles.
Por
desgracia, la paz está todavía demasiado a menudo herida. Lo está
en tantas partes del mundo, donde arrecian furiosos conflictos de
diversa índole. Lo está aquí, en Europa, donde no cesan las
tensiones. Cuánto dolor y cuántos muertos se producen todavía en
este Continente, que anhela la paz, pero que vuelve a caer fácilmente
en las tentaciones de otros tiempos. Por eso es importante y
prometedora la labor del Consejo de Europa en la búsqueda de una
solución política a las crisis actuales.
Pero
la paz sufre también por otras formas de conflicto, como el
terrorismo religioso e internacional, embebido de un profundo
desprecio por la vida humana y que mata indiscriminadamente a
víctimas inocentes. Por desgracia, este fenómeno se abastece de un
tráfico de armas a menudo impune. La Iglesia considera que «la
carrera de armamentos es una plaga gravísima de la humanidad y
perjudica a los pobres de modo intolerable». La paz también se
quebranta por el tráfico de seres humanos, que es la nueva
esclavitud de nuestro tiempo, y que convierte a las personas en un
artículo de mercado, privando a las víctimas de toda dignidad. No
es difícil constatar cómo estos fenómenos están a menudo
relacionados entre sí. El Consejo de Europa, a través de sus
Comités y Grupos de Expertos, juega un papel importante y
significativo en la lucha contra estas formas de inhumanidad.
Con
todo, la paz no es solamente ausencia de guerra, de conflictos y
tensiones. En la visión cristiana, es al mismo tiempo un don de Dios
y fruto de la acción libre y racional del hombre, que intenta buscar
el bien común en la verdad y el amor. «Este orden racional y moral
se apoya precisamente en la decisión de la conciencia de los seres
humanos de buscar la armonía en sus relaciones mutuas, respetando la
justicia en todos».
Entonces,
¿cómo lograr el objetivo ambicioso de la paz?
El
camino elegido por el Consejo de Europa es ante todo el de la
promoción de los derechos humanos, que enlaza con el desarrollo de
la democracia y el estado de derecho. Es una tarea particularmente
valiosa, con significativas implicaciones éticas y sociales, puesto
que de una correcta comprensión de estos términos y una reflexión
constante sobre ellos, depende el desarrollo de nuestras sociedades,
su convivencia pacífica y su futuro. Este estudio es una de las
grandes aportaciones que Europa ha ofrecido y sigue ofreciendo al
mundo entero.
Así
pues, en esta sede siento el deber de señalar la importancia de la
contribución y la responsabilidad europea en el desarrollo cultural
de la humanidad. Quisiera hacerlo a partir de una imagen tomada de un
poeta italiano del siglo XX, Clemente Rebora, que, en uno de sus
poemas, describe un álamo, con sus ramas tendidas al cielo y movidas
por el viento, su tronco sólido y firme, y sus raíces profundamente
ancladas en la tierra. En cierto sentido, podemos pensar en Europa a
la luz de esta imagen.
A
lo largo de su historia, siempre ha tendido hacia lo alto, hacia
nuevas y ambiciosas metas, impulsada por un deseo insaciable de
conocimientos, desarrollo, progreso, paz y unidad. Pero el
crecimiento del pensamiento, la cultura, los descubrimientos
científicos son posibles por la solidez del tronco y la profundidad
de las raíces que lo alimentan. Si pierde las raíces, el tronco se
vacía lentamente y muere, y las ramas – antes exuberantes y rectas
– se pliegan hacia la tierra y caen. Aquí está tal vez una de las
paradojas más incomprensibles para una mentalidad científica
aislada: para caminar hacia el futuro hace falta el pasado, se
necesitan raíces profundas, y también se requiere el valor de no
esconderse ante el presente y sus desafíos. Hace falta memoria,
valor y una sana y humana utopía.
Por
otro lado – observa Rebora – «el tronco se ahonda donde es más
verdadero». Las raíces se nutren de la verdad, que es el alimento,
la linfa vital de toda sociedad que quiera ser auténticamente libre,
humana y solidaria. Además, la verdad hace un llamamiento a la
conciencia, que es irreductible a los condicionamientos, y por tanto
capaz de conocer su propia dignidad y estar abierta a lo absoluto,
convirtiéndose en fuente de opciones fundamentales guiadas por la
búsqueda del bien para los demás y para sí mismo, y la sede de una
libertad responsable.
También
hay que tener en cuenta que, sin esta búsqueda de la verdad, cada
uno se convierte en medida de sí mismo y de sus actos, abriendo el
camino a una afirmación subjetiva de los derechos, por lo que el
concepto de derecho humano, que tiene en sí mismo un valor
universal, queda sustituido por la idea del derecho individualista.
Esto lleva al sustancial descuido de los demás, y a fomentar esa
globalización de la indiferencia que nace del egoísmo, fruto de una
concepción del hombre incapaz de acoger la verdad y vivir una
auténtica dimensión social.
Este
individualismo nos hace humanamente pobres y culturalmente estériles,
pues cercena de hecho esas raíces fecundas que mantienen la vida del
árbol. Del individualismo indiferente nace el culto a la opulencia,
que corresponde a la cultura del descarte en la que estamos inmersos.
Efectivamente, tenemos demasiadas cosas, que a menudo no sirven, pero
ya no somos capaces de construir auténticas relaciones humanas,
basadas en la verdad y el respeto mutuo. Así, hoy tenemos ante
nuestros ojos la imagen de una Europa herida, por las muchas pruebas
del pasado, pero también por la crisis del presente, que ya no
parece ser capaz de hacerle frente con la vitalidad y la energía del
pasado. Una Europa un poco cansada y pesimista, que se siente
asediada por las novedades de otros continentes.
Podemos
preguntar a Europa: ¿Dónde está tu vigor? ¿Dónde está esa
tensión ideal que ha animado y hecho grande tu historia? ¿Dónde
está tu espíritu de emprendedor curioso? ¿Dónde está tu sed de
verdad, que hasta ahora has comunicado al mundo con pasión?
De
la respuesta a estas preguntas dependerá el futuro del Continente.
Por otro lado – volviendo a la imagen de Rebora – un tronco sin
raíces puede seguir teniendo una apariencia vital, pero por dentro
se vacía y muere. Europa debe reflexionar sobre si su inmenso
patrimonio humano, artístico, técnico, social, político, económico
y religioso es un simple retazo del pasado para museo, o si todavía
es capaz de inspirar la cultura y abrir sus tesoros a toda la
humanidad. En la respuesta a este interrogante, el Consejo de Europa
y sus instituciones tienen un papel de primera importancia.
Pienso
especialmente en el papel de la Corte Europea de los Derechos
Humanos, que es de alguna manera la «conciencia» de Europa en el
respeto de los derechos humanos. Mi esperanza es que dicha conciencia
madure cada vez más, no por un mero consenso entre las partes, sino
como resultado de la tensión hacia esas raíces profundas, que es el
pilar sobre los que los Padres fundadores de la Europa contemporánea
decidieron edificar.
Junto
a las raíces – que se deben buscar, encontrar y mantener vivas con
el ejercicio cotidiano de la memoria, pues constituyen el patrimonio
genético de Europa –, están los desafíos actuales del
Continente, que nos obligan a una creatividad continua, para que
estas raíces sean fructíferas hoy, y se proyecten hacia utopías
del futuro. Permítanme mencionar sólo dos: el reto de la
multipolaridad y el desafío de la transversalidad.
La
historia de Europa puede llevarnos a concebirla ingenuamente como una
bipolaridad o, como mucho, una tripolaridad (pensemos en la antigua
concepción: Roma - Bizancio - Moscú), y dentro de este esquema,
fruto de reduccionismos geopolíticos hegemónicos, movernos en la
interpretación del presente y en la proyección hacia la utopía del
futuro.
Hoy
las cosas no son así, y podemos hablar legítimamente de una
Europa multipolar. Las tensiones – tanto las que construyen como
las que disgregan – se producen entre múltiples polos culturales,
religiosos y políticos. Europa afronta hoy el reto de «globalizar»
de modo original esta multipolaridad. Las culturas no se identifican
necesariamente con los países: algunos de ellos tienen diferentes
culturas y algunas culturas se manifiestan en diferentes países. Lo
mismo ocurre con las expresiones políticas, religiosas y
asociativas.
Globalizar
de modo original –subrayo esto: de modo original- la multipolaridad
comporta el reto de una armonía constructiva, libre de hegemonías
que, aunque pragmáticamente parecen facilitar el camino, terminan
por destruir la originalidad cultural y religiosa de los pueblos.
Hablar
de la multipolaridad europea es hablar de pueblos que nacen, crecen y
se proyectan hacia el futuro. La tarea de globalizar la
multipolaridad de Europa no se puede imaginar con la figura de la
esfera – donde todo es igual y ordenado, pero que resulta reductiva
puesto que cada punto es equidistante del centro –, sino más bien
con la del poliedro, donde la unidad armónica del todo conserva la
particularidad de cada una de las partes. Hoy Europa es multipolar en
sus relaciones y tensiones; no se puede pensar ni construir Europa
sin asumir a fondo esta realidad multipolar.
El
otro reto que quisiera mencionar es la transversalidad. Comienzo con
una experiencia personal: en los encuentros con políticos de
diferentes países de Europa, he notado que los jóvenes afrontan la
realidad política desde una perspectiva diferente a la de sus
colegas más adultos. Tal vez dicen cosas aparentemente semejantes,
pero el enfoque es diverso. La letra es similar, pero la música es
diferente. Esto ocurre en los jóvenes políticos de diferentes
partidos. Y es un dato que indica una realidad de la Europa actual de
la que no se puede prescindir en el camino de la consolidación
continental y de su proyección de futuro: tener en cuenta esta
transversalidad que se percibe en todos los campos. No se puede
recorrer este camino sin recurrir al diálogo, también
intergeneracional. Si quisiéramos definir hoy el Continente, debemos
hablar de una Europa dialogante, que sabe poner la transversalidad de
opiniones y reflexiones al servicio de pueblos armónicamente unidos.
Asumir
este camino de la comunicación transversal no sólo comporta empatía
intergeneracional, sino metodología histórica de crecimiento. En el
mundo político actual de Europa, resulta estéril el diálogo
meramente en el seno de los organismos (políticos, religiosos,
culturales) de la propia pertenencia. La historia pide hoy la
capacidad de salir de las estructuras que «contienen» la propia
identidad, con el fin de hacerla más fuerte y más fructífera en la
confrontación fraterna de la transversalidad. Una Europa que
dialogue únicamente dentro de los grupos cerrados de pertenencia se
queda a mitad de camino; se necesita el espíritu juvenil que acepte
el reto de la transversalidad.
En
esta perspectiva, acojo favorablemente la voluntad del Consejo de
Europa de invertir en el diálogo intercultural, incluyendo su
dimensión religiosa, mediante los Encuentros sobre la dimensión
religiosa del diálogo intercultural. Es una oportunidad provechosa
para el intercambio abierto, respetuoso y enriquecedor entre las
personas y grupos de diverso origen, tradición étnica, lingüística
y religiosa, en un espíritu de comprensión y respeto mutuo.
Dichos
encuentros parecen particularmente importantes en el ambiente actual
multicultural, multipolar, en busca de una propia fisionomía, para
combinar con sabiduría la identidad europea que se ha formado a lo
largo de los siglos con las solicitudes que llegan de otros pueblos
que ahora se asoman al Continente.
En
esta lógica se incluye la aportación que el cristianismo puede
ofrecer hoy al desarrollo cultural y social europeo en el ámbito de
una correcta relación entre religión y sociedad. En la visión
cristiana, razón y fe, religión y sociedad, están llamadas a
iluminarse una a otra, apoyándose mutuamente y, si fuera necesario,
purificándose recíprocamente de los extremismos ideológicos en que
pueden caer. Toda la sociedad europea se beneficiará de una
reavivada relación entre los dos ámbitos, tanto para hacer frente a
un fundamentalismo religioso, que es sobre todo enemigo de Dios, como
para evitar una razón «reducida», que no honra al hombre.
Estoy
convencido de que hay muchos temas, y actuales, en los que puede
haber un enriquecimiento mutuo, en los que la Iglesia Católica –
especialmente a través del Consejo de las Conferencias Episcopales
de Europa (CCEE) – puede colaborar con el Consejo de Europa y
ofrecer una contribución fundamental. En primer lugar, a la luz de
lo que acabo de decir, en el ámbito de una reflexión ética sobre
los derechos humanos, sobre los que esta Organización está
frecuentemente llamada a reflexionar. Pienso particularmente en las
cuestiones relacionadas con la protección de la vida humana,
cuestiones delicadas que han de ser sometidas a un examen cuidadoso,
que tenga en cuenta la verdad de todo el ser humano, sin limitarse a
campos específicos, médicos, científicos o jurídicos.
También
hay numerosos retos del mundo contemporáneo que precisan estudio y
un compromiso común, comenzando por la acogida de los
emigrantes, que necesitan antes que nada lo esencial para vivir,
pero, sobre todo, que se les reconozca su dignidad como personas.
Después tenemos todo el grave problema del trabajo, especialmente
por los elevados niveles de desempleo juvenil que se produce en
muchos países – una verdadera hipoteca para el futuro –,
pero también por la cuestión de la dignidad del trabajo.
Espero
ardientemente que se instaure una nueva colaboración social y
económica, libre de condicionamientos ideológicos, que sepa
afrontar el mundo globalizado, manteniendo vivo el sentido de la
solidaridad y de la caridad mutua, que tanto ha caracterizado el
rostro de Europa, gracias a la generosa labor de cientos de hombres y
mujeres – algunos de los cuales la Iglesia Católica
considera santos – que, a lo largo de los siglos, se han esforzado
por desarrollar el Continente, tanto mediante la actividad
empresarial como con obras educativas, asistenciales y de promoción
humana. Estas últimas, sobre todo, son un punto de referencia
importante para tantos pobres que viven en Europa. ¡Cuántos hay por
nuestras calles! No sólo piden pan para el sustento, que es el más
básico de los derechos, sino también redescubrir el valor de la
propia vida, que la pobreza tiende a hacer olvidar, y recuperar la
dignidad que el trabajo confiere.
En
fin, entre los temas que requieren nuestra reflexión y nuestra
colaboración está la defensa del medio ambiente, de nuestra querida
Tierra, el gran recurso que Dios nos ha dado y que está a nuestra
disposición, no para ser desfigurada, explotada y denigrada, sino
para que, disfrutando de su inmensa belleza, podamos vivir con
dignidad.
Señor
Secretario, Señora Presidenta, Excelencias, Señoras y Señores,
El
beato Pablo VI calificó a la Iglesia como «experta en humanidad».
En el mundo, a imitación de Cristo, y no obstante los pecados de sus
hijos, ella no busca más que servir y dar testimonio de la verdad.
Nada más, sino sólo este espíritu, nos guía en el alentar el
camino de la humanidad.
Con
esta disposición, la Santa Sede tiene la intención de continuar su
colaboración con el Consejo de Europa, que hoy desempeña un papel
fundamental para forjar la mentalidad de las futuras generaciones de
europeos. Se trata de realizar juntos una reflexión a todo campo,
para que se instaure una especie de «nueva agorá», en la que toda
instancia civil y religiosa pueda confrontarse libremente con las
otras, si bien en la separación de ámbitos y en la diversidad de
posiciones, animada exclusivamente por el deseo de verdad y de
edificar el bien común. En efecto, la cultura nace siempre del
encuentro mutuo, orientado a estimular la riqueza intelectual y la
creatividad de cuantos participan; y esto, además de ser una
práctica del bien, esto es belleza. Mi esperanza es que Europa,
redescubriendo su patrimonio histórico y la profundidad de sus
raíces, asumiendo su acentuada multipolaridad y el fenómeno de la
transversalidad dialogante, reencuentre esa juventud de espíritu que
la ha hecho fecunda y grande.
Gracias.
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