martes, 27 de junio de 2017

Domingo 11 del tiempo ordinario (2010). La misericordia del Señor. Mediante el arrepentimiento, el corazón del hombre se abre a la misericordia del Señor. El hombre no puede ofrecer a Dios un sacrificio mejor y más grato que su corazón arrepentido (Salmo 51,19). Las posibilidades de perversión del corazón humano son realmente muchas. Se previenen tratando de estar siempre en plena comunión con Jesús. El pecado es parte integrante de la verdad del hombre, pero, al mismo tiempo, se confronta con la verdad del amor divino, que se manifiesta sobre todo con el perdón y la redención.





1 Domingo 11 del tiempo ordinario (2010). La misericordia del Señor. Mediante el arrepentimiento, el corazón del hombre se abre a la misericordia del Señor. El hombre no puede ofrecer a Dios un sacrificio mejor y más grato que su corazón arrepentido (Salmo 51,19). Las posibilidades de perversión del corazón humano son realmente muchas. Se previenen tratando de estar siempre en plena comunión con Jesús. El pecado es parte integrante de la verdad del hombre, pero, al mismo tiempo, se confronta con la verdad del amor divino, que se manifiesta sobre todo con el perdón y la redención. Cfr. Domingo 11 del tiempo ordinario, Ciclo C, 13 de junio de 2010. 2 Samuel 12, 7-10.13: El Señor ha perdonado tu pecado; Gálatas 2, 16.19-21: No soy yo quien vivo, sino que Cristo vive en mí; Lucas 7, 36-8,3: Le son perdonados sus pecados porque ha amado mucho. LA MISERICORDIA DE JESÚS CON LA MUJER PECADORA – EL CONTRASTE CON EL JUICIO DEL FARISEO. Lucas 7, 36 – 8,3: 36 Un fariseo le rogó que comiera con él, y, entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa. 37 Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, 38 y poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume. 39 Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: « Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora. » 40 Jesús le respondió: « Simón, tengo algo que decirte. » El dijo: « Di, maestro. » 41 Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. 42 Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más? » 43 Respondió Simón: « Supongo que aquel a quien perdonó más. » El le dijo: « Has juzgado bien », 44 y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: « ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. 45 No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. 46 No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. 47 Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra. » 48 Y le dijo a ella: « Tus pecados quedan perdonados. » 49 Los comensales empezaron a decirse para sí: « ¿Quién es éste que hasta perdona los pecados? » 50 . Pero él dijo a la mujer: « Tu fe te ha salvado. Vete en paz.» 8 1 Y sucedió a continuación que iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios; le acompañaban los Doce, 2 y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, 3 Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes. 1. La mujer hace un gesto de petición de perdón y de misericordia Cfr. [Chiesa/Omelie1/Misericordia/MisericordiaPecadoPerdón11C07Sanz] o Jesús escucha la oración, expresada en palabras o en silencio acompañado de gestos. • La mujer de la que nos habla hoy el Evangelio, no hizo un gesto de educación refinada, pues no estaba en su casa ni era ella quien había invitado a Jesús, sino un gesto de conversión, de petición de perdón y de espera de misericordia. Ciertamente, el Señor respondería con creces: no banalizaría el pecado de la mujer, pero valoraría infinitamente más el perdón que ella suplicaba con aquel gesto. El fariseo sólo vio en ella el error, mientras que Jesús vio sobre todo el amor: a quien mucho ama, mucho se le perdona. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2616: [nueva redacción] Jesús escucha la oración - La oración a Jesús ya ha sido escuchada por El durante su ministerio, a través de signos que anticipan el poder de su muerte y de su resurrección: Jesús escucha la oración de fe expresada en palabras (del leproso: Cf Marcos 1, 40-41; de Jairo: Cf Marcos 5, 36; de la cananea: Cf. Marcos 7, 29; del buen ladrón: Cf Lucas 23, 39-43), 2 o en silencio (de los portadores del paralítico: Cf Marcos 2,5; de la hemorroisa: Cf Mc 5, 28, que toca el borde de su manto, de las lágrimas y el perfume de la pecadora: Cf Lucas 7, 37-38). La petición apremiante de los ciegos: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!» (Mateo 9, 27) o «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (Marcos 10, 47) ha sido recogida en la tradición de la Oración a Jesús: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador». Sanando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria del que le suplica con fe: «Ve en paz, ¡tu fe te ha salvado!». San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: «Orat pro nobis ut sacerdos noster, orat in nobis ut caput nostrum, oratur a nobis ut Deus noster. Agnoscamus ergo et in illo voces nostras et voces eius in nobis» («Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a El se dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en El nuestras voces; y la voz de El, en nosotros») (San Agustín, Enarratio in Psalmum 85,1: CCL 39, 11)76 (PL 36, 1081): cf Institución general de la Liturgia de las Horas, 7: Liturgia de las Horas, edición típica, v. 1 (Librería Editrice Vaticana 1973) p. 24. o Jesús. El nombre de Jesús contiene todo: Jesús quiere decir YHWH [Yahvé Dios] salva • CEC n. 2666: Pero el Nombre que todo lo contiene es aquel que el Hijo de Dios recibe en su encarnación: Jesús. El nombre divino es inefable para los labios humanos (Cf Exodo 3, 14; 33, 19-23), pero el Verbo de Dios, al asumir nuestra humanidad, nos lo entrega y nosotros podemos invocarlo: «Jesús», «YHWH salva» (Cf Mateo 1, 21). El Nombre de Jesús contiene todo: Dios y el hombre y toda la Economía de la creación y de la salvación. Decir «Jesús» es invocarlo desde nuestro propio corazón. Su Nombre es el único que contiene la presencia que significa. Jesús es el resucitado, y cualquiera que invoque su Nombre acoge al Hijo de Dios que le amó y se entregó por él (Cf Romanos 10, 13; Hechos 2, 21; 3, 15-16; Gálatas 2, 20). 2. Las relaciones de Jesús con los fariseos CEC 575: Muchas de las obras y de las palabras de Jesús han sido, pues, un «signo de contradicción» (Lucas 2, 34) para las autoridades religiosas de Jerusalén, aquéllas a las que el Evangelio de S. Juan denomina con frecuencia «los judíos» (Cf Jn 1, 19; 2, 18; 5, 10; 7, 13; 9, 22; 18, 12; 19, 38; 20, 19), más incluso que a la generalidad del pueblo de Dios (Cf Jn 7, 48-49). Ciertamente, sus relaciones con los fariseos no fueron solamente polémicas. Fueron unos fariseos los que le previnieron del peligro que corría (Cf Lucas 13, 31). Jesús alaba a alguno de ellos como al escriba de Marcos 12, 34 y come varias veces en casa de fariseos (Cf Lucas 7, 36; 14, 1). Jesús confirma doctrinas sostenidas por esta elite religiosa del pueblo de Dios: la resurrección de los muertos (Cf Mt 22, 23-34; Lc 20, 39), las formas de piedad (limosna, ayuno y oración) (Cf Mt 6, 18) y la costumbre de dirigirse a Dios como Padre, carácter central del mandamiento del amor a Dios y al prójimo (Cf Mc 12, 28-34). CEC 588: Jesús escandalizó a los fariseos comiendo con los publicanos y los pecadores (Cf Lc 5, 30) tan familiarmente como con ellos mismos (Cf Lc 7, 36; 11, 37; 14, 1) (...) 3. Mediante el arrepentimiento el corazón se abre a la misericordia del Señor Mediante la invocación a Jesús – es decir, acudir a Él aunque sea sin palabras, sólo con gestos -, el corazón se abre a la miseria de los hombres y a la misericordia del salvador • CEC 2667: Esta invocación de fe bien sencilla ha sido desarrollada en la tradición de la oración bajo formas diversas en Oriente y en Occidente. La formulación más habitual, transmitida por los espirituales del Sinaí, de Siria y del monte Athos es la invocación: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros, pecadores» (Cf supra n. 435). Conjuga el himno cristológico de Flp 2, 6-11 con la petición del publicano y del mendigo ciego (Cf Lc 18, 13; Mc 10, 46-52). Mediante ella, el corazón se abre a la miseria de los hombres y a la misericordia de su Salvador. o El arrepentimiento Cfr. El Canto del Espíritu, R. Cantalamessa, PPC pp. 130-137; [Chiesa/Testi/ArrepentRemordCompunción] 3 • Indica capacidad de reaccionar no acostumbrándonos ante el mal. Esta capacidad es una de las experiencias que más nos ennoblecen a los hombres, en cuanto descubrimiento de la dignidad de los demás que hemos ofendido, y de nuestra propia dignidad; • Conduce a la alegría del perdón: Salmo 32, 1: Poema. ¡Dichoso el que es perdonado de su culpa!; por tanto se distingue de los falsos sentimientos de culpa que tantos problemas nos crean, incluso psíquicos; “Con el arrepentimiento termina la parte que es propiamente del hombre y empieza la parte que es exclusiva de Dios. El Espíritu Santo, a través del ministerio de la Iglesia, transforma al hombre y lo convierte de pecador en justo (cfr. pp. 136-137). Se pasa del reino del pecado al de la gracia. Se trata de una nueva creación”. El corazón contrito y humillado. Es la morada preferida de Dios • En la Biblia “el «corazón contrito y humillado» se nos presenta como el lugar de descanso, una especie de paraíso terrenal, la morada preferida de Dios (cfr. Isaías 66, 1-2). El hombre no puede ofrecer a Dios un sacrificio mejor y más grato que su corazón contrito (Sal 51,19)” (p. 136) 4. Benedicto XVI: la diferencia entre Pedro y Judas Miércoles, 18 de octubre de 2006 El apodo “iscariote”. Ya sólo el nombre de Judas suscita entre los cristianos una instintiva reacción de reprobación y de condena. El significado del apelativo «Iscariote» es controvertido: la explicación más utilizada dice que significa «hombre de Queriyyot», en referencia al pueblo de origen, situado en los alrededores de Hebrón, mencionado dos veces en la Sagrada Escritura (Cf. Josué 15, 25; Amós 2, 2). Otros lo interpretan como una variación del término «sicario», como si aludiera a un guerrillero armado de puñal, llamado en latín «sica». Por último, algunos ven en el apodo la simple trascripción de una raíz hebreo-aramea que significa: «aquel que iba a entregarle». Esta mención se encuentra dos veces en el cuarto Evangelio, es decir, después de una confesión de fe de Pedro (Cf. Juan 6, 71) y después durante la unción de Betania (Cf. Juan 12, 4). Aunque traidor, fue uno de los Apóstoles. Otros pasajes muestran que la traición estaba en curso, diciendo: «aquel que le traicionaba», como sucede durante la Última Cena, después del anuncio de la traición (Cf. Mateo 26, 25) y después en el momento en que Jesús fue arrestado (Cf. Mateo 26, 46.48; Juan 18,2.5). Sin embargo, las listas de los doce recuerdan la traición como algo ya acontecido: «Judas Iscariote, el mismo que le entregó», dice Marcos (3, 19); Mateo (10, 4) y Lucas (6, 16) utilizan fórmulas equivalentes. La traición, en cuanto tal, tuvo lugar en dos momentos: ante todo en su fase de proyecto, cuando Judas se pone de acuerdo con los enemigos de Jesús por treinta monedas de plata (Cf. Mateo 26,14-16), y después en su ejecución con el beso que le dio al Maestro en Getsemaní (Cf. Mateo 26, 46-50). De todos modos, los evangelistas insisten en que le correspondía plenamente su condición de apóstol: es llamado repetidamente «uno de los doce» (Mateo 26,14.47; Marcos 14, 10.20; Juan 6, 71) o «del número de los doce» (Lucas 22, 3). Es más, en dos ocasiones, Jesús, dirigiéndose a los apóstoles y hablando precisamente de él, le indica como «uno de vosotros» (Mateo 26, 21; Marcos 14,18; Juan 6, 70; 13, 21). Y Pedro dirá que Judas «era uno de los nuestros y obtuvo un puesto en este ministerio» (Hechos 1, 17). El misterio de su elección como Apóstol. El misterio de su suerte eterna: Dios es infinitamente misericordioso y justo. Se trata, por tanto, de una figura perteneciente al grupo de aquellos a los que Jesús había escogido como compañeros y colaboradores cercanos. Esto plantea dos preguntas a la hora de explicar lo acaecido. La primera consiste en preguntarnos cómo es posible que Jesús escogiera a este hombre y confiara en él. De hecho, si bien Judas es el ecónomo del grupo (Cf. Juan 12,6b; 13,29a), en realidad también se le llama «ladrón» (Juan 12,6a). El misterio de la elección es todavía más grande, pues Jesús pronuncia un juicio muy severo sobre él: «¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!» (Mateo 26, 24). Este misterio es todavía más profundo si se piensa en su suerte eterna, sabiendo que Judas «fue acosado por el remordimiento, y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: “Pequé entregando sangre inocente”» (Mateo 27, 3-4). Si bien él se alejó después para ahorcarse (Cf. 4 Mateo 27, 5), a nosotros no nos corresponde juzgar su gesto, poniéndonos en lugar de Dios, quien es infinitamente misericordioso y justo. ¿Por qué traicionó? Tres hipótesis. Su responsabilidad personal al ceder a la tentación del Maligno. Una segunda pregunta afecta al motivo del comportamiento de Judas: ¿por qué traicionó a Jesús? La cuestión suscita varias hipótesis. Algunos recurren a la avidez por el dinero; otros ofrecen una explicación de carácter mesiánico: Judas habría quedado decepcionado al ver que Jesús no entraba en el programa de liberación político-militar de su propio país. En realidad, los textos evangélicos insisten en otro aspecto: Juan dice expresamente que «el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle» (Juan 13,2); del mismo modo, Lucas escribe: «Satanás entró en Judas, llamado Iscariote, que era del número de los doce» (Lucas 22, 3). De este modo, se va más allá de las motivaciones históricas y se explica lo sucedido basándose en la responsabilidad personal de Judas, quien cedió miserablemente a una tentación del Maligno. En todo caso, la traición de Judas sigue siendo un misterio. Jesús le trató como a un amigo (Cf. Mateo 26, 50), pero en sus invitaciones a seguirle por el camino de las bienaventuranzas no forzaba su voluntad ni le impedía caer en las tentaciones de Satanás, respetando la libertad humana. Las posibilidades de perversión del corazón humano son realmente muchas. Se previenen tratando de estar siempre en plena comunión con Jesús. El arrepentimiento de Pedro y el de Judas. De hecho, las posibilidades de perversión del corazón humano son realmente muchas. El único modo de prevenirlas consiste en no cultivar una visión de la vida que sólo sea individualista, autónoma, sino en ponerse siempre de parte de Jesús, asumiendo su punto de vista. Tenemos que tratar, día tras día, de estar en plena comunión con Él. Recordemos que incluso Pedro quería oponerse a Él y a lo que le esperaba en Jerusalén, pero recibió una fortísima reprensión: «¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Marcos 8,32-33) Tras su caída, Pedro se arrepintió y encontró perdón y gracia. También Judas se arrepintió, pero su arrepentimiento degeneró en desesperación y de este modo se convirtió en autodestrucción. Es para nosotros una invitación a recordar siempre lo que dice san Benito al final del capítulo V, fundamental, de su «Regla»: «no desesperar nunca de la misericordia de Dios». En realidad, «Dios es mayor que nuestra conciencia», como dice san Juan (1 Juan 3, 20). Jesús respeta nuestra libertad y espera que nos arrepintamos y nos convirtamos. Recordemos dos cosas. La primera: Jesús respeta nuestra libertad. La segunda: Jesús espera que tengamos la disponibilidad para arrepentirnos y para convertirnos; es rico en misericordia y perdón. De hecho, cuando pensamos en el papel negativo que desempeñó Judas, tenemos que enmarcarlo en la manera superior con que Dios dispuso de los acontecimientos. Su traición llevó a la muerte de Jesús, quien transformó este tremendo suplicio en un espacio de amor salvífico y en la entrega de sí mismo al Padre (Cf. Gálatas 2, 20; Efesios 5,2.25). El verbo «traicionar» es la versión griega que significa «entregar». A veces su sujeto es incluso el mismo Dios en persona: él mismo por amor «entregó» a Jesús por todos nosotros (Cf. Romanos 8, 32). En su misterioso proyecto de salvación, Dios asume el gesto injustificable de Judas como motivo de entrega total del Hijo por la redención del mundo. 5. El pecado es parte integrante de la verdad del hombre, pero, al mismo tiempo, se confronta con la verdad del amor divino, que se manifiesta sobre todo con el perdón y la redención. Cfr. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia, n. 13 2 de diciembre de 1984 o «Si decimos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está con nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, Él que es fiel y justo nos perdonará los pecados» (1 Jn 1, 8 s.). Tales palabras enfocan el problema del pecado en su perspectiva antropológica como parte integrante de la verdad sobre el hombre, pero lo encuadran inmediatamente en el horizonte divino, en el que el 5 pecado se confronta con la verdad del amor divino, justo, generoso y fiel, que se manifiesta sobre todo con el perdón y la redención. “Como escribe el apóstol San Juan: «Si decimos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está con nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, Él que es fiel y justo nos perdonará los pecados» (1 Jn 1, 8 s.). Estas palabras inspiradas, escritas en los albores de la Iglesia, nos introducen mejor que cualquier otra expresión humana en el tema del pecado, que está íntimamente relacionado con el de la reconciliación. Tales palabras enfocan el problema del pecado en su perspectiva antropológica como parte integrante de la verdad sobre el hombre, pero lo encuadran inmediatamente en el horizonte divino, en el que el pecado se confronta con la verdad del amor divino, justo, generoso y fiel, que se manifiesta sobre todo con el perdón y la redención. Por ello, el mismo San Juan escribe un poco más adelante que «si nuestro corazón nos reprocha algo, Dios es más grande que nuestro corazón» (1 Jn 3, 20; cf. la referencia que he hecho a este fragmento en el discurso durante la Audiencia general del 14 de marzo de 1984: L'Osservatore Romano, edic. en lengua española 18 de. marzo, 1984, p. 3). o Reconocer el propio pecado, es más, —yendo aún más a fondo en la consideración de la propia personalidad— reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios. Reconocer el propio pecado, es más, —yendo aún más a fondo en la consideración de la propia personalidad— reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios. Es la experiencia ejemplar de David, quien «tras haber cometido el mal a los ojos del Señor», al ser reprendido por el profeta Natán (Cf. 2 Samuel 11-12) exclama: «Reconozco mi culpa, mi pecado está siempre ante mí. Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces» (Salmo 51 [50], 5 s). El mismo Jesús pone en la boca y en el corazón del hijo pródigo aquellas significativas palabras: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti» (Lucas 15, 18. 21). En realidad, reconciliarse con Dios presupone e incluye desasirse con lucidez y determinación del pecado en el que se ha caído. Presupone e incluye, por consiguiente, hacer penitencia en el sentido más completo del término: arrepentirse, mostrar arrepentimiento, tomar la actitud concreta de arrepentido, que es la de quien se pone en el camino del retorno al Padre. Esta es una ley general que cada cual ha de seguir en la situación particular en que se halla. En efecto, no puede tratarse sobre el pecado y la conversión solamente en términos abstractos. En la condición concreta del hombre pecador, donde no puede existir conversión sin el reconocimiento del propio pecado, el ministerio de reconciliación de la Iglesia interviene en cada caso con una finalidad claramente penitencial, esto es, la de conducir al hombre al «conocimiento de sí mismo» según la expresión de Santa Catalina de Siena (Cartas, Florencia 1970, I, pp. 3 s.; El Diálogo de la Divina Providencia, Roma 1980, passim); a apartarse del mal, al restablecimiento de la amistad con Dios, a la reforma interior, a la nueva conversión eclesial. Podría incluso decirse que más allá del ámbito de la Iglesia y de los creyentes, el mensaje y el ministerio de la penitencia son dirigidos a todos los hombres, porque todos tienen necesidad de conversión y reconciliación (Cf. Romanos 3, 23-26).” 

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