Ø 14 domingo del tiempo ordinario, Ciclo A (2017). La infancia espiritual es la adhesión total a Dios con confianza. Jesús propone el verdadero «pequeño» en nuestra civilización en la que se exalta al adulto “rampante o trepador” y arrogante, privado de escrúpulos y de moral. La infancia espiritual es la actitud que ve en toda circunstancia a Dios Padre, que se revela en Jesús como una invitación a estar de acuerdo con el cumplimiento de su voluntad, y equivale a alcanzar la madurez cristiana. «Pequeño» se convierte en una expresión simbólica eficaz de la adhesión total a Dios en la confianza. No tanto por la supuesta «inocencia» del niño, que, en realidad, es siempre una criatura limitada, egoísta, prepotente, una miniatura del adulto, sino en tanto en cuanto el pequeño pone su mano con confianza en la mano de su padre.
v
Cfr. 14 domingo tiempo ordinario Ciclo A 9 de julio 2017
Zacarías 9, 9-10; Salmo 144; Romanos 8, 9.11-13; Mateo 11, 25-30
Cfr. Gianfranco Ravasi, Secondo le Scritture Anno A, Piemme 3 edizione novembre
1995, XIV domenica pp. 201-205
Mateo 11, 25-30: En aquel tiempo, exclamó Jesús: 25-«Te
doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has
revelado a la gente sencilla (a los pequeños). 26 Sí, Padre, porque así te ha parecido bien.
27 Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera
revelar. 28 Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os
aliviaré. 29 Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón; y encontraréis vuestro descanso. 30 Porque mi yugo es llevadero y mi
carga ligera.»
1 Introducción: la infancia espiritual; la gente sencilla, los pequeños
v La infancia espiritual.
Cfr. G. Ravasi o.c. pp. 203-205
«Te doy gracias,
Padre, Señor de cielo y tierra,
porque has
escondido estas cosas a los sabios y entendidos
y las has
revelado a la gente sencilla» [a los pequeños].
(Mateo 11,25)
o La infancia espiritual es la adhesión total a Dios con confianza.
·
Cfr. G.
Ravasi o.c. pp. 203-205: “Para nuestra reflexión, escogemos
una sola palabra,
que en la traducción
suena como «pequeños», en el griego
original nèpioi, los destinatarios
privilegiados
de la revelación de Jesús. Este vocablo inaugura ese filón de oro de la
espiritualidad
cristiana que lleva el nombre de
«infancia espiritual» y que tiene su origen en
esa joya que es
el salmo 131/130: «Como un niño en el regazo de su madre, como niño
nacido
tranquilo y saciado después de haber mamado la leche del seno de su madre. En
efecto, el
texto habla de un «niño destetado», probablemente llevado sobre la espaldas de
su
madre, según el
uso oriental. Ahora bien, en Oriente el destete oficial tenía lugar muy tarde,
alrededor de
los tres años, y daba la ocasión para una gran fiesta de la tribu”.
o «Pequeño» se convierte en una expresión simbólica eficaz de la adhesión total a Dios en la confianza. No tanto por la supuesta «inocencia» del niño, que, en realidad, es siempre una criatura limitada, egoísta, prepotente, una miniatura del adulto, sino en tanto en cuanto el pequeño pone su mano con confianza en la mano de su padre.
·
El niño, por tanto, es la
criatura ligada a su madre por una relación consciente de intimidad
que no es equiparable a la
simple necesidad fisiológica y al vínculo solamente generador. Bajo esta luz,
«pequeño» se convierte en una expresión simbólica eficaz de la adhesión total a
Dios en la confianza. Bajo esta luz, Jesús lo propone como modelo y no tanto
por la supuesta «inocencia» del niño, que, en realidad, es siempre una
criatura limitada, egoísta, prepotente, una miniatura del adulto, sino en
tanto en cuanto el pequeño pone su mano con confianza en la mano de su
padre y acoge todos sus dones y palabras. Por esto, si no os hacéis como los
niños, no entraréis en el Reino de los Cielos (Mateo 18,3).
o «Pequeño» es sinónimo de «pobre», cuya única fuerza y sostén están en Dios.
·
Por tanto, «pequeño» se convierte en sinónimo de otra palabra clásica
en la Biblia, los
«pobres», es decir, aquellos cuya única fuerza y sostén están en Dios. A ellos es predicada la «buena noticia» (Cf. Mt 11,5), y es a ellos a
quienes está destinada la bienaventuranza sobre el Reino de los cielos (Mt
5,3). Ya Isaías presentaba la
antítesis a la que Jesús se refirió en su oración entre
«pequeños» y «sabios e inteligentes»:
«Perecerá la sabiduría de los sabios y la prudencia de los prudentes quedará
oculta ... Los humildes aumentarán su alegría en el señor, y los más pobres
exultarán en el Santo de Israel» 29, 14.19).
o El verdadero discípulo es aquel que se abandona en Dios, descartando los cálculos, los intereses mezquinos, los egoísmos, la altanería, la prepotencia, la violencia.
El verdadero discípulo
es aquel que se abandona en Dios, descartando los cálculos, los intereses mezquinos, los egoísmos, la altanería, la
prepotencia, la violencia. (...) En el Oriente Antiguo, el niño no tenía
todavía personalidad jurídica, era casi inexistente, un objeto; pues bien,
Jesús lo transforma en un emblema para nosotros los adultos, invitándonos a ser
«pequeños» para ser verdaderamente «grandes». Jesús nos invita, incluso, a usar
el lenguaje sencillo y espontáneo de los niños cuando nos dirigimos a Dios: Abbá en aramaico significa, como es sabido, «papá» y está en la raíz del
original del Padre nuestro. Jesús nos invita a tener la transparencia y la
confianza del pequeño para «conocer» verdaderamente al Padre: las
elucubraciones de los sabios empalidecen, se paran ante la frontera del
misterio, se transforman en especulaciones áridas y orgullosas. Es necesario
pedir la sabiduría del corazón, el don que facilita penetrar en las «cosas
escondidas», es decir, en el misterio de Dios”.
o Jesús propone el verdadero «pequeño» en nuestra civilización en la
que se exalta al adulto “rampante o trepador” y arrogante, privado de
escrúpulos y de moral.
En esta civilización en la que se
exalta al adulto “rampante o trepador” y
arrogante,
privado de escrúpulos y de moral, que pervierte al niño haciéndolo cada vez más
egoísta y prepotente, incapaz de jugar auténticamente, de vivir el estupor
propio de su infancia, la oración de
Jesús nos propone el verdadero «pequeño» que deberá ser el modelo de su
discípulo. Y si hemos perdido la
infancia, recordemos lo que afirmaba el escritor francés Bernanos: «La infancia
puede ser reconquistada por todos, pero sólo por medio de la santidad». La figura
de Teresa de Lisieux es casi la síntesis de los miles y miles de discípulos de
Cristo que han recorrido el camino de la sencillez, de la confianza y de la
infancia espiritual Por esto nosotros repetimos hoy la conocida oración de P.L.
De Grandmaison: «Santa Madre de Dios, conserva en mí un corazón de niño, puro y
transparente como un manantial».
2. La naturalidad y la sencillez hacen
al hombre capaz de recibir el mensaje de Cristo.
·
Se dice que es sencilla la
persona de carácter no complicado, exenta de artificio, que carece
de
ostentación, que expresa naturalmente los conceptos y que, sin doblez ni
engaño, dice lo que siente. Es la persona sin malicia. Los «sabios» y los
«entendidos» en el contexto de este evangelio son los “maestros de la ley y los
fariseos, que conocen la ley de Moisés, pero han rechazado a Jesús; en cambio
los «sencillos» han sabido recibir la revelación de Jesús y la han acogido”.
·
Amigos de Dios, 90: “La
naturalidad y la sencillez son dos maravillosas virtudes
humanas, que
hacen al hombre capaz de recibir el mensaje de Cristo. Y, al contrario, todo lo
enmarañado, lo complicado, las vueltas y revueltas en torno a uno mismo,
construyen un muro que impide con frecuencia oír la voz del Señor. Recordad lo
que Cristo echa en cara a los fariseos: se han metido en un mundo retorcido que
exige pagar diezmos de la hierbabuena, del eneldo y del comino, abandonando las
obligaciones más esenciales de la ley, la justicia y la fe; se esmeran en colar
todo lo que beben, para que no pase ni un mosquito, pero se tragan un camello.
(Cf. Mateo 23, 23-24)”.
·
Está
clara en el Evangelio de hoy la intención de Jesús de ayudarnos para sacar adelante los
problemas y
dificultades de la vida. “Venid a mi
todos los que estáis cansados y agobiados ….”.
Pero para recibir esa ayuda, se requiere, por nuestra parte, que no nos
consideremos autosuficientes [2], en el sentido de presuntuosos o
engreídos.
Nuestra existencia tiene un
valor inconmensurable, porque es objeto
del amor del Señor. Pero no se trata de vivir con autosuficiencia (que
traiciona tarde o temprano), sino de
conocer la grandeza de nuestra condición/vocación: el ser humano es «la
única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma» (Conc. Vat. II, Const. Gaudium
et spes, n. 24). Creado a su imagen y semejanza, está llamado a llevar a
plenitud esta imagen al identificarse cada vez más con Cristo por la acción de
la gracia. “Habéis sino rescatados (…) no con bienes corruptibles, plata u oro,
sino con la sangre preciosa de Cristo” ( 1 Pedro 1, 18-19).
Es buena la autoestima que crece al amparo de la humildad,
“virtud que nos ayuda a conocer,
simultáneamente,
nuestra miseria y nuestra grandeza” (Cfr. Amigos de Dios, 94), que permite
conocernos como somos, e impulsa a buscar a Dios y sus dones, y el apoyo de los
demás.
3. La oración de Jesús como “adhesión amorosa de su corazón de hombre al misterio de la voluntad del Padre”.
·
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2603: Los evangelistas han
conservado las dos
oraciones
más explícitas de Cristo durante su ministerio. Cada una de ellas comienza
precisamente con la acción de gracias. En la primera (Cf Mateo 11, 25-27 y Lucas
10, 21-23), Jesús confiesa al Padre, le da gracias y lo bendice porque ha
escondido los misterios del Reino a los que se creen doctos y los ha revelado a
los «pequeños» (los pobres de las Bienaventuranzas). Su conmovedor «¡Sí,
Padre!» expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, que
fue un eco del «Fiat» de su Madre en el momento de su concepción y que preludia
lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta
adhesión amorosa de su corazón de hombre al «misterio de la voluntad» del Padre
(Efesios 1, 9).
4. La infancia espiritual es la actitud que ve en toda circunstancia a Dios Padre que se revela en Jesús como una invitación a estar de acuerdo con el cumplimiento de su voluntad, y equivale a alcanzar la madurez cristiana.
Cfr. El Señor, Ed. Cristiandad, 2ª ed.
2005, pp. 328-334
v Pero para poder llegar a esto hay que transformar todo lo que ocurre en la vida; del mero aherrojamiento en la existencia ha de surgir la sabiduría; del azar ha de brotar el amor.
·
“La infancia a la que se refiere Jesús es una apertura que
responde a la paternidad de
Dios. Para el niño todo tiene relación con
su padre y con su madre. Todo pasa por ellos. Están en todas partes. Son
origen, norma y orden. Para el adulto, «padre y madre desparecen». Todo es
mundo incoherente, hostil, complicado. Desaparecen el padre y la madre, y todo
queda huérfano. Para el que se hace como niño surge un alguien paternal en
todas partes: el Padre del cielo. Ciertamente, éste no puede ser un padre
terrenal sobrehumano, sino el auténtico «Padre nuestro y del Señor Jesucristo»
(1 Corintios 1,3), el que se revela en las palabras de Jesús como una
invitación a estar de acuerdo con el cumplimiento de su voluntad.
La
infancia espiritual es la actitud que ve en toda circunstancia al Padre del
cielo. Pero para poder llegar a esto hay que transformar todo lo que ocurre en
la vida; del mero aherrojamiento en la existencia ha de surgir la sabiduría;
del azar ha de brotar el amor. En realidad, esto es difícil; es «vencer al
mundo» (1 Juan 5,4). Por consiguiente, hacerse niño en el sentido que Jesús
dice equivale a alcanzar la madurez cristiana.”
5. La infancia espiritual, ser
como niños, para recibir el consuelo de Dios.
Papa Francisco, Homilía, en el Estadio M.
Meskgi, Tiflis (Georgia), 1 de octubre de 2016
v El consuelo que necesitamos, en medio de las vicisitudes turbulentas de la vida, es la presencia de Dios en el corazón.
o
Si queremos ser consolados,
tenemos que dejar que el Señor entre en nuestra vida.
El consuelo que necesitamos, en medio de
las vicisitudes turbulentas de la vida, es la presencia de Dios en el corazón.
Porque su presencia en nosotros es la fuente del verdadero consuelo, que
permanece, que libera del mal, que trae la paz y acrecienta la alegría. Por lo
tanto, si queremos ser consolados, tenemos que dejar que el Señor entre en
nuestra vida. Y para que el Señor habite establemente en nosotros, es necesario
abrirle la puerta y no dejarlo fuera. Hay que tener siempre abiertas las puertas del consuelo porque Jesús quiere entrar por ahí:
por el Evangelio leído cada día y llevado siempre con nosotros, la oración
silenciosa y de adoración, la Confesión y la Eucaristía. A través de estas
puertas el Señor entra y hace que las cosas tengan un sabor nuevo. Pero cuando
la puerta del corazón se cierra, su luz no llega y se queda a oscuras. Entonces
nos acostumbramos al pesimismo, a lo que no funciona bien, a las realidades que
nunca cambiarán. Y terminamos por encerrarnos dentro de nosotros mismos en la
tristeza, en los sótanos de la angustia, solos. Si, por el contrario, abrimos
de par en par las puertas del consuelo, entrará la luz del Señor.
v Pero Dios no nos consuela sólo en el corazón.
o Cuando estamos unidos, cuando hay comunión entre nosotros obra el consuelo de Dios.
§ Podemos preguntarnos: Yo, que estoy en la Iglesia, ¿soy portador del consuelo de Dios? ¿Sé acoger al otro como huésped y consolar a quien veo cansado y desilusionado?
No está bien que nos acostumbremos a un
«microclima» eclesial cerrado, es bueno que compartamos horizontes de esperanza
amplios y abiertos, viviendo el entusiasmo humilde de abrir las puertas y salir
de nosotros mismos.
Pero Dios no nos consuela sólo en el
corazón; por medio del profeta Isaías, añade: «En Jerusalén seréis consolados»
(66,13). En Jerusalén, en la comunidad, es decir en la ciudad de Dios: cuando
estamos unidos, cuando hay comunión entre nosotros obra el consuelo de Dios. En
la Iglesia se encuentra consuelo, es la casa
del consuelo: aquí Dios desea consolar. Podemos preguntarnos: Yo, que estoy
en la Iglesia, ¿soy portador del consuelo de Dios? ¿Sé acoger al otro como
huésped y consolar a quien veo cansado y desilusionado? El cristiano, incluso
cuando padece aflicción y acoso, está siempre llamado a infundir esperanza a
quien está resignado, a alentar a quien está desanimado, a llevar la luz de
Jesús, el calor de su presencia y el alivio de su perdón. Muchos sufren,
experimentan pruebas e injusticias, viven preocupados. Es necesaria la unción
del corazón, el consuelo del Señor que no elimina los problemas, pero da la
fuerza del amor, que ayuda a llevar con paz el dolor. Recibir y llevar el consuelo de
Dios: esta misión de la Iglesia es
urgente. Queridos hermanos y hermanas, sintámonos llamados a esto; no a
fosilizarnos en lo que no funciona a nuestro alrededor o a entristecernos
cuando vemos algún desacuerdo entre nosotros. No está bien que nos
acostumbremos a un «microclima» eclesial cerrado, es bueno que compartamos
horizontes de esperanza amplios y abiertos, viviendo el entusiasmo humilde de
abrir las puertas y salir de nosotros mismos.
Vida Cristiana
[1] Libros poéticos y sapienciales, Eunsa 2001, Salmo 131,
2: “La palabra hebrea traducida por «niño» indica un niño de unos dos o tres
años, ya destetado, que tiene conciencia de la seguridad que encuentra en su
madre. Del mismo modo permanece tranquilo el orante”.
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