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La falsa esperanza de salvarnos por nosotros
mismos, con nuestros propios recursos. Comentario de
Juan Pablo II, en la Audiencia General del 12 de mayo de
2004, al salmo 29. La tentación de la soberbia y la autosuficiencia, asalta en los tiempos de bienestar. Se debe pedir sin
cesar, con humildad, la ayuda de la gracia divina, aunque ya se cuente con ella.
Dios salva de la muerte Salmo 30/29
1 Salmo. Cántico para la dedicación del templo. De David.
2 Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis
enemigos se rían de mí.
3 Señor, Dios mío, a ti grité, y tú me sanaste.
4 Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a
la fosa.
5 Tañed para el Señor, fieles suyos, celebrad el recuerdo de su nombre
santo;
6 su cólera dura un instante; su bondad, de por vida; al atardecer nos
visita el llanto; por la mañana, el júbilo.
7 Yo pensaba muy seguro: «No vacilaré jamás».
8 Tu bondad, Señor, me aseguraba el honor y la fuerza; pero escondiste
tu rostro, y quedé desconcertado.
9 A ti, Señor, llamé, supliqué a mi Dios:
10 «¿Qué ganas con mi muerte, con que yo baje a la fosa?
¿Te va a dar gracias el polvo, o va a proclamar tu lealtad?
11 Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme».
12 Cambiaste mi luto en danzas, me desataste el sayal y me has vestido
de fiesta;
13 te cantará mi alma sin callarse. Señor, Dios mío, te daré gracias
por siempre.
LA AUTOSUFICIENCIA
v Cfr. San Juan Pablo II, Catequesis, Audiencia General del 12 de mayo de 2004
1. El orante eleva a Dios, desde lo más
profundo de su corazón, una intensa y ferviente acción de gracias porque lo ha
librado del abismo de la muerte. Ese sentimiento resalta con fuerza en el salmo
29, que acaba de resonar no sólo en nuestros oídos, sino también, sin duda, en
nuestro corazón.
Este himno de gratitud
revela una notable finura literaria y se caracteriza por una serie de
contrastes que expresan de modo simbólico la liberación alcanzada gracias al
Señor. Así, "sacar la vida del abismo" se opone a "bajar a la
fosa" (cf.v. 4); la "bondad de Dios de por vida" sustituye su
"cólera de un instante" (cf. v. 6); el "júbilo de la
mañana" sucede al "llanto del atardecer" (ib.); el
"luto" se convierte en "danza" y el triste
"sayal" se transforma en "vestido de fiesta" (v. 12).
Así pues, una vez que ha
pasado la noche de la muerte, clarea el alba del nuevo día. Por eso, la
tradición cristiana ha leído este salmo como canto pascual. Lo atestigua la
cita inicial, que la edición del texto litúrgico de las Vísperas toma
de un gran escritor monástico del siglo IV, Juan Casiano: "Cristo,
después de su gloriosa resurrección, da gracias al Padre".
2. El orante se dirige repetidamente al "Señor" -por lo menos ocho veces- para anunciar que lo ensalzará (cf. vv. 2 y 13), para recordar el grito que ha elevado hacia él en el tiempo de la prueba (cf. vv. 3 y 9) y su intervención liberadora (cf. vv. 2, 3, 4, 8 y 12), y para invocar de nuevo su misericordia (cf. v. 11). En otro lugar, el orante invita a los fieles a cantar himnos al Señor para darle gracias (cf. v. 5).
2. El orante se dirige repetidamente al "Señor" -por lo menos ocho veces- para anunciar que lo ensalzará (cf. vv. 2 y 13), para recordar el grito que ha elevado hacia él en el tiempo de la prueba (cf. vv. 3 y 9) y su intervención liberadora (cf. vv. 2, 3, 4, 8 y 12), y para invocar de nuevo su misericordia (cf. v. 11). En otro lugar, el orante invita a los fieles a cantar himnos al Señor para darle gracias (cf. v. 5).
Las sensaciones oscilan
constantemente entre el recuerdo terrible de la pesadilla vivida y la alegría
de la liberación. Ciertamente, el peligro pasado es grave y todavía causa
escalofrío; el recuerdo del sufrimiento vivido es aún nítido e intenso; hace
muy poco que el llanto se ha enjugado. Pero ya ha despuntado el alba de un
nuevo día; en vez de la muerte se ha abierto la perspectiva de la vida que
continúa.
La tentación de la soberbia y la autosuficiencia
v Nunca debemos dejarnos arrastrar por la oscura tentación de la desesperación, aunque parezca que todo está perdido
o Ciertamente, tampoco hemos de caer en la falsa esperanza de salvarnos por nosotros mismos, con nuestros propios recursos.
3. De este modo, el Salmo demuestra que nunca debemos dejarnos arrastrar por la oscura tentación de la desesperación, aunque parezca que todo está perdido. Ciertamente, tampoco hemos de caer en la falsa esperanza de salvarnos por nosotros mismos, con nuestros propios recursos. En efecto, al salmista le asalta la tentación de la soberbia y la autosuficiencia: "Yo pensaba muy seguro: "No vacilaré jamás"" (v. 7).
Los Padres de la Iglesia comentaron
también esta tentación que asalta en los tiempos de bienestar y vieron en la
prueba una invitación de Dios a la humildad. Por ejemplo, san Fulgencio, obispo
de Ruspe (467-532), en su Carta 3, dirigida a la religiosa
Proba, comenta el pasaje del Salmo con estas palabras: "El salmista
confesaba que a veces se enorgullecía de estar sano, como si fuese una virtud
suya, y que en ello había descubierto el peligro de una gravísima enfermedad.
En efecto, dice: "Yo pensaba muy seguro: No vacilaré
jamás". Y dado que al decir eso había perdido el apoyo de la gracia
divina, y, desconcertado, había caído en la enfermedad, prosigue
diciendo: "Tu bondad, Señor, me aseguraba el honor y la fuerza; pero
escondiste tu rostro, y quedé desconcertado". Asimismo, para mostrar que
se debe pedir sin cesar, con humildad, la ayuda de la gracia divina, aunque ya
se cuente con ella, añade: "A ti, Señor, llamé; supliqué a mi Dios".
Por lo demás, nadie eleva oraciones y hace peticiones sin reconocer que tiene
necesidades, y sabe que no puede conservar lo que posee confiando sólo en su
propia virtud" (Lettere di San Fulgenzio di Ruspe, Roma 1999,
p. 113).
4. Después de confesar la tentación de soberbia que le asaltó en el tiempo de prosperidad, el salmista recuerda la prueba que sufrió a continuación, diciendo al Señor: "Escondiste tu rostro, y quedé desconcertado" (v. 8).
El orante recuerda entonces de qué manera
imploró al Señor (cf. vv. 9-11): gritó, pidió ayuda, suplicó que le
librara de la muerte, aduciendo como razón el hecho de que la muerte no produce
ninguna ventaja a Dios, dado que los muertos no pueden ensalzarlo y ya no tienen
motivos para proclamar su fidelidad, al haber sido abandonados por él.
Volvemos a encontrar esa misma
argumentación en el salmo 87, en el cual el orante, que ve cerca la muerte,
pregunta a Dios: "¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia o tu
fidelidad en el reino de la muerte?" (Sal 87, 12). De igual
modo, el rey Ezequías, gravemente enfermo y luego curado, decía a
Dios: "Que el seol no te alaba ni la muerte te glorifica (...). El
que vive, el que vive, ese te alaba" (Is 38, 18-19).
Así expresaba el Antiguo Testamento el
intenso deseo humano de una victoria de Dios sobre la muerte y refería diversos
casos en los que se había obtenido esta victoria: gente que corría peligro
de morir de hambre en el desierto, prisioneros que se libraban de la condena a
muerte, enfermos curados, marineros salvados del naufragio (cf. Sal 106, 4-32).
Sin embargo, no se trataba de victorias definitivas. Tarde o temprano, la
muerte lograba prevalecer.
La aspiración a la victoria, a pesar de
todo, se ha mantenido siempre y al final se ha convertido en una esperanza de
resurrección. La satisfacción de esta fuerte aspiración ha quedado garantizada
plenamente con la resurrección de Cristo, por la cual nunca daremos gracias a
Dios suficientemente.
Vida Cristiana
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